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jueves, 1 de junio de 2017

Burocracia y totalitarismo



Paco Marcellán

* Sobre el libro de David Graeber La utopía de las normas. De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia, Ariel, Barcelona 2015.

<<Toda burocracia busca incrementar la superioridad de los profesionalmente informados manteniendo en secreto conocimientos e intenciones. La administración burocrática tiende siempre a ser una administración de “sesiones secretas”: en tanto pueda, ocultará sus conocimientos y acciones a toda crítica.>>
                                                                        Max Weber

El papel de la burocracia, sus secretos placeres así como la utopía de las normas constituyen el eje de reflexión de David Graeber en un ensayo imprescindible para pensar y situar uno de los soportes del pensamiento totalitario. Hemos seleccionado algunos apartados del capítulo 1 de su texto La utopía de las normas, con el fin de enmarcar una característica de las sociedades contemporáneas en las que la regulación de la violencia, la indefensión de los individuos frente al poder coercitivo del Estado, la servidumbre voluntaria alimentada desde la escuela, configuran un mundo totalitario y controlado desde arriba en el que la soluciones desde abajo necesitan no solo involucración colectiva sino imaginación y contundencia en las respuestas.

Violencia y legitimización del poder

En las democracias industrializadas contemporáneas, la administración legitimada de la violencia se ha convertido en lo que eufemísticamente se llama “aplicación del derecho penal” y, especialmente, en agentes de policía. Digo “eufemísticamente” porque generaciones de sociólogos de la policía han señalado que solo una pequeña fracción de lo que hacen los policías tiene algo que ver, en realidad, con la aplicación del código penal, o con asuntos delictivos de cualquier tipo. La mayor parte de lo que hacen tiene que ver con regulaciones, o, por expresarlo de un modo más técnico, con la aplicación científica de la fuerza física para contribuir a resolver problemas administrativos. En definitiva, los policías son burócratas con armas.

Si bien se piensa, resulta un truco ingenioso. Porque cuando a la mayoría de la población le viene a la mente la policía, no los ve como los que hacen cumplir regulaciones. Los ve como los que luchan contra el crimen, y cuando piensa en crímenes piensa en el “crimen violento”. Pese a que, en realidad, lo que la policía hace es exactamente lo opuesto: llevar la amenaza de fuerza a situaciones que, de otro modo, no tendrían nada que ver con ella. Me encuentro con esto todo el tiempo en los debates públicos. Cuando la gente quiere poner un ejemplo de una hipotética situación en que es más probable que la policía se vea implicada, casi siempre piensan en algún tipo de acto violento interpersonal: un atraco o un asalto. Pero incluso una breve reflexión basta para dejar claro que, cuando suceden la mayoría de los ataques físicos, incluso en grandes ciudades como Marsella, Montevideo o Minneápolis, (violencia doméstica, luchas de bandas, peleas de borrachos) la policía no interviene. Tan solo es probable que se llame a la policía si alguien muere o queda tan gravemente herido que acaba en el hospital. Pero esto se debe a que en el momento en que aparece una ambulancia, aparece también papeleo; si se trata a alguien en un hospital ha de haber una causa de las lesiones; las circunstancias de repente son importantes y hay que rellenar formularios policiales. Y si alguien muere, hay todo tipo de de formularios, incluso estadísticas municipales. De modo que las únicas peleas en las que la policía se asegura estar implicada son aquellas que generan algún tipo de papeleo. La gran mayoría de los atracos y allanamientos tampoco se denuncian, a menos que haya formularios de aseguradoras que rellenar, documentos perdidos que sea necesario recuperar y que solo se puedan recuperar si uno rellena la correspondiente denuncia policial. De modo que la mayor parte de los delitos violentos acaba por no implicar a la policía.

Por otra parte, intente conducir por las calles de cualquiera de estas grandes ciudades en un coche sin matrícula. Todos sabemos lo que va a pasar. Aparecerán casi de inmediato agentes de policía armados con porras, pistolas y/o tásers y si usted sencillamente se niega a seguir sus órdenes, aplicarán, definitivamente, fuerza física.

