Daniel
Vidal
[1]
La
lectura es una de las prácticas identitarias del anarquismo. Con ella, el
individuo funda criterio, consagra sus ideas y las ensambla con su modo de
vida. La lectura integra el quehacer cotidiano de los libertarios. Sin embargo,
esta constatación general no es suficiente para señalar una actividad privativa
de ellos. La lectura y sus objetivos pueden ser compartidos por otras
comunidades y de ello existen numerosos ejemplos en la historia social.
Pensemos
en los rangos formativo y cultural, en la convicción pedagógica y redentora de
la palabra, en su capacidad de iluminación y de convencimiento, en la dimensión
reflexiva y en el uso que de la lectura hacen las comunidades religiosas, los
sindicatos y otros agrupamientos. Por el camino comparativo no encuentro
indicios de singularidad. Sin embargo, un orgulloso impulso pertinaz me
devuelve a la línea de largada. Renuncio a la búsqueda del espécimen original
en los objetivos, en las formas de la lectura, en su articulación con la vida.
Pero sospecho que si el anarquismo ha demostrado en dos siglos ser una amalgama
ideológica insólita, de contenidos exclusivos, puede que exista un trasiego de
esa excepcionalidad hacia las prácticas sociales en las que se retroalimenta y
una de ellas, axilar, es la lectura. Así por ejemplo las particulares nociones de
autoridad, de libertad y de sujeto son, para mi pesquisa, determinantes. Desde
ellas aspiro a reconocer una acción lectora especial.
La
autoridad del lector
Para
el anarquismo la autoridad es múltiple, móvil y circunstancial. “Cada uno es
autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez”, sentencia Bakunin [2]. El
vaivén ininterrumpido de relaciones de autoridad y de subordinación es, sobre
todo, voluntario. [3] Reconoce en cada individuo idoneidades dispares y, en el
intercambio, el provecho mutuo. De la confrontación surge el criterio y, con
él, el ejercicio de la libertad.
Así
concebida, la autoridad abre los límites del sujeto y revela la disparidad con
la noción tradicional, occidental y moderna. El pensamiento anarquista ha
incursionado en la noción de sujeto como fuerza (Proudhon), como la integración
de lo infinito en lo finito (Tarde), como una fuerza emancipadora,
instancia
transindividual capaz de formar con otros un mundo individual de significados
(Simondon) [4].
El
salto desde esta concepción del sujeto hacia la lectura es tentador. Concebido
fuera de las sujeciones limitantes con las que el orden social intenta
dominarlo, el sujeto-lector ejercería su potencia liberadora en ese otro orden
determinante, el de las palabras y, en especial, en el orden de los
significados. El sujeto anarquista lograría desbrozar esa red despótica. Esta
es la potencia anárquica de la lectura que propuso Hans Magnus Enzensberger.
Según su tesis, el lector puede rescatar del texto “conclusiones que el texto
ignora”, también puede “alterar y reelaborar frases”, hojearlo “por cualquier
parte, saltear pasajes completos” [5].
Este
dominio queda expuesto en la posibilidad de construir significado desde la
lectura. Allí se dirime el espacio de libertad del lector. Los investigadores
entienden que comprender un texto no sólo supone leerlo en sentido literal sino
en elaborar sentido [6]. Esta brecha no habilita un relativismo irrestricto hacia
una cosmología infinita de interpretaciones. Alberto Menguel reconoce la
autoridad del lector pero entiende que la lectura “no constituiría un fenómeno
anárquico” (la aseveración parece una ligera respuesta a Enzensberger o, al
menos, lo envuelve), aunque tampoco sería “un procedimiento monolítico o
unitario, en el que sólo es correcto un significado” [7].
En
resumen, atañe al lector la invención de uno o más significados pero dentro de
las reglas del lenguaje, en cuyas redes y fronteras, la libertad claudica.
Umberto Eco alertó sobre este límite. Conocedor de las nuevas teorías que
otorgan al texto “un espacio potencialmente infinito de interpretaciones
posibles”, también, entendió que el receptor “no tendría derecho a decir que el
mensaje puede significar cualquier cosa”. Por este camino queda visible el
anverso de aquella premisa y, así, “existe al menos algo que el mensaje no
puede efectivamente decir”. Además, casi como ubicando un punto cero de
partida, hay que pensar en el significado etimológico de la palabra (la entrada
del diccionario). “Ninguna teoría de la recepción podría evitar esta
restricción preliminar. Cualquier acto de libertad por parte del lector puede producirse
después y no antes de la aplicación de esta restricción”. Claro que a nosotros
nos involucra una idea de interpretación que excede la literalidad del signo y
se amplía en un mapa de asociaciones modeladas por la cultura y por la
experiencia individual. Sin embargo, la advertencia viene bien para identificar
pautas de una expansión finita y evitar el “derroche de energías hermenéuticas
que el texto no convalida” [8].
