Heleno Saña
El gran protagonista del mundo actual es el miedo: miedo al terrorismo, miedo a la inmigración legal e ilegal, miedo a la competitividad económica, miedo al desempleo, miedo a la delincuencia común, miedo al belicismo estadounidense, miedo a la contaminación medioambiental, miedo a las prohibiciones gubernamentales, miedo a la pérdida de libertad y miedo, en fin, a lo que pueda venir. Aunque en general nadie lo confiese, quien más quien menos es presa del mismo o parecido miedo que Kafka confesaba abiertamente en una de sus cartas a su prometida Milena: «Mi ser es miedo». La sociedad liberal, basada en la confianza mutua y el 'fair play', se resquebraja cada vez más para dar paso a la desconfianza, al juego sucio y a la corrupción. En su Minima Moralia Adorno tomaba posición contra la glorificación moderna del progreso, señalando, con plena razón, su doble faz, puesto que si de un lado contiene la posibilidad de la libertad, del otro encierra también el peligro de la opresión. Creo que el tiempo le ha dado la razón. El mundo es, en efecto, cada vez menos libre y más opresivo. Los gobiernos encuentran toda clase de pretextos para reducir la autonomía del ciudadano y aumentar su grado de heteronomía. Asistimos a una restauración larvada del principio de libertad. Eso explica que la democracia sea cada vez menos democracia real para ir convirtiéndose a la chita callando en democracia formal. Y lo peor es que la gente apenas ofrece resistencia a este proceso involutivo. Oscar Wilde decía que allí donde existe un hombre que ejerce autoridad, hay otro que se rebela. Lo que quizá era cierto o verosímil para la sociedad de su tiempo, no lo es para la de hoy, por lo menos en el mundo occidental, caracterizado por su alto grado de conformismo. 'L’homme révolté' evocado por Albert Camus en su gran libro del mismo nombre se está convirtiendo en una figura de museo. Lo que se ha impuesto no es la «civil desobedience» de la ciudadanía, sino el ordeno y mando de los gobernantes de turno, cada vez más despóticos, arbitrarios y ávidos de poder. El Estado-Beneficencia de ayer es hoy ante todo un Estado-Prepotencia.
El gran protagonista del mundo actual es el miedo: miedo al terrorismo, miedo a la inmigración legal e ilegal, miedo a la competitividad económica, miedo al desempleo, miedo a la delincuencia común, miedo al belicismo estadounidense, miedo a la contaminación medioambiental, miedo a las prohibiciones gubernamentales, miedo a la pérdida de libertad y miedo, en fin, a lo que pueda venir. Aunque en general nadie lo confiese, quien más quien menos es presa del mismo o parecido miedo que Kafka confesaba abiertamente en una de sus cartas a su prometida Milena: «Mi ser es miedo». La sociedad liberal, basada en la confianza mutua y el 'fair play', se resquebraja cada vez más para dar paso a la desconfianza, al juego sucio y a la corrupción. En su Minima Moralia Adorno tomaba posición contra la glorificación moderna del progreso, señalando, con plena razón, su doble faz, puesto que si de un lado contiene la posibilidad de la libertad, del otro encierra también el peligro de la opresión. Creo que el tiempo le ha dado la razón. El mundo es, en efecto, cada vez menos libre y más opresivo. Los gobiernos encuentran toda clase de pretextos para reducir la autonomía del ciudadano y aumentar su grado de heteronomía. Asistimos a una restauración larvada del principio de libertad. Eso explica que la democracia sea cada vez menos democracia real para ir convirtiéndose a la chita callando en democracia formal. Y lo peor es que la gente apenas ofrece resistencia a este proceso involutivo. Oscar Wilde decía que allí donde existe un hombre que ejerce autoridad, hay otro que se rebela. Lo que quizá era cierto o verosímil para la sociedad de su tiempo, no lo es para la de hoy, por lo menos en el mundo occidental, caracterizado por su alto grado de conformismo. 'L’homme révolté' evocado por Albert Camus en su gran libro del mismo nombre se está convirtiendo en una figura de museo. Lo que se ha impuesto no es la «civil desobedience» de la ciudadanía, sino el ordeno y mando de los gobernantes de turno, cada vez más despóticos, arbitrarios y ávidos de poder. El Estado-Beneficencia de ayer es hoy ante todo un Estado-Prepotencia.
Para justificar su proceder y tranquilizarnos, nos aseguran que si restringen las libertades civiles y se saltan a la torera las leyes nacionales e internacionales es para nuestro bien, lo que quiere decir que, lejos de ser nuestros opresores, resulta que son nuestros protectores. Como buenos ciudadanos debemos, pues, estarles agradecidos de que metan las narices en todas partes, de que acumulen cada vez más datos sobre nuestras idas y venidas, nuestras conversaciones telefónicas, nuestras amistades, nuestras ideas políticas y nuestra 'privacy'. Agradecidos, en fin, de que se erijan en jueces permanentes de nuestros gustos y nuestra manera de ser y nos indiquen, por orden gubernativa, lo que tenemos que hacer o dejar de hacer. De ahí el aumento incesante de leyes, prescripciones, imposiciones, controles, aparatos burocráticos y amenazas de toda clase. Ultraliberales en el plano económico, los nuevos mandamases están resucitando el Estado-gendarme y paternalista que ingenuamente creíamos ya superado. Su lógica es archiconocida: desconfiar del ciudadano y partir del supuesto de que se portará mal e infringirá las leyes. Por eso hay que vigilarle e impedir que haga de las suyas. El único que se porta bien y cumple con su deber es el Estado. Por tanto, a obedecer toca.
¿Cómo no tener miedo? Miedo no sólo de los peligros reales y potenciales del mundo, sino de la manía persecutoria de quienes lo administran. La paradoja no puede ser más grotesca: los gobernantes son elegidos por la sociedad civil, pero una vez en el poder se erigen en dueños y señores del mismo electorado al que deben su encumbramiento, de manera que la razón democrática queda anulada por la razón de Estado, una aporía que desde Rousseau a hoy ninguna politología ha podido superar. La razón de Estado, base de lo que Foucault ha llamado «nouvelle gouvernementalité», es un concepto tan abstracto como elástico y, por ello, muy difícil de delimitar en términos concretos. De ahí que contenga intrínsecamente la posibilidad de extralimitarse y pasarse de la raya. Los gobiernos que se autolimitan en sus funciones suelen ser escasos; los más se exceden. Lo que sigue llamándose pomposamente Estado de Derecho con el derecho a usurpar derechos que no le corresponde a él, sino al ciudadano. He ahí la causa del miedo que se ha apoderado de la gente.
[Tomado de http://losdeabajoalaizquierda.blogspot.com/2017/06/miedo.html.]
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