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miércoles, 22 de marzo de 2017

Lectores anarquistas


Daniel Vidal [1]

La lectura es una de las prácticas identitarias del anarquismo. Con ella, el individuo funda criterio, consagra sus ideas y las ensambla con su modo de vida. La lectura integra el quehacer cotidiano de los libertarios. Sin embargo, esta constatación general no es suficiente para señalar una actividad privativa de ellos. La lectura y sus objetivos pueden ser compartidos por otras comunidades y de ello existen numerosos ejemplos en la historia social.

Pensemos en los rangos formativo y cultural, en la convicción pedagógica y redentora de la palabra, en su capacidad de iluminación y de convencimiento, en la dimensión reflexiva y en el uso que de la lectura hacen las comunidades religiosas, los sindicatos y otros agrupamientos. Por el camino comparativo no encuentro indicios de singularidad. Sin embargo, un orgulloso impulso pertinaz me devuelve a la línea de largada. Renuncio a la búsqueda del espécimen original en los objetivos, en las formas de la lectura, en su articulación con la vida. Pero sospecho que si el anarquismo ha demostrado en dos siglos ser una amalgama ideológica insólita, de contenidos exclusivos, puede que exista un trasiego de esa excepcionalidad hacia las prácticas sociales en las que se retroalimenta y una de ellas, axilar, es la lectura. Así por ejemplo las particulares nociones de autoridad, de libertad y de sujeto son, para mi pesquisa, determinantes. Desde ellas aspiro a reconocer una acción lectora especial.
 
La autoridad del lector

Para el anarquismo la autoridad es múltiple, móvil y circunstancial. “Cada uno es autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez”, sentencia Bakunin [2]. El vaivén ininterrumpido de relaciones de autoridad y de subordinación es, sobre todo, voluntario. [3] Reconoce en cada individuo idoneidades dispares y, en el intercambio, el provecho mutuo. De la confrontación surge el criterio y, con él, el ejercicio de la libertad.

Así concebida, la autoridad abre los límites del sujeto y revela la disparidad con la noción tradicional, occidental y moderna. El pensamiento anarquista ha incursionado en la noción de sujeto como fuerza (Proudhon), como la integración de lo infinito en lo finito (Tarde), como una fuerza emancipadora,
instancia transindividual capaz de formar con otros un mundo individual de significados (Simondon) [4].

El salto desde esta concepción del sujeto hacia la lectura es tentador. Concebido fuera de las sujeciones limitantes con las que el orden social intenta dominarlo, el sujeto-lector ejercería su potencia liberadora en ese otro orden determinante, el de las palabras y, en especial, en el orden de los significados. El sujeto anarquista lograría desbrozar esa red despótica. Esta es la potencia anárquica de la lectura que propuso Hans Magnus Enzensberger. Según su tesis, el lector puede rescatar del texto “conclusiones que el texto ignora”, también puede “alterar y reelaborar frases”, hojearlo “por cualquier parte, saltear pasajes completos” [5].

Este dominio queda expuesto en la posibilidad de construir significado desde la lectura. Allí se dirime el espacio de libertad del lector. Los investigadores entienden que comprender un texto no sólo supone leerlo en sentido literal sino en elaborar sentido [6]. Esta brecha no habilita un relativismo irrestricto hacia una cosmología infinita de interpretaciones. Alberto Menguel reconoce la autoridad del lector pero entiende que la lectura “no constituiría un fenómeno anárquico” (la aseveración parece una ligera respuesta a Enzensberger o, al menos, lo envuelve), aunque tampoco sería “un procedimiento monolítico o unitario, en el que sólo es correcto un significado” [7].

En resumen, atañe al lector la invención de uno o más significados pero dentro de las reglas del lenguaje, en cuyas redes y fronteras, la libertad claudica. Umberto Eco alertó sobre este límite. Conocedor de las nuevas teorías que otorgan al texto “un espacio potencialmente infinito de interpretaciones posibles”, también, entendió que el receptor “no tendría derecho a decir que el mensaje puede significar cualquier cosa”. Por este camino queda visible el anverso de aquella premisa y, así, “existe al menos algo que el mensaje no puede efectivamente decir”. Además, casi como ubicando un punto cero de partida, hay que pensar en el significado etimológico de la palabra (la entrada del diccionario). “Ninguna teoría de la recepción podría evitar esta restricción preliminar. Cualquier acto de libertad por parte del lector puede producirse después y no antes de la aplicación de esta restricción”. Claro que a nosotros nos involucra una idea de interpretación que excede la literalidad del signo y se amplía en un mapa de asociaciones modeladas por la cultura y por la experiencia individual. Sin embargo, la advertencia viene bien para identificar pautas de una expansión finita y evitar el “derroche de energías hermenéuticas que el texto no convalida” [8].

