Paco Marcellán
* Sobre
el libro de David Graeber La utopía de las normas. De la tecnología, la
estupidez y los secretos placeres de la burocracia, Ariel, Barcelona 2015.
<<Toda
burocracia busca incrementar la superioridad de los profesionalmente informados
manteniendo en secreto conocimientos e intenciones. La administración
burocrática tiende siempre a ser una administración de “sesiones secretas”: en
tanto pueda, ocultará sus conocimientos y acciones a toda crítica.>>
Max Weber
El papel
de la burocracia, sus secretos placeres así como la utopía de las normas
constituyen el eje de reflexión de David Graeber en un ensayo imprescindible
para pensar y situar uno de los soportes del pensamiento totalitario. Hemos
seleccionado algunos apartados del capítulo 1 de su texto La utopía de las
normas, con el fin de enmarcar una característica de las sociedades
contemporáneas en las que la regulación de la violencia, la indefensión de los
individuos frente al poder coercitivo del Estado, la servidumbre voluntaria
alimentada desde la escuela, configuran un mundo totalitario y controlado desde
arriba en el que la soluciones desde abajo necesitan no solo involucración
colectiva sino imaginación y contundencia en las respuestas.
Violencia y legitimización del poder
En las
democracias industrializadas contemporáneas, la administración legitimada de la
violencia se ha convertido en lo que eufemísticamente se llama “aplicación del
derecho penal” y, especialmente, en agentes de policía. Digo “eufemísticamente”
porque generaciones de sociólogos de la policía han señalado que solo una
pequeña fracción de lo que hacen los policías tiene algo que ver, en realidad,
con la aplicación del código penal, o con asuntos delictivos de cualquier tipo.
La mayor parte de lo que hacen tiene que ver con regulaciones, o, por
expresarlo de un modo más técnico, con la aplicación científica de la fuerza
física para contribuir a resolver problemas administrativos. En definitiva, los
policías son burócratas con armas.
Si bien
se piensa, resulta un truco ingenioso. Porque cuando a la mayoría de la
población le viene a la mente la policía, no los ve como los que hacen cumplir
regulaciones. Los ve como los que luchan contra el crimen, y cuando piensa en
crímenes piensa en el “crimen violento”. Pese a que, en realidad, lo que la
policía hace es exactamente lo opuesto: llevar la amenaza de fuerza a
situaciones que, de otro modo, no tendrían nada que ver con ella. Me encuentro
con esto todo el tiempo en los debates públicos. Cuando la gente quiere poner
un ejemplo de una hipotética situación en que es más probable que la policía se
vea implicada, casi siempre piensan en algún tipo de acto violento
interpersonal: un atraco o un asalto. Pero incluso una breve reflexión basta
para dejar claro que, cuando suceden la mayoría de los ataques físicos, incluso
en grandes ciudades como Marsella, Montevideo o Minneápolis, (violencia
doméstica, luchas de bandas, peleas de borrachos) la policía no interviene. Tan
solo es probable que se llame a la policía si alguien muere o queda tan
gravemente herido que acaba en el hospital. Pero esto se debe a que en el
momento en que aparece una ambulancia, aparece también papeleo; si se trata a
alguien en un hospital ha de haber una causa de las lesiones; las
circunstancias de repente son importantes y hay que rellenar formularios
policiales. Y si alguien muere, hay todo tipo de de formularios, incluso
estadísticas municipales. De modo que las únicas peleas en las que la policía
se asegura estar implicada son aquellas que generan algún tipo de papeleo. La
gran mayoría de los atracos y allanamientos tampoco se denuncian, a menos que
haya formularios de aseguradoras que rellenar, documentos perdidos que sea
necesario recuperar y que solo se puedan recuperar si uno rellena la correspondiente
denuncia policial. De modo que la mayor parte de los delitos violentos acaba
por no implicar a la policía.
