* Texto preparado por Vernon Richards, biógrafo y conocedor profundo de la obra del autor, en base a artículos publicados por E.M. entre 1913 y 1926. En las notas se indica el lugar de publicación original de lo citado y la fecha respectiva.
La ciencia es un arma que
puede servir para el bien o para el mal; pero ella misma ignora completamente
la idea de bien y de mal.
Por lo tanto, no somos
anarquistas porque la ciencia nos diga que lo seamos; lo somos, en cambio, por
otras razones, porque queremos que todos puedan gozar de las ventajas y las
alegrías que la ciencia procura.[1]
En la ciencia, las teorías,
siempre hipotéticas y provisorias, constituyen un medio cómodo para reagrupar y
vincular los hechos conocidos, y un instrumento útil para la investigación, el
descubrimiento y la interpretación de hechos nuevos: pero no son la verdad. En
la vida —quiero decir en la vida social— sólo son el revestimiento científico
con que algunos gustan de recubrir sus deseos y voluntades. El cientificismo
(no digo la ciencia) que prevaleció en la segunda mitad del siglo XIX, produjo
la tendencia a considerar como verdades científicas, es decir, como leyes
naturales y por lo tanto necesarias y fatales, lo que sólo era el concepto,
correspondiente a los diversos intereses y a las diversas aspiraciones, que
cada uno tenía de la justicia, del progreso, etcétera, de lo cual nació «el
socialismo científico » y, también «el anarquismo científico», que aunque
profesados por nuestros mayores, a mí siempre me parecieron concepciones
barrocas, que confundían cosas y conceptos distintos por su naturaleza misma. Pueden
estar equivocados o tener razón, pero en todo caso me complazco en haber podido
escapar a la moda de la época, y por lo tanto a
todo dogmatismo y
pretensión de poseer la «verdad social» absoluta.[2]
Yo no creo en la
infalibilidad de la ciencia, ni en su capacidad de explicarlo todo, ni en su
misión de regular la conducta de los hombres, como no creo en la infalibilidad
del papa, en la moral revelada y en el origen divino de las Sagradas
Escrituras. Yo sólo creo en las cosas que pueden probarse; pero sé muy bien que
las pruebas son algo relativo y pueden superarse y anularse continuamente mediante
otros hechos probados, cosa que en verdad suele ocurrir; y creo, por lo tanto,
que la duda debe ser la posición mental de quien aspire a aproximarse cada vez
más a la verdad o, por lo menos, a esa porción de verdad que es posible
alcanzar...
A la voluntad de creer, que
no puede ser más que la voluntad de anular la propia razón, opongo la voluntad
de saber, que deja abierto ante nosotros el campo ilimitado de la investigación
y el descubrimiento. Pero como ya he dicho, sólo admito lo que puede probarse
de modo de satisfacer a mi razón, y sólo lo admito provisoriamente, relativamente,
siempre en espera de nuevas verdades, más verdaderas que las adquiridas hasta
ahora.
Nada de fe, entonces, en el
sentido religioso de la palabra. También yo digo a veces que es necesaria la
fe, que en la lucha por el bien se requieren hombres de fe segura, que se
mantengan firmes en la borrasca como una torre cuya cima nunca oscila con el
soplo de los vientos. Y existe incluso un diario anarquista que, inspirándose
evidentemente en esa necesidad, se titula Fede! Pero se trata en este
caso de otro significado de la palabra. En este contexto fe significa
voluntad firme y fuerte esperanza, y no tiene nada en común con la creencia
ciega en cosas que parecen incomprensibles o absurdas.
Pero ¿cómo concilio esta
incredulidad en la religión y esta duda, que llamaría sistemática, respecto de
los resultados definitivos de la ciencia, con una norma moral y con la firme
voluntad y la fuerte esperanza de realizar mi ideal de libertad, de justicia y
de fraternidad humana? Es que yo no pongo la ciencia donde la ciencia no tiene
nada que hacer.