A su vez este ejercicio de la libertad no opera en abstracto ni en aislado. Michel Foucault nos recuerda que en toda sociedad “la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” [9], pensamiento que Armando Petrucci aplica a la lectura [10]. Con todo, opino que esta aplicación es limitada porque Foucault refiere a procedimientos de exclusión, entre ellos lo prohibido, la separación de la locura, la voluntad de verdad, y con ello concentra su estudio en el discurso como objeto de deseo y, por ende, de lucha de poder mientras el acto de lectura, si bien no está exento de aquellas presiones, otorga un dominio mayor al sujeto que lo ejecuta.

Otro anillo de condiciones se interpone desde un “conjunto de creencias” que no son específicas de cada individuo sino “comunitarias y convencionales”, definidas por Stanley Fish, sintetizadas por la crítica en la llamada comunidad interpretativa. Así, la creación de significados tiene por común origen un catálogo compartido por un grupo social. Según Fish ciertas interpretaciones están determinadas por
normas públicas y constituyentes, han sido incorporadas al lenguaje y “son inherentes a una estructura institucional dentro de la cual las expresiones se escuchan como ya organizadas en referencia a ciertos propósitos y objetivos supuestos” [11]. Martyn Lyons sigue esta línea –“las expectativas puestas en el
libro por los lectores se forman a través de la experiencia social compartida” [12] –, nos recuerda que un mismo lector puede pertenecer a varias comunidades interpretativas y que, además, el contexto social es imprescindible para amoldar la tesis de Fish al proceso histórico. Si bien su colega ya había descartado la regularidad de la incidencia institucional –ninguna institución es inmutable– al diferenciar el significado normativo de acuerdo a las desiguales “situaciones” [13], el énfasis de Lyons no se encontraba en el trabajo de su colega norteamericano. Fish había eliminado la idea de la condición inaugural de la lectura tras demostrar que no existe un punto vacío de interpretación y que resulta ineludible la determinación social o institucional del significado. Luego, Robert Darnton realzó la trama social en la producción de sentido además de instalar el libro en un circuito de comunicación con interventores diversos, entre ellos el autor del texto.

El debate no está cerrado. Manguel sintetizó aportes teóricos ya tradicionales en la relación entre el lector y el signo lingüístico al mencionar las convenciones sociales, las lecturas anteriores, las experiencias personales y los gustos individuales [14]. La mención al “gusto” individual parece situarse en un anillo distante de los centros de emisión de discursos, si bien todavía se encuentra afectado por determinantes sociales e incluso comerciales. Pero la propuesta global diseñada en la enumeración me interesa porque amolda aquella supuesta libertad irrestricta lectora sin afectar gravemente la libre interpretación y, sin proponérselo ni insinuar siquiera el universo ácrata, esta concepción activa la idea de una subjetividad múltiple y expandida, preciada por el anarquismo. Claro que por estos intersticios – convenciones sociales, lecturas anteriores– se filtran los mismos procedimientos de control discursivo advertidos por Foucault (el sistema educativo sería el más evidente), pero a pesar de las tensiones ineludibles tenemos un sujeto operante en un espacio desde el cual puede desdoblar la unidireccionalidad del signo –no estoy seguro si las normas desde las que se lo lee–. Es suficiente para subvertir su autoridad monolítica.

