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domingo, 17 de septiembre de 2017

Sin evolución no hay revolución



Rafael Cid
“Mientras luchan por separado, son vencidos juntos”

                                                                         Tácito

La “revolución” es uno de los mitos modernos más tenaces. En el sentido en que Georges Sorel entendía el término “mito”. Como una creencia capaz de agitar muchedumbres más allá del sentido común y la lógica. Decir revolución es abrir las puertas a un mundo tan desconocido como ansiosamente esperado. Un desiderátum. Algo profundamente transformador que pervive en el imaginario común por encima de las generaciones. Y también de los éxitos o frustraciones que hayan cosechado las revoluciones que en la historia han sido. Según la óptica con que se mire, puede ser el elixir o el opio del pueblo. Tótem y tabú. Bendecida por unos y maldecida por otros, la revolución nos acompaña como la sombra a la luz del sol. Tan persistente es su inmanencia, que lo adecuado sería hablar de “revolución permanente”, en el sentido de estar siempre en el punto de mira. El rayo que no cesa. Una ilusión hipnótica que, precisamente por la compleja amalgama de que se nutre, conlleva un plus de difícil realización. Se sigue y se persigue porque casi nunca se logra plenamente.

Quizás porque arrastra un problema filosófico de identidad. Se trata de un concepto originalmente ajeno a la esfera política. Su acta de nacimiento hay que buscarla en el universo de la ciencia. La primera vez que se registra la expresión “revolución” es en el título de la obra cumbre del astrónomo Nicolás Copérnico “Las revoluciones de las órbitas celestes” (1543). Con esa hasta entonces inédita denominación el sabio polaco quería indicar que su hallazgo estaba destinado a modificar radicalmente todo lo hasta entonces sabido sobre el firmamento. Introducía lo que mucho más tarde se calificaría como un “cambio de paradigma”.

Esa es la mística que tratarían de inocular en la conciencia de las gentes quienes en el ámbito de lo político empezaron a hablar de “revolución” como ruptura civilizatoria. Seguramente al mismo tiempo en que prosperaban las “autopías” como futuribles positivos en el terreno de lo social. Una afinidad polisémica que parecía trenzar sutiles equivalencias entre lo “revolucionario” y lo “utópico”. Mimetismo que en el memorial ideológico de la izquierda anticapitalista suele ubicarse en el “socialismo científico”, concepto que suma a lo colectivo propio del socialismo lo teórico científico afín al proyecto utópico. El “no lugar” ideal que podría llegar a existir para diseñar una sociedad justa, próspera y feliz.

Evidentemente, en ese tránsito de lo científico a lo político, la revolución mutó algunas de sus características básicas. La principal, la de su subjetividad contingente. Si en el campo de la astronomía la revolución era una hazaña atribuible a la capacidad de un individuo sobresaliente (Copérnico en el ejemplo), el de la política no se entendía sin la movilización fáctica de un colectivo proactivo. Las revoluciones, como si denotara su toponimia institucional, son empresas de multitudes insurgentes. Solo la rebelión de las masas parece capaz de cebarlas con resultados (de qué lado caigan esas algarabías es otro cantar). Ese hecho diferencial, de lo particular a lo plural, es la resistencia a vencer por el sesgo sucesorio introducido en el vaivén que va desde la ciencia a la política. Semejante dismetría lo resuelve la política al uso fiando su control y gestión a una luminaria vanguardia abanderada por líderes providenciales.

De esta forma, donde antes había una experiencia autónoma y horizontal se instala otra heterónoma y piramidal. En realidad una experiencia diferida, y por tanto degenerada. No hay pues corte con el pasado (como lo hubo con el viraje del teocentrismo al heliocentrismo de la revolución copernicana). Porque se opera desde una producción autocrática de normas convocadas sin virtud para suplantar a las precedentes. Como afirma Arthur N. Prior “es imposible deducir una conclusión ética a partir de premisas completamente no éticas” (citado por Hans Kelsen en su “Teoría pura del Derecho”). Y tanto la heteronomía como el verticalismo que su ejercicio implica adolecen de esa falta seminal de eticidad. Porque impiden la asunción de responsabilidad que acompaña a la volición del individuo autónomo.

Estamos en un territorio procedimental que la democracia parlamentaria resuelve utilizando el expediente de la “representación”. O sea, con la ficción jurídica de que un individuo o ente posee los atributos necesarios para actuar en lugar de otros muchos individuos, que son los auténticos portadores de derechos y obligaciones. En la ya citada obra de Kelsen el eminente jurista austriaco argumenta al respecto: “En esta atribución de las obligaciones que cumple, y de los derechos que ejerce el representante legal al incapaz de hecho, atribución en que radica la esencia de la representación legal, encontramos una operación intelectual análoga a la que permite atribuir a la comunidad jurídica constituida por un orden jurídico la función desempeñada por un individuo determinado por ese orden jurídico”. No hay libertad sin responsabilidad, y ese es el vínculo ético que el fetichismo de la representación destruye. Lo que siempre entraña un déficit de realización.

