Ryder López
Después
de 2008, América Latina lucía bien a pesar de la gran crisis mundial, en gran
medida gracias al incremento en la demanda de los productos primarios
exportados del continente. Este escenario representó una gran oportunidad para
que todos los países de la región colocaran sus bienes en el mercado
internacional a precios considerablemente altos, lo cual impulsaría la llegada de cifras récord de inversión extranjera directa, así como la instalación de empresas
transnacionales, como megamineras, agroindustrias y petroleras.
No se puede decir que
el extractivismo fuera desconocido en la región, pero, a diferencia de lo
ocurrido en siglos pasados, las innovadoras técnicas para la obtención de
recursos dieron paso a una larga discusión sobre el concepto. Durante esta
nueva etapa, el extractivismo se definía por cuatro variables: el volumen de
recursos extraídos, su poca o nula transformación, la intensidad de las
técnicas utilizadas —su impacto ambiental— y el destino final de los productos.
Así, cualquier recurso natural es susceptible de extractivismo siempre y cuando
sea explotado en volúmenes altos, con poco o ningún procesado, haya dañado
significativamente el medio ambiente y se dirija al extranjero.
Este tipo de
actividades pueden ser impulsadas tanto por iniciativa privada como pública. En
el primer caso, se trata de un tipo de extractivismo clásico, en donde son las
empresas transnacionales las más beneficiadas, mientras que en el segundo es el
Estado el encargado de capitalizar la mayoría de las ganancias. Es precisamente
aquí donde aparece el neoextractivismo como
una técnica de los Gobiernos progresistas para eliminar la pobreza justificada
por los grandes beneficios de la venta de recursos naturales en el extranjero,
la generación de empleo, la llegada de capital extranjero, la creación de
cadenas de valor y la dinamización de la economía en su conjunto.
Estas
técnicas, aparentemente buenas para la economía, entraron en contradicción con
la política que apoyaba el buen vivir como nuevo marco de convivencia, ya que,
para muchos de los movimientos sociales —que hasta entonces habían apoyado a
los Gobiernos—, la visión de un mundo económico en armonía con la naturaleza
era imposible bajo la sombra del extractivismo. Es así como aparecen las
primeras grietas del nuevo sistema político, que, en su intento por solucionar
la pobreza obteniendo ingresos extraordinarios en el mercado internacional,
desregulaban, modificaban y condonaban las actividades extractivistas de la
región.
En
este escenario contradictorio, la asamblea constituyente ecuatoriana reconocía
los derechos de la naturaleza al mismo tiempo que aprobaba leyes mineras y
Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos, empresa nacionalizada por Evo
Morales, proseguía con las actividades que en su momento dieron inicio a la
guerra del gas. Otros Gobiernos de izquierda, como el argentino, uruguayo y
brasileño, también participaron del extractivismo con la ampliación de la
frontera de los agronegocios y los alimentos transgénicos en tierras amazónicas
—la llamada República de la Soja—.
Los
Gobiernos conservadores no se quedaron atrás. En Perú las solicitudes para
actividades mineras crecieron un 84% en 2011, en Colombia la inversión
extranjera destinada a la minería aumentó casi un 500% entre 2002 y 2009 y en
México el entonces presidente Felipe Calderón impulsó la reforma energética
concluida por su sucesor, Enrique Peña Nieto, en la que ya se contempla el
desplazamiento de comunidades en territorios de interés nacional para aplicar
la fractura hidráulica —fracking— como método de extracción de petróleo no
convencional.
Las contradicciones del modelo
Prácticamente
todos los Gobiernos latinoamericanos apostaron por el neoextractivismo como
motor para desarrollar sus economías. Sin embargo, el patrón de explotación fue
particularmente sorprendente en los países alineados con el buen vivir, lo que
creó una nueva oleada de protestas en oposición a dichos proyectos y a los
Gobiernos que los avalaban.
En
su vertiente más amable, los Gobiernos reconocían el impacto ambiental y social
del extractivismo, pero lo consideraban una externalidad, un sacrificio con el
que debían cargar las comunidades en aras de la nación. Esta situación situaba
a las sociedades en una auténtica paradoja que se debatía entre la destrucción
de la naturaleza y la lucha contra la pobreza. No obstante, uno de los
problemas centrales de este modelo de desarrollo, además de reprimarizar las
economías, es que los costos socio-ambientales que generaba parecían superar
las ganancias obtenidas en el extranjero, con lo que se desvanecían los
beneficios a medida que caían los precios de las materias primas.
Más
aún, las estrategias de violencia y desplazamiento forzado ejercidas sobre las
poblaciones ocupantes de territorios ricos en recursos naturales llevaron a que
una parte de la sociedad civil retirara su apoyo a los Gobiernos progresistas.
Prueba de ello y de la falta de respuestas contundentes a la pobreza es el
hecho de que actualmente solo un puñado de estos Gobiernos sobrevive en la
región.
A
todo esto se suma que el discurso del buen vivir en su vertiente económica ha
sido ignorado. La naturaleza es explotada a gran escala y sus ciclos de
recuperación son pasados por alto. Además, se acusó a los Gobiernos de haber
tergiversado las ideas del buen vivir, incluso de haber vaciado el concepto de
todo su contenido para adaptarlo a las pautas de los mercados internacionales,
con lo que se despojaba a las comunidades de una poderosa herramienta de cambio
social.
Siendo
así, el proyecto del pachamamismo presenta claroscuros. Por una parte, en el
ámbito económico, las ideas del buen vivir fueron subsumidas bajo la lógica de
acumulación tradicional, revestida en el siglo XXI bajo el nombre de
neoextractivismo. Por otra parte, en el ámbito político, estas ideas permitieron
la visibilización y el acceso al poder a comunidades históricamente marginadas
del escenario político formal.
No
obstante, a pesar de las mejorías en los indicadores de pobreza, el modelo no
estaba diseñado para perdurar: tras varios años de bonanza, la caída que
atraviesa actualmente el continente se vive con más intensidad en vista de las
expectativas generadas y no cumplidas. Después de todo, el neoextractivismo
solo es una solución paliativa para una pobreza de corte estructural,
histórica, diferenciada y profundamente instaurada en una población
heterogénea.
[Fragmento
de un texto más extenso, que en su versión original está disponible en https://lapipa.co/choque-modelos-buen-vivir-extractivismo.]
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