Convengamos que husmear en la relación autor-lector desde el ejercicio de la libertad nos reenvía a las reflexiones de Jean Paul Sartre en ¿Qué es la literatura? Allí ubicó la libertad del lector como fuente de los sentimientos que, a su juicio, no son dominados por el objeto y estos sentimientos, aclaró, “son completamente generosos “pues llamo generoso a un sentimiento que tiene la libertad por origen y fin”. Entonces, según Sartre, “La lectura es un ejercicio de generosidad y lo que el escritor pide al lector no es la aplicación de una libertad abstracta, sino la entrega de toda su persona, con sus pasiones, sus prevenciones, sus simpatías, su temperamento sexual, su escala de valores” [15].

Libertad del lector que, en este punto, se concentra en el manejo del significado del texto. Esta cualidad resulta atractiva para visualizar un lector en apariencia singular y de posible identidad anarquista tras asimilar el tipo de subjetividad, el concepto de libertad y de autoridad libertarias necesarios para el ejercicio de aquella habilidad. Ahora bien, entiendo que aún en este punto existen antecedentes que se remontan al Renacimiento.

La capacidad del lector para interpretar y crear un nuevo texto a partir de la lectura y, con ello, subvertir su condición subordinada respecto al signo y a su autor, tiene por antecedente las disquisiciones de Petrarca en Secretum meum. Este pensador adjudicó a San Agustín, en un diálogo ficcional del que él también participa, una teoría de la lectura que fracturó la disposición jerárquica entre autor, texto y lector y la condición fija del sentido. Petrarca propuso leer con detención pasajes que puedan memorizarse, meditar sus contenidos, retenerlos y utilizarlos en el futuro tras confrontarlos con otros textos también guardados en la memoria. Esbozó una vía interpretativa y de aprehensión individual que deja atrás el valor de sentido único adjudicado por el autor. El discernimiento del lector, claro, sigue guiado por “la verdad divina” que le ayudará a separar lo útil de lo desechable, verdad que remite a las preceptivas religiosas pero asumidas por el criterio personal: esa verdad brilla de manera distinta en cada uno de nosotros y de manera diferente en cada etapa de la vida. Es decir, cada texto tiene su lector y cada lector cambia con el proceso histórico [16].

La tradición religiosa también verificó cambios en la relación entre los textos sagrados y los fieles lectores. El más convocado en los estudios teóricos es el de la reforma luterana y el nuevo margen de interpretación de la Biblia, si bien este grado de autonomía también convivió con la preceptiva doctrinal eclesiástica.

En cuanto a la defensa del criterio individual propia de una lectura libertaria esto es, la objeción en tanto crítica racional, es notoria su dependencia con el pensamiento iluminista tal como ha demostrado Mariana Di Stefano [17].

Por otra parte, la construcción de sentido desde la lectura es asumida como una normalidad por la academia reciente, con un desglose de aquella que se aparta de la ahistoricidad de la teoría de la recepción alemana (Wolfgang Iser) para hacer hincapié en lo contrario, en el peso resolutivo de los procesos históricos, en las variables de tiempo, lugar y comunidad [18].

Entonces, aquella propuesta de Enzensberger de un lector anárquico estuvo esbozada en Petrarca, se consolidó en los dos siglos siguientes, adquirió un tono altanero durante la modernidad en una de sus aristas, la que refiere a la selección del libro, a su aceptación o rechazo según la compatibilidad anímica entre lector y libro (“lector apacible y bucólico/ingenuo y sobrio hombre de bien, tira este libro saturniano”, ordenó Baudelaire). Nuestra búsqueda de lo peculiar en el lector anarquista desde un nuevo concepto de autoridad, libertad y sujeto, hace agua por todos lados. Nos queda, como salvación, trasladar el estudio de la lectura desde el dominio inclusivo de la relación entre lector y texto hacia el plano vivencial.

Sospecho, es una hipótesis, que el lector anarquista asume elementos dispersos de las tradiciones lectoras y, en cada caso, otorga un cariz que conlleva intensidad. Ese cariz puede ser la obsesión lectora, la dedicación, la multiplicación y circulación de los escritos, la capacidad aglutinante del periódico o de la revista, la solvencia profesional, todo esto sostenido hasta el presente. Desde la antigüedad se acumularon estas experiencias de lectores. Piénsese en los eruditos que recitaban obras íntegras de memoria, en los sabios de la Edad Media y del Renacimiento que también memorizaban sus textos predilectos. Sucede que el anarquismo ha retomado esta pasión reasignándole un rol social y un objetivo subversivo en el marco, además, de un franco retroceso contemporáneo del mundo del libro, al menos en las prácticas que connotan esfuerzo, paciencia y dedicación. La sobrepresión hacia la lectura casi a contracorriente del presente donde lo visual domina las prácticas comunicativas, puede desembocar en una singularidad que, insisto, aún no encuentro. Recuérdese, de paso, que el monumental esfuerzo anarquista hacia la cultura tiene sus bemoles. Aquí resuena la advertencia de Mijail Bakunin al sospechar que la redención de los desheredados (del capital, sin tierra ni educación), pueda lograrse a través de la instrucción [19].