Todas las revoluciones habidas han seguido, mutatis mutandis, ese formato de jibarización y jerarquización. La americana de 1776; la francesa de 1789 y la rusa de 1917. Un modelo que inevitablemente lleva inserto un mandato descendente de división del trabajo, de arriba-abajo. Son unos representantes, la cúpula directiva, quienes administran el valor “revolución”, y no el pueblo en cuyo nombre se ejecuta vicariamente el ansiado cambio. De esta manera, en lo que debería ser la culminación de la democracia (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo) se introduce un elemento de despotismo y subordinación. Así, la revolución realmente existente asume una disciplina axiológica que purga la autonomía y refuta la horizontalidad. Por eso las revoluciones, cuando decaen, hacen volver a las sociedades a la casilla de salida. Actúan como un bumerán que introduce en el organismo social a la vez lo peor del viejo y del nuevo paradigma. Así, lo que se presentó como una crucial disyuntiva entre socialismo o barbarie, puede derivar en una funesta concurrencia de socialismo y barbarie.

Trasvasar el mecanicismo de la ciencia (prueba y error) de aquella revolución cuantitativa a la indeterminación de las acciones humanas es tanto como confundir lo que supone un acontecimiento con lo que significa un proceso. Acontecimiento, ergo suceso extraordinario, fue lo que entrañaba el revolucionario descubrimiento personal de Copérnico. Proceso, por el contrario, es el flujo cualitativo que, se quiera o no, vincula a toda verdadera transformación humana a lo largo de un tiempo de maduración-maceración. Y eso no se obtiene con fórmulas matemáticas sino con cambios en la conciencia de la gente. Perspectiva de imprevisible concreción, por otra parte, cuando se parte de la alienación que supone la heteronomía y la jerarquización “revolucionarias”. Facetas ambas de un ventriloquismo que, como sucede en el juego político convencional, suele aceptarse por la dificultad que entraña la dimensión a gran escala. Igual que la democracia directa solo puede implantarse con garantías en entornos limitados, resulta inverosímil que la revolución la protagonicen las masas de cabo a rabo.

El avatar “revolución” tiene, no obstante, un sustrato epistemológico que conviene recordar aunque sea someramente. En él se concitan diferentes inputs y outputs. El fenoménico (lo que percibimos por los sentidos) con el neuménico (lo percibido por la razón). El razonamiento inductivo, con su lógica de abajo arriba y de lo particular a lo general, y el deductivo, su envés. E incluso el aserto del individualismo, como esfera de acción particular, que una mala práctica parece enfrentarlo a lo social, cuando es su razón de ser (de ahí que a veces se reivindique renómbralo como “dividuo” para eliminar el estigma que supone el prefijo solipsista, excluyente y aislacionista “in”). Todos estos factores están presentes en esa amalgama biunívoca que fluye sobre el acontecimiento y el proceso conformando el cambio de paradigma revolucionario.

No obstante, eso no quiere decir que deba desecharse la perspectiva autogestionaria que está en la naturaleza humana. Se puede y se debe aprender a pensar históricamente. Frente a los impactos negativos que para la sostenibilidad del planeta suponen los esquemas de concentración del poder y la riqueza, parece lógico oponer cada vez con más rigor otros de decrecimiento político y económico, insertos en los valores de la democracia de proximidad y del principio de subsidiaridad. Porque no hay libertad sin responsabilidad ni responsabilidad sin libertad. Eso lo entendieron muy bien los fundadores de la Primera Internacional (AIT), cuando en su manifiesto fijaron los dos pilares de la asociación. Uno reivindicando la autonomía y la horizontalidad: “La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”. Otro referido a su conciencia como personas libres y responsables: “No más derechos sin deberes, ni más deberes sin derechos”. Ambos preceptos abandonados a su suerte cuando, por mor de la eficacia en la carrera hacia el poder, se cedió a la tentación exclusiva y excluyente de la lucha partidaria y la representación parlamentaria. Desde entonces la cuestión no es tanto quién manda aquí, sino por qué se obedece. El mapa no es el territorio.

Alain Badiou, un pensador nada placentero con los presupuestos de la acción directa, aunque ya escarmentado de antiguas posiciones totalitarias de corte maoísta, incide en la matriz de ese coste de realización al destacar que “el individuo es algo dado, mientras el sujeto es una construcción”. Y es en ese patrón donde necesita inspirarse el fenómeno revolucionario, tomando como referencia lo que hay de genuino estable en el cambio de paradigma. Lo que significa pasar del acontecimiento puntual, el cambio brusco formalizado por un colectivo teledirigido, al proceso evolutivo metabolizado en su quehacer diario por individuos que llevan a la práctica el ideal que predican. Ciertamente, no se trata de opciones perfectas. En un caso existe el riesgo de que la naturaleza rechace la prótesis artificial que sirve de palanca al acontecimiento revolucionario. Y en el otro, cabe que deba dilatarse un tiempo para que la simbiosis del proceso sea asimilada por el sujeto social. El vivir la utopía que decían los antiguos frente al relámpago revolucionario a divinis. La verdadera propaganda por el hecho. La ejemplaridad.

No hay revolución sin evolución personal en coherencia de medios y fines. La irresponsabilidad que procura la delegación representativa del autor al actor es un activo placebo que lleva plomo en sus alas. Ser libre significa ser responsable. Un sujeto de derechos y obligaciones que vincula lo particular con lo colectivo en un mismo ecosistema. El zoon politikon de Aristóteles. Cuando aceptamos que la moneda mala de la quimérica mediación suplante a la buena de la acción directa, estamos alfombrando el camino para la dominación y la explotación (que envilece tanto al oprimido como al opresor). Para que el todo cambie (la revolución de la ficticia persona colectiva) es preciso que previamente lo hagan las partes integrantes (la evolución de la persona vital).
“La naturaleza no avanza a saltos” (Linneo).

[Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 315, Madrid, septiembre 2015. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/RyN%20septiembre.pdf]


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