Jordi Martí
Popularmente, la palabra anarquía se asocia a desorden, caos, destrucción … y es evidente que una de las acepciones de la palabra es precisamente la que definirían estas tres palabras juntas, una acepción que pese a ser mayoritaria no tiene nada que ver, precisamente , con la definición que habría que utilizar para referirnos a la anarquía como objetivo político de las ideologías que bajo el nombre singular de anarquismo se han desarrollado en nuestro mundo al menos desde que Pierre-Joseph Proudhon se definió como anarquista en su ensayo “¿Qué es la propiedad?”
La palabra anarquía (del griego ἀναρχία) y su sinónimo acracia, sirve para designar aquellas situaciones donde se da la ausencia de Estado, del aparato jurídico y administrativo en quien recae el ejercicio del monopolio de la fuerza para mantener el orden social existente que, por los anarquistas, es profundamente autoritario, clasista e insolidario. Son estos tres, precisamente, los contraprincipis de la Revolución Francesa (basada en la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad), uno de los movimientos que desde el anarquismo se reivindica como seminal junto con la Comuna de París, en 1871.
Partiendo de estos principios, es lógico que entendamos que el movimiento anarquista mayoritario ha sido siempre profundamente pacifista y antimilitarista, racionalista y ateo, defensor de los derechos colectivos y del individuo, socialista y libertario. Como consecuencia de esta base de valores, la búsqueda de la construcción de una sociedad que respondiera a estos principios se situó desde los inicios del movimiento en su base. Así, la educación y su ejercicio desde un punto de vista laico, racional y liberador fue uno de los rasgos definitorios del internacionalismo anarquista que llega a los Países Catalanes en 1870 y se desarrolla hasta 1939 estrechamente ligado al movimiento obrero que, de forma casi única en el mundo, en este país dentro del Estado español se convierte mayoritariamente anarquista.
Las sociedades obreras, organizadas desde 1870 en la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores, construyen ateneos, escuelas racionalistas, bibliotecas populares, centros culturales y cooperativas tanto de trabajo como de consumo, aunque el movimiento teóricamente se mostraba contrario a este tipo de producción. Cientos de ateneos obreros se convierten en centros difusores de cultura, de una cultura que no pasa por el Estado ni por la Iglesia, que eran quien tenía en sus manos el exiguo sistema educativo que existía durante el siglo XIX en el Estado español. Cientos de revistas (desde “La Tramontana” hasta “Solidaridad Obrera”) dotan amplias masas del proletariado catalán de una visión radicalmente diferente sobre el mundo en que vivían y ponen en duda las diferencias de clase que la Revolución Industrial del siglo XIX convierte en más acusadas y sangrantes.
Dentro del anarquismo, un pequeño sector de no más de unos cientos de obreros, opta por el enfrentamiento violento y sus acciones (atentados con bomba como el del Liceo y de Cambios Nuevos) son presentadas por el Estado como resumen de todo un movimiento mucho más rico y complejo y, sobre todo, mucho más cuerdo. En 1881, la Federación de Trabajadores de la Región Española, el gran sindicato anarquista del momento, agrupa cerca de 180.000 obreras y obreros ante unas decenas o pocos cientos que optan por los métodos violentos. No importa. El Estado tiene bien claro cómo desacreditar el movimiento y no dudará en infiltrarse dinamiteros (como la familia Rull, por ejemplo) entre las filas anarquistas para conseguir estigmatizarlo hasta asimilar en el imaginario colectivo el anarquista en la bomba o la pistola.
Los anarquistas, sin embargo, continuarán publicando libros y revistas, cooperativas y ateneos, escuelas y centros culturales que les permitirán construir un debate vivo y constante alrededor de la sociedad que quieren construir, dejando siempre claro que las teorías y las prácticas y su estrecha relación eran y son básicas para poder construir un mundo donde la violencia y la competencia no sean principios rectores.
Muchos de los principios e ideales que el movimiento anarquista preconizaba durante el siglo XIX y el XX hoy forman parte de la sociedad en que vivimos (y muchos otros, está claro que no). Así, desde las teorías de la evolución de Darwin, que en España fueron popularizadas por este movimiento, o la coeducación de sexos (que en 1873 ya proponía el Ateneo Catalán de la Clase Obrera y más tarde Ferrer Guardia a su escuela Moderna), hasta la inmersión lingüística en catalán y la escuela para todos sin excepciones (que realizaron Puig Elías y el CENU a partir de 1936), o la igualdad entre hombre y mujer (que Mujeres Libres teorizó y García Oliver convirtió en Ley como ministro de Justicia), muchas de las conquistas liberadoras que hoy tenemos como sociedad o bien han formado parte de las ideas anarquistas o bien han sido extendidas a nivel social y popular para este movimiento.
Y no pasa nada … Ni hay caos ni desorden, ni destrucción provocadas por estas ideas y prácticas. Sí hay, en cambio, para muchas de las ideas y prácticas que la sociedad capitalista y autoritaria, insolidaria y militarista que hoy todavía tenemos, tiene, defensa y mantiene. Por eso, hoy, el anarquismo sigue empujando para denunciar, transformar y combatir con herramientas alternativas los valores y las formas de dominación presentes todavía en nuestra sociedad.
[Tomado de http://kaosenlared.net/alrededor-de-la-anarquia.]
