Desiderio Martín (periódico Rojo
y Negro)
Las
personas trabajadoras de reparto de comida con bicicletas (la empresa Deliberoo)
han logrado dar un paso importante en su pelea contra la explotación más
absoluta por parte de empresarios que se esconden como tales, bajo el eufemismo
de
“economía
colaborativa”, a los solos efectos de no asumir los riesgos que comporta la
figura de empresario: pago de salarios e impuestos cuando existe una relación
de contraprestación laboral.
Bajo este
eufemismo de “economía colaborativa”, afloran varias decenas de empresas
(quizás centenas), multinacionales las más importantes, que con unos mínimos costes
de implantación (por lo general una herramienta informática) utilizan cientos,
miles de colaboradores (que no trabajadores y trabajadoras, según estos nuevos
chupasangre obrera) para obtener pingües beneficios y competir deslealmente en
la economía clásica y “formal”.
¿Qué se
entiende comúnmente por economía colaborativa y cuál es la realidad social,
jurídica y sindical de esta denominada, intencionadamente, economía
colaborativa o sin explotación?
En un
informe de la multinacional Price Waterhause Coopers citado por Óscar García
Jurado en un trabajo de Autonomía Sur sobre economía colaborativa, se define la
misma como... “el alquiler temporal de, por ejemplo, coches, viviendas... a
través de aplicaciones tecnológicas como UBER o Airbnb..., además del software libre,
la economía social y solidaria, el cooperatismo...”, un totum revolutum que
permite invisibilizar la degradación de ese trabajo, la explotación más
absoluta y la apariencia de normalidad sobre la inseguridad jurídica y política
en la cual se mueve estetipo de economía.
La máxima
expresión de un capitalismo liberal o neoliberal, que externaliza todos los
riesgos tanto en las personas colaboradoras como en las consumidoras de los servicios
y mercancías que prestan. Se presentan socialmente, es decir, en público o ante
la opinión “publicada”, como “modelos de negocio de la ciudadanía”; se trata de
que las personas “ciudadanas” produzcan valor o trabajen para valorizar el
capital (de los dueños de estas empresas colaborativas), para mantener su
“capacidad de consumo, de manera supuestamente más humana y en el menor tiempo”.
Se crea
la ilusión en quienes consumen de que pueden satisfacer sus deseos de manera
instantánea, al margen de su poder adquisitivo, porque este tipo de economía
abarata los costes de producción en base a la ausencia de condiciones de
trabajo regladas, mínimas, en quienes “colaboran” en los servicios que prestan.
No es
sino la sustitución total del trabajo en el capital, el cual no genera valor
social, sino que se apropia de una cantidad aún mayor de valor en la (no)
relación laboral y en la relación con la ciudadanía, a quien se le ha puesto a
“trabajar”, a aminorar sus costes de manera significativa.
El
problema serio con el que nos enfrentamos, contra esta economía falsa y ausente
de cualquier cooperación social, que genere valor social y a la vez permita un
tipo de consumo menos depredador de energía, es que el capitalismo 2.0 o capitalismo
neoliberal, ha conseguido aparecer con un cierto rostro “benefactor” que hace
que millones de personas se traguen sus productos y/o servicios, sin demasiada mala
conciencia, y olviden que desde el hardware (quien genera las condiciones para
realizar este tipo de “economía”), la más brutal explotación se encuentra
presente en la “satisfacción del deseo del ciudadano, ciudadana”.
Las bases
económicas, jurídicas y sociales que posibilita esta sobreexplotación, se
asentaron y consolidaron en el siglo XX: Desde los 90 del siglo pasado, el capitalismo,
a través de sus representantes políticos, ha generado una arquitectura jurídica
y normativa que ha condensado toda una práctica donde la única libertad que
cuente en la vida sea la libertad del capital para localizarse, actuar, intervenir
en cualquier espacio y medio. Dicha arquitectura jurídica se fundamenta en la
desregulación en todo lo relativo a los derechos, bien derechos
medioambientales, bien laborales, bien fiscales, bien sociales.
Nada ni
nadie puede poner límites a la expansión y penetración del capital. Las normas
(regulación) institucionales en cualquiera de los derechos a proteger de la
tierra, los recursos y las personas, bien como trabajadoras, bien como ciudadanas
con derechos públicos (sanidad, educación, cuidados, prestaciones sociales,
etc.), dejan de ser “privativas y disponibles por parte de instituciones” y son
externalizadas a los mercados privados.
