Pere López y Andrés Antebi
Empezaremos
por el final. Las voces de las palabras del mercado alarman con las leyes del
número de supuestas estadísticas que anuncian que la inestabilidad política, la
inseguridad jurídica, castigan a la industria turística y cortan alas al
renovado impulso inmobiliario. Eso en Catalunya, y especialmente en su capital,
la Barcelona cosmopolita. Sean noticias, bulos, esas “realidades” nos plantan delante
de dos cuestiones primordiales. Una, el turismo y lo inmobiliario son las
locomotoras o vagones de una economía capitalista en declive, sin salida. Y
dos, como la burbuja del momento, otra más, amamanta especuladores y demasiadas
especulaciones, pero se muestra excesivamente vulnerable a todo tipo de
vaivenes.
Cuando en
el Mediterráneo, Mare Nostrum/Mare Mortum, se pueden cruzar enormes cruceros y
frágiles pateras las referencias al turista, o más al viajero, tambalean. Indican,
si acaso, que la movilidad de las poblaciones o que la movilización general ya
es transescalar y discurre por todo el mapamundi. El trasiego del Norte al Sur
y del Sur al Norte se ha disparado, aunque por las atiborradas rutas transitan,
o son transportados, en sentido contrario variedad de cuerpos y con objetivos
muy distintos.
Ni unos
ni otros de esos masivos flujos de poblaciones escapan a la lógica del
beneficio como tampoco se evaden del manoseo de los discursos que ensalza el
pensamiento unánime de nuestra época. De los trayectos, unos con ida y vuelta
garantizada (salvo siniestralidad sobrevenida, pues como nos advierten el
riesgo cero nunca existe), los otros vagabundeando a la intemperie, las
informaciones al uso y de consumo son variopintas. Apenas noticias referidas a
la industria de la emigración, si acaso alguna se cuela en la terminal de los
televisores, y de vez en cuando, se clama al cielo por la acogida de las
personas refugiadas, que no migrantes. Entre la filantropía y la beneficencia
se intenta navegar en esa brecha ahondada que confronta la miseria de la
abundancia (la nuestra) a la abundancia de la miseria (la suya). Apenas
palabras para señalar a las empresas, privadas o públicas, que negocian con los
que escapan de la muerte, sean por bombas o por hambre. Y en las fases del
ciclo de traficantes de cuerpos se encadenan, ya sea en la economía negra o
blanqueada, tanto las redes ilegales que manejan la diáspora como quienes
controlan la llegada con excesivos campos de refugiados vallados y apenas asilo
y todo el ejército de empresas y funcionarios/as que merodean en su entorno.
El
reverso de esa movilidad forzada concierne al lado privilegiado del mundo dicho
desarrollado, y también a ciertas capas de las economías emergentes, que persiguen
y se vuelcan en la aventura a la vuelta de la esquina con todo incluido. Su
tranquilo viaje incumbe tanto a operadores de las emprendedoras empresas, las
unas transnacionales y las otras locales, como a las administraciones públicas
que aseguran su sosiego y recogen sus desperdicios.
La
turistización se expande e intensifica arrastrando el tsunami urbanizador que
deprada y expolia territorios con las consecuencias de arrasar las culturas
apegadas a los lugares. Ese proceso mundializado, pero con geografías variables
--dada su extrema exposición a las aceleradas sacudidas de la geopolítica--,
está pilotado por los distintos sectores que engloba la industria turística,
aunque sus tentáculos van más allá cuando logra subsumir muchas otras
actividades subordinadas al maná de las gallinas de los huevos de oro.
Dentro de
ese panorama los contables de la economía manejan sus cuentas y nos cuentan sus
cuentos: España se considera, en un ranking de 136 Estados, “el país más competitivo
del mundo en el sector turístico” (Worl Economic Forum-2017). Así de “la
emisión” de turistas internacionales 75,6 millones de ellos aterrizaron el año
pasado en las playas, montañas y ciudades del devastado ruedo ibérico (y
calculan que este año la cifra se incrementará hasta los 83 millones). Y
dejaron, dicen sus estadísticas, 77.625 millones de euros. Además, cierran las
cifras del Nuevo Dorado, anotando que su contribución a la creación de
ocupación es muy significativa: el sector turístico –en el 2015—dio faena,
directa o indirectamente a 2,5 millones de personas (un 13% del total, y que
alcanzaría el 16,2% si se contemplasen los empleos inducidos).