Por otra
parte, intente conducir por las calles de cualquiera de estas grandes ciudades
en un coche sin matrícula. Todos sabemos lo que va a pasar. Aparecerán casi de inmediato
agentes de policía armados con porras, pistolas y/o tásers y si usted
sencillamente se niega a seguir sus órdenes, aplicarán, definitivamente, fuerza
física.
¿Por qué
estamos tan confundidos acerca de lo que realmente hace la policía? La razón
más obvia es que, en la cultura popular de los últimos cincuenta años,
aproximadamente, los policías se han convertido casi obsesivamente en objetos
de identificación imaginativa. Se ha llegado al punto de que no es raro que una
persona de una democracia industrializada contemporánea pase varias horas al
día leyendo libros, mirando películas o series de televisión que les invitan a
ver el mundo desde el punto de vista de un policía, y a participar
indirectamente en sus hazañas. Y esa policía imaginaria sí pasa, en efecto,
todo su tiempo luchando contra delitos violentos, o tratando con sus
consecuencias. Esto deja un poco tocadas las preocupaciones de Max Weber acerca
de la jaula de hierro: el peligro de que la sociedad moderna acabe tan bien
organizada por tecnócratas anónimos que los héroes carismáticos, el encanto y
el romance acaben por desaparecer. Resulta que, en realidad, la sociedad
burocrática tiene tendencia a producir sus formas propias y únicas de héroe
carismático. Estos han llegado, desde el siglo XIX, en forma de un sinfín de
detectives míticos, agentes de policía y espías: todas ellas, y esto es
significativo, figuras cuyo trabajo es precisamente operar allí donde las
estructuras burocráticas para obtener información se encuentran con la
aplicación real de violencia física. Al fin y al cabo, la burocracia ha
existido desde hace de miles de años, y las sociedades burocráticas, de Sumeria
a Egipto o la China imperial, han producido grandes literaturas. Pero las modernas
sociedades del Atlántico norte son las primeras en crear un género de
literatura en el que los propios héroes son burócratas u operan por entero
dentro de entornos burocráticos.
Me da la
impresión que contemplar el rol de la policía en nuestra sociedad nos permite
hacer descubrimientos interesantes en teoría social. Ahora bien, he de admitir
que a lo largo de este ensayo no he sido especialmente amable con el
profesorado universitario y la mayoría de sus hábitos y predilecciones
teóricas. No me sorprendería que alguno acabara entendiendo lo que he escrito
en el sentido de que la teoría social es básicamente inútil, las fantasías
prepotentes de una élite cerrada que se niega a aceptar las sencillas
realidades del poder.
Sobre el conocimiento burocrático y el conocimiento
teórico
En este
caso, una comparación entre conocimiento burocrático y conocimiento teórico es
reveladora. El conocimiento burocrático trata esencialmente de esquematización.
En la práctica, un conocimiento burocrático consiste invariablemente en ignorar
todas las sutilezas de la existencia social real y reducirlo todo a fórmulas
mecánicas o estadísticas preconcebidas. Ya sea cuestión de formularios, normas,
estadísticas o cuestionarios, se trata de un tema de simplificación. El resultado
deja a menudo a quienes están obligados a tratar conla
administración burocrática la sensación de tratar con gente que ha decidido,
por alguna razón, ponerse unas gafas que solo les permiten ver el dos por
ciento de lo que tienen delante. Pero, seguramente, en teoría social ocurre
algo similar. A las y los antropólogos les encanta llamar “descripción densa” a
lo que hacen, pero en realidad una descripción etnográfica, incluso una muy
buena, capta en el mejor de los casos un dos por ciento de todo lo que ocurre
en una discusión entre los Nuer o una pelea de gallos balinesa. Una obra
teórica que se apoye en datos etnográficos se centrará, por lo general, en una
diminuta parte de eso, escogerá quizá una o dos hebras de una complejísima tela
de araña de circunstancias humanas y las empleará como base sobre la que
realizar generalizaciones, por ejemplo, acerca de las dinámicas de conflicto
social, de la naturaleza del rendimiento o del principio de jerarquía.