A
su vez este ejercicio de la libertad no opera en abstracto ni en aislado.
Michel Foucault nos recuerda que en toda sociedad “la producción del discurso
está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de
procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar
el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” [9],
pensamiento que Armando Petrucci aplica a la lectura [10]. Con todo, opino que
esta aplicación es limitada porque Foucault refiere a procedimientos de
exclusión, entre ellos lo prohibido, la separación de la locura, la voluntad de
verdad, y con ello concentra su estudio en el discurso como objeto de deseo y,
por ende, de lucha de poder mientras el acto de lectura, si bien no está exento
de aquellas presiones, otorga un dominio mayor al sujeto que lo ejecuta.
Otro
anillo de condiciones se interpone desde un “conjunto de creencias” que no son
específicas de cada individuo sino “comunitarias y convencionales”, definidas
por Stanley Fish, sintetizadas por la crítica en la llamada comunidad
interpretativa. Así, la creación de significados tiene por común origen un
catálogo compartido por un grupo social. Según Fish ciertas interpretaciones
están determinadas por
normas
públicas y constituyentes, han sido incorporadas al lenguaje y “son inherentes
a una estructura institucional dentro de la cual las expresiones se escuchan
como ya organizadas en referencia a ciertos propósitos y objetivos supuestos” [11].
Martyn Lyons sigue esta línea –“las expectativas puestas en el
libro
por los lectores se forman a través de la experiencia social compartida” [12] –,
nos recuerda que un mismo lector puede pertenecer a varias comunidades
interpretativas y que, además, el contexto social es imprescindible para
amoldar la tesis de Fish al proceso histórico. Si bien su colega ya había descartado
la regularidad de la incidencia institucional –ninguna institución es
inmutable– al diferenciar el significado normativo de acuerdo a las desiguales
“situaciones” [13], el énfasis de Lyons no se encontraba en el trabajo de su
colega norteamericano. Fish había eliminado la idea de la condición inaugural
de la lectura tras demostrar que no existe un punto vacío de interpretación y
que resulta ineludible la determinación social o institucional del significado.
Luego, Robert Darnton realzó la trama social en la producción de sentido además
de instalar el libro en un circuito de comunicación con interventores diversos,
entre ellos el autor del texto.
El
debate no está cerrado. Manguel sintetizó aportes teóricos ya tradicionales en
la relación entre el lector y el signo lingüístico al mencionar las
convenciones sociales, las lecturas anteriores, las experiencias personales y
los gustos individuales [14]. La mención al “gusto” individual parece situarse
en un anillo distante de los centros de emisión de discursos, si bien todavía
se encuentra afectado por determinantes sociales e incluso comerciales. Pero la
propuesta global diseñada en la enumeración me interesa porque amolda aquella
supuesta libertad irrestricta lectora sin afectar gravemente la libre interpretación
y, sin proponérselo ni insinuar siquiera el universo ácrata, esta concepción
activa la idea de una subjetividad múltiple y expandida, preciada por el
anarquismo. Claro que por estos intersticios – convenciones sociales, lecturas
anteriores– se filtran los mismos procedimientos de control discursivo advertidos
por Foucault (el sistema educativo sería el más evidente), pero a pesar de las
tensiones ineludibles tenemos un sujeto operante en un espacio desde el cual
puede desdoblar la unidireccionalidad del signo –no estoy seguro si las normas
desde las que se lo lee–. Es suficiente para subvertir su autoridad monolítica.
Convengamos
que husmear en la relación autor-lector desde el ejercicio de la libertad nos
reenvía a las reflexiones de Jean Paul Sartre en ¿Qué es la literatura? Allí
ubicó la libertad del lector como fuente de los sentimientos que, a su juicio,
no son dominados por el objeto y estos sentimientos, aclaró, “son completamente
generosos “pues llamo generoso a un sentimiento que tiene la libertad por
origen y fin”. Entonces, según Sartre, “La lectura es un ejercicio de
generosidad y lo que el escritor pide al lector no es la aplicación de una
libertad abstracta, sino la entrega de toda su persona, con sus pasiones, sus
prevenciones, sus simpatías, su temperamento sexual, su escala de valores”
[15].
