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lunes, 13 de febrero de 2017

Anarquismo y Ciencia


Errico Malatesta (1853-1932)

* Texto preparado por Vernon Richards, biógrafo y conocedor profundo de la obra del autor, en base a artículos publicados por E.M. entre 1913 y 1926. En las notas se indica el lugar de publicación  original de lo citado y la fecha respectiva.

La ciencia es un arma que puede servir para el bien o para el mal; pero ella misma ignora completamente la idea de bien y de mal.

Por lo tanto, no somos anarquistas porque la ciencia nos diga que lo seamos; lo somos, en cambio, por otras razones, porque queremos que todos puedan gozar de las ventajas y las alegrías que la ciencia procura.[1]


En la ciencia, las teorías, siempre hipotéticas y provisorias, constituyen un medio cómodo para reagrupar y vincular los hechos conocidos, y un instrumento útil para la investigación, el descubrimiento y la interpretación de hechos nuevos: pero no son la verdad. En la vida —quiero decir en la vida social— sólo son el revestimiento científico con que algunos gustan de recubrir sus deseos y voluntades. El cientificismo (no digo la ciencia) que prevaleció en la segunda mitad del siglo XIX, produjo la tendencia a considerar como verdades científicas, es decir, como leyes naturales y por lo tanto necesarias y fatales, lo que sólo era el concepto, correspondiente a los diversos intereses y a las diversas aspiraciones, que cada uno tenía de la justicia, del progreso, etcétera, de lo cual nació «el socialismo científico » y, también «el anarquismo científico», que aunque profesados por nuestros mayores, a mí siempre me parecieron concepciones barrocas, que confundían cosas y conceptos distintos por su naturaleza misma. Pueden estar equivocados o tener razón, pero en todo caso me complazco en haber podido escapar a la moda de la época, y por lo tanto a
todo dogmatismo y pretensión de poseer la «verdad social» absoluta.[2]

Yo no creo en la infalibilidad de la ciencia, ni en su capacidad de explicarlo todo, ni en su misión de regular la conducta de los hombres, como no creo en la infalibilidad del papa, en la moral revelada y en el origen divino de las Sagradas Escrituras. Yo sólo creo en las cosas que pueden probarse; pero sé muy bien que las pruebas son algo relativo y pueden superarse y anularse continuamente mediante otros hechos probados, cosa que en verdad suele ocurrir; y creo, por lo tanto, que la duda debe ser la posición mental de quien aspire a aproximarse cada vez más a la verdad o, por lo menos, a esa porción de verdad que es posible alcanzar...

A la voluntad de creer, que no puede ser más que la voluntad de anular la propia razón, opongo la voluntad de saber, que deja abierto ante nosotros el campo ilimitado de la investigación y el descubrimiento. Pero como ya he dicho, sólo admito lo que puede probarse de modo de satisfacer a mi razón, y sólo lo admito provisoriamente, relativamente, siempre en espera de nuevas verdades, más verdaderas que las adquiridas hasta ahora.

Nada de fe, entonces, en el sentido religioso de la palabra. También yo digo a veces que es necesaria la fe, que en la lucha por el bien se requieren hombres de fe segura, que se mantengan firmes en la borrasca como una torre cuya cima nunca oscila con el soplo de los vientos. Y existe incluso un diario anarquista que, inspirándose evidentemente en esa necesidad, se titula Fede! Pero se trata en este caso de otro significado de la palabra. En este contexto fe significa voluntad firme y fuerte esperanza, y no tiene nada en común con la creencia ciega en cosas que parecen incomprensibles o absurdas.

Pero ¿cómo concilio esta incredulidad en la religión y esta duda, que llamaría sistemática, respecto de los resultados definitivos de la ciencia, con una norma moral y con la firme voluntad y la fuerte esperanza de realizar mi ideal de libertad, de justicia y de fraternidad humana? Es que yo no pongo la ciencia donde la ciencia no tiene nada que hacer.

