Rafael Cid
“Mientras
luchan por separado, son vencidos juntos”
Tácito
La
“revolución” es uno de los mitos modernos más tenaces. En el sentido en que
Georges Sorel entendía el término “mito”. Como una creencia capaz de agitar
muchedumbres más allá del sentido común y la lógica. Decir revolución es abrir
las puertas a un mundo tan desconocido como ansiosamente esperado. Un desiderátum.
Algo profundamente transformador que pervive en el imaginario común por encima
de las generaciones. Y también de los éxitos o frustraciones que hayan cosechado
las revoluciones que en la historia han sido. Según la óptica con que se mire, puede
ser el elixir o el opio del pueblo. Tótem y tabú. Bendecida por unos y maldecida
por otros, la revolución nos acompaña como la sombra a la luz del sol. Tan persistente
es su inmanencia, que lo adecuado sería hablar de “revolución permanente”, en
el sentido de estar siempre en el punto de mira. El rayo que no cesa. Una ilusión
hipnótica que, precisamente por la compleja amalgama de que se nutre, conlleva
un plus de difícil realización. Se sigue y se persigue porque casi nunca se
logra plenamente.
Quizás porque
arrastra un problema filosófico de identidad. Se trata de un concepto originalmente
ajeno a la esfera política. Su acta de nacimiento hay que buscarla en el universo
de la ciencia. La primera vez que se registra la expresión “revolución” es en el
título de la obra cumbre del astrónomo Nicolás Copérnico “Las revoluciones de
las órbitas celestes” (1543). Con esa hasta entonces inédita denominación el
sabio polaco quería indicar que su hallazgo estaba destinado a modificar
radicalmente todo lo hasta entonces sabido sobre el firmamento. Introducía lo
que mucho más tarde se calificaría como un “cambio de paradigma”.
Esa es la
mística que tratarían de inocular en la conciencia de las gentes quienes en el ámbito
de lo político empezaron a hablar de “revolución” como ruptura civilizatoria. Seguramente
al mismo tiempo en que prosperaban las “autopías” como futuribles positivos en
el terreno de lo social. Una afinidad polisémica que parecía trenzar sutiles
equivalencias entre lo “revolucionario” y lo “utópico”. Mimetismo que en el memorial
ideológico de la izquierda anticapitalista suele ubicarse en el “socialismo científico”,
concepto que suma a lo colectivo propio del socialismo lo teórico científico
afín al proyecto utópico. El “no lugar” ideal que podría llegar a existir para
diseñar una sociedad justa, próspera y feliz.
Evidentemente,
en ese tránsito de lo científico a lo político, la revolución mutó algunas de
sus características básicas. La principal, la de su subjetividad contingente. Si
en el campo de la astronomía la revolución era una hazaña atribuible a la
capacidad de un individuo sobresaliente (Copérnico en el ejemplo), el de la
política no se entendía sin la movilización fáctica de un colectivo proactivo.
Las revoluciones, como si denotara su toponimia institucional, son empresas de
multitudes insurgentes. Solo la rebelión de las masas parece capaz de cebarlas
con resultados (de qué lado caigan esas algarabías es otro cantar). Ese hecho
diferencial, de lo particular a lo plural, es la resistencia a vencer por el sesgo
sucesorio introducido en el vaivén que va desde la ciencia a la política. Semejante
dismetría lo resuelve la política al uso fiando su control y gestión a una luminaria
vanguardia abanderada por líderes providenciales.
De esta forma,
donde antes había una experiencia autónoma y horizontal se instala otra
heterónoma y piramidal. En realidad una experiencia diferida, y por tanto degenerada.
No hay pues corte con el pasado (como lo hubo con el viraje del teocentrismo al
heliocentrismo de la revolución copernicana). Porque se opera desde una producción
autocrática de normas convocadas sin virtud para suplantar a las precedentes.
Como afirma Arthur N. Prior “es imposible deducir una conclusión ética a partir
de premisas completamente no éticas” (citado por Hans Kelsen en su “Teoría pura
del Derecho”). Y tanto la heteronomía como el verticalismo que su ejercicio implica
adolecen de esa falta seminal de eticidad. Porque impiden la asunción de responsabilidad
que acompaña a la volición del individuo autónomo.
Estamos
en un territorio procedimental que la democracia parlamentaria resuelve utilizando
el expediente de la “representación”. O sea, con la ficción jurídica de que un
individuo o ente posee los atributos necesarios para actuar en lugar de otros
muchos individuos, que son los auténticos portadores de derechos y
obligaciones. En la ya citada obra de Kelsen el eminente jurista austriaco
argumenta al respecto: “En esta atribución de las obligaciones que cumple, y de
los derechos que ejerce el representante legal al incapaz de hecho, atribución
en que radica la esencia de la representación legal, encontramos una operación
intelectual análoga a la que permite atribuir a la comunidad jurídica
constituida por un orden jurídico la función desempeñada por un individuo
determinado por ese orden jurídico”. No hay libertad sin responsabilidad, y ese
es el vínculo ético que el fetichismo de la representación destruye. Lo que
siempre entraña un déficit de realización.
Todas las
revoluciones habidas han seguido, mutatis mutandis, ese formato de jibarización
y jerarquización. La americana de 1776; la francesa de 1789 y la rusa de 1917.
