domingo, 16 de octubre de 2016
Venezuela pasa hambre en el Día Mundial de la Alimentación
Ramsés Siverio (Correo del Caroní)
“Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre -y, al mismo tiempo, para muchos de nosotros, nada más lejano que el hambre verdadera”.
Así, con esta máxima que depura los conceptos, el escritor argentino Martín Caparrós presenta su visión del hambre en el mundo: una necesidad fisiológica tan natural que para muchos pasa desapercibida; pero para otros, para unos 795 millones en el planeta -o al menos eso reza el informe de inseguridad alimentaria 2015 de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)- esta pulsión insatisfecha de la condición humana los arrastra con desparpajo; y en muchos casos, a razón de 3,1 millones por año, lo empuja hacia el inefable foso de la muerte.
Caparrós deslastra el hambre del hambre verdadera en el libro que bautiza con el nombre homónimo de este llamado de las entrañas. El Hambre: un prolijo ensayo que retrata esta realidad con la crudeza que se vive -si es que vivir con hambre puede ser vida- en India, Bangladesh, Níger, Kenia, Sudán, Madagascar, e incluso en Argentina, Estados Unidos y España. Un compendio de historias y razones que terminan con el mismo desenlace de un estómago vacío.
Su paseo por el mundo lo lleva a ver, en sus tramadas gradaciones, el retrato del cuerpo insatisfecho y sus causas. Pero si el periodista no hubiese publicado en 2015, si su investigación la hiciera en este mismo instante en América Latina, de seguro incluiría a Venezuela en sus apuntes de libreta.
Explicar las razones sería un insulto. Porque si usted vive en Venezuela sabrá que el hambre no pasa inadvertida. Sabrá que la comida escasea y que seguro, alguna vez, usted habrá hecho alguna cola para comer, la habrá visto o habrá pagado sobreprecio por un producto regulado. Sabrá usted, ciudadano de esta patria, que la conflictividad social se mueve más por el estómago que por razones políticas, que más de la mitad de la población sobrevive comiendo dos veces al día o menos -Moreconsulting dixit-, y que ese anhelo de la dignidad llamado canasta alimentaria cuesta 25 salarios mínimos y medio por mes. Así se vive el Día Mundial de la Alimentación en Venezuela.
De lodos y garúas
¿Quién pensaría que la Venezuela saudita de los 70 sería un país de hambre del siglo XXI? Cualquier pronóstico hubiese sido temerario. Menos en un país que abrazó a sus inmigrantes con todo y su gastronomía. Las mermeladas y confleis de los gringos de las trasnacionales petroleras, el cocido y las tortillas de los españoles, el shawarma y el plato típico de los árabes que ahora compiten con los carritos de perro calientes, la pasta de los italianos, el rotí de los culíes y el infaltable pan de mesa, con el que sustituimos al tradicional casabe gracias a las manos de tantos portugueses.
Esa Venezuela próspera en su industria alimentaria, la del infaltable cafecito a donde quiera que llegara, la del plato de comida por si viene una visita, avanza a trompicones por las hieles de políticas económicas. De ese intento de Hugo Chávez de jugar al Estado-empresario, que con una ola de exprópieses enflaqueció a la empresa privada y sus productos a la postre. Las cifras son una deuda del Gobierno nacional, pues la falta de acceso a la información pública impide conocer el balance de la producción de más de un centenar de fábricas. Pero si lo que quiere son resultados, basta con mirar alrededor: ¿Dónde está el fruto de las tierras expropiadas? ¿La producción pecuaria de las fincas? ¿Las semillas, insumos y productos químicos de Agropatria (antes Agroisleña)? ¿El café Fama de América? ¿El Madrid? ¿La boyante producción prometida para Lácteos Los Andes? La lista sería infinita. Juzgue usted a partir de los productos que consigue de la empresa estatal y de la privada.
No hay dudas de que aquellas garúas trajeron estos lodos. Si a esto se le suma la expropiación de las cadenas de comercialización de alimentos -Koma, Friosa, La Fuente, CADA (hoy Abasto Bicentenario), por nombrar algunas- se termina una ecuación en la que ni se produce ni se vende; y si se vende, no alcanza para todos. ¿Le han dicho alguna vez que solo puede llevar dos productos por persona?