Estos
mercados, basados en la autorregulación, exigen una “absoluta regulación” del
desorden, consiguiendo que solo la ley de la oferta y la demanda sea la que
rija las relaciones sociales y, especialmente las relaciones laborales, donde
derechos mínimos necesarios (salarios mínimos, jornadas laborales máximas,
cobrar salarios respecto al valor del trabajo –el principio de igualdad-, etc.)
desaparecen (abandono de los límites protectores de los derechos) y se constituye
no sólo una relación desigual, sino que tan siquiera se le puede denominar
relación laboral, pues quien rige es la lógica mercantil, donde la persona
trabajadora se convierte en individuo sin ninguna capacidad de negociación, pues
se le ha eliminado el suelo (derecho necesario mínimo en sus condiciones de
trabajo) desde donde sustentar y empoderar su oferta de fuerza de trabajo.
Las nuevas formas de producir en el capitalismo global a partir de la
década de los 90 del siglo pasado se constituyen sobre ese principio de desregulación,
donde la descentralización productiva posibilita las externalizaciones de
cualesquiera de las actividades, tanto la principal como las secundarias, a
contratas y subcontratas, posibilitando la ruptura con el empresario real, el cual
desaparece y externaliza todos los riesgos (salariales, condiciones de trabajo,
fiscales, sindicales y jurídicas) a los contratistas y subcontratistas, los cuales
-ante la necesaria obtención de un beneficio por la obra subcontratada-
rebajarán las condiciones salariales y de trabajo de las personas trabajadoras,
y, en consecuencia, la cadena de subcontratación entra en un bucle infame,
donde la precarización de la mano de obra es esencial para el beneficio empresarial
(tanto del empresario principal como de los contratistas y/o subcontratistas).
Estas
nuevas formas de producir y distribuir han ido evolucionando en el mismo
sentido que la normativa o arquitectura jurídica desreguladora, hasta los
extremos en los cuales nos encontramos hoy, en eso que venimos denominando como
“economía colaborativa”: la externalización de todos los riesgos inherentes al
empresario, ahora se trasladan a esa persona (no)trabajadora, la cual simplemente
es conectada y puesta en contacto para “si quiere” realizar un servicio (caso UBER,
Deliveroo, etc.), siendo dicha persona quien asume todos los riesgos inherentes
al hecho de trabajar.
Fijemos
algunas de las consecuencias de esta estrategia del capitalismo en su afán de
creación y consolidación de mercantilizar todo y a todos y todas:
1.
Desaparece la figura de empresario, al no existir trabajador/a, según la
definición jurídica que fija el artículo primero del Estatuto de los
Trabajadores:
* Esta
ley será de aplicación a los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios
retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de
otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario.
* A los
efectos de esta ley, serán empresarios todas las personas, físicas o jurídicas,
o comunidades de bienes que reciban la prestación de servicios de las personas
referidas en el apartado anterior, así como de las personas contratadas para
ser cedidas a empresas usuarias por empresas de trabajo temporal legalmente
constituidas.
2. La
afectación de la ley básica (ET) que garantiza los derechos y obligaciones, en
toda relación contractual, queda anulada y, por consiguiente, salarios, jornada,
régimen del trabajo, profesionalidad, movilidad, vacaciones, derechos
sindicales, etc., se subsumen bajo la forma de un contrato mercantil o
contratos de colaboración voluntaria.
3. La
seguridad jurídica en esta “(no) relación laboral” y sí “obligada relación
mercantil”, queda anulada para el “colaborador/a” y, por el contrario, el
empresario real goza de las más absoluta seguridad jurídica, no haciendo frente
a:
* Seguro
de accidente
* Seguro
de prestaciones públicas sanitarias
* Cotizaciones
en régimen de autónomos
* Declaraciones
de las rentas percibidas
* Gastos
de reparación de vehículos...
Todo ello
se traslada al “colaborador/a”.
4. La
riqueza producida por estas empresas es apropiada casi de manera absoluta por
sus propietarios, los cuales son capaces de no sólo “minimizar” sino casi hacer
desaparecer los gastos de explotación, así como eludir su contribución a los
pagos a las arcas públicas (Hacienda y Seguridad Social, fundamentalmente) para
contribuir al mantenimiento de los servicios públicos.
[Artículo
publicado originalmente en el periódico Rojo
y Negro # 319, Madrid, enero 2018.Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro319%20enero.pdf.]
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