Lo que sucede es que, junto a la práctica escritural y lectora, el anarquista valora en pie de igualdad la tradición oral y el diálogo presencial, delicado equilibrio que a veces se vuelca hacia estos últimos e incluso desprecia la palabra escrita, por académica, paralizante y ordenadora. Movimiento con resonancias socráticas que, para el caso, se adosan a una exaltación de la acción social y encuentran en la letra impresa y en la lectura un dardo paralizante [20]. Tal como acusa Alfredo Bonanno, los libros pueden tornarse un somnífero para la acción [21], aunque esta evaluación negativa de una relación esquemáticamente bipolar ha sido cuestionada por Mijail Bakunin, Antonio Gramsci, Roger Chartier, entre muchos. Bakunin, por ejemplo y pese a la advertencia antes señalada en la cita anterior, adjudicó a la literatura y a la filosofía un rol desestabilizador:

Los dos siglos que separan a las luchas de la Reforma religiosa de las de la gran Revolución [refiere a la revolución francesa] fueron la edad heroica de la burguesía. Convertida en poderosa por la riqueza y la inteligencia, atacó audazmente todas las instituciones respetadas por la Iglesia y el Estado. Minó todo, primero, por la literatura y por la crítica filosófica; más tarde lo derribó todo por la rebelión franca [22].

Medio siglo después, Antonio Gramsci llegó a la misma conclusión sobre la funcionalidad de los libros: Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible de libros, de opúsculos, derramados desde París a partir de la primera mitad del siglo

El lector anarquista conoce esta hipótesis demostrada por los procesos sociales: la lectura y los libros son parte inseparable de la acción revolucionaria y es allí, no en la lectura individual intrascendente, donde cada uno resguarda su rol protagónico.

Entonces, si bien afecta cualidades y tradiciones compartidas, el anarquismo insufló a la lectura de matices singulares y, lo más importante, logró emigrar el acto de lectura desde la experiencia fáctica, íntima y mística, hacia la esfera pública, la intersubjetividad y la dinámica histórica. Ese traslado participa de un proyecto ideológico que puede nuclearse en el afán emancipador.

El dilema es verificar si este lector partícipe de la acción social constituye desde el quehacer de lectura su identidad anarquista. No estoy seguro que la lectura sea una actividad “ineludible para convertirse en libertario” [24]. Puede que lo sea, pero en todo caso no en el sentido de completud que idealmente podemos adjudicarle a esa práctica. En otras palabras, no es necesario leer a Bakunin o a Kropotkin para ser aceptado en el movimiento y ser un ferviente activista. Tomás Ibáñez va más allá: para él la generalidad indica que el anarquista no adquiere los conocimientos teóricos necesarios para serlo: “No es a los escritos de Proudhon o de Bakunin a los que adhieren los jóvenes ibertarios sino a un determinado imaginario y no es hasta más tarde cuando se leen, eventualmente, los textos canónicos”. Esto, claro, ocurre en todos los movimientos ideológicos. Pero conviene recordarlo para relativizar la idealizable concepción del anarquista como una especie de obseso lector encerrado en un sótano entre una muralla de volúmenes. Tal vez las dos imágenes representen algo de aquella identidad poliédrica.