La misión de la ciencia es
descubrir y formular las condiciones en las cuales el hecho necesariamente se
produce y se repite: es decir, señalar lo que es y lo que necesariamente debe
ser, y no lo que los hombres desean o quieren. La ciencia se detiene donde
termina la fatalidad y comienza la libertad. Sirve al hombre porque le impide
perderse en quimeras imposibles, y a la vez le proporciona los medios para
ampliar el tiempo que corresponde a la libre voluntad: capacidad de querer que
distingue a los hombres, y quizás en grados diversos a todos los animales, de
las cosas inertes y de las fuerzas inconscientes. En esta facultad de querer es
donde hay que buscar las fuentes de la moral, las reglas de la conducta.[3]
Yo protesto contra la
calificación de dogmático, porque pese a estar firme y decidido en lo que
quiero, siempre siento dudas en lo que sé y pienso que, pese a todos los
esfuerzos realizados para comprender y explicar el Universo, no se ha llegado
hasta ahora, no digamos a la certeza, sino ni siquiera a una probabilidad de
ella; y no sé si la inteligencia humana podrá llegar a ella alguna vez.
En cambio, la calificación
de mentalidad cientificista no me desagrada en absoluto y me placería
merecerla; en efecto, la mentalidad cientificista es la que busca la verdad con
método positivo, racional y experimental, no se engaña nunca creyendo haber
encontrado la Verdad absoluta y se contenta con acercarse a ella fatigosamente,
descubriendo verdades parciales, que consideraba siempre como provisorias y
revisables. El científico, tal como debería ser en mi opinión, es el que
examina los hechos y extrae las consecuencias lógicas de éstos cualesquiera que
sean, en oposición a aquellos que se forjan un sistema y luego tratan de
confirmarlo en los hechos y, para lograr esa confirmación, eligen
inconscientemente los que les convienen pasando por alto los otros y forzando y
desfigurando a veces la realidad para constreñirla y hacerla entrar en los
moldes de sus concepciones. El hombre de ciencia emplea hipótesis de trabajo,
es decir, formula suposiciones que le sirven de guía y de estímulo en sus
investigaciones, pero no es víctima de sus fantasmas tomando sus suposiciones
por verdades demostradas, a fuerza de servirse de ellas, y generalizando y
elevando a la categoría de ley, con inducción arbitraria, todo hecho particular
que convenga a su tesis.
El cientificismo que yo
rechazo y que, provocado y alimentado por el entusiasmo que siguió a los
descubrimientos verdaderamente maravillosos que se realizaron en aquella época
en el campo de la fisicoquímica y de la historia natural, dominó los espíritus
en la segunda mitad del siglo pasado, es la creencia en que la ciencia lo sea
todo y todo lo pueda, es el aceptar como verdades definitivas, como dogmas,
todos los descubrimientos parciales; es el confundir la ciencia con la moral,
la Fuerza en el sentido mecánico de la palabra, que es una entidad definible y
mensurable, con las fuerzas morales, la naturaleza con el pensamiento, la ley
natural con la voluntad. Tal actitud conduce, lógicamente, al fatalismo, es
decir, a la negación de la voluntad y de la libertad.[4]
Kropotkin, en su intento de
fijar «el lugar del anarquismo en la ciencia moderna», encuentra que el
«anarquismo es una concepción del universo basada sobre la interpretación
mecánica de los fenómenos que abrazan toda la naturaleza, sin excluir la vida
de la sociedad». Esto es filosofía, aceptable o no, pero no es ciertamente
ciencia ni anarquismo.
La ciencia es la
recolección y la sistematización de lo que se sabe o se cree saber: enuncia el
hecho y trata de descubrir la ley de éste, es decir, las condiciones en las
cuales el hecho ocurre y se repite necesariamente. La ciencia satisface ciertas
necesidades intelectuales y es, al mismo tiempo, eficacísimo instrumento de
poder. Mientras indica en las leyes naturales el límite al arbitrio humano,
hace aumentar la libertad efectiva del hombre al proporcionarle la manera de
usufructuar esas leyes en ventaja propia. La ciencia es igual para todos y
sirve indiferentemente para el bien y para el mal, para la liberación y para la
opresión. La filosofía puede ser una explicación hipotética de lo que se sabe,
o
un intento de adivinar lo
que no se sabe. Plantea los problemas que escapan, por lo menos hasta ahora, a
la competencia de la ciencia e imagina soluciones que, por no ser susceptibles
de prueba, en el estado actual de los conocimientos, varían y se contradicen de
filósofo a filósofo. Cuando no se transforma en un juego de palabras es un
fenómeno de ilusionismo; puede servir de estímulo y de guía para la ciencia,
pero no es la ciencia.