La misión de la ciencia es descubrir y formular las condiciones en las cuales el hecho necesariamente se produce y se repite: es decir, señalar lo que es y lo que necesariamente debe ser, y no lo que los hombres desean o quieren. La ciencia se detiene donde termina la fatalidad y comienza la libertad. Sirve al hombre porque le impide perderse en quimeras imposibles, y a la vez le proporciona los medios para ampliar el tiempo que corresponde a la libre voluntad: capacidad de querer que distingue a los hombres, y quizás en grados diversos a todos los animales, de las cosas inertes y de las fuerzas inconscientes. En esta facultad de querer es donde hay que buscar las fuentes de la moral, las reglas de la conducta.[3]

Yo protesto contra la calificación de dogmático, porque pese a estar firme y decidido en lo que quiero, siempre siento dudas en lo que sé y pienso que, pese a todos los esfuerzos realizados para comprender y explicar el Universo, no se ha llegado hasta ahora, no digamos a la certeza, sino ni siquiera a una probabilidad de ella; y no sé si la inteligencia humana podrá llegar a ella alguna vez.

En cambio, la calificación de mentalidad cientificista no me desagrada en absoluto y me placería merecerla; en efecto, la mentalidad cientificista es la que busca la verdad con método positivo, racional y experimental, no se engaña nunca creyendo haber encontrado la Verdad absoluta y se contenta con acercarse a ella fatigosamente, descubriendo verdades parciales, que consideraba siempre como provisorias y revisables. El científico, tal como debería ser en mi opinión, es el que examina los hechos y extrae las consecuencias lógicas de éstos cualesquiera que sean, en oposición a aquellos que se forjan un sistema y luego tratan de confirmarlo en los hechos y, para lograr esa confirmación, eligen inconscientemente los que les convienen pasando por alto los otros y forzando y desfigurando a veces la realidad para constreñirla y hacerla entrar en los moldes de sus concepciones. El hombre de ciencia emplea hipótesis de trabajo, es decir, formula suposiciones que le sirven de guía y de estímulo en sus investigaciones, pero no es víctima de sus fantasmas tomando sus suposiciones por verdades demostradas, a fuerza de servirse de ellas, y generalizando y elevando a la categoría de ley, con inducción arbitraria, todo hecho particular que convenga a su tesis.

El cientificismo que yo rechazo y que, provocado y alimentado por el entusiasmo que siguió a los descubrimientos verdaderamente maravillosos que se realizaron en aquella época en el campo de la fisicoquímica y de la historia natural, dominó los espíritus en la segunda mitad del siglo pasado, es la creencia en que la ciencia lo sea todo y todo lo pueda, es el aceptar como verdades definitivas, como dogmas, todos los descubrimientos parciales; es el confundir la ciencia con la moral, la Fuerza en el sentido mecánico de la palabra, que es una entidad definible y mensurable, con las fuerzas morales, la naturaleza con el pensamiento, la ley natural con la voluntad. Tal actitud conduce, lógicamente, al fatalismo, es decir, a la negación de la voluntad y de la libertad.[4]

Kropotkin, en su intento de fijar «el lugar del anarquismo en la ciencia moderna», encuentra que el «anarquismo es una concepción del universo basada sobre la interpretación mecánica de los fenómenos que abrazan toda la naturaleza, sin excluir la vida de la sociedad». Esto es filosofía, aceptable o no, pero no es ciertamente ciencia ni anarquismo.

La ciencia es la recolección y la sistematización de lo que se sabe o se cree saber: enuncia el hecho y trata de descubrir la ley de éste, es decir, las condiciones en las cuales el hecho ocurre y se repite necesariamente. La ciencia satisface ciertas necesidades intelectuales y es, al mismo tiempo, eficacísimo instrumento de poder. Mientras indica en las leyes naturales el límite al arbitrio humano, hace aumentar la libertad efectiva del hombre al proporcionarle la manera de usufructuar esas leyes en ventaja propia. La ciencia es igual para todos y sirve indiferentemente para el bien y para el mal, para la liberación y para la opresión. La filosofía puede ser una explicación hipotética de lo que se sabe, o
un intento de adivinar lo que no se sabe. Plantea los problemas que escapan, por lo menos hasta ahora, a la competencia de la ciencia e imagina soluciones que, por no ser susceptibles de prueba, en el estado actual de los conocimientos, varían y se contradicen de filósofo a filósofo. Cuando no se transforma en un juego de palabras es un fenómeno de ilusionismo; puede servir de estímulo y de guía para la ciencia, pero no es la ciencia.