Entonces, asumo que la lectura es una marca de identidad del quehacer libertario y, al mismo tiempo, no es el boleto imprescindible para acceder a esa identidad. Condición necesaria pero no suficiente: la identidad lectora no surge de la acción de leer sino de la simultánea articulación con otras prácticas y con la concepción de vida anarquista. La lectura está interceptada por modos de sociabilidad ahora sí imprescindibles para que un anarquista consagre su identidad. Se trata de una red de vínculos fundante de comunidad y, estos vínculos, se actualizan en rituales donde la circulación de la palabra es el pivot del equipo y el anarquista su adicto participante: canto, recitados, poesía-canción y música instrumental, conferencias y oratorias, debates, representaciones teatrales, folletos y volantes, periódicos y libelos, libros, cartelería,  encuentros de camaradería, veladas con espectáculos diversos, actos y manifestaciones, mesas redondas y reuniones, desde hace unos años, páginas web, redes sociales, mails y blogs, los graffitis. Hay allí un maremagnum de textos, orales y escritos, en tráfico continuo del que cada lector (de signos y de sentidos) toma y resignifica segmentos. Nada de esto parece insólito salvo el aparato conceptual, obviamente único. Después de la enumeración de acciones, podemos pensar en detalle la frágil pero potente filigrana del vínculo. Y, enseguida, en el carácter generativo de la participación individual. Tanto en el relacionamiento como en lo productivo de él se aplica la especial noción de autoridad anarquista. El lector anarquista vive y disfruta esta apertura.

Piénsese en el camino del autodidacta. Georges Sorel –claro que sindicalrevolucionario, enlazado al pensamiento ácrata– se confesó autodidacta y, por eso, entendía el haberse librado de las preceptivas de su educación formal para desplegar su curiosidad entre los libros. Así, “me ha sido preciso convertirme en mi propio maestro y, de alguna manera, asistir a mis propias clases”. Este desplazamiento de la autoridad pedagógica no supone ignorar al otro, sino dialogar con él en pie de igualdad. Su método consistía en leer un libro y escribir las reflexiones producidas en un cuaderno de notas, trabajo que le agradaba cuando el volumen estaba escrito “por un buen autor” porque “me oriento con más facilidad que cuando me abandono a mis solas fuerzas” [25]. Acaso resulte ya un lugar común resaltar la relevancia del pensamiento revolucionario moderno – no sólo del anarquismo pero con énfasis desde allí –, en la consagración del autodidactismo. [26] No exclusivo de él, pero sí connatural.

El anarquismo reniega de consagrar una guía doctrinaria o dogmática que sirva a las generaciones futuras. Reduce sus escasas invariantes al rechazo de la autoridad única e impositiva, al énfasis en la libertad, a la negación de normas fijas y de estructuras opresoras. Es, en especial, un espacio abierto a la novedad. Sus últimos teóricos abandonan la vieja aspiración de hacer la revolución, postulan fomentar el deseo revolucionario, y ni en unos ni en otros tenemos trazos firmes del camino a tomar.

Parece como si el anarquismo apostara más a la creatividad de cada sociedad que a un catálogo preceptivo de ideas y acciones. En este tránsito el anarquismo sobrevive gracias a sus lectores. Aquí aparecen rasgos específicos. Cada anarquista es un lector que reasigna contenido al pensamiento colectivo, y en esta reasignación se funda su identidad. En todos los movimientos ideológicos se reinterpreta la doctrina, pero mientras en aquellos se trata de un diseño intimidatorio, en el anarquismo la creación de conceptos no aspira a alcanzar el régimen doctrinario.

En otros agrupamientos ideológicos los individuos debaten y transforman las preceptivas pero dentro de una estructura jerárquica y un orden que desactiva la incidencia de las individualidades o reducen sus efectos a mínimas expresiones dentro de fracciones de poder. En el anarquismo la voz de cada individuo adquiere valor de uso en el presente y obtiene relevancia de acuerdo al criterio del grupo donde circula en pie de igualdad con las palabras que ese mismo cuerpo plural rescata de los pensadores consagrados por el movimiento. En otros agrupamientos la interpretación individual no está exenta de la custodia de la idea de parte de las jefaturas políticas; en el anarquismo existen intentos de sometimiento de un individuo hacia otros desde una supuesta verdad excluyente pero estos impulsos son desactivados por la acción –y la desobediencia– simultánea de grupos que le exceden.