El anarquismo es, en
cambio, una aspiración humana, que no se funda sobre ninguna necesidad natural
verdadera o supuesta, y que podrá realizarse según la voluntad humana.
Aprovecha los medios que la ciencia proporciona al hombre en la lucha contra la
naturaleza y contra las voluntades contrastantes; puede sacar provecho de los
progresos del pensamiento filosófico cuando éstos sirvan para enseñar a los
hombres a razonar mejor y a distinguir con más precisión lo real de lo
fantástico; pero no se lo puede confundir, sin caer en el absurdo, ni con la
ciencia ni con ningún sistema filosófico.
Veamos si realmente «la
concepción mecánica del Universo» explica los hechos conocidos. Veremos luego
si se la puede por lo menos conciliar, hacerla coexistir lógicamente con el
anarquismo o con cualquier aspiración a un estado de cosas distinto del que
existe.
El principio fundamental de
la mecánica es la conservación de la energía: nada se crea y nada se destruye. Un
cuerpo no puede ceder calor a otro sin enfriarse en la misma medida; una forma
de energía no puede transformarse en otra (movimiento en calor, calor en
electricidad o viceversa, etc.) sin que lo que se adquiere de una manera se
pierda de otra. En síntesis, en toda la naturaleza física se verifica el mismo
y conocidísimo hecho de que si uno tiene diez centavos y gasta cinco, sólo le
quedan cinco, ni uno más ni uno menos. En cambio, si uno tiene una idea la
puede comunicar a un millón de personas sin perder nada de ella, y cuanto más
se propaga esa idea tanta mayor fuerza y eficacia adquiere. Un maestro enseña a
otro lo que él sabe, y no por ello se vuelve menos sabio, sino, por el
contrario, al enseñar aprende mejor y enriquece su mente. Si un trozo de plomo
lanzado por una mano homicida trunca la vida de un hombre de genio, la ciencia
podrá explicar en qué se transforman todos los elementos materiales, todas las energías
físicas que existían en el muerto cuando estaba vivo, y demostrar que después
de desintegrado el cadáver no queda nada del hombre en la forma que antes
tenía, pero que al mismo tiempo nada se ha perdido materialmente, porque cada
átomo de aquel cuerpo reaparece con todas sus energías en otras combinaciones. Pero
las ideas que aquel genio lanzó al mundo, los inventos que realizó, subsisten y
se propagan y pueden tener una enorme fuerza; mientras que, por otra parte, las
ideas que todavía maduraban en él y que se habrían desarrollado si él no
hubiera muerto, están perdidas y ya no será posible reencontrarlas.
¿Puede explicar la mecánica
este poder, esta cualidad específica de los productos mentales? No se me pida,
por favor, que explique de otra manera este hecho que la mecánica no logra
explicar.
Yo no soy un filósofo; pero
no es necesario ser filósofo para ver ciertos problemas que más o menos
atormentan a todas las mentes pensantes. Y el no saber resolver un problema no
lo obliga a uno a aceptar soluciones que no lo satisfacen... tanto más que las
soluciones que ofrecen los filósofos son muchas y se contradicen entre sí.
Y veamos ahora si el mecanicismo
es conciliable con el anarquismo. En la concepción mecánica (como por lo
demás en la concepción teísta) todo es necesario, todo es fatal, nada puede ser
diferente de lo que es. De hecho, si nada se crea ni se destruye, si la materia
y la energía (sean lo que fueren) son cantidades fijas sometidas a leyes
mecánicas, todos los fenómenos están combinados entre sí de una manera
inalterable. Kropotkin dice: «Puesto que el hombre es una parte de la
naturaleza, puesto que su vida personal y social es también un fenómeno de la
naturaleza —del mismo modo que el crecimiento de una flor o la evolución de la
vida en las sociedades de hormigas y de monos—, no hay ninguna razón para que
al pasar de la flor al hombre y de una aldea de castores a una ciudad humana,
debamos abandonar el método que nos había servido tan bien hasta entonces y
buscar otro en el arsenal de la metafísica». Y ya el gran matemático Laplace, a
fines del siglo XVIII, había dicho: «Estando
dadas las fuerzas que
animan a la naturaleza y la situación respectiva de
los seres que la componen,
una inteligencia suficientemente amplia conocería
el pasado y el porvenir tan
bien como el presente».