Es así
que el turismo se venera como la primera “industria nacional”, al igual que se
glosa su apalancamiento como “sector clave en la actividad económica mundial”. Aludiendo
al PIB –ese marcador de las desigualdades sociales y desequilibrios territoriales—se
contabiliza que su aportación a la “riqueza global”, en el 2016, representó el
3,1%, y su peso real, atendiendo a sus efectos indirectos e inducidos en otros
sectores, subiría al 10,2%.
También
se insiste que la industria turística es intensiva en inversiones, es decir que
se ejercita a fondo en la acumulación por desposesión, a menudo como
avanzadilla del proceso, cuando acapara un 4,4% de la inversión mundial en ese
mismo año.
Vamos a la playa y a pasear por las Ramblas
El
turismo está, nos recalcan, en la cresta de la ola y se vaticina que surfeará
durante mucho tiempo. Su actualidad, sin embargo, viene precedida y se asienta
en otras oleadas. Remotamente, las élites ociosas ya se refugiaron en selectos
y sofisticados enclaves, playas, balnearios, lujosas mansiones entre el verde.
Eran pocos, su huella ecológica escasa y sus estancias sólo daban para habladurías.
No tan lejos si que quedan las canciones del verano tatareadas --“vamos a la
playa calienta el sol”--, el imaginario del bikini y su contrapunto de “vente
para Alemania, Pepe” de la época del desarrollismo en el solar ibérico. Divisas
de las y los emigrantes sumadas a los gastos de los turistas apuntalaron el
mito del “spain is diferent” y propagaron la consigna “un turista, un amigo”.
En aquel ciclo de despunte del turismo de masas se colonizó y devastó, al
amparo de la Ley del Suelo de 1956, especialmente el litoral, donde se
levantaron las necrópolis costeras que estacionalmente abarrotaban de “suecas y
suecos” las playas con crema de sol y sombrillas. Fueron tiempos también del
primer boom inmobiliario que inauguró la fiebre de la segunda residencia, para
nativos y foráneos, pues despuntaba la especialización de ciertas áreas como geriátrico
europeo.
Más
adelante, la colonización turística sin olvidarse de las orillas del mar se
encaramó a las montañas. La avanzadilla de la masificación turística serían las
pistas de esquí, ese oro blanco que vertía y multiplicaba las urbanizaciones y
los complejos turísticos asociados. Más tarde proliferó el turismo rural con
encantadores hoteles rurales, agroturismos y casas o apartamentos de alquiler.
El último
escalón ya se incrustó en las metrópolis. Los eventos del 92 –Juegos Olímpicos
en Barcelona y la Expo de Sevilla— fueron el pistoletazo de salida. Con ellos transmutó
el antaño “un turista, un amigo” en unos “amigos para siempre”, pues los
gestores, de viejo o nuevo cuño, de las metrópolis promocionan sus marcas registradas,
basadas en la explotación turística, dinamizada por las industrias del ocio y
el entretenimiento, como plataformas de la acumulación del capital.
El auge
del turismo urbano desenfrenado, salpicado de mercantilización extrema de los
espacios, edulcorado por las industrias culturales y la museificación de las
piedras y de las gentes –cuya mejor imagen son las estatuas humanas inmóviles
que se esparcen por las Ramblas—han agudizado, sin embargo, las desigualdades
socio-territoriales en la metrópoli. Ya que ese (anti)modelo de “crecimiento económico”,
idolatrado a falta de otra alternativa, apremia a la venta de los territorios
urbanos al mejor postor, ello potenciado, sin miramientos, por una concertación
público-privada, encargada de la gestión de las conurbaciones metropolitanas y
regida por los patrones del capitalismo asistido, que se entrega a la
transferencia de capital público y bienes comunes a los negocios privados. Por cierto,
en la que las mayores cuotas de beneficios van a parar a empresas
multinacionales que controlan el negocio vertical de la industria del turismo,
precisamente sustentada en una larga cadena de subcontrataciones. Con lo que se
eterniza y expande la privatización de los beneficios y la socialización de los
gastos y costes.