Libertad
del lector que, en este punto, se concentra en el manejo del significado del
texto. Esta cualidad resulta atractiva para visualizar un lector en apariencia
singular y de posible identidad anarquista tras asimilar el tipo de
subjetividad, el concepto de libertad y de autoridad libertarias necesarios
para el ejercicio de aquella habilidad. Ahora bien, entiendo que aún en este
punto existen antecedentes que se remontan al Renacimiento.
La
capacidad del lector para interpretar y crear un nuevo texto a partir de la
lectura y, con ello, subvertir su condición subordinada respecto al signo y a
su autor, tiene por antecedente las disquisiciones de Petrarca en Secretum
meum. Este pensador adjudicó a San Agustín, en un diálogo ficcional del que
él también participa, una teoría de la lectura que fracturó la disposición
jerárquica entre autor, texto y lector y la condición fija del sentido.
Petrarca propuso leer con detención pasajes que puedan memorizarse, meditar sus
contenidos, retenerlos y utilizarlos en el futuro tras confrontarlos con otros
textos también guardados en la memoria. Esbozó una vía interpretativa y de
aprehensión individual que deja atrás el valor de sentido único adjudicado por
el autor. El discernimiento del lector, claro, sigue guiado por “la verdad divina”
que le ayudará a separar lo útil de lo desechable, verdad que remite a las
preceptivas religiosas pero asumidas por el criterio personal: esa verdad
brilla de manera distinta en cada uno de nosotros y de manera diferente en cada
etapa de la vida. Es decir, cada texto tiene su lector y cada lector cambia con
el proceso histórico [16].
La
tradición religiosa también verificó cambios en la relación entre los textos
sagrados y los fieles lectores. El más convocado en los estudios teóricos es el
de la reforma luterana y el nuevo margen de interpretación de la Biblia, si
bien este grado de autonomía también convivió con la preceptiva doctrinal
eclesiástica.
En
cuanto a la defensa del criterio individual propia de una lectura libertaria
esto es, la objeción en tanto crítica racional, es notoria su dependencia con
el pensamiento iluminista tal como ha demostrado Mariana Di Stefano [17].
Por
otra parte, la construcción de sentido desde la lectura es asumida como una
normalidad por la academia reciente, con un desglose de aquella que se aparta
de la ahistoricidad de la teoría de la recepción alemana (Wolfgang Iser) para
hacer hincapié en lo contrario, en el peso resolutivo de los procesos
históricos, en las variables de tiempo, lugar y comunidad [18].
Entonces,
aquella propuesta de Enzensberger de un lector anárquico estuvo esbozada en
Petrarca, se consolidó en los dos siglos siguientes, adquirió un tono altanero
durante la modernidad en una de sus aristas, la que refiere a la selección del
libro, a su aceptación o rechazo según la compatibilidad anímica entre lector y
libro (“lector apacible y bucólico/ingenuo y sobrio hombre de bien, tira este
libro saturniano”, ordenó Baudelaire). Nuestra búsqueda de lo peculiar en el
lector anarquista desde un nuevo concepto de autoridad, libertad y sujeto, hace
agua por todos lados. Nos queda, como salvación, trasladar el estudio de la
lectura desde el dominio inclusivo de la relación entre lector y texto hacia el
plano vivencial.
Sospecho,
es una hipótesis, que el lector anarquista asume elementos dispersos de las
tradiciones lectoras y, en cada caso, otorga un cariz que conlleva intensidad.
Ese cariz puede ser la obsesión lectora, la dedicación, la multiplicación y
circulación de los escritos, la capacidad aglutinante del periódico o de la
revista, la solvencia profesional, todo esto sostenido hasta el presente. Desde
la antigüedad se acumularon estas experiencias de lectores. Piénsese en los
eruditos que recitaban obras íntegras de memoria, en los sabios de la Edad
Media y del Renacimiento que también memorizaban sus textos predilectos. Sucede
que el anarquismo ha retomado esta pasión reasignándole un rol social y un objetivo
subversivo en el marco, además, de un franco retroceso contemporáneo del mundo
del libro, al menos en las prácticas que connotan esfuerzo, paciencia y
dedicación. La sobrepresión hacia la lectura casi a contracorriente del
presente donde lo visual domina las prácticas comunicativas, puede desembocar
en una singularidad que, insisto, aún no encuentro. Recuérdese, de paso, que el
monumental esfuerzo anarquista hacia la cultura tiene sus bemoles. Aquí resuena
la advertencia de Mijail Bakunin al sospechar que la redención de los
desheredados (del capital, sin tierra ni educación), pueda lograrse a través de
la instrucción [19].