El anarquismo es, en cambio, una aspiración humana, que no se funda sobre ninguna necesidad natural verdadera o supuesta, y que podrá realizarse según la voluntad humana. Aprovecha los medios que la ciencia proporciona al hombre en la lucha contra la naturaleza y contra las voluntades contrastantes; puede sacar provecho de los progresos del pensamiento filosófico cuando éstos sirvan para enseñar a los hombres a razonar mejor y a distinguir con más precisión lo real de lo fantástico; pero no se lo puede confundir, sin caer en el absurdo, ni con la ciencia ni con ningún sistema filosófico.

Veamos si realmente «la concepción mecánica del Universo» explica los hechos conocidos. Veremos luego si se la puede por lo menos conciliar, hacerla coexistir lógicamente con el anarquismo o con cualquier aspiración a un estado de cosas distinto del que existe.

El principio fundamental de la mecánica es la conservación de la energía: nada se crea y nada se destruye. Un cuerpo no puede ceder calor a otro sin enfriarse en la misma medida; una forma de energía no puede transformarse en otra (movimiento en calor, calor en electricidad o viceversa, etc.) sin que lo que se adquiere de una manera se pierda de otra. En síntesis, en toda la naturaleza física se verifica el mismo y conocidísimo hecho de que si uno tiene diez centavos y gasta cinco, sólo le quedan cinco, ni uno más ni uno menos. En cambio, si uno tiene una idea la puede comunicar a un millón de personas sin perder nada de ella, y cuanto más se propaga esa idea tanta mayor fuerza y eficacia adquiere. Un maestro enseña a otro lo que él sabe, y no por ello se vuelve menos sabio, sino, por el contrario, al enseñar aprende mejor y enriquece su mente. Si un trozo de plomo lanzado por una mano homicida trunca la vida de un hombre de genio, la ciencia podrá explicar en qué se transforman todos los elementos materiales, todas las energías físicas que existían en el muerto cuando estaba vivo, y demostrar que después de desintegrado el cadáver no queda nada del hombre en la forma que antes tenía, pero que al mismo tiempo nada se ha perdido materialmente, porque cada átomo de aquel cuerpo reaparece con todas sus energías en otras combinaciones. Pero las ideas que aquel genio lanzó al mundo, los inventos que realizó, subsisten y se propagan y pueden tener una enorme fuerza; mientras que, por otra parte, las ideas que todavía maduraban en él y que se habrían desarrollado si él no hubiera muerto, están perdidas y ya no será posible reencontrarlas.

¿Puede explicar la mecánica este poder, esta cualidad específica de los productos mentales? No se me pida, por favor, que explique de otra manera este hecho que la mecánica no logra explicar.

Yo no soy un filósofo; pero no es necesario ser filósofo para ver ciertos problemas que más o menos atormentan a todas las mentes pensantes. Y el no saber resolver un problema no lo obliga a uno a aceptar soluciones que no lo satisfacen... tanto más que las soluciones que ofrecen los filósofos son muchas y se contradicen entre sí.

Y veamos ahora si el mecanicismo es conciliable con el anarquismo. En la concepción mecánica (como por lo demás en la concepción teísta) todo es necesario, todo es fatal, nada puede ser diferente de lo que es. De hecho, si nada se crea ni se destruye, si la materia y la energía (sean lo que fueren) son cantidades fijas sometidas a leyes mecánicas, todos los fenómenos están combinados entre sí de una manera inalterable. Kropotkin dice: «Puesto que el hombre es una parte de la naturaleza, puesto que su vida personal y social es también un fenómeno de la naturaleza —del mismo modo que el crecimiento de una flor o la evolución de la vida en las sociedades de hormigas y de monos—, no hay ninguna razón para que al pasar de la flor al hombre y de una aldea de castores a una ciudad humana, debamos abandonar el método que nos había servido tan bien hasta entonces y buscar otro en el arsenal de la metafísica». Y ya el gran matemático Laplace, a fines del siglo XVIII, había dicho: «Estando
dadas las fuerzas que animan a la naturaleza y la situación respectiva de
los seres que la componen, una inteligencia suficientemente amplia conocería
el pasado y el porvenir tan bien como el presente».