La
industria turística y el sector de la construcción e inmobiliario son los
motores de la devastación de amplias zonas del territorio. Con su prestigio de
“generar riqueza”, su chapapote que apareció y persiste en el litoral, se expandió
por las montañas y prosigue con la conversión de los pueblos en estampas de
postal, y ha aterrizado en las ciudades provocando la proliferación de los
no-lugares y barricidios. Litoral, montañas y ciudades son ahora parte de un
mismo pack, e intercambiables los destinos.
Secuelas y daños colaterales
El boom
turístico no se explica sin el abaratamiento de los costes del transporte,
entre otros factores debido a la caída del precio del petróleo. Y tampoco sin
el exponencial crecimiento de los vuelos low cost, debido a la liberalización
del sector, y que alienta a que un 54% de los turistas internacionales empleen
en sus desplazamientos el transporte aéreo. Corolario de ello son los colapsos
de aeropuertos a pesar de las constantes ampliaciones y nuevas creaciones de
los mismos. La moda de los macro-cruceros conlleva, por su parte afectaciones y
redefiniciones en la gestión de los puertos comerciales, mientras que el
ascenso de yates, entre el segmento elitista de turistas, repercute en la plaga
al alza de selectos y exclusivos puertos deportivos.
La
maquinaria devoradora de la turistización precisa recursos y exige
infraestructuras adecuadas. El engranaje de la costa mediterránea del sur,
entregada al monocultivo turístico, requiere además de aeropuertos, autovías/autopistas
y AVES para los desplazamientos, campos de golf y parques temáticos para el
entretenimiento. Y también ese recurso escaso, ese oro azul, que es el agua.
Esas infraestructuras del capital arrastran sus conflictividades: por ejemplo,
entre otros muchos, la lejana guerra del agua contra el trasvase del Ebro, o la
más reciente derivada de las obras del AVE a su paso por Murcia. Otra mega-infraestructura,
y que en este caso atenía a la Costa Brava fue la construcción de la MAT –Línea
de Muy Alta Tensión-- para garantizar, entre otros motivos, el abastecimiento
de electricidad y evitar el apagón del turismo de masas, y que generó
igualmente una prolongada lucha cuya criminalización todavía persiste.
El
turismo, en fin, es una lanzadera de la reconquista de los territorios por
parte del capital, ya que combina la intensificación de la mercantilización de
los mismos con la acentuación de la privatización. Y las urbes, y entre ellas
Barcelona, se exponen en estos momentos, como un caso paradigmático.
Son
demasiados sus efectos. Se acentúa la toma de plazas y calles por las
muchedumbres de turistas y la proliferación de terrazas que están aboliendo la
condición del “espacio público” como lugar concurrencial de encuentros entre
vecinos y entronizan, a cambio, la ciudad como espectáculo sólo para
espectadores y solventes. La ciudad en venta que da alas a una nueva y agresiva
burbuja inmobiliaria repercute asimismo en el alojamiento que acarrea la
expulsión de los habitantes, los “bichos” –dicen ellos-- que entorpecen el
negocio y que son sometidos a un descarnado mobbing estructural. Sobresale en
este panorama la adquisición, básicamente, por socimis –sociedades cotizadas
anónimas del mercado inmobiliario, o mejor fondos de inversión extranjeros o
simplemente fondos “buitres”, en el decir popular-- de edificios completos aún
con inquilinos habitándolos. El alza desmesurada de los precios de alquiler,
que abarca ya a toda la región metropolitana. La reconversión de las viviendas
para el turismo residencial. El acoso al comercio de proximidad por la
avalancha de las franquicias. Y etc.