¿Por qué estamos tan confundidos acerca de lo que realmente hace la policía? La razón más obvia es que, en la cultura popular de los últimos cincuenta años, aproximadamente, los policías se han convertido casi obsesivamente en objetos de identificación imaginativa. Se ha llegado al punto de que no es raro que una persona de una democracia industrializada contemporánea pase varias horas al día leyendo libros, mirando películas o series de televisión que les invitan a ver el mundo desde el punto de vista de un policía, y a participar indirectamente en sus hazañas. Y esa policía imaginaria sí pasa, en efecto, todo su tiempo luchando contra delitos violentos, o tratando con sus consecuencias. Esto deja un poco tocadas las preocupaciones de Max Weber acerca de la jaula de hierro: el peligro de que la sociedad moderna acabe tan bien organizada por tecnócratas anónimos que los héroes carismáticos, el encanto y el romance acaben por desaparecer. Resulta que, en realidad, la sociedad burocrática tiene tendencia a producir sus formas propias y únicas de héroe carismático. Estos han llegado, desde el siglo XIX, en forma de un sinfín de detectives míticos, agentes de policía y espías: todas ellas, y esto es significativo, figuras cuyo trabajo es precisamente operar allí donde las estructuras burocráticas para obtener información se encuentran con la aplicación real de violencia física. Al fin y al cabo, la burocracia ha existido desde hace de miles de años, y las sociedades burocráticas, de Sumeria a Egipto o la China imperial, han producido grandes literaturas. Pero las modernas sociedades del Atlántico norte son las primeras en crear un género de literatura en el que los propios héroes son burócratas u operan por entero dentro de entornos burocráticos.

Me da la impresión que contemplar el rol de la policía en nuestra sociedad nos permite hacer descubrimientos interesantes en teoría social. Ahora bien, he de admitir que a lo largo de este ensayo no he sido especialmente amable con el profesorado universitario y la mayoría de sus hábitos y predilecciones teóricas. No me sorprendería que alguno acabara entendiendo lo que he escrito en el sentido de que la teoría social es básicamente inútil, las fantasías prepotentes de una élite cerrada que se niega a aceptar las sencillas realidades del poder.

Sobre el conocimiento burocrático y el conocimiento teórico

En este caso, una comparación entre conocimiento burocrático y conocimiento teórico es reveladora. El conocimiento burocrático trata esencialmente de esquematización. En la práctica, un conocimiento burocrático consiste invariablemente en ignorar todas las sutilezas de la existencia social real y reducirlo todo a fórmulas mecánicas o estadísticas preconcebidas. Ya sea cuestión de formularios, normas, estadísticas o cuestionarios, se trata de un tema de simplificación. El resultado deja a menudo a quienes están obligados a tratar conla administración burocrática la sensación de tratar con gente que ha decidido, por alguna razón, ponerse unas gafas que solo les permiten ver el dos por ciento de lo que tienen delante. Pero, seguramente, en teoría social ocurre algo similar. A las y los antropólogos les encanta llamar “descripción densa” a lo que hacen, pero en realidad una descripción etnográfica, incluso una muy buena, capta en el mejor de los casos un dos por ciento de todo lo que ocurre en una discusión entre los Nuer o una pelea de gallos balinesa. Una obra teórica que se apoye en datos etnográficos se centrará, por lo general, en una diminuta parte de eso, escogerá quizá una o dos hebras de una complejísima tela de araña de circunstancias humanas y las empleará como base sobre la que realizar generalizaciones, por ejemplo, acerca de las dinámicas de conflicto social, de la naturaleza del rendimiento o del principio de jerarquía.

No quiero decir que haya nada malo en este tipo de reducción. Al contrario, estoy convencido que es necesario tal proceso si uno quiere decir algo drásticamente nuevo acerca del mundo. En tanto uno se mantenga dentro de los confines de la teoría, apoyaré que la simplificación no es necesariamente una forma de estupidez: puede ser una forma de inteligencia. Incluso de brillantez. Los problemas surgen en cuanto la violencia deja de ser metafórica. Déjenme pasar de policías imaginarios a policías reales. Un antiguo agente del Departamento de Policía de la ciudad de Los Ángeles convertido en sociólogo ha observado que la inmensa mayoría de quienes acaban siendo golpeados o sufren violencia policial resultan ser inocentes de todo delito. La razón, asegura, es sencilla: aquello que más garantiza una reacción violenta por parte de la policía es que les desafíen en su derecho a “definir la situación”. Por ejemplo, decir “no, ésta no es una posible situación de delito, es un ciudadano/a-que paga-tu-salario-paseando a su perro, así que largo”, por no hablar del desastroso “eh! ¿Por qué está esposando a este tipo?¡ No ha hecho nada!”. Por encima de todo, es “responder provocativamente” lo que inspira las palizas, y por esto se entiende desafiar cualquier rúbrica administrativa (¿una multitud pacífica o violenta? ¿Un vehículo adecuada o inadecuadamente registrado?) que el policía haya aplicado de modo arbitrario. La porra del policía es precisamente el punto en el que el imperativo burocrático del Estado de imponer esquemas administrativos sencillos se une a su monopolio para ejercer la violencia coactiva. Tiene sentido, pues, que la violencia burocrática consista, ante todo, en ataques hacia quienes insisten en esquemas o interpretaciones alternativas. Se puede ver cómo el poder burocrático, en el momento que recurre a la violencia, se convierte literalmente en una forma de estupidez infantil. También este análisis es, sin duda, una forma de simplificación, pero productiva. Déjeme demostrarlo aplicando alguno de estos descubrimientos a conocer el tipo de política que puede surgir dentro de una sociedad fundamentalmente burocrática.