Lo
que sucede es que, junto a la práctica escritural y lectora, el anarquista
valora en pie de igualdad la tradición oral y el diálogo presencial, delicado
equilibrio que a veces se vuelca hacia estos últimos e incluso desprecia la palabra
escrita, por académica, paralizante y ordenadora. Movimiento con resonancias
socráticas que, para el caso, se adosan a una exaltación de la acción social y
encuentran en la letra impresa y en la lectura un dardo paralizante [20]. Tal
como acusa Alfredo Bonanno, los libros pueden tornarse un somnífero para la
acción [21], aunque esta evaluación negativa de una relación esquemáticamente
bipolar ha sido cuestionada por Mijail Bakunin, Antonio Gramsci, Roger
Chartier, entre muchos. Bakunin, por ejemplo y pese a la advertencia antes
señalada en la cita anterior, adjudicó a la literatura y a la filosofía un rol
desestabilizador:
Los
dos siglos que separan a las luchas de la Reforma religiosa de las de la gran
Revolución [refiere a la revolución francesa] fueron la edad heroica de la
burguesía. Convertida en poderosa por la riqueza y la inteligencia, atacó
audazmente todas las instituciones respetadas por la Iglesia y el Estado. Minó
todo, primero, por la literatura y por la crítica filosófica; más tarde lo derribó
todo por la rebelión franca [22].
Medio
siglo después, Antonio Gramsci llegó a la misma conclusión sobre la
funcionalidad de los libros: Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron
el camino ya allanado por un ejército invisible de libros, de opúsculos,
derramados desde París a partir de la primera mitad del siglo
El
lector anarquista conoce esta hipótesis demostrada por los procesos sociales:
la lectura y los libros son parte inseparable de la acción revolucionaria y es
allí, no en la lectura individual intrascendente, donde cada uno resguarda su
rol protagónico.
Entonces,
si bien afecta cualidades y tradiciones compartidas, el anarquismo insufló a la
lectura de matices singulares y, lo más importante, logró emigrar el acto de
lectura desde la experiencia fáctica, íntima y mística, hacia la esfera
pública, la intersubjetividad y la dinámica histórica. Ese traslado participa
de un proyecto ideológico que puede nuclearse en el afán emancipador.
El
dilema es verificar si este lector partícipe de la acción social constituye
desde el quehacer de lectura su identidad anarquista. No estoy seguro que la
lectura sea una actividad “ineludible para convertirse en libertario” [24].
Puede que lo sea, pero en todo caso no en el sentido de completud que idealmente
podemos adjudicarle a esa práctica. En otras palabras, no es necesario leer a
Bakunin o a Kropotkin para ser aceptado en el movimiento y ser un ferviente
activista. Tomás Ibáñez va más allá: para él la generalidad indica que el
anarquista no adquiere los conocimientos teóricos necesarios para serlo: “No es
a los escritos de Proudhon o de Bakunin a los que adhieren los jóvenes
ibertarios sino a un determinado imaginario y no es hasta más tarde cuando se
leen, eventualmente, los textos canónicos”. Esto, claro, ocurre en todos los
movimientos ideológicos. Pero conviene recordarlo para relativizar la idealizable
concepción del anarquista como una especie de obseso lector encerrado en un
sótano entre una muralla de volúmenes. Tal vez las dos imágenes representen
algo de aquella identidad poliédrica.
Entonces,
asumo que la lectura es una marca de identidad del quehacer libertario y, al
mismo tiempo, no es el boleto imprescindible para acceder a esa identidad.
Condición necesaria pero no suficiente: la identidad lectora no surge de la
acción de leer sino de la simultánea articulación con otras prácticas y con la
concepción de vida anarquista. La lectura está interceptada por modos de
sociabilidad ahora sí imprescindibles para que un anarquista consagre su identidad.