Mientras tanto el Estado-empresario, lento por el peso de tantas propiedades, apenas si logra producir. El rosario de excusas se conocen: saboteo, una guerra económica que nadie cree, y la más reciente, la escasez de divisas, que afecta a la propia empresa pública y a la de particulares, obligados siempre a mendigar dólares para mantenerse con vida.
Lo que importa
La crisis alimentaria que vive Venezuela se debe, en gran medida, a la falta de divisas. Esas que necesita el empresario para importar la materia prima con la que producirá los alimentos que llenarán, en este orden, anaqueles y barrigas. La escasez de moneda extranjera era ya un sambenito que cargaba estoicamente el empresariado. Solo que la administración del presidente Nicolás Maduro ha gastado más de lo que ingresa a la única alcancía pública que existe gracias al control de cambio. El resultado: menos divisas, menos producción, más escasez, más colas, más hambre. Añada aquí también, más inflación.
Esa escasez de divisas, de la que el Gobierno habla con holgada displicencia, no es un hecho que escape de sus manos. Muy por el contrario, es la consecuencia de una negligencia estatal que incluso encierra miserias como la corrupción, denunciada por el ex ministro de planificación y finanzas, Jorge Giordani, quien aseguró que empresas de maletín habían estafado al Estado venezolano por más de 20 mil millones de dólares; muchas de estas, con la fachada de la “producción, importación, distribución y comercialización de alimentos”. Esas aguas también arrastraron lodos.
Frente a ello, la única respuesta del Gobierno ha sido solventar la emergencia con más importación. Los mismos dólares que escaseaban para el empresariado nacional ahora brotan para importar, no ya la materia prima, sino el producto terminado. El resultado, si bien alivia las colas y un puñado de panzas por algún tiempo, está lejos de la receta para que todos los venezolanos coman balanceadamente tres veces al día. El resultado: comida para unos, hambre para otros… y hambre para todos cuando el estómago vuelva a crujir ante unos anaqueles que se vaciaron de nuevo.
Por eso, la protesta en Venezuela es por comida. Por eso la gente cierra sus calles para exigir soluciones al Gobierno. El informe más reciente del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social asegura que, de 556 manifestaciones que hubo en agosto de este año, 139 (25%) fueron por alimentos. Por eso hubo en ese mismo mes 32 saqueos por comida y 57 casos en los que lo intentaron; 305% más que en agosto de 2015, cuando el preludio de una era crítica para el país lo vaticinaron los saqueos de San Félix, que devinieron en cuatro comercios afectados, un fallecido y 60 personas detenidas. Por eso el hambre factura. Y pasa la cuenta a la mesa del Gobierno.
Facturas
Pero mientras la gente ve en Maduro y su gabinete a los principales responsables del hambre, estos viran la mirada con cualquier excusa para no pagar cuenta. Si no que lo diga la ministra de salud, Luisana Melo, que en la 69 Asamblea Mundial de la Salud de las Naciones Unidas afirmó que “el 90% de los venezolanos comen tres o más veces al día”. Qué decir del vicepresidente de planificación y conocimiento, Ricardo Menéndez, quien aseguró en julio, durante el foro sobre la implementación de la Agenda de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, que el 94% de los venezolanos comen tres veces al día o más, “a pesar de la guerra económica”. Ni hablar del propio Maduro, que ante la dieta de escasez con las que jocosamente los venezolanos usaron su nombre (la dieta de Maduro), hizo chistes que le merecieron el mayor de los repudios. La factura sigue pendiente.
El hambre como chantaje
En su intento desesperado por recobrar popularidad, de frenar un proceso revocatorio en su contra, de oxigenarse mientras gana tiempo para las elecciones regionales -o simplemente, para bajar las colas y evitar que el país estalle- Maduro juega su última carta: los comités locales de abastecimiento, producción y distribución (CLAP), con los que buscaba, si no todas las anteriores, al menos demostrar que algo estaba haciendo para pagar cuentas.
En sus inicios este instrumento encerraba una perversión. Una maniobra política de baja ralea que jugaba con la dignidad del ser humano. Esto era, solicitar la inscripción en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) para ser beneficiario de una bolsa de comida. Apelar al hambre para ganar adeptos. Jugar a la subordinación por la necesidad. Pronto tendrían que ceder en sus intentos.