Violencia estructural e imaginación

Una de mis argumentaciones es que la violencia estructural crea estructuras asimétricas de la imaginación. Quienes se encuentran en la parte inferior de la pirámide tienen que gastar una gran cantidad de energía imaginativa intentando comprender las dinámicas sociales que les rodean -incluido el tener que imaginar la perspectiva de quienes están en la parte de arriba-, pero estos últimos pueden ser bastante indiferentes a gran parte de lo que sucede a su alrededor. Es decir, que los que no tienen el poder no solo no acaban realizando la mayor parte del trabajo real y físico que saca adelante la sociedad, sino que además también efectúan casi toda la labor de interpretación.

Sin embargo, nuestra propia sociedad burocrática introduce un elemento extra. Las burocracias no son por sí mismas formas de estupidez como formas de organizar la estupidez: de gestionar relaciones que ya están caracterizadas por estructuras de imaginación extraordinariamente desiguales, que existen por la existencia misma de las formas de violencia estructural. Es por esto que incluso si una burocracia se crea con intenciones completamente benévolas, seguirá produciendo absurdos. Incluso las burocracias más benévolas en realidad sólo toman las perspectivas altamente esquematizadas, mínimas y estrechas de miras típicas de los poderosos y las convierten en modos de limitar ese poder o mitigar los efectos más perniciosos. Obviamente, este tipo de intervenciones burocráticas han hecho mucho bien en el mundo. El Estado de bienestar europeo, con su educación gratuita y su sanidad universal, pueden en justicia considerarse como uno de los más grandes logros de la civilización humana, en palabras de Pierre Bourdieu. Pero al mismo tiempo, al adoptar formas de ceguera voluntaria típicas de los poderosos y conferirles el prestigio de la ciencia (por ejemplo, adoptando toda una serie de conceptos acerca del significado del trabajo, la familia, el vecindario, el conocimiento, la salud, la felicidad o el éxito que no tenían casi nada que ver con la manera en que las clases pobres o trabajadoras vivían sus vidas, ni mucho menos con lo que para ellos era importante) preparó su propia caída. Y vaya si cayó. Fue precisamente el malestar creado por esta ceguera incluso en las mentes de sus máximos beneficiarios lo que permitió a la derecha movilizar el apoyo popular a aquellas medidas que reventaron y devastaron incluso los programas de mayor éxito desde los años ochenta.

De la cultura del malestar a la acción

¿Y cómo se expresó ese malestar? Sobre todo, mediante el sentimiento de que la autoridad burocrática, por su propia naturaleza, representaba algún tipo de guerra contra la imaginación humana. Esto es perceptible si se miran las rebeliones juveniles, desde China a México y Nueva York, que culminaron en el mayo de 1968 en París. Todas ellas fueron rebeliones contra la autoridad burocrática, todas la veían como fundamentalmente represora del espíritu humano, de la creatividad, la sociabilidad, la imaginación. El slogan “la imaginación al poder” nos ha perseguido desde entonces, repetido ilimitadamente en pósters, chapas, octavillas, manifiestos, películas y letras de canciones, en gran parte porque parecen encarnar algo fundamental, no sólo el espíritu de rebelión de los años sesenta sino la propia esencia de lo que hemos convenido en llamar “la izquierda”.

Esto es importante. En realidad, no podría ser más importante. Creo que lo que ocurrió en 1968 revela una contradicción en el propio núcleo del pensamiento izquierdista, desde su propio comienzo, una contradicción que solo se reveló por completo en el momento en que su éxito fue más evidente. Dado que, en mi opinión, la izquierda carece de una crítica eficaz de la burocracia,  pese a que en sus inicios, siguiendo el halo de la Revolución francesa, se vió claramente que la izquierda era esencialmente una crítica de la burocracia, incluso si es una izquierda que se ha visto obligada, una y otra vez, a acomodarse en la práctica a las mismas estructuras y pensamientos burocráticos contra los que surgió inicialmente para oponérseles. En este sentido, la actual incapacidad de la izquierda para formular una crítica de la burocracia que realmente conecte con sus antiguos contenidos, es sinónimo de su propio declive. Sin esa crítica el pensamiento radical pierde su centro vital, se derrumba hasta no ser más que un montón de propuestas y exigencias dispersas.