Se trata de una red de vínculos fundante de comunidad y, estos vínculos, se
actualizan en rituales donde la circulación de la palabra es el pivot del
equipo y el anarquista su adicto participante: canto, recitados, poesía-canción
y música instrumental, conferencias y oratorias, debates, representaciones
teatrales, folletos y volantes, periódicos y libelos, libros, cartelería, encuentros de camaradería, veladas con
espectáculos diversos, actos y manifestaciones, mesas redondas y reuniones,
desde hace unos años, páginas web, redes sociales, mails y blogs, los
graffitis. Hay allí un maremagnum de textos, orales y escritos, en
tráfico continuo del que cada lector (de signos y de sentidos) toma y
resignifica segmentos. Nada de esto parece insólito salvo el aparato
conceptual, obviamente único. Después de la enumeración de acciones, podemos
pensar en detalle la frágil pero potente filigrana del vínculo. Y, enseguida,
en el carácter generativo de la participación individual. Tanto en el
relacionamiento como en lo productivo de él se aplica la especial noción de
autoridad anarquista. El lector anarquista vive y disfruta esta apertura.
Piénsese
en el camino del autodidacta. Georges Sorel –claro que sindicalrevolucionario,
enlazado al pensamiento ácrata– se confesó autodidacta y, por eso, entendía el
haberse librado de las preceptivas de su educación formal para desplegar su
curiosidad entre los libros. Así, “me ha sido preciso convertirme en mi propio
maestro y, de alguna manera, asistir a mis propias clases”. Este desplazamiento
de la autoridad pedagógica no supone ignorar al otro, sino dialogar con él en
pie de igualdad. Su método consistía en leer un libro y escribir las
reflexiones producidas en un cuaderno de notas, trabajo que le agradaba cuando
el volumen estaba escrito “por un buen autor” porque “me oriento con más
facilidad que cuando me abandono a mis solas fuerzas” [25]. Acaso resulte ya un
lugar común resaltar la relevancia del pensamiento revolucionario moderno – no
sólo del anarquismo pero con énfasis desde allí –, en la consagración del
autodidactismo. [26] No exclusivo de él, pero sí connatural.
El
anarquismo reniega de consagrar una guía doctrinaria o dogmática que sirva a
las generaciones futuras. Reduce sus escasas invariantes al rechazo de la
autoridad única e impositiva, al énfasis en la libertad, a la negación de
normas fijas y de estructuras opresoras. Es, en especial, un espacio abierto a la
novedad. Sus últimos teóricos abandonan la vieja aspiración de hacer la
revolución, postulan fomentar el deseo revolucionario, y ni en unos ni
en otros tenemos trazos firmes del camino a tomar.
Parece
como si el anarquismo apostara más a la creatividad de cada sociedad que a un
catálogo preceptivo de ideas y acciones. En este tránsito el anarquismo sobrevive
gracias a sus lectores. Aquí aparecen rasgos específicos. Cada anarquista es un
lector que reasigna contenido al pensamiento colectivo, y en esta reasignación
se funda su identidad. En todos los movimientos ideológicos se reinterpreta la
doctrina, pero mientras en aquellos se trata de un diseño intimidatorio, en el
anarquismo la creación de conceptos no aspira a alcanzar el régimen
doctrinario.
En
otros agrupamientos ideológicos los individuos debaten y transforman las
preceptivas pero dentro de una estructura jerárquica y un orden que desactiva
la incidencia de las individualidades o reducen sus efectos a mínimas
expresiones dentro de fracciones de poder. En el anarquismo la voz de cada
individuo adquiere valor de uso en el presente y obtiene relevancia de acuerdo
al criterio del grupo donde circula en pie de igualdad con las palabras que ese
mismo cuerpo plural rescata de los pensadores consagrados por el movimiento. En
otros agrupamientos la interpretación individual no está exenta de la custodia
de la idea de parte de las jefaturas políticas; en el anarquismo existen
intentos de sometimiento de un individuo hacia otros desde una supuesta verdad excluyente
pero estos impulsos son desactivados por la acción –y la desobediencia–
simultánea de grupos que le exceden.
La
lectura anarquista hace la teoría. La primera implica un estilo de vida y una
condición del sujeto, la segunda, reasume la acción. En este acto creador el
lector anarquista es quien dirige un buque con varios timoneles. Su creación no
es autoritaria ni impositiva, no se proyecta hacia sino con los
otros. Es que su individualidad actúa en un conglomerado de intérpretes y de
creadores con los que, solidariamente, descifra los signos del presente y del
porvenir.