Un modelo que inevitablemente lleva inserto un mandato descendente de división
del trabajo, de arriba-abajo. Son unos representantes, la cúpula directiva,
quienes administran el valor “revolución”, y no el pueblo en cuyo nombre se
ejecuta vicariamente el ansiado cambio. De esta manera, en lo que debería ser
la culminación de la democracia (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para
el pueblo) se introduce un elemento de despotismo y subordinación. Así, la
revolución realmente existente asume una disciplina axiológica que purga la
autonomía y refuta la horizontalidad. Por eso las revoluciones, cuando decaen,
hacen volver a las sociedades a la casilla de salida. Actúan como un bumerán
que introduce en el organismo social a la vez lo peor del viejo y del nuevo
paradigma. Así, lo que se presentó como una crucial disyuntiva entre socialismo
o barbarie, puede derivar en una funesta concurrencia de socialismo y barbarie.
Trasvasar
el mecanicismo de la ciencia (prueba y error) de aquella revolución cuantitativa
a la indeterminación de las acciones humanas es tanto como confundir lo que
supone un acontecimiento con lo que significa un proceso. Acontecimiento, ergo suceso
extraordinario, fue lo que entrañaba el revolucionario descubrimiento personal de
Copérnico. Proceso, por el contrario, es el flujo cualitativo que, se quiera o
no, vincula a toda verdadera transformación humana a lo largo de un tiempo de maduración-maceración.
Y eso no se obtiene con fórmulas matemáticas sino con cambios en la conciencia
de la gente. Perspectiva de imprevisible concreción, por otra parte, cuando se
parte de la alienación que supone la heteronomía y la jerarquización “revolucionarias”.
Facetas ambas de un ventriloquismo que, como sucede en el juego político
convencional, suele aceptarse por la dificultad que entraña la dimensión a gran
escala. Igual que la democracia directa solo puede implantarse con garantías en
entornos limitados, resulta inverosímil que la revolución la protagonicen las
masas de cabo a rabo.
El avatar
“revolución” tiene, no obstante, un sustrato epistemológico que conviene recordar
aunque sea someramente. En él se concitan diferentes inputs y outputs. El fenoménico
(lo que percibimos por los sentidos) con el neuménico (lo percibido por la razón).
El razonamiento inductivo, con su lógica de abajo arriba y de lo particular a
lo general, y el deductivo, su envés. E incluso el aserto del individualismo,
como esfera de acción particular, que una mala práctica parece enfrentarlo a lo
social, cuando es su razón de ser (de ahí que a veces se reivindique renómbralo
como “dividuo” para eliminar el estigma que supone el prefijo solipsista,
excluyente y aislacionista “in”). Todos estos factores están presentes en esa amalgama
biunívoca que fluye sobre el acontecimiento y el proceso conformando el cambio
de paradigma revolucionario.
No
obstante, eso no quiere decir que deba desecharse la perspectiva autogestionaria
que está en la naturaleza humana. Se puede y se debe aprender a pensar históricamente.
Frente a los impactos negativos que para la sostenibilidad del planeta suponen
los esquemas de concentración del poder y la riqueza, parece lógico oponer cada
vez con más rigor otros de decrecimiento político y económico, insertos en los
valores de la democracia de proximidad y del principio de subsidiaridad. Porque
no hay libertad sin responsabilidad ni responsabilidad sin libertad. Eso lo
entendieron muy bien los fundadores de la Primera Internacional (AIT), cuando
en su manifiesto fijaron los dos pilares de la asociación. Uno reivindicando la
autonomía y la horizontalidad: “La emancipación de los trabajadores ha de ser
obra de los trabajadores mismos”. Otro referido a su conciencia como personas
libres y responsables: “No más derechos sin deberes, ni más deberes sin derechos”.
Ambos preceptos abandonados a su suerte cuando, por mor de la eficacia en la
carrera hacia el poder, se cedió a la tentación exclusiva y excluyente de la lucha
partidaria y la representación parlamentaria. Desde entonces la cuestión no es tanto
quién manda aquí, sino por qué se obedece. El mapa no es el territorio.
Alain Badiou,
un pensador nada placentero con los presupuestos de la acción directa, aunque
ya escarmentado de antiguas posiciones totalitarias de corte maoísta, incide en
la matriz de ese coste de realización al destacar que “el individuo es algo
dado, mientras el sujeto es una construcción”. Y es en ese patrón donde
necesita inspirarse el fenómeno revolucionario, tomando como referencia lo que
hay de genuino estable en el cambio de paradigma. Lo que significa pasar del
acontecimiento puntual, el cambio brusco formalizado por un colectivo
teledirigido, al proceso evolutivo metabolizado en su quehacer diario por individuos
que llevan a la práctica el ideal que predican. Ciertamente, no se trata de opciones
perfectas. En un caso existe el riesgo de que la naturaleza rechace la prótesis
artificial que sirve de palanca al acontecimiento revolucionario. Y en el otro,
cabe que deba dilatarse un tiempo para que la simbiosis del proceso sea
asimilada por el sujeto social. El vivir la utopía que decían los antiguos
frente al relámpago revolucionario a divinis. La verdadera propaganda por el
hecho. La ejemplaridad.
No hay
revolución sin evolución personal en coherencia de medios y fines. La irresponsabilidad
que procura la delegación representativa del autor al actor es un activo placebo
que lleva plomo en sus alas. Ser libre significa ser responsable. Un sujeto de derechos
y obligaciones que vincula lo particular con lo colectivo en un mismo ecosistema.
El zoon politikon de Aristóteles. Cuando aceptamos que la moneda mala de la
quimérica mediación suplante a la buena de la acción directa, estamos
alfombrando el camino para la dominación y la explotación (que envilece tanto
al oprimido como al opresor). Para que el todo cambie (la revolución de la
ficticia persona colectiva) es preciso que previamente lo hagan las partes integrantes
(la evolución de la persona vital).
“La
naturaleza no avanza a saltos” (Linneo).
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 315, Madrid, septiembre 2015. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/RyN%20septiembre.pdf]
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