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viernes, 1 de diciembre de 2017

Definiendo al militarismo desde la perspectiva anarquista



Anarcopedia

La palabra militarismo posee resonancias antiguas, de otros siglos. A veces su misma pronunciación sugiere casi de manera automática el adjetivo "prusiano", evocándonos la figura del káiser Guillermo II, con su política imperialista, de rearme, preparadora de la Primera Guerra Mundial. O recuerda a regímenes que, como el nazi o el japonés de Hirohito, realizaron grandes inversiones en armamento que, a la postre, les permitieron sostener una larga guerra de agresión contra sus vecinos en Europa y Asia. También, en un ejemplo más cercano en el tiempo, el término militarismo se encadena con el de complejo militar-industrial (CMI): aquel monstruo híbrido de empresarios, políticos y militares que fue responsable de la gigantesca escalada armamentista estimulada por los diversos gobiernos estadounidenses con posterioridad a la II Guerra Mundial. Una escalada que, dicho sea de paso, alcanzó una de sus cotas culminantes con Ronald Reagan, de quien George Bush junior se considerab heredero político.

Tanto el socialista Louis Blanc como el anarquista Pierre Joseph Proudhon fueron dos de los primeros teóricos en utilizar el termino militarismo. Ambos veían en esa palabra, a mediados del siglo XIX, la amenaza de los gobiernos autoritarios que recurrían al ejército no solo para defenderse o atacar a un enemigo exterior, sino para protegerse y reprimir al "enemigo interior": la conflictividad social alimentada por el descontento de las clases desposeídas y oprimidas de la propia nación. Un gobierno apoyado en el ejército, esto es, en la Fuerza y no en el Derecho, constituía la antítesis y el obstáculo a salvar para la consecución de una sociedad libre y justa. La experiencia francesa de junio de 1848 constituye quizá uno de los mejores ejemplos. Tras la Revolución de febrero, y ante el crecimiento de las protestas obreras, el gobierno promulgó un decreto por el que enroló a la fuerza en el ejército a buena parte de los obreros solteros que a la sazón trabajaban en los Talleres Nacionales de París, creados ese mismo año para paliar el gravísimo problema del paro. Inmediatamente, y ante la resistencia generada, el ejército salió a las calles para reprimir a los revoltosos. La institución militar servía así tanto para neutralizar en sus orígenes a la fuerza interior opositora -a través de su reclutamiento o militarización- como para combatirla directamente.

Dichos desastrosos efectos ya habían sido previstos por numerosas voces que, lamentablemente, no fueron escuchadas a tiempo. La pacifista Bertha von Suttner argumentaba así contra la imposición del servicio militar obligatorio en el Imperio Austrohúngaro, según el modelo prusiano, en su popular novela autobiográfica _Abajo las armas_:
"(...) si en todas partes es implantado el servicio militar obligatorio, no hay ventaja para ninguno. El juego de ajedrez de la guerra es jugado con más figuras, pero la partida depende siempre de la suerte y de la habilidad del jugador. Pongo el caso que todas las potencias europeas introducen el servicio militar obligatorio, entonces, la relación de poder sería exactamente la misma, la diferencia estaría sólo en que, para lograr una decisión, tendrían que ser abatidos millones en lugar de centenares de miles."

El modelo prusiano: una visión estrecha y exclusiva del militarismo.

Para los primeros estudiosos del militarismo, el ejemplo prusiano-alemán constituye el paradigma por excelencia: sus críticos proliferan, tanto desde ópticas liberales como marxistas. En vísperas de la I Guerra Mundial, el comunista Karl Liebknecht insistía en la función de represión interior -y no tanto de defensa frente a un enemigo exterior- del militarismo alemán y, por extensión, occidental. Para los autores marxistas, el militarismo era como una espada de dos filos, de los cuales uno servía para la agresión contra otros Estados o pueblos -en este sentido aparecía estrechamente vinculado con el concepto “imperialismo”- y otro para la represión de la disidencia interna. Como la principal amenaza a la que se enfrentaban los gobiernos europeos de los albores del siglo XIX era la pujanza del movimiento obrero, el clima militarista generado sirvió para neutralizar cualquier peligro de desestabilización interior.

Sin embargo, por aquellas fechas no todo el mundo estaba de acuerdo con el concepto de militarismo sugerido hasta ahora. Al contrario que Liebknecht y demás autores de tradición marxista, los teóricos de la escuela liberal, sobre todo en los países anglosajones, limitaban la condición de militarista a unos pocos países, como Alemania y Japón, y la negaban a potencias imperiales como Francia o Gran Bretaña. A pesar del rearme prolongado que infectó en mayor o menor medida a todos los países occidentales, antes y después de la I Guerra, el pensamiento liberal utilizaba un enfoque sumamente estrecho del concepto, restringido al peso específico del estamento militar en el sistema político del Estado. Según esta visión, un Estado donde el poder militar estuviera plenamente subordinado al civil, aun cuando llevara a cabo una política internacional agresiva, o de rearme, no era militarista. Y sí lo era cuando el brazo militar se volvía levantisco, se imponía sobre el poder civil y lograba influir en sus decisiones. De esa forma, una monarquía de escenografía militar como la del káiser del Segundo Reich, con un elevado peso de la antigua aristocracia feudal reconvertida en burguesa, encajaba a la perfección en ese ajustado modelo de militarismo, que no dejaba hueco alguno a versiones no tan crudas y algo más sutiles.