Ésta es la pura concepción mecánica; todo lo que ha sido debía ser, todo lo que es debe ser, todo lo que será deberá ser necesariamente, fatalmente, en todos los mínimos detalles particulares de posición y de movimiento, de intensidad y de velocidad. Dentro de tal concepción, ¿qué significado pueden tener las palabras voluntad, libertad, responsabilidad? ¿Y para qué serviría la educación, la propaganda, la rebelión? No se puede modificar el curso predestinado de los acontecimientos humanos tal como no se puede modificar el curso de los
astros o «el crecimiento de una flor». ¿Y entonces?... ¿Qué tiene que ver con esto el Anarquismo? [5]

Tenemos nuestra mesa de trabajo colmada de escritos de excelentes camaradas que queriendo dar «una base científica» al anarquismo incurren en confusiones que resultarían ridículas si no fueran patéticas por la evidencia del esfuerzo realizado en la sincera creencia de que prestaban servicios a la causa y lo más patético de todo es que la mayoría de ellos se excusan de no haber podido hacerlo mejor porque no pudieron estudiar. Pero entonces, ¿por qué confundirse en lo que no se sabe, en vez de hacer buena propaganda fundada sobre las necesidades y aspiraciones humanas?

No es por cierto necesario ser un doctor para resultar un anarquista bueno y útil —más aún, en ciertas ocasiones es peor serlo—. ¡Pero para hablar de ciencia podría quizá no ser inútil saber algo de ella! Y no se nos acuse, como lo hizo recientemente un compañero, de tener en poca estima la ciencia. Al contrario, sabemos qué cosa hermosa, grande, poderosa y útil es la ciencia; sabemos en qué medida sirve a la emancipación del pensamiento y al triunfo del hombre en la lucha contra las fuerzas adversas de la naturaleza: y querríamos por ello que nosotros mismos y todos nuestros compañeros tuviéramos la posibilidad de hacernos de la ciencia una idea sintética y de profundizarla por lo menos en una de sus innumerables ramas.

En nuestro programa está escrito no sólo pan para todos, sino también ciencia para todos. Pero nos parece que para hablar útilmente de ciencia sería necesario formarse primero un concepto claro de sus finalidades y función. La ciencia, como el pan, no es un don gratuito de la naturaleza. Hay que conquistarla con fatiga, y nosotros combatimos para crear condiciones que posibiliten a todos esa fatiga.[6]

El fin de la investigación científica es estudiar la naturaleza, descubrir el hecho y las leyes que la rigen, es decir, las condiciones en las cuales el hecho ocurre necesariamente y se reproduce necesariamente. Una ciencia está constituida cuando puede prever lo que ocurrirá, sin que importe si sabe o no decir por qué ocurrirá; si la previsión no se verifica, quiere decir que había un error y sólo resta proceder a una indagación más amplia y profunda. El azar, el arbitrio, el capricho, son conceptos extraños a la ciencia, la cual investiga lo que es fatal, lo que no puede ser de otra manera, lo que es necesario. Esta necesidad que vincula entre sí, en el tiempo y el espacio, a todos los hechos naturales y que es tarea de la ciencia investigar y descubrir, ¿abarca todo lo que ocurre en el universo, incluidos los hechos psíquicos y sociales? Los mecanicistas dicen que sí, y piensan que todo está sometido a la misma ley mecánica, todo está predeterminado por los antecedentes fisicoquímicos: así ocurre con el curso de los astros, la eclosión de una flor, la agitación de un amante, el desarrollo de la historia humana.