Notas
1
Segmento de mi tesis de Doctorado en Letras La poesía en la configuración de
las comunidades lectoras anarquistas: el caso Uruguay. Producción, circulación
y usos (1900-1920), Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
(Universidad de la República, Uruguay), 2014-2018. Directora de tesis: Prof.a
Dr.a María Inés de Torres, Director académico: Prof. Dr. Armando Minguzzi.
Agradezco las observaciones y aportes realizados por Gerardo Garay y
Pascual
Muñoz.
2
Mijail Bakunin, Dios y el Estado, Buenos Aires, Terramar, 2004, p. 24.
3
Esta condición distingue esta autoridad de la “autoridad coercitiva” como
gustaba calificar al autoritarismo individual o colectivo Luigi Fabbri (Influencias
burguesas sobre el anarquismo, Buenos Aires, Editorial La Protesta,
1927)
4
Autores y conceptos citados por Daniel Colson en Pequeño léxico filosófico
del anarquismo. De Proudhon a Deleuze, Buenos Aires, Ediciones Nueva
Visión, 2003, pp. 248 a 250: Pierre Joseph Proudhon, Économie,
Bibliothéque municipale
de
Besancon, 2864 [184]; Gabriel Tarde, cit. En Jean Milet. Gabriel Tarde. La Philosophie de l´histoire, Vrin, 1970, p. 157; Gilbert Simondon, Individuation
psychique et collective, Aubier, 1989, p. 203.
5
Hans Magnus Enzensberger en Armando Petrucci, “Leer por leer: un porvenir para
la lectura”. En Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (dirs.), Historia de la
lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, p. 547. [1997] Las
citas que Petrucci toma de Enzensberger corresponden al capítulo “Una modesta
proposta pe difendere la gioventu dalle opere di poesía”, en Sulla picola
borghesia. Un capriccio´sociologico seguido de altri saggri, Milan, 1983,
pp. 16-26.
6
Merlin C. Wittrock en Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Buenos
Aires, Siglo XXI, 2014, p. 52. [1996]
7
Manguel, ob. cit., p. 52.
8 Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona,
Penguín Random House-Grupo Editor España, 2013, s/n. Recuperado de https://books.google.com.uy/books?hl=es&lr=&id=h-
VYAqoL1hQC&oi=fnd&pg=PP4&dq=Umberto+Eco,+sobre+la+interpretaci%C3%B3n&ots=68UHVeTFqe&sig=7_RvBic
XMnhcPo9836HBX4l06ak#v=onepage&q=Umberto%20Eco%2C%20sobre%20la%20interpretaci%C3%B3n&f=false
9 Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona,
Tusquets, 2008, p. 14. [1970].
10 Petrucci, ob. cit., pp. 526 y 527.
11 Stanley Fish. “¿Hay algún texto en esta clase?”, en Elías José
Palti, “Giro lingüístico” e historia intelectual, Universidad
Nacional de Quilmes, 1998, pp. 219. [1987]
12 Martyn Lyons, Historia de la lectura y de la escritura en el
mundo occidental, Buenos Aires, Editoras del Calderón,
2012, p. 826. [2010]
13
“Si bien ninguna institución tiene una vigencia tan universal y perdurable como
para que los significados que posibilita sean normales para siempre, algunas
instituciones o formas de vida son tan ampliamente habitadas que, para una gran
cantidad
de gente, los significados que posibilitan parecen “naturalmente” accesibles, y
hay que hacer un esfuerzo especial para verlos como un producto de las
circunstancias” (Fish, ob. cit., pp. 222 y 236). El punto adquiere nuevas
conclusiones sobre las creencias, normas y valores en la interpretación
personal hacia las pp. 233-235.
14
Ibid, p. 51.
15
Jean-Paul Sartre. ¿Qué es la literatura? Buenos Aires, Losada, 1950, p.
74. [1948]
16
Petrarca en Manguel, ob. cit., pp. 77-78.