Otro de los aliviaderos de la hambruna, al menos en el estado Bolívar, ha sido el corredor de importaciones tejido entre la Gobernación, la empresa privada y los comercios del estado fronterizo de Roraima, en Brasil: una salida que ya ponían en práctica cierto grupo de guayaneses, quienes viajaban por cuenta propia para comprar en estantes ajenos la comida que escaseaba en casa. El resultado, si bien representa una alícuota de la factura, también encarna un alto costo. Literalmente. Aparecen ahora los productos, pero con precio elevado. El bolsillo venezolano, magullado ya por la inflación general, debe pagar ahora mucho más para comer… si es que le alcanza. Surge entonces el dilema de comprar caro o esperar lo regulado y hacer cola. Mientras tanto, el hambre reaparece con anaqueles repletos.
Insaciable
El hambre es insaciable. Se acaba y a las horas vuelve a aparecer. “Sentimos hambre dos, tres veces al día”, y entre tanto y tanto, entre un cantar de estómago y otro, la vida del venezolano transcurre con el cuerpo a media sacia.
Esa es la historia de muchos. Quizás de usted, que comió con lo que pudo, que comió bien aunque no sepa hasta cuándo pueda hacerlo, o que quizás a esta hora no haya comido todavía. Es la historia de Kelly Navale, que come una vez al día igual que sus cinco hijos. Y esa única comida, la que pueden, es un menú incierto marcado por la contingencia. “Lo poquito que me dan es lo que le doy a ellos. Si consigo una harina, es lo que voy a comer. Si consigo un arroz, es un arroz. Y si es un huevo, es una ñinguita para cada uno”. Es la historia de ese 55,8% que come dos veces al día o menos. Es la historia de los que desfallecen en las calles. De los que bajaron de talla, de peso. De quienes caminan como zombis, con pómulos marcados y mirada perdida.
Morir por hambre
El hambre en Venezuela no solo aparca en las colas que quedan, en los anaqueles, en el costillar de los infantes y en el enflaquecimiento de hombres y mujeres. El hambre también se ve en el cementerio. El ejercicio de someter al cuerpo a largos períodos de inanición, cuando no de ingesta insuficiente y desbalanceada de alimentos, trae consigo el debilitamiento del sistema inmunológico, corresponsable del brote de enfermedades antes controladas y prevenibles por vacunas.
“El gobierno realmente va a acabar con los pobres, porque no hay nada”
Así ocurrió con Kennedy y Stefany Farfán, cuyos cuadros de desnutrición favorecieron el crecimiento descontrolado de lombrices en sus organismos hasta matarlos. Es a lo que se refiere Milagros Castro, médica del Hospital Pediátrico Menca de Leoni, en San Félix, quien afirma que más del 50% de los casos que llegan a la institución están asociados a complicaciones por desnutrición. Por eso no es casual que la difteria haya reaparecido en este tiempo y espacio, cundido de arengas políticas y de una soberanía alimentaria.
Hasta ahora son 23 los muertos que ha cobrado esta enfermedad en el estado Bolívar. Todos niños. Todos en condiciones sociales de riesgo, gracias en gran medida, a la dificultad de sus padres para conseguir alimentos. Si no lo cree, pregúntele al doctor Jhonnys Heraoui, quien explica que en este momento “hay una realidad social que está incidiendo en la reaparición de la difteria”.
“Los niños están teniendo bajo consumo de proteínas, y por consiguiente se altera negativamente su inmunidad. Hay una realidad social en el país, la gente está comiendo menos y hay un deterioro de los estándares de calidad de vida. Esa alteración está repercutiendo directamente en lo psicológico y en la inmunidad de las personas. Por eso en 2016, la población susceptible (niños y ancianos) está padeciendo las consecuencias de medidas que no son adecuadas para los estándares internacionales de calidad de vida”, resume el médico.
Y así usted, que sigue en estas líneas, sabe más que nunca que el hambre no pasa inadvertida. Porque hablar de alimentación en Venezuela es hablar de hambre. Sabrá usted, habitante de esta patria, que la ola de protestas, saqueos, colas y brotes de enfermedades controladas son por hambre. Y que así, entre flaquezas, mareos y enfermedades, entre raciones paupérrimas, comidas de la basura y menús de mala muerte se sobrevive en Venezuela en el Día Mundial de la Alimentación. Buen provecho.
[Tomado de http://www.correodelcaroni.com/index.php/cdad/item/50560-venezuela-pasa-hambre-en-el-dia-mundial-de-la-alimentacion.]
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