No quiero
decir que haya nada malo en este tipo de reducción. Al contrario, estoy
convencido que es necesario tal proceso si uno quiere decir algo drásticamente
nuevo acerca del mundo. En tanto uno se mantenga dentro de los confines de la
teoría, apoyaré que la simplificación no es necesariamente una forma de
estupidez: puede ser una forma de inteligencia. Incluso de brillantez. Los
problemas surgen en cuanto la violencia deja de ser metafórica. Déjenme pasar
de policías imaginarios a policías reales. Un antiguo agente del Departamento
de Policía de la ciudad de Los Ángeles convertido en sociólogo ha observado que
la inmensa mayoría de quienes acaban siendo golpeados o sufren violencia
policial resultan ser inocentes de todo delito. La razón, asegura, es sencilla:
aquello que más garantiza una reacción violenta por parte de la policía es que
les desafíen en su derecho a “definir la situación”. Por ejemplo, decir “no,
ésta no es una posible situación de delito, es un ciudadano/a-que
paga-tu-salario-paseando a su perro, así que largo”, por no hablar del desastroso
“eh! ¿Por qué está esposando a este tipo?¡ No ha hecho nada!”. Por encima de
todo, es “responder provocativamente” lo que inspira las palizas, y por esto se
entiende desafiar cualquier rúbrica administrativa (¿una multitud pacífica o
violenta? ¿Un vehículo adecuada o inadecuadamente registrado?) que el policía
haya aplicado de modo arbitrario. La porra del policía es precisamente el punto
en el que el imperativo burocrático del Estado de imponer esquemas
administrativos sencillos se une a su monopolio para ejercer la violencia
coactiva. Tiene sentido, pues, que la violencia burocrática consista, ante
todo, en ataques hacia quienes insisten en esquemas o interpretaciones
alternativas. Se puede ver cómo el poder burocrático, en el momento que recurre
a la violencia, se convierte literalmente en una forma de estupidez infantil.
También este análisis es, sin duda, una forma de simplificación, pero
productiva. Déjeme demostrarlo aplicando alguno de estos descubrimientos a
conocer el tipo de política que puede surgir dentro de una sociedad
fundamentalmente burocrática.
Violencia estructural e imaginación
Una de
mis argumentaciones es que la violencia estructural crea estructuras
asimétricas de la imaginación. Quienes se encuentran en la parte inferior de la
pirámide tienen que gastar una gran cantidad de energía imaginativa intentando
comprender las dinámicas sociales que les rodean -incluido el tener que
imaginar la perspectiva de quienes están en la parte de arriba-, pero estos
últimos pueden ser bastante indiferentes a gran parte de lo que sucede a su
alrededor. Es decir, que los que no tienen el poder no solo no acaban
realizando la mayor parte del trabajo real y físico que saca adelante la
sociedad, sino que además también efectúan casi toda la labor de
interpretación.
