José Ardillo
Las
personas de mi generación, nacidas a finales de los sesenta y principios de los
setenta, hemos vivido dos grandes fenómenos que han condicionado nuestra forma
de leer y de enfrentarnos al mundo. El primero fue -y es- la televisión.
Fuimos, nos referimos siempre al caso español, la primera generación educada
íntegramente bajo la tutela de ese sagrado electrodoméstico que ya nos empieza
a parecer añejo. El segundo fue la decadencia del hábito de lectura entendida
ésta como vehículo apasionante de grandes ideas y anhelos de rebelión. Para
comprender este segundo fenómeno basta con advertir cómo en los años ochenta,
cuando nos hacíamos adolescentes, la sociedad entró en una fase de
estancamiento político que coincidió con la extinción, paulatina o súbita según
los casos, de antiguas esperanzas de emancipación. Hasta entonces, y sobre todo
entre la población joven y estudiante, ciertos libros y autores habían sido
emblemáticos de esa inquietud compartida por otra forma de vida. La lectura,
esperábamos, debía llevarnos más allá de los lugares comunes, de la resignación
y cinismo de los que ejercían nuestra tutela.
No
es que, a partir de aquella época, los años ochenta, la gente joven dejara
automáticamente de leer, como obedeciendo a una oscura e imperiosa voz de
mando. Pero es verdad que a partir de entonces la lectura fue perdiendo ese
carácter un tanto clandestino y heroico. Ya no era el acto privado que se
dirigía hacia lo colectivo justamente a través del esfuerzo del individuo
aislado que era capaz de elevarse hacia las cuestiones universales y candentes.
La lectura ya no guardaba su fragor de combate subterráneo. Era el acto
privado, a secas. Nosotros quisimos leer aún como habían leído nuestros
antecesores, seguros de seguir viviendo bajo una tiranía injustificable. Así
que nuestra lectura era el acto póstumo, el homenaje a una generación que había
sido derrotada. Delante de nosotros, cuando levantábamos los ojos del libro, se
nos habría un enorme espacio de incertidumbre y de trampas. No sabíamos que nos
esperaba el vacío. Suponíamos que la Industria del Ocio, nuestro particular
O’Brien orwelliano, había preparado para nosotros ese pequeño margen donde
podríamos creernos elegidos. Estábamos condenados a vivir en un nicho, pero
¿cómo esquivar la trampa sin al mismo tiempo renunciar a todo?
Para
las personas que aman leer podemos suponer que las lecturas que marcarán para
siempre su espíritu y su visión del mundo se realizan entre la adolescencia y
el fin de la primera juventud, algo así como entre los quince y los veintidós o
veintitrés años, tomando, claro, estas cifras como datos aproximativos. A
partir de esa edad, haremos sin duda lecturas interesantes, fascinadoras,
decepcionantes o perturbadoras, pero, salvo en casos excepcionales, es dudoso
que puedan tener ese carácter deslumbrador que suelen tener las primeras
lecturas de adolescencia y temprana juventud.
En
realidad, los lectores de mi generación no tuvimos autores o libros en
particular, novedosos, exclusivos. Más bien nos apoderamos de todas esas obras
que habían impresionado a los que vinieron antes. Era un totum revolutum donde
se mezclaban Kafka, Hesse, Orwell, Sábato, Fromm, Cortázar, Rimbaud,
Dostoyevski, Breton, Melville, Thoreau, Huxley, Salinger, Lawrence, Vian,
Kerouac, Kesey, Dos Passos, London, Camus, Lorca… Cuando leímos El castillo de
Kafka, nos identificamos con el agrimensor K y su conmovedora constancia frente
al hermetismo del Poder inasequible. Nos identificamos también con los
personajes melancólicos y desarraigados de Herman Hesse, como su Peter
Cammezind. Leyendo Autopista hacia el sur de Cortázar, vimos retratado el
absurdo de la sociedad moderna en la que vivíamos. Sábato nos mostró ese mismo
absurdo en su ensayo Hombres y engranajes, mientras Orwell, en sus Homenaje a
Cataluña y Rebelión en la granja nos alertaba de las amenazas que se ciernen
sobre todo proceso revolucionario. Thoreau nos enseñaba un camino de deserción
que se perdía en el bosque y André Breton, en Los pasos perdidos, nos mostraba
otro camino que iba hasta la rebelión de la poesía moderna. Nos hundimos en el
Madrid miserable pero vibrante de Luces de bohemia, en el Nueva York alucinante
de Lorca. Leyendo La peste escarlata de London y El corazón de las tinieblas de
Conrad, aprendimos lo frágil que es la frontera que separa lo que consideramos
civilización de lo que consideramos barbarie. Nos entusiasmamos leyendo las páginas
del Hiperión de Hölderlin y nos contagiamos de su luminosa y revolucionaria
esperanza. Al día siguiente, los poemas en prosa de Baudelaire nos conducían a
un terreno opuesto, pero igualmente instructivo, el del desengaño y la visión
cruel de la urbe, donde todavía quedaban vestigios de una poesía sacrílega… Al
final, todos estos autores, aunque entonces sólo lo sospechábamos, tenían algo
en común: todos habían avistado una dimensión diferente de la tiranía que
debíamos combatir. Esa tiranía se podía llamar Dictadura, Iglesia, Ejército,
Capital, pero también Democracia, Sociedad del Bienestar, Desarrollo
Sostenible, Servicio Público, Derechos Humanos… todas ellas máscaras hipócritas
del Tiempo y del Orden, de la Jerarquía intocable que se nos quería, y se nos
quiere, imponer.
Ha
pasado el tiempo, pero el fulgor de esas lecturas persiste. Hoy se dice que la
lectura, y los libros en general, está amenazada por la fluidez insensata del
mundo digital. Es cierto. Pero, más que los libros en sí mismos, es la lectura
inteligente y consecuente la que desde hace tiempo está amenazada por la
industrialización de la cultura y por el abandono de la sociedad ante las
cuestiones que verdaderamente cuentan. Sin pasión por la ética y la política,
la lectura se convierte en una especie de vicio confesable y anodino.
¿Dónde
están hoy los lectores que volverán a leer buscando apoyos para combatir estos
tiempos de miseria?
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