El
turismo, para los más, no genera riqueza; al contrario extiende la
precarización, tanto en lo laboral –el sector, en el que abunda la subcontratación
y la temporalidad es un paradigma de las extralimitaciones de la explotación--,
como en lo habitacional y en las facetas propias de la reproducción social:
pasear por la calle, tomar una copa, divertirse o comprar.
Un mantra ante el espejo
Como
expresaba una pintada en un barrio barcelonés, atacado por la gentrificación:
“No es turismofobia, es lucha de clases”. En Barcelona, durante el pasado
verano, justo después que el barómetro semestral municipal arrojara el
sorprendente dato de que el turismo es la principal preocupación de vecinos y
vecinas, los dueños del pastel inmoturístico y ciertos medios de comunicación
siempre a su servicio, orquestaron una campaña coordinada y sostenida que
consiguió poner en circulación el término “turismofobia” para intentar
explicarle al mundo lo que, desde algún tiempo, está sucediendo en la ciudad en
relación a esa industria global. La campaña del lobby, una pura maniobra de
distracción, tenía diversos objetivos simultáneos: presionar al gobierno
municipal para que siga favoreciendo sus intereses, recuperar algo del terreno
perdido en el relato sobre la realidad turística en la ciudad y, tal vez lo más
importante, desprestigiar un movimiento social antituristización que no para de
crecer.
La
cortina de humo fue disipándose a lo largo del verano, pero puso de manifiesto
la honda preocupación existente entre los poderes que controlan el negocio
turístico local porque en muy poco tiempo y desde diferentes frentes, se ha
conseguido desenmascarar el mantra que manejaban desde hacía décadas con
excelentes resultados para sus intereses: que el turismo es un beneficio para
la ciudad y cuanto más turismo, mejor.
El
pistoletazo de salida del incipiente movimiento antituristización se produjo en
el verano de 2014 en la Barceloneta, una de las puntas de lanza del modelo que un
régimen público-privado bien engrasado ha ido instaurando en la ciudad a través
del monocultivo turístico. Durante el ciclo olímpico, se la había vendido como ejemplo
de una supuesta “apertura a mar” y la cosa ha acabado con el barrio abierto en
canal, a merced de un auténtico tsunami. Hoy, el precio del metro cuadrado de
sus humildes quarts de casa es equiparable al de los barrios más caros de la
ciudad. El grito “el barrio no està en venda” o “veïns en perill d’extinció”
surgió de las entrañas de un grupo de vecinos que se plantaron airados durante
unas cuantas noches seguidas en las puertas de las inmobiliarias que
gestionaban pisos turísticos. Luego empezaron las manifestaciones, cada vez más
numerosas, y la extensión de la protesta, hasta que el tema se situó en el
centro del debate político. El transatlántico, hasta entonces navegando a toda
máquina, empezó a ser abiertamente discutido.
En apenas
tres años han proliferado en la ciudad infinidad de colectivos que han colocado
la denuncia a los efectos del turismo masivo en el centro de sus luchas, ya sea
organizándose barrio a barrio, como en La Barceloneta, El Raval, El Gòtic, Sagrada
Família, Gràcia, Vallcarca, Poble Sec, Poble Nou, Sants o El Clot, ya sea en
espacios de confluencia como la Assemblea de Barris per un Turisme Sostenible
(ABTS) o el colectivo Barcelona ens Ofega.
Una de
sus principales victorias, más allá de las movilizaciones, es haber elaborado y
difundido adundantísima información que contribuye a explicar cómo funciona la depredación
turística en Barcelona y la vinculación de este lucrativo negocio planetario a
la especulación inmobiliaria, la gentrificación, la precariedad laboral, la erosión
de la convivencia vecinal, el uso excluyente de la calle o la contaminación
atmosférica, entre otras lindezas. Herramientas de combate imprescindibles para
seguir abriendo brecha en el monolito.
[Artículo
publicado originalmente en la revista Libre
Pensamiento # 92. Madrid, otoño 2017. Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/LP%2092%20Interior-2_0.pdf.]
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