Carlos Martín
La
Semana Santa levanta pasión en mucha gente que vive las liturgias con gran
expectación, en cambio también hace relucir la indiferencia de no poca gente.
Me atrevería a decir que en verdad desde fuera esa indiferencia va acompañada
de un profundo sentimiento de miedo fruto de su naturaleza. A mí mismo, que veo
esto desde el escepticismo, se me ponen los pelos de punta al paso de la
comitiva por muchas razones que imagino pasan inadvertidas a los cofrades que
lo viven inmersos en la conmoción. Se me hace difícil ver en el mismo atrezo a
las autoridades uniformadas y políticos, compartiendo penitencia junto a
capirotes penitentes y otros atuendos enlucidos al son de un desfile tortuoso,
serio y milimétricamente dispuesto. Con todo y con eso no considero eso lo más
chirriante. Siendo un profundo defensor de las congregaciones populares sin
buscarle apenas significado, aquí sí pongo reparos por alteración de la
soberanía personal bajo el frenesí de la idolatría. No yendo en contra de la
libertad de cada cual a hacer lo que le plazca, sí pongo en entredicho el ejercicio
maniqueo que degrada los valores laicos. Sin duda, la teatralización litúrgica
que acompaña la Semana Santa en muchos puntos del país suscita cierto interés a
los espectadores, con todo y con eso, es necesario ir más allá de la fachada
para saber qué valores se ensalzan.
Suponiendo
que Jesús haya existido y, en otro acto de fe aceptar que fue crucificado
cargando con la culpa universal, que ni siquiera en los diversos evangelios
escritos 100 años después se ponen de acuerdo en los pormenores y menos en la
resurrección, no habría que olvidar que el ajusticiamiento vino de las
jerarquías eclesiásticas. Jerarquías eclesiásticas bien puestas que a la postre
son las que han sacado mayor rédito de celebraciones de mitos y leyendas
engañando a los súbditos de Dios. Es jodido aceptarlo, pero la corrupción no es
un invento nuevo, y si bien este señor hubiera muerto desarrapado, los obispos
y escribas supieron hacer su particular cielo en la tierra. Entre concilio y
concilio desde el siglo II d.c. llegamos a la edad media donde la iglesia
acuerda por unanimidad que el clero y los ídolos tenían que infundir temor a la
sociedad. De ahí que se vieran cristos tan gores y estampas más tipo del pasaje
del terror que del amor al Señor. Y en esa adaptación del acojonamiento a una
época más cambiante, en el s. XV las comunidades mediterráneas donde perduraba
el brazo duro del catolicismo se reafirmaban con celebraciones multitudinarias
portando figuras e imágenes. El pueblo inmerso en la escenificación tenía que
sentir miedo, arrepentimiento, pagando con la penitencia y flagelaciones
varias. Un sinfín de humillaciones litúrgicas alcanzaba un clímax de alteración
colectiva hacia el sentimiento de culpabilidad, de ahí la etimología de
atuendos para cubrir al penado capital de aquella época.
Llegados
a nuestros días la cosa está más tibia, aunque en algún lugar remoto guste
todavía hacer homenajes a las viejas costumbres. Los señoritos y representantes
visten altivamente de gala mientras que los de siempre hacen gala de su penitencia
soportando el peso a sus espaldas. Se genera un clamor popular muy sentido del
que comparte dedicación y esfuerzo. Es lógico, el hermanamiento y la
congregación colectiva tienen la particularidad de unir y hacer sentir. Ahora
bien, que no se pase por alto que la idolatría hace más por la superstición que
por el compromiso de los fieles y no necesariamente la exaltación religiosa va
seguido del afán solidario. Muchos de los presentes seguirán mirando por encima
del hombro y no serán tantos los sirvientes misericordiosos. No está demás
decir que estas festividades van acompañadas de no poca opulencia, alcohol y de
espectáculos que en suma para eso es una fiesta. Y aun así, se podría
considerar que festejar está bien dentro de que no sacrifiques a una virgen o
denigres los fundamentos de laicidad que rigen las normas magnas, pero aquí
bueno… nos tendremos que acoger entonces a la libertad de religión y culto que
es un derecho en este país, pero ¿hay que subvencionarlo todo? La iglesia saca
buena tajada del erario público, podría subvencionar por lo menos sus
festividades que no hay forma de que suelte un chavo. Veo bien pagar las
fiestas populares integradoras pero las religiones que se paguen sus fiestas.
La identidad colectiva debería autofinanciarse para que sea eso mismo,
identidad.
Las
procesiones serán de interés general, pero no se puede decir que sean muy
didácticas, sobre todo para el público más joven. No creo que sea apto hasta
pasados unos añitos. Ya hemos dicho que ensalzan los valores de culpa y
penitencia en nuestras propias carnes, pero también está presente el control
total programado cuasi de forma militar, a un paso funesto donde se portan
crucifijos y estandartes pesados en un decorado donde reluce las filigranas de
oro y plata; el lujo mezclado con parafernalias siniestras que en ocasiones se
ven imágenes ensangrentadas, angustiadas y sufridas. En las procesiones todo
tiene un lugar y se vanagloria la jerarquía por encima de todo. No creo que un
niño pueda entender estas cosas, sino es a dictado constante. Se lo pasaran
bien conjuntados con sus mayores, pero se normalizan cosas que no son tan
normales.
Llegadas
estas fechas parece que solo importa lo que piensen y sientan los penitentes
devotos. Ya montada la fiesta que por lo menos nos dejen opinar a los infieles
que tendremos vela en este entierro si de alguna manera pagamos la penitencia.
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