La lectura anarquista hace la teoría. La primera implica un estilo de vida y una condición del sujeto, la segunda, reasume la acción. En este acto creador el lector anarquista es quien dirige un buque con varios timoneles. Su creación no es autoritaria ni impositiva, no se proyecta hacia sino con los otros. Es que su individualidad actúa en un conglomerado de intérpretes y de creadores con los que, solidariamente, descifra los signos del presente y del porvenir.

Notas

1 Segmento de mi tesis de Doctorado en Letras La poesía en la configuración de las comunidades lectoras anarquistas: el caso Uruguay. Producción, circulación y usos (1900-1920), Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República, Uruguay), 2014-2018. Directora de tesis: Prof.a Dr.a María Inés de Torres, Director académico: Prof. Dr. Armando Minguzzi. Agradezco las observaciones y aportes realizados por Gerardo Garay y
Pascual Muñoz.

2 Mijail Bakunin, Dios y el Estado, Buenos Aires, Terramar, 2004, p. 24.

3 Esta condición distingue esta autoridad de la “autoridad coercitiva” como gustaba calificar al autoritarismo individual o colectivo Luigi Fabbri (Influencias burguesas sobre el anarquismo, Buenos Aires, Editorial La Protesta, 1927)

4 Autores y conceptos citados por Daniel Colson en Pequeño léxico filosófico del anarquismo. De Proudhon a Deleuze, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2003, pp. 248 a 250: Pierre Joseph Proudhon, Économie, Bibliothéque municipale
de Besancon, 2864 [184]; Gabriel Tarde, cit. En Jean Milet. Gabriel Tarde. La Philosophie de l´histoire, Vrin, 1970, p. 157; Gilbert Simondon, Individuation psychique et collective, Aubier, 1989, p. 203.

5 Hans Magnus Enzensberger en Armando Petrucci, “Leer por leer: un porvenir para la lectura”. En Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (dirs.), Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, p. 547. [1997] Las citas que Petrucci toma de Enzensberger corresponden al capítulo “Una modesta proposta pe difendere la gioventu dalle opere di poesía”, en Sulla picola borghesia. Un capriccio´sociologico seguido de altri saggri, Milan, 1983, pp. 16-26.

6 Merlin C. Wittrock en Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014, p. 52. [1996]

7 Manguel, ob. cit., p. 52.

8 Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Penguín Random House-Grupo Editor España, 2013, s/n. Recuperado de https://books.google.com.uy/books?hl=es&lr=&id=h-
VYAqoL1hQC&oi=fnd&pg=PP4&dq=Umberto+Eco,+sobre+la+interpretaci%C3%B3n&ots=68UHVeTFqe&sig=7_RvBic
XMnhcPo9836HBX4l06ak#v=onepage&q=Umberto%20Eco%2C%20sobre%20la%20interpretaci%C3%B3n&f=false

9 Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 2008, p. 14. [1970].

10 Petrucci, ob. cit., pp. 526 y 527.

11 Stanley Fish. “¿Hay algún texto en esta clase?”, en Elías José Palti, “Giro lingüístico” e historia intelectual, Universidad
Nacional de Quilmes, 1998, pp. 219. [1987]

12 Martyn Lyons, Historia de la lectura y de la escritura en el mundo occidental, Buenos Aires, Editoras del Calderón,
2012, p. 826. [2010]

13 “Si bien ninguna institución tiene una vigencia tan universal y perdurable como para que los significados que posibilita sean normales para siempre, algunas instituciones o formas de vida son tan ampliamente habitadas que, para una gran
cantidad de gente, los significados que posibilitan parecen “naturalmente” accesibles, y hay que hacer un esfuerzo especial para verlos como un producto de las circunstancias” (Fish, ob. cit., pp. 222 y 236). El punto adquiere nuevas conclusiones sobre las creencias, normas y valores en la interpretación personal hacia las pp. 233-235.