Estoy totalmente de acuerdo en que el sistema aparece bello y grandioso, menos absurdo, menos incomprensible que los sistemas metafísicos, y si se pudiese demostrar que es verdadero, satisfaría completamente el espíritu. Pero entonces, pese a todos los esfuerzos pseudológicos de los deterministas para conciliar el sistema con la vida y con el sentimiento moral, no queda lugar en él, ni pequeño ni grande, ni condicionado ni incondicionado, para la voluntad y para la libertad. Nuestra vida y la de las sociedades humanas estaría totalmente predestinada y sería previsible, ab eterno y por toda la eternidad, en todos sus mínimos detalles particulares, tal como cualquier otro hecho mecánico, y nuestra voluntad sería una simple ilusión como la de la piedra de la que habla Spinoza, que al caer tuviese conciencia de su caída y creyese que cae porque ella quiere caer.

Admitido esto, cosa que los mecanicistas y deterministas no pueden no admitir sin contradecirse, se vuelve absurdo querer regular la propia vida, querer educarse y educar, reformar en un sentido u otro la organización social. Todo este afanarse de los hombres para preparar un porvenir mejor sólo sería el inútil fruto de una ilusión y no podría durar después de haberse descubierto que lo es. Es cierto que incluso la ilusión, y hasta el absurdo, serían productos fatales de las funciones mecánicas del cerebro y como tal se incorporarían al sistema. Pero entonces, una vez más, ¿qué lugar resta para la voluntad, la libertad, la eficacia del trabajo humano sobre la vida y sobre los destinos del hombre?

Para que los hombres tengan fe, o por lo menos esperanza de poder hacer una tarea útil, es necesario admitir una fuerza creadora, una causa primera, o causas primeras, independientes del mundo físico de las leyes mecánicas, y esta fuerza es lo que llamamos voluntad. Por cierto, admitir esta fuerza significa negar la aplicación general del principio de causalidad y de razón suficiente, y nuestra lógica tropieza con dificultades. Pero ocurre siempre así cuando queremos remontarnos al origen de las cosas. No sabemos qué es la voluntad; pero ¿sabemos acaso qué es la materia, qué es la energía? Conocemos los hechos pero no la razón de éstos, y por más que nos esforcemos llegamos siempre a un efecto sin causa, a una causa primera, y si para explicarnos los hechos tenemos necesidad de causas primeras siempre presentes y siempre activas, aceptaremos su existencia como una hipótesis necesaria, o por lo menos cómoda.

Consideradas así las cosas, la tarea de la ciencia consiste en descubrir lo que es fatal —las leyes naturales— y establecer los límites donde termina la necesidad y comienza la libertad; y su gran utilidad consiste en liberar al hombre de la ilusión de que puede hacer todo lo que quiere, y en ampliar cada vez más su libertad efectiva. Cuando no se conocía la fatalidad que somete a todos los cuerpos a la ley de la gravitación, el hombre podía creer que le era posible volar a su gusto, pero se mantenía en tierra; cuando la ciencia descubrió las condiciones necesarias para sostenerse y moverse en el aire, el hombre adquirió la libertad de volar realmente.

En conclusión, lo que sostengo es que la existencia de una voluntad capaz de producir efectos nuevos, independientes de las leyes mecánicas de la naturaleza, es un presupuesto necesario para quien sostenga la posibilidad de reformar la sociedad. [7]

Notas

[1] Volontà, 27 de diciembre de 1913.

[2] Umanità Nova, 27 de abril de 1922.

[3] Pensiero e Volontà, 15 de septiembre de 1924.

[4] Pensiero e Volontà, 19 de noviembre de 1924.

[5] Pensiero e Volontà, 19 de julio de 1925.

[6] Pensiero e Volontà, 16 de noviembre de 1925.

[7] Pensiero e Volontà, 19 de febrero de 1926.

[Texto incluido en la recopilación La ciencia y el anarquismo, que es accesible en https://mega.nz/#!D5oH2aTS!oTo8L4r5UJFLaQ6qZYHMnLw-uhgXKvS4u6PTqMd6AcU.]


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