Periódico Todo por Hacer (Madrid)
La resaca electoral de las últimas elecciones del 26J a parte de dejarnos con casi toda probabilidad unos cuantos años más de gobierno del Partido Popular nos dejó también cientos de miles de reacciones anónimas en las redes sociales de frustración y desilusión. Un vistazo rápido a los mensajes más virales nos deja entrever un cierto asco y desprecio por quienes no han votado lo que los/as perdedores/as querían que se votara. Un desprecio con claros tintes de superioridad moral, intelectual y cultural.
La resaca electoral de las últimas elecciones del 26J a parte de dejarnos con casi toda probabilidad unos cuantos años más de gobierno del Partido Popular nos dejó también cientos de miles de reacciones anónimas en las redes sociales de frustración y desilusión. Un vistazo rápido a los mensajes más virales nos deja entrever un cierto asco y desprecio por quienes no han votado lo que los/as perdedores/as querían que se votara. Un desprecio con claros tintes de superioridad moral, intelectual y cultural.
Son los típicos rasgos del clasismo de izquierdas, un clasismo más basado en cuestiones culturales que en cuestiones económicas. Pero clasismo al fin y al cabo. Más aun cuando el acceso a determinados ámbitos culturales está dificultado por cuestiones económicas evidentes: tasas universitarias, libros de texto, necesidad de ingresos familiares o desembolso económico en transporte. Y hablamos de clasismo porque quienes dan las victorias electorales con su voto son las mayorías sociales, el conjunto de la clase trabajadora. Los millones de votos del PP, el PSOE o Ciudadanos no provienen de opulentos/as capitalistas o explotadores/as sin corazón, no son tantos/as, y si se hace una radiografía por barrios se comprueba el sorprendente músculo electoral que tienen en muchos barrios populares. Con esta actitud de superioridad se está denostando a las propias víctimas de las políticas sociales, a las propias víctimas de lo que están votando. Hay un concepto muy viejo pero de total actualidad: la alienación.
Podríamos denominar a ese conjunto de la población que ejerce este clasismo cultural como “izquierda ilustrada”, cuyo patrón sería el de una persona con estudios universitarios, blanco, con una vida económicamente solvente cuyas aspiraciones de futuro se ven frustradas por una crisis económica brutal y que en momentos en los que se pueden tomar decisiones de calado para orientar hacia un lado u otro los senderos que tomarán las grandes decisiones políticas de su país se estrella contra el duro muro de la realidad al darse cuenta de que los habitantes de su país no son sus “followers” en Twitter o que no existe ninguna relación entre los “likes” de Facebook y los votos depositados en una urna.
En estos últimos años estamos viviendo una serie de acontecimientos que están visibilizando estas actitudes clasistas desde la izquierda ilustrada de forma notoria. A las últimas elecciones generales podemos sumarles dos hechos de relevancia internacional: la salida del Reino Unido de la Unión Europea, conocido como “Brexit”, y el fenómeno de Donald Trump, o cómo un multimillonario con un discurso racista puede convertirse en el próximo “comandante en jefe” del mayor Imperio militar y económico de la actualidad.
Los patrones se repiten. Una amenaza “antiprogresista”, intelectualmente decadente, ideológicamente pobre y que explota algunos de los sentimientos más irracionales del ser humano, el racismo, la xenofobia o el miedo. Una amenaza que funciona bien, porque emplea un código que es fácilmente entendible por grandes capas de la población, aunque sean mentira. La alta política institucional consiste en eso precisamente, no importa la verdad, importa saber conectar de forma real con quienes tienen la capacidad de ponerte al frente de un gobierno, es decir, de ganar votantes. Todo esto con la inestimable ayuda de los grandes medios de comunicación que tienen la capacidad de orientar hacia un lado u otro la opinión pública y que llevan décadas sentando las bases para generar grandes capas de población con mentalidades tremendamente conservadoras en lo político.
En los Estados Unidos es la clase obrera blanca la que está dando alas a Donald Trump. Es también en los “bastiones del laborismo” (las zonas donde tradicionalmente se ha votado al Partido Laboralista en Reino Unido) donde gana el Brexit. Se conoce el dato de que el 30% de los afiliados a la CGT francesa (el mayor sindicato del país y tradicionalmente de orientación comunista) pretende votar al neofascista Frente Nacional. Y aquí en España el PP sigue arrasando en el medio rural y las opciones que podrían calificarse de izquierdas no ganan precisamente sus votos entre quienes “objetivamente” deberían votarles, la clase obrera, sino entre la juventud urbana y los sectores medios con niveles culturales altos.
Desconexión y abandono
Desde un punto de vista dogmático que alguien vote una opción que atenta directamente contra sus intereses carece de toda lógica. ¿Por qué una persona con problemas de espalda debidas a su carga de trabajo vota una opción que se dedica a desmantelar la sanidad pública? Desde un punto de vista racional, en realidad, tiene bastante sentido. Y recisamente aquí reside el problema de cierta izquierda y sobre todo de los entornos más militantes ligados a partidos o movimientos sociales. La realidad siempre superará a los manuales de política.
En un modelo político y económico que se ha dedicado durante décadas a mostrar las bondades del progreso, a mercantilizar todos los aspectos de la vida cotidiana, a romper todo tipo de vínculos comunitarios, a negar la sociedad en favor de la individualidad, a forzar desplazamientos respecto de su lugar de origen (migraciones), a destrozar las organizaciones obreras y vecinales o a asimilarlas dentro del propio funcionamiento del sistema (como los sindicatos mayoritarios) y si a todo esto le sumamos un monopolio de la información y la demonización de cualquier tipo de alternativa al capitalismo más voraz, pues nos encontramos con una sociedad débil, atomizada y que como es “normal” votan opciones “normales”, la normalidad es una imposición más. Más aun cuando agitan la bandera del miedo. Porque la gente sabe que está jodida, pero podrían estarlo más, claro está.
Y ante este panorama, esa “izquierda ilustrada” en vez de ponerse manos a la obra en la tarea de reconstruir una sociedad articulada en torno a organizaciones sociales que mejoren la calidad de vida y palíen las dificultades de las familias, en vez de llevar a cabo todo tipo de acciones que permitan sumar a aquellos/as que es imprescindible sumar, en vez de todo eso se dedican a echarles la culpa de que las cosas no salgan como tendrían que salir. Es más fácil echar la culpa a la parte débil que mancharse las manos con una acción política transformadora y que sea capaz de organizar a todos/as los/as desorganizados/as.
Gran parte de los movimientos a la izquierda se han preocupado por temáticas que le reconfortan a ella misma antes que por problemáticas que preocupan a las capas sociales más desfavorecidas. Cuando la acción política es autocomplaciente no es transformadora, cuando ponemos más énfasis en la “fuga de cerebros” que en la exclusión de la enseñanza, estamos olvidándonos del eslabón más débil. Cuando empleamos un lenguaje críptico y la necesidad de un máster para entendernos, estamos excluyendo a todos/as menos a nosotros/as mismas, y así jamás seremos capaces de que quienes objetivamente deberían estar en nuestro bando, lo estén.
[Artículo publicado originalmente en el periódico Todo por Hacer # 67, Madrid, agosto 2016: Número completo accesible en http://www.todoporhacer.org/wp-content/uploads/2016/08/Todo-por-Hacer-n%C2%BA-67-Agosto-2016.pdf.]
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