14 Ibid, p. 51.

15 Jean-Paul Sartre. ¿Qué es la literatura? Buenos Aires, Losada, 1950, p. 74. [1948]

16 Petrarca en Manguel, ob. cit., pp. 77-78.

17 Mariana Di Stefano, El lector libertario. Prácticas e ideologías lectoras del anarquismo argentino (1898-1915),

18 “La operación de construcción de sentido efectuada en la lectura (o en la escucha)” sería “un proceso históricamente determinado cuyos modos y modelos varían según el tiempo, el lugar y las comunidades” (Roger Chartier, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, 6.a reimp., Barcelona, Gedisa, 2005, 51 [1989]). Chartier retoma la idea en el diálogo con Jesús Anaya Rosique: “Los lectores son autores potenciales y, de esta manera, existe un control explícito sobre la interpretación; se cree que las intenciones del texto pueden ser descifradas correctamente por lectores que comparten el mismo modelo cultural, la misma comunidad de interpretación que el autor”, en clara referencia, como sustrato, a la tesis de Stanley Fisch sobre comunidades lectoras (Roger Chartier, Cultura escrita, literatura e historia, 2.a reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 23 [1999]). Buenos Aires: EUDEBA, 2013, pp. 17-18.

19 Mijail Bakunin, Federalismo y socialismo, Barcelona, Editorial Sopena, (s/f), p. 11.

20 Sócrates en Fedón, argumenta contra la escritura de Anaxágoras puesto que al leer su libro, “me encontré con que mi hombre no hacía intervenir para nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas y que en lugar de la
inteligencia ponía el aire, el éter, el agua y otras cosas igualmente absurdas” (Platón, Diálogos. Critón, Fedón, El
banquete, Parménides, 22.a ed., Madrid, Edaf, 2003, p. 116)

21 Charla de Alfredo Bonnano sobre “La lucha insurreccional anárquica” organizada por grupos anarquistas dentro de una gira que involucró Argentina, Chile y Uruguay, en la sede de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (FUCVAM) de Montevideo en diciembre de 2013. Ante unas 150 personas, mayormente jóvenes, Bonnano presentó su último libro La anarquía desbordando la teoría (Buenos Aires, Anarquistas del Río de la Plata, 2013). Entonces afirmó que si bien hay que estudiar los medios [de lucha] “hay que dejar de lado los libros y pasar al ataque”
(Apuntes personales).

22 Mijail Bakunin, “Conferencias dadas a los obreros del valle de Saint-Imier” [Conferencia 1a, mayo de 1871]. Recuperado
De Archivo Miguel Bakunin, https://miguelbakunin.wordpress.com/2008/01/23/tres-conferencias-dadas-a-los-obreros-delvalle-de-saint-imier/, s/n.

23 Antonio Gramsci. “Socialismo y cultura”. En Antología, 1.a ed., 4.a reimp., Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, p. 16. [1916]

24 Di Stefano, ob. cit., p. 7.

25 Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Buenos Aires, Editorial La Pléyade, 1978, p. 13.

26 Sobre el tema, cf. Leandro Delgado, “La participación del anarquismo en la formación del intelectual autónomo en el Río de la Plata (1900-1930)”. En A Contracorriente, vol. 8, n.o 1, 2010, pp. 163-197. Delgado desarrolla la idea del
“intelectual autónomo” construido por el anarquismo finisecular tras concebir la instrucción del obrero como parte de la
“acción directa” del anarquismo. En este tema resulta aleccionadora la experiencia de Luce Fabbri Cressatti junto a su compañero volcada en “Caracteres e importancia del autodidactismo obrero” (Brecha, n.o 682, 23 de diciembre de 1998, pp. 4-5).

27 Me refiero al enlace entre anarquismo y posestructuralismo y, de manera general, a los abordajes teóricos de las últimas dos décadas en diálogo con pensadores ingleses y norteamericanos, principalmente, de parte de Christian Ferrer, Tomás Ibáñez, Amedeo Bertolo, Martín Albornoz, siguiendo líneas de investigación de Michel Foucault, Gilles Deleuze, René Lourau y Pierre Clastres, por ejemplo. Algo de esto puede leerse en Christian Ferrer (comp.), El lenguaje libertario, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2005; Christian Ferrer, Cabezas de tormenta, Buenos Aires, Anarres, 2006; Tomás Ibáñez, Anarquismo en movimiento. Anarquismo, neoanarquismo y postanarquismo, Buenos Aires, Libros de Anarres,
2014.

[Texto extraído de la ponencia de igual nombre presentada al I Congreso de Investigadorxs sobre Anarquismo, que en versión completa es accesible en http://congresoanarquismo.cedinci.org/wp-content/uploads/2017/03/Actas-Final-con-indice_final.pdf.]


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