17
Mariana Di Stefano, El lector libertario. Prácticas e ideologías lectoras
del anarquismo argentino (1898-1915),
18
“La operación de construcción de sentido efectuada en la lectura (o en la
escucha)” sería “un proceso históricamente determinado cuyos modos y modelos
varían según el tiempo, el lugar y las comunidades” (Roger Chartier, El
mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, 6.a reimp.,
Barcelona, Gedisa, 2005, 51 [1989]). Chartier retoma la idea en el diálogo con
Jesús Anaya Rosique: “Los lectores son autores potenciales y, de esta manera,
existe un control explícito sobre la interpretación; se cree que las
intenciones del texto pueden ser descifradas correctamente por lectores que comparten
el mismo modelo cultural, la misma comunidad de interpretación que el autor”,
en clara referencia, como sustrato, a la tesis de Stanley Fisch sobre comunidades
lectoras (Roger Chartier, Cultura escrita, literatura e historia,
2.a reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 23 [1999]). Buenos
Aires: EUDEBA, 2013, pp. 17-18.
19
Mijail Bakunin, Federalismo y socialismo, Barcelona, Editorial Sopena,
(s/f), p. 11.
20
Sócrates en Fedón, argumenta contra la escritura de Anaxágoras puesto
que al leer su libro, “me encontré con que mi hombre no hacía intervenir para
nada la inteligencia, que no daba ninguna razón del orden de las cosas y que en
lugar de la
inteligencia
ponía el aire, el éter, el agua y otras cosas igualmente absurdas” (Platón, Diálogos.
Critón, Fedón, El
banquete,
Parménides, 22.a
ed., Madrid, Edaf, 2003, p. 116)
21
Charla de Alfredo Bonnano sobre “La lucha insurreccional anárquica” organizada
por grupos anarquistas dentro de una gira que involucró Argentina, Chile y
Uruguay, en la sede de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda
Mutua (FUCVAM) de Montevideo en diciembre de 2013. Ante unas 150 personas,
mayormente jóvenes, Bonnano presentó su último libro La anarquía desbordando
la teoría (Buenos Aires, Anarquistas del Río de la Plata, 2013). Entonces
afirmó que si bien hay que estudiar los medios [de lucha] “hay que dejar de
lado los libros y pasar al ataque”
(Apuntes
personales).
22
Mijail Bakunin, “Conferencias dadas a los obreros del valle de Saint-Imier”
[Conferencia 1a, mayo de 1871]. Recuperado
De
Archivo Miguel Bakunin,
https://miguelbakunin.wordpress.com/2008/01/23/tres-conferencias-dadas-a-los-obreros-delvalle-de-saint-imier/,
s/n.
23
Antonio Gramsci. “Socialismo y cultura”. En Antología, 1.a ed.,
4.a reimp., Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, p. 16. [1916]
24
Di Stefano, ob. cit., p. 7.
25
Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Buenos Aires, Editorial
La Pléyade, 1978, p. 13.
26
Sobre el tema, cf. Leandro Delgado, “La participación del anarquismo en la
formación del intelectual autónomo en el Río de la Plata (1900-1930)”. En A
Contracorriente, vol. 8, n.o 1, 2010, pp. 163-197. Delgado desarrolla la
idea del
“intelectual
autónomo” construido por el anarquismo finisecular tras concebir la instrucción
del obrero como parte de la
“acción
directa” del anarquismo. En este tema resulta aleccionadora la experiencia de
Luce Fabbri Cressatti junto a su compañero volcada en “Caracteres e importancia
del autodidactismo obrero” (Brecha, n.o 682, 23 de diciembre de 1998, pp.
4-5).
27
Me refiero al enlace entre anarquismo y posestructuralismo y, de manera
general, a los abordajes teóricos de las últimas dos décadas en diálogo con
pensadores ingleses y norteamericanos, principalmente, de parte de Christian
Ferrer, Tomás Ibáñez, Amedeo Bertolo, Martín Albornoz, siguiendo líneas de
investigación de Michel Foucault, Gilles Deleuze, René Lourau y Pierre
Clastres, por ejemplo. Algo de esto puede leerse en Christian Ferrer (comp.), El
lenguaje libertario, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2005; Christian
Ferrer, Cabezas de tormenta, Buenos Aires, Anarres, 2006; Tomás Ibáñez, Anarquismo
en movimiento. Anarquismo, neoanarquismo y postanarquismo, Buenos Aires,
Libros de Anarres,
2014.
[Texto
extraído de la ponencia de igual nombre presentada al I Congreso de
Investigadorxs sobre Anarquismo, que en versión completa es accesible en http://congresoanarquismo.cedinci.org/wp-content/uploads/2017/03/Actas-Final-con-indice_final.pdf.]
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