Sin
embargo, nuestra propia sociedad burocrática introduce un elemento extra. Las
burocracias no son por sí mismas formas de estupidez como formas de organizar
la estupidez: de gestionar relaciones que ya están caracterizadas por estructuras
de imaginación extraordinariamente desiguales, que existen por la existencia
misma de las formas de violencia estructural. Es por esto que incluso si una
burocracia se crea con intenciones completamente benévolas, seguirá produciendo
absurdos. Incluso las burocracias más benévolas en realidad sólo toman las
perspectivas altamente esquematizadas, mínimas y estrechas de miras típicas de
los poderosos y las convierten en modos de limitar ese poder o mitigar los
efectos más perniciosos. Obviamente, este tipo de intervenciones burocráticas
han hecho mucho bien en el mundo. El Estado de bienestar europeo, con su
educación gratuita y su sanidad universal, pueden en justicia considerarse como
uno de los más grandes logros de la civilización humana, en palabras de Pierre
Bourdieu. Pero al mismo tiempo, al adoptar formas de ceguera voluntaria típicas
de los poderosos y conferirles el prestigio de la ciencia (por ejemplo,
adoptando toda una serie de conceptos acerca del significado del trabajo, la
familia, el vecindario, el conocimiento, la salud, la felicidad o el éxito que
no tenían casi nada que ver con la manera en que las clases pobres o
trabajadoras vivían sus vidas, ni mucho menos con lo que para ellos era
importante) preparó su propia caída. Y vaya si cayó. Fue precisamente el
malestar creado por esta ceguera incluso en las mentes de sus máximos
beneficiarios lo que permitió a la derecha movilizar el apoyo popular a
aquellas medidas que reventaron y devastaron incluso los programas de mayor
éxito desde los años ochenta.
De la cultura del malestar a la acción
¿Y cómo
se expresó ese malestar? Sobre todo, mediante el sentimiento de que la
autoridad burocrática, por su propia naturaleza, representaba algún tipo de
guerra contra la imaginación humana. Esto es perceptible si se miran las
rebeliones juveniles, desde China a México y Nueva York, que culminaron en el
mayo de 1968 en París. Todas ellas fueron rebeliones contra la autoridad
burocrática, todas la veían como fundamentalmente represora del espíritu
humano, de la creatividad, la sociabilidad, la imaginación. El slogan “la
imaginación al poder” nos ha perseguido desde entonces, repetido ilimitadamente
en pósters, chapas, octavillas, manifiestos, películas y letras de canciones,
en gran parte porque parecen encarnar algo fundamental, no sólo el espíritu de
rebelión de los años sesenta sino la propia esencia de lo que hemos convenido
en llamar “la izquierda”.
Esto es
importante. En realidad, no podría ser más importante. Creo que lo que ocurrió
en 1968 revela una contradicción en el propio núcleo del pensamiento izquierdista,
desde su propio comienzo, una contradicción que solo se reveló por completo en
el momento en que su éxito fue más evidente. Dado que, en mi opinión, la
izquierda carece de una crítica eficaz de la burocracia, pese a que en sus inicios, siguiendo el halo
de la Revolución francesa, se vió claramente que la izquierda era esencialmente
una crítica de la burocracia, incluso si es una izquierda que se ha visto
obligada, una y otra vez, a acomodarse en la práctica a las mismas estructuras
y pensamientos burocráticos contra los que surgió inicialmente para
oponérseles. En este sentido, la actual incapacidad de la izquierda para
formular una crítica de la burocracia que realmente conecte con sus antiguos
contenidos, es sinónimo de su propio declive. Sin esa crítica el pensamiento
radical pierde su centro vital, se derrumba hasta no ser más que un montón de
propuestas y exigencias dispersas.
Si uno
resiste el efecto realidad creado por una ubicua violencia estructural (la
manera en que las regulaciones burocráticas parecen desaparecer en la propia
masa y solidez de los objetos grandes y pesados que nos rodean como edificios,
vehículos y grandes estructuras de cemento, haciendo que un mundo regulado por
esos principios parezca natural e inevitable y todo lo demás, una fantasía
utópica) es posible otorgar poder a la imaginación, pero también requiere una
inmensa cantidad de trabajo.
El poder
le hace a uno perezoso. Pese a que quienes están en situaciones de poder y
privilegio suelen sentirlas como una carga de responsabilidad, de modo general
el poder tiene que ver con aquello de lo que uno no tiene por qué preocuparse,
no tiene por qué saber y no tiene que hacer. Las burocracias pueden
democratizar este tipo de poder, al menos hasta cierto punto, pero no pueden
deshacerse de él. Se convierte en formas de pereza institucionalizada. El
cambio revolucionario puede suponer la alegría de romper los grilletes a la
imaginación, o darse cuenta de repente que lo imposible no es imposible en
absoluto, pero también significa que la gente tendrá que superar parte de esa
pereza perfectamente asimilada y realizar una labor interpretativa
(imaginativa) durante mucho tiempo para que esas realidades cuajen.