En 1914, varios meses después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el teólogo Ernst Troeltsch afirmaba que...
"... el militarismo significa mucho más que la organización militar contagie hasta cierto punto toda nuestra vida civil... En último extremo el militarismo implica que no podemos valorar y defender nuestro Ejército porque nos sintamos impelidos por cálculos racionales, sino también porque sintamos en nuestras corazones una irresistible compulsión a amarlo".

La situación descrita no cambiaría durante el período de entreguerras, hasta el estallido del siguiente conflicto mundial. Aprovechando este hecho en su favor, la propaganda de las potencias aliadas durante la II Guerra pudo apuntalar la legitimidad de su lucha denunciando el carácter militarista de sus oponentes, el Tercer Reich y el Imperio japonés. Fascismo y militarismo quedaron de esta forma indisolublemente emparentados. Hasta el punto de que, para sus propios teóricos, un régimen perfeccionado de democracia liberal, como el norteamericano o el británico, resultaba de entrada incompatible con cualquier veleidad militarista.

Militarismos hay más de uno. Los Complejos Militares-Industriales

Vencidos los fascismos en 1945, pudo parecer que los militarismos habían quedado desterrados del mundo -al menos para los teóricos de la óptica liberal- pese a la enormidad de la destrucción generada por ambos bandos en la guerra y la carrera de armamentos que la acompañó. El bombardeo atómico estadounidense de Hiroshima y Nagasaki fue probablemente el episodio bélico que más impacto ejerció a nivel mundial, pese a que otros menos conocidos -como la continuada campaña de bombardeos aliados sobre Alemania -en particular el bombardeo sobre Dresde en los momentos finales de la guerra- generaron aún una mayor mortandad. La bomba de Hiroshima explotó sobre un hospital del centro de la ciudad, causando la muerte instantánea de cien mil personas, civiles en su inmensa mayoría, y otras cien mil murieron más lentamente como consecuencia de las quemaduras y la radiación. Hiroshima y Nagasaki pasaron a los anales de la historia como el "precio obligado de la paz", ya que días después el Japón se rindió incondicionalmente. Lo que ocultaron las crónicas, o lo que trasmitieron en sordina, fue que las autoridades japonesas llevaban semanas pidiendo la paz. Sabido es que en la decisión del lanzamiento del arma atómica influyeron varios factores, que poco tenían que ver con la prisa por acabar la guerra: desde la propia oportunidad de probar la bomba nuclear -que arrastraba tras de sí años de diseño y fabricación- hasta la voluntad estadounidense de aprovechar la coyuntura bélica para destruir las infraestructuras japonesas y eliminar así a un Estado rival en términos económicos y políticos. Según algunas versiones, la propia capacidad simbólica del lanzamiento de la bomba también jugó un papel relevante: con ese gesto, dirigido tanto a los aliados como a no aliados e hipotéticos rivales, Estados Unidos anunciaba su recién alcanzada condición de principal potencia armada del planeta.

Había nacido un nuevo concepto -el complejo militar-industrial, - que acabaría por echar por tierra las antiguas tesis liberales del militarismo. En el complejo militar-industrial no solamente participaban militares, sino también, y quizá en mayor medida todavía, políticos de la esfera civil del Estado, empresarios o periodistas. A principios de los setenta, Dieter Senghaas definía de este modo el CMI:
"Un sistema compuesto estructurado de fuerzas sociales, instituciones e ideologías que montan complejos individuales de armamento cuya cohesión convierte el complejo del armamento norteamericano en un hecho social autónomo".

A partir de la realidad histórica del CMI, el militarismo se amplió como concepto, enriqueciéndose, y se hizo asimismo incómodo para las tesis liberales: no sólo los países "subdesarrollados" podían ser militaristas, sino también las grandes potencias occidentales. Los países del llamado "socialismo real", por su parte, tampoco quedaban a salvo del fenómeno. El militarismo también había anidado y se había desarrollado en la Unión Soviética, con matices propios derivados de su inserción en una economía en la que los principales medios de producción eran patrimonio del Estado. A principios de los setenta comenzó a hablarse de un CMI soviético -compuesto por políticos, dirigentes del partido único y cargos de las empresas de armamento estatales- que algunos bautizaron, para hacer honor a sus particularidades, con el nombre de Complejo Militar-Burócrata.

