Nelson
Méndez
Históricamente,
el capitalismo es un modo de producción que logró integrar a su lógica todas
las instituciones sociales, y a sus valores todas las diferentes culturas, en
un proceso de homogeneización sin precedentes. Si en verdad no inventó los
mecanismos de explotación y dominación, no es menos cierto que acentuando y
separando irreversiblemente los roles sociales, restringiendo y marchitando la
existencia de los productores ya víctimas de mecanismos económicos de
expropiación, el capitalismo manifiesta todo lo negativo tanto de la
explotación como de la dominación política y cultural, que se traducen en
creciente alienación para la humanidad.
Las estructuras tecno-administrativas de la empresa capitalista contemporánea se caracterizan por su carácter burocrático y heterogestionario, donde los trabajadores pierden toda posibilidad de control sobre la producción y gestión. Del mismo modo, el llamado Estado de Derecho acaba usurpando para sí, o sea para su burocracia y sus especialistas de la representatividad electoral, todo papel decisorio, siendo los ciudadanos meros espectadores a quienes sólo se llama para sufragar por esas minorías. Pero las élites dominantes también se benefician al embaucarnos con espejismos de “participación más amplia”. Ciertas cofradías del management contemporáneo santifican las virtudes de la implicación, cooperación e iniciativa de los trabajadores, re-bautizados como colaboradores. Abolir la conflictividad social, principalmente en el aparato productivo, a través de un corporativismo o de un paternalismo reaccionario, es consigna en boga para la postmodernidad capitalista. Esto llega a su extremo en los proyectos carcelarios de “autogestión” ya implantados en algunos países: ¡los presos se vigilan a sí mismos!
La
autogestión libertaria es distinta a estos remedos. Autonomía,
auto-organización, cooperación, solidaridad y apoyo mutuo fueron históricamente
valores opuestos a los del capitalismo, y se manifestaron en el movimiento
socialista principalmente en la corriente anarquista. El concepto de
autogestión, enunciado a mediados del siglo XX, traduce otro que era central
para el socialismo libertario clásico, el de autogobierno, según el cual todos
nosotros - sea como ciudadanos o trabajadores - podemos prescindir de la
burocracia y del Estado en la gestión social. Este fue un punto central para el
movimiento social durante las experiencias socialistas desde la Comuna de
París, pasando por la Revolución Rusa y culminando en la Revolución Española.
No es una técnica para aumentar la inversión de recursos o los beneficios
empresariales gestionando con más inteligencia, ni pretende reglamentar a los
trabajadores en líneas de producción – a la manera brutal de Henry Ford o con
en el guante de seda del “modelo Toyota” -, incluso porque la automatización y
la robótica están liquidando la necesidad de intervención humana directa en la
manufactura.
La
división social del trabajo - y la seudo-democracia representativa - exige la
ilusoria participación de todos, principalmente de los de abajo, para obtener
dos resultados: creciente productividad y legitimidad, combatiendo la
indolencia que es una manifestación socialmente peligrosa. Basta ver lo que
acontece con el ausentismo, la baja productividad, el estrés y el sabotaje en
muchas líneas de montaje industrial. En el campo político sólo imaginemos las
consecuencias de que los gobernantes se eligiesen con 20%, 10%, 5% de los
votos. ¿Cómo legitimarían sus discursos y sus políticas?
En
los movimientos sociales contestatarios, como opciones de rebeldía ante el
Estado y los modos de articulación jerárquicos y despóticos inherentes al
capitalismo, puede constituirse un modelo de organización asentado en prácticas
colectivas e igualitarias y en relaciones de solidaridad y cooperación
voluntaria, en resumen autogestionario, configurado por grupos
auto-administrados, cooperantes y donde no tuviesen cabida el autoritarismo y
la dominación. Ciertamente que esa organización voluntaria y no jerarquizada
exige empeño personal, participación y conciencia, al contrario de las
instituciones autoritarias que recurren a chantajes, propinas y fraudes. Por
esa razón es más difícil y más tardía la creación y desarrollo de estructuras
basadas en el apoyo mutuo, incluso porque la resistencia a la innovación, la
huella de los valores dominantes y la rutina tiende a apartarnos de modos de
organización que implican un trabajo arduo y permanente de renovación y
compromiso solidario. Siendo así...