Si uno resiste el efecto realidad creado por una ubicua violencia estructural (la manera en que las regulaciones burocráticas parecen desaparecer en la propia masa y solidez de los objetos grandes y pesados que nos rodean como edificios, vehículos y grandes estructuras de cemento, haciendo que un mundo regulado por esos principios parezca natural e inevitable y todo lo demás, una fantasía utópica) es posible otorgar poder a la imaginación, pero también requiere una inmensa cantidad de trabajo.

El poder le hace a uno perezoso. Pese a que quienes están en situaciones de poder y privilegio suelen sentirlas como una carga de responsabilidad, de modo general el poder tiene que ver con aquello de lo que uno no tiene por qué preocuparse, no tiene por qué saber y no tiene que hacer. Las burocracias pueden democratizar este tipo de poder, al menos hasta cierto punto, pero no pueden deshacerse de él. Se convierte en formas de pereza institucionalizada. El cambio revolucionario puede suponer la alegría de romper los grilletes a la imaginación, o darse cuenta de repente que lo imposible no es imposible en absoluto, pero también significa que la gente tendrá que superar parte de esa pereza perfectamente asimilada y realizar una labor interpretativa (imaginativa) durante mucho tiempo para que esas realidades cuajen.

He pasado mucho tiempo, durante las dos últimas décadas, pensando en cómo puede contribuir la teoría social a este proceso. Esta podría verse como una especie de simplificación radical, o de ignorancia calculada, una manera de ponernos unas anteojeras especialmente diseñadas para hacernos ver patrones que de otra manera no hubiéramos llegado a ver.

Zonas muertas y frentes de actuación

Hay zonas muertas que impregnan nuestras vidas, áreas tan desprovistas de toda posibilidad de profundidad interpretativa que rechazan cualquier intento de otorgarles valor o significado. No es sorprendente que no nos guste hablar de ellas: repelen la imaginación. Pero también creo que tenemos la responsabilidad de enfrentarnos a ellas, porque si no lo hacemos nos arriesgamos a ser cómplices de la misma violencia que las crea. La tendencia en la teoría social existente es la de idealizar la violencia tras los actos violentos, sobre todo, como maneras de lanzar dramáticos mensajes, de jugar con símbolos de poder absoluto, purificación y terror. No estoy diciendo que esto no sea del todo así. La mayoría de los actos violentos son también, en este sentido literal, actos de terrorismo. Pero querría insistir en que centrarnos en estos aspectos más dramáticos de la violencia nos facilita ignorar que uno de sus rasgos característicos, y de las situaciones que crea, es que es muy aburrida. En las prisiones estadounidenses, que son lugares tremendamente violentos, la forma más perversa de castigar a una persona es sencillamente encerrarla en una celda diminuta durante años sin absolutamente nada que hacer. El vaciado de toda posibilidad de comunicación o sentido es la esencia real de lo que realmente es, y hace, la violencia. Sí, incomunicar a alguien es una manera de enviar un mensaje a él y a otros prisioneros. Pero el acto consiste básicamente en reprimir la posibilidad de enviar otro mensaje de cualquier tipo.

Una cosa es decir que, cuando un amo azota a un esclavo, se está embarcando en una forma de acción comunicativa y profunda, explicando la necesidad de obediencia total y al mismo tiempo intentando crear una imagen de poder absoluto y arbitrario. Todo eso es cierto. Pero otra cosa muy diferente es insistir en que eso es lo único que está ocurriendo, o lo único de lo que hay que hablar. Al fin y al cabo, si no exploramos lo que realmente significa “sin preguntas” (la capacidad del amo de permanecer ignorante respecto del entendimiento del esclavo de cualquier situación; la incapacidad del esclavo de decir nada cuando se da cuenta de un fallo en la lógica de razonamiento del amo; las formas de ceguera voluntaria y estupidez que se dan en consecuencia; el que ello obligue al esclavo a gastar aún más energía intentando comprender y anticipar las confundidas percepciones del amo) no estamos, de alguna manera, haciendo el mismo trabajo que el látigo?. No se trata, en realidad, de hacer que sus víctimas hablen. Se trata, al fin y al cabo, de participar en el proceso que las hace callar. Estos territorios ponen ante nosotros un tipo de laberinto burocrático de ceguera, ignorancia y absurdo y es perfectamente comprensible que la gente decente los intente evitar (en realidad, que la estrategia de liberación política más eficaz hasta ahora descubierta sea precisamente evitarlos) pero al mismo tiempo, ignorar que están ahí es algo que sólo podemos hacer si aceptamos el riesgo que comporta.

[Tomado de la revista Libre Pensamiento # 89, Madrid, invierno 2016. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/LP%2089%20Interior_V2.pdf.]


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