Ésta es la pura concepción
mecánica; todo lo que ha sido debía ser, todo lo que es debe ser, todo lo que
será deberá ser necesariamente, fatalmente, en todos los mínimos detalles
particulares de posición y de movimiento, de intensidad y de velocidad. Dentro
de tal concepción, ¿qué significado pueden tener las palabras voluntad, libertad,
responsabilidad? ¿Y para qué serviría la educación, la propaganda, la
rebelión? No se puede modificar el curso predestinado de los acontecimientos
humanos tal como no se puede modificar el curso de los
astros o «el crecimiento de
una flor». ¿Y entonces?... ¿Qué tiene que ver con
esto el Anarquismo? [5]
Tenemos nuestra mesa de
trabajo colmada de escritos de excelentes camaradas que queriendo dar «una base
científica» al anarquismo incurren en confusiones que resultarían ridículas si
no fueran patéticas por la evidencia del esfuerzo realizado en la sincera
creencia de que prestaban servicios a la causa y lo más patético de todo es que
la mayoría de ellos se excusan de no haber podido hacerlo mejor porque no
pudieron estudiar. Pero entonces, ¿por qué confundirse en lo que no se sabe, en
vez de hacer buena propaganda fundada sobre las necesidades y aspiraciones humanas?
No es por cierto necesario
ser un doctor para resultar un anarquista bueno y útil —más aún, en ciertas
ocasiones es peor serlo—. ¡Pero para hablar de ciencia podría quizá no ser inútil
saber algo de ella! Y no se nos acuse, como lo hizo recientemente un compañero,
de tener en poca estima la ciencia. Al contrario, sabemos qué cosa hermosa, grande,
poderosa y útil es la ciencia; sabemos en qué medida sirve a la emancipación
del pensamiento y al triunfo del hombre en la lucha contra las fuerzas adversas
de la naturaleza: y querríamos por ello que nosotros mismos y todos nuestros
compañeros tuviéramos la posibilidad de hacernos de la ciencia una idea
sintética y de profundizarla por lo menos en una de sus innumerables ramas.
En nuestro programa está
escrito no sólo pan para todos, sino también ciencia para todos. Pero nos
parece que para hablar útilmente de ciencia sería necesario formarse primero un
concepto claro de sus finalidades y función. La ciencia, como el pan, no es un
don gratuito de la naturaleza. Hay que conquistarla con fatiga, y nosotros
combatimos para crear condiciones que posibiliten a todos esa fatiga.[6]
El fin de la investigación
científica es estudiar la naturaleza, descubrir el hecho y las leyes que
la rigen, es decir, las condiciones en las cuales el hecho ocurre
necesariamente y se reproduce necesariamente. Una ciencia está constituida
cuando puede prever lo que ocurrirá, sin que importe si sabe o no decir por qué
ocurrirá; si la previsión no se verifica, quiere decir que había un error y
sólo resta proceder a una indagación más amplia y profunda. El azar, el
arbitrio, el capricho, son conceptos extraños a la ciencia, la cual investiga
lo que es fatal, lo que no puede ser de otra manera, lo que es necesario. Esta
necesidad que vincula entre sí, en el tiempo y el espacio, a todos los hechos
naturales y que es tarea de la ciencia investigar y descubrir, ¿abarca todo lo
que ocurre en el universo, incluidos los hechos psíquicos y sociales? Los
mecanicistas dicen que sí, y piensan que todo está sometido a la misma ley
mecánica, todo está predeterminado por los antecedentes fisicoquímicos: así
ocurre con el curso de los astros, la eclosión de una flor, la agitación de un
amante, el desarrollo de la historia humana.