Popularmente, la palabra anarquía se asocia a desorden, caos, destrucción … y es evidente que una de las acepciones de la palabra es precisamente la que definirían estas tres palabras juntas, una acepción que pese a ser mayoritaria no tiene nada que ver, precisamente , con la definición que habría que utilizar para referirnos a la anarquía como objetivo político de las ideologías que bajo el nombre singular de anarquismo se han desarrollado en nuestro mundo al menos desde que Pierre-Joseph Proudhon se definió como anarquista en su ensayo “¿Qué es la propiedad?”
La palabra anarquía (del griego ἀναρχία) y su sinónimo acracia, sirve para designar aquellas situaciones donde se da la ausencia de Estado, del aparato jurídico y administrativo en quien recae el ejercicio del monopolio de la fuerza para mantener el orden social existente que, por los anarquistas, es profundamente autoritario, clasista e insolidario. Son estos tres, precisamente, los contraprincipis de la Revolución Francesa (basada en la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad), uno de los movimientos que desde el anarquismo se reivindica como seminal junto con la Comuna de París, en 1871.
Partiendo de estos principios, es lógico que entendamos que el movimiento anarquista mayoritario ha sido siempre profundamente pacifista y antimilitarista, racionalista y ateo, defensor de los derechos colectivos y del individuo, socialista y libertario. Como consecuencia de esta base de valores, la búsqueda de la construcción de una sociedad que respondiera a estos principios se situó desde los inicios del movimiento en su base. Así, la educación y su ejercicio desde un punto de vista laico, racional y liberador fue uno de los rasgos definitorios del internacionalismo anarquista que llega a los Países Catalanes en 1870 y se desarrolla hasta 1939 estrechamente ligado al movimiento obrero que, de forma casi única en el mundo, en este país dentro del Estado español se convierte mayoritariamente anarquista.
Las sociedades obreras, organizadas desde 1870 en la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores, construyen ateneos, escuelas racionalistas, bibliotecas populares, centros culturales y cooperativas tanto de trabajo como de consumo, aunque el movimiento teóricamente se mostraba contrario a este tipo de producción. Cientos de ateneos obreros se convierten en centros difusores de cultura, de una cultura que no pasa por el Estado ni por la Iglesia, que eran quien tenía en sus manos el exiguo sistema educativo que existía durante el siglo XIX en el Estado español. Cientos de revistas (desde “La Tramontana” hasta “Solidaridad Obrera”) dotan amplias masas del proletariado catalán de una visión radicalmente diferente sobre el mundo en que vivían y ponen en duda las diferencias de clase que la Revolución Industrial del siglo XIX convierte en más acusadas y sangrantes.
Dentro del anarquismo, un pequeño sector de no más de unos cientos de obreros, opta por el enfrentamiento violento y sus acciones (atentados con bomba como el del Liceo y de Cambios Nuevos) son presentadas por el Estado como resumen de todo un movimiento mucho más rico y complejo y, sobre todo, mucho más cuerdo. En 1881, la Federación de Trabajadores de la Región Española, el gran sindicato anarquista del momento, agrupa cerca de 180.000 obreras y obreros ante unas decenas o pocos cientos que optan por los métodos violentos. No importa. El Estado tiene bien claro cómo desacreditar el movimiento y no dudará en infiltrarse dinamiteros (como la familia Rull, por ejemplo) entre las filas anarquistas para conseguir estigmatizarlo hasta asimilar en el imaginario colectivo el anarquista en la bomba o la pistola.
Los anarquistas, sin embargo, continuarán publicando libros y revistas, cooperativas y ateneos, escuelas y centros culturales que les permitirán construir un debate vivo y constante alrededor de la sociedad que quieren construir, dejando siempre claro que las teorías y las prácticas y su estrecha relación eran y son básicas para poder construir un mundo donde la violencia y la competencia no sean principios rectores.
Muchos de los principios e ideales que el movimiento anarquista preconizaba durante el siglo XIX y el XX hoy forman parte de la sociedad en que vivimos (y muchos otros, está claro que no). Así, desde las teorías de la evolución de Darwin, que en España fueron popularizadas por este movimiento, o la coeducación de sexos (que en 1873 ya proponía el Ateneo Catalán de la Clase Obrera y más tarde Ferrer Guardia a su escuela Moderna), hasta la inmersión lingüística en catalán y la escuela para todos sin excepciones (que realizaron Puig Elías y el CENU a partir de 1936), o la igualdad entre hombre y mujer (que Mujeres Libres teorizó y García Oliver convirtió en Ley como ministro de Justicia), muchas de las conquistas liberadoras que hoy tenemos como sociedad o bien han formado parte de las ideas anarquistas o bien han sido extendidas a nivel social y popular para este movimiento.
Y no pasa nada … Ni hay caos ni desorden, ni destrucción provocadas por estas ideas y prácticas. Sí hay, en cambio, para muchas de las ideas y prácticas que la sociedad capitalista y autoritaria, insolidaria y militarista que hoy todavía tenemos, tiene, defensa y mantiene. Por eso, hoy, el anarquismo sigue empujando para denunciar, transformar y combatir con herramientas alternativas los valores y las formas de dominación presentes todavía en nuestra sociedad.
[Tomado de http://kaosenlared.net/alrededor-de-la-anarquia.]
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