¿Será la autogestión - y
más aún la autogestión generalizada - una posibilidad real?
Para
el anarquismo la respuesta es si, ya que la explotación y la dominación, con la
consecuente miseria y alienación, producen resistencias e imaginarios
testimoniando el deseo de otra sociedad que exprese otras vías de organización
y de relación entre los seres humanos. Ciertamente que la ruta de esa
alternativa social no es tan corta y lineal como los marxistas pensaban,
incluso porque la historia nos muestra cuanto está interiorizado en todas las
clases y grupos sociales el fenómeno de la subordinación y alienación, mas aún
en nuestra sociedad masificada y paralizada por la ideología del consumo y del
espectáculo. El individualismo posesivo tiene raíces culturales - y hay quien
diga sociobiológicas - profundas y trae como consecuencia explotación, muerte,
guerra y alienación, pero como bien demostró Piotr Kropotkin en su libro El
Apoyo Mutuo, y en ningún modo ha desmentido la investigación científica
posterior, tanto en el mundo animal como en el humano uno de los factores
decisivos de la evolución de las especies ha sido la cooperación entre sus
miembros.
La
cuestión está en saber hasta qué punto las sociedades humanas son capaces de
llevar su proceso de aprendizaje histórico y de re-creación de las estructuras
sociales; o si la fuerza conservadora de la inercia mezclada con las tramas
autoritarias del poder, puede congelar la creatividad e insatisfacción humana
que recorre la historia. El camino de la libertad (superación de la sumisión a
la naturaleza y/o al otro, por tanto construcción de la autonomía), esa senda
que los grupos sociales y los individuos buscan a través de los tiempos, exige
romper las amarras de la explotación, de la dominación y de la alienación,
potenciando una relación auténtica y profunda entre el individuo y los que lo
rodean. Es tal el reto que deben superar los movimientos por el cambio, si no
quieren perderse en el atajo de las concesiones con que el sistema de poder ha
engatusado a sus antagonistas - en el pasado al sindicalismo y los partidos
socialistas, hoy a los nuevos movimientos sociales -, en la mayoría de los
casos virados a clientes satisfechos de la explotación y dominación que
previamente condenaban.
La
organización autónoma - autónoma con relación al Estado, al Capital o cualquier
otra instancia de poder autoritario - es la libre asociación por afinidad y
también uno de los principales instrumentos posibles para el cambio social.
Sólo que esa concepción no pasa por la mera adopción de algunos vagos
principios teóricos, sino que impone formas de asociación que apuntan desde ya
a un modelo igualitario, autónomo y legitimado ante todos por la acción
conciente de todos, un micro-modelo de lo que sería el proyecto de la razón
utópica para la sociedad global. Un modelo de participación directa e
interactiva (donde la delegación sea hecha teniendo como meta tareas
determinadas y durante plazos limitados, respondiendo permanentemente los
delegados ante las asambleas y pudiendo ser revocados en cualquier momento),
que rechace la burocratización y esclerosis administrativa de sindicatos,
partidos y movimientos sociales entumecidos en los formalismos, contribuyendo
al enriquecimiento cultural y social de cada participante, forjando una cultura
alternativa y de resistencia, pilar de las nuevas relaciones colectivas,
condición previa para la re-creación de la estructura social.
Ese
fue el rumbo que comenzó a ser transitado por el movimiento libertario – con
sus sindicatos, ateneos, escuelas, colectividades, grupos de afinidad - desde
el siglo XIX, interrumpido trágicamente por una convergencia de fuerzas
negativas en el primer tercio del siglo XX, pero que actualmente, tras el
derrumbe del capitalismo de Estado en Europa del Este y con el capitalismo globalizador
neoliberal evidenciando su incapacidad ante los problemas humanos esenciales,
ésta en hora de retomar con lucidez y esperanza, siguiendo la huella que Martin
Buber llamaba caminos de utopía, que llevan a la autogestión generalizada.
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