He pasado
mucho tiempo, durante las dos últimas décadas, pensando en cómo puede
contribuir la teoría social a este proceso. Esta podría verse como una especie
de simplificación radical, o de ignorancia calculada, una manera de ponernos
unas anteojeras especialmente diseñadas para hacernos ver patrones que de otra
manera no hubiéramos llegado a ver.
Zonas muertas y frentes de actuación
Hay zonas
muertas que impregnan nuestras vidas, áreas tan desprovistas de toda
posibilidad de profundidad interpretativa que rechazan cualquier intento de
otorgarles valor o significado. No es sorprendente que no nos guste hablar de
ellas: repelen la imaginación. Pero también creo que tenemos la responsabilidad
de enfrentarnos a ellas, porque si no lo hacemos nos arriesgamos a ser
cómplices de la misma violencia que las crea. La tendencia en la teoría social
existente es la de idealizar la violencia tras los actos violentos, sobre todo,
como maneras de lanzar dramáticos mensajes, de jugar con símbolos de poder
absoluto, purificación y terror. No estoy diciendo que esto no sea del todo así.
La mayoría de los actos violentos son también, en este sentido literal, actos
de terrorismo. Pero querría insistir en que centrarnos en estos aspectos más
dramáticos de la violencia nos facilita ignorar que uno de sus rasgos
característicos, y de las situaciones que crea, es que es muy aburrida. En las
prisiones estadounidenses, que son lugares tremendamente violentos, la forma
más perversa de castigar a una persona es sencillamente encerrarla en una celda
diminuta durante años sin absolutamente nada que hacer. El vaciado de toda
posibilidad de comunicación o sentido es la esencia real de lo que realmente
es, y hace, la violencia. Sí, incomunicar a alguien es una manera de enviar un
mensaje a él y a otros prisioneros. Pero el acto consiste básicamente en reprimir
la posibilidad de enviar otro mensaje de cualquier tipo.
Una cosa
es decir que, cuando un amo azota a un esclavo, se está embarcando en una forma
de acción comunicativa y profunda, explicando la necesidad de obediencia total
y al mismo tiempo intentando crear una imagen de poder absoluto y arbitrario.
Todo eso es cierto. Pero otra cosa muy diferente es insistir en que eso es lo
único que está ocurriendo, o lo único de lo que hay que hablar. Al fin y al
cabo, si no exploramos lo que realmente significa “sin preguntas” (la capacidad
del amo de permanecer ignorante respecto del entendimiento del esclavo de
cualquier situación; la incapacidad del esclavo de decir nada cuando se da
cuenta de un fallo en la lógica de razonamiento del amo; las formas de ceguera
voluntaria y estupidez que se dan en consecuencia; el que ello obligue al
esclavo a gastar aún más energía intentando comprender y anticipar las
confundidas percepciones del amo) no estamos, de alguna manera, haciendo el
mismo trabajo que el látigo?. No se trata, en realidad, de hacer que sus
víctimas hablen. Se trata, al fin y al cabo, de participar en el proceso que
las hace callar. Estos territorios ponen ante nosotros un tipo de laberinto
burocrático de ceguera, ignorancia y absurdo y es perfectamente comprensible
que la gente decente los intente evitar (en realidad, que la estrategia de
liberación política más eficaz hasta ahora descubierta sea precisamente
evitarlos) pero al mismo tiempo, ignorar que están ahí es algo que sólo podemos
hacer si aceptamos el riesgo que comporta.
[Tomado
de la revista Libre Pensamiento # 89,
Madrid, invierno 2016. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/LP%2089%20Interior_V2.pdf.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.