Estoy totalmente de acuerdo
en que el sistema aparece bello y grandioso, menos absurdo, menos
incomprensible que los sistemas metafísicos, y si se pudiese demostrar que es
verdadero, satisfaría completamente el espíritu. Pero entonces, pese a todos
los esfuerzos pseudológicos de los deterministas para conciliar el sistema con
la vida y con el sentimiento moral, no queda lugar en él, ni pequeño ni grande,
ni condicionado ni incondicionado, para la voluntad y para la libertad. Nuestra
vida y la de las sociedades humanas estaría totalmente predestinada y sería
previsible, ab eterno y por toda la eternidad, en todos sus mínimos
detalles particulares, tal como cualquier otro hecho mecánico, y nuestra
voluntad sería una simple ilusión como la de la piedra de la que habla Spinoza,
que al caer tuviese conciencia de su caída y creyese que cae porque ella quiere
caer.
Admitido esto, cosa que los
mecanicistas y deterministas no pueden no admitir sin contradecirse, se vuelve
absurdo querer regular la propia vida, querer educarse y educar, reformar en un
sentido u otro la organización social. Todo este afanarse de los hombres para
preparar un porvenir mejor sólo sería el inútil fruto de una ilusión y no
podría durar después de haberse descubierto que lo es. Es cierto que incluso la
ilusión, y hasta el absurdo, serían productos fatales de las funciones
mecánicas del cerebro y como tal se incorporarían al sistema. Pero entonces,
una vez más, ¿qué lugar resta para la voluntad, la libertad, la eficacia del
trabajo humano sobre la vida y sobre los destinos del hombre?
Para que los hombres tengan
fe, o por lo menos esperanza de poder hacer una tarea útil, es necesario
admitir una fuerza creadora, una causa primera, o causas primeras,
independientes del mundo físico de las leyes mecánicas, y esta fuerza es lo que
llamamos voluntad. Por cierto, admitir esta fuerza significa negar la
aplicación general del principio de causalidad y de razón suficiente, y nuestra
lógica tropieza con dificultades. Pero ocurre siempre así cuando queremos
remontarnos al origen de las cosas. No sabemos qué es la voluntad; pero
¿sabemos acaso qué es la materia, qué es la energía? Conocemos los hechos pero
no la razón de éstos, y por más que nos esforcemos llegamos siempre a un efecto
sin causa, a una causa primera, y si para explicarnos los hechos tenemos
necesidad de causas primeras siempre presentes y siempre activas, aceptaremos su
existencia como una hipótesis necesaria, o por lo menos cómoda.
Consideradas así las cosas,
la tarea de la ciencia consiste en descubrir lo que es fatal —las leyes
naturales— y establecer los límites donde termina la necesidad y comienza la
libertad; y su gran utilidad consiste en liberar al hombre de la ilusión de que
puede hacer todo lo que quiere, y en ampliar cada vez más su libertad efectiva.
Cuando no se conocía la fatalidad que somete a todos los cuerpos a la ley de la
gravitación, el hombre podía creer que le era posible volar a su gusto, pero se
mantenía en tierra; cuando la ciencia descubrió las condiciones necesarias para
sostenerse y moverse en el aire, el hombre adquirió la libertad de volar
realmente.
En conclusión, lo que
sostengo es que la existencia de una voluntad capaz de producir efectos nuevos,
independientes de las leyes mecánicas de la naturaleza, es un presupuesto
necesario para quien sostenga la posibilidad de reformar la sociedad. [7]
Notas
[1] Volontà, 27 de diciembre de 1913.
[2] Umanità Nova, 27 de abril de 1922.
[3] Pensiero e Volontà, 15 de septiembre de 1924.
[4] Pensiero e Volontà, 19 de noviembre de 1924.
[5] Pensiero e
Volontà, 19 de julio de 1925.
[6] Pensiero e
Volontà, 16 de noviembre de 1925.
[7] Pensiero e
Volontà, 19 de febrero de 1926.
[Texto incluido en la
recopilación La ciencia y el anarquismo, que es accesible en https://mega.nz/#!D5oH2aTS!oTo8L4r5UJFLaQ6qZYHMnLw-uhgXKvS4u6PTqMd6AcU.]
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