Con esto pasó un poco como con el concepto de imperialismo: tradicionalmente, para los autores marxistas ortodoxos, tanto el imperialismo como el militarismo eran una consecuencia inevitable, a modo de adjetivos necesarios, del desarrollo histórico de las sociedades capitalistas. En su opinión, una URSS imperialista y militarista resultaba impensable: una contradicción en los términos. El curso de la historia, sin embargo, acabaría por desautorizar esta visión, a la luz de fenómenos como la sustitución del antiguo imperio de los zares por la órbita de poder soviético -el caso checheno, o el afgano tras la invasión de 1979, resultan obvios- o la hipertrofia del poderío militar y nuclear de la URSS. Para no mencionar un aspecto del militarismo en el que, tiempo atrás, habían hecho singular hincapié autores no liberales, sino marxistas como Karl Liebknecht o Rosa Luxemburgo: la represión interior y el control de los disidentes del propio Estado.

Definiendo lo militarista

Una vez comprometidos con un enfoque amplio del fenómeno militarista, que lejos de reducirlo al círculo de las instituciones políticas del Estado lo amplíe al conjunto de la esfera social, hay definiciones para todos los gustos. Michael Klare, a partir de sus estudios del militarismo de la guerra fría, propuso la siguiente, que con el tiempo se ha convertido en una de las más recurridas:
«(...) la tendencia del aparato militar de una nación (que incluye las fuerzas armadas, las fuerzas paramilitares, burocráticas y servicios secretos) a asumir un control siempre creciente sobre la vida y el comportamiento de los ciudadanos, sea por medios unilaterales (preparación de la guerra, adquisición de armamento, desarrollo de la industria militar) o a través de los valores militares (centralización de la autoridad, jerarquización, disciplina y conformismo, combatividad y xenofobia), con vistas a dominar cada vez más la cultura, la educación, los medios de comunicación, la religión, la política y la economía nacional, a expensas de las instituciones civiles.»

No hay, por supuesto, que desplazarse a la Europa Centro-Oriental para rastrear fenómenos recientes de militarismo social. Retomando la realidad del Complejo Militar-Industrial estadounidense, el senador republicano Goldwater defendía en 1969 su existencia afirmando que...
"(...) este Complejo es para nosotros el escudo que nos protege. Es la campana bajo la cual prospera nuestra nación y alcanza el bienestar. Es nuestra armadura, por desgracia en un mundo dividido."

A partir de esta teoría, la máxima prioridad del gobierno Bush [y actualmente con Trump] no será resolver los graves problemas internos de la sociedad estadounidense -paro, bolsas de marginación social- sino en defender a la nación de sus nuevos enemigos - "las amenazas de terroristas y tiranos"- por medio de una política exterior agresiva, que legitime ataques preventivos, de primer golpe, y a través de una política interior de seguridad que fortalezca los poderes del Estado e incremente su capacidad de control social. No en vano la creación de un todopoderoso Departamento de Seguridad de la Patria "Homeland Security", que centraliza y coordina a todas las fuerzas públicas del país contra el terrorismo, ha sido comparada, por los mismos autores de su diseño, con la política de centralización de instancias militares y de espionaje impulsada por el presidente Truman en los comienzos de la Guerra Fría.

Stasa Zajovic, como feminista y activa luchadora por la paz durante la última guerra balcánica, ha incidido en esta definición más profunda y matizada de lo militarista a partir de su experiencia en la Serbia de Milosevic: Un país en el que el culto a la muerte y la exaltación del sufrimiento -la genealogía de los mártires y los héroes perdiéndose en la noche de tiempos- se había convertido en una actividad cotidiana, uno de tantos recursos para la preparación y sostenimiento de la guerra:
«En el plano ideológico, la militarización se manifiesta, sobre todo, en la imposición de los valores militaristas, símbolos y lenguaje militarista; en la necrofilia como formas de contaminación social y espiritual (esta obsesión de la muerte y las tumbas se revela en las siguientes expresiones: “las fronteras serbias son las tumbas de los serbios, etc.); en el espíritu político autoritario que rechaza hasta eliminar al otro, al diferente, sea en términos ideológicos, étnicos, sexuales, etc; en la glorificación que llega hasta la adoración de la figura del padre colectivo de la nación, personificada por el presidente del Estado o jefe de las fuerzas armadas; en la separación rígida de los roles masculinos y femeninos: mujer/madre, hombre/guerrero; en la marginación política de las mujeres. En el Parlamento de Serbia que cuenta con doscientos cincuenta diputados hay solamente cuatro mujeres.»

Describiendo este fenómeno, la feminista estadounidense Cynthia Enloe ha querido abordarlo dando un eficaz rodeo: ella prefiere hablar no tanto de militarismo sino de ser militarizado o militarizada. A partir de este concepto, las vías a través de las cuales una persona se militariza son múltiples y diversas. El hecho de entrar en una institución militar, o de vincularse con ella de manera indirecta, es el más evidente. Pero también una persona se militariza...
«(...) simplemente adoptando formas de pensar militares, las cuales incluyen una concepción del mundo constituido por Nosotros y Ellos, especialmente cuando Ellos son percibidos como una amenaza física. Para mí esto último es frecuentemente el primer paso en el camino hacia la militarización. El país no tiene que ser gobernado por militares. No tienes que portar un arma ni usar uniforme, pero estás en camino a la militarización si tú imaginas el mundo de esta manera. De ahí, el segundo paso es pensar que la única forma de resolver problemas es a través de la fuerza física.» 




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