Miguel Amorós
Según Brecht, son sombríos los tiempos en que la gente pide que se le descargue de la preocupación de defender sus intereses reales y su libertad. Son los tiempos del cínico, que abomina de la sociedad y desprecia sus convenciones, y son los tiempos también del disidente, que no quiere someterse a los hechos consumados y, a contracorriente, toma partido por la libertad. La disidencia no significa exilio interior porque actúa, y por lo tanto, corre riesgos. Es fundamentalmente resistencia y secesión. Esta posición obliga a liberarse de gran parte del bagaje teórico de la época anterior y a penetrar en la nueva sólo con lo puesto, ya que no se trata de conservar la memoria de un pasado y comunicarla de forma ortodoxa a los nuevos individuos conscientes, sino de incitar a pensar, de provocar un diálogo entre los que se reconocen iguales sin temor a contradecirse. Para encontrar soluciones primero hay que suscitar preguntas. La crisis del pensamiento revolucionario no podrá ser remontada sino en condiciones de libre discusión; en una situación de crisis, el anquilosamiento ideológico y su consecuencia principal, el vacío teórico, son la verdadera catástrofe. No se puede permitir que el enemigo se despache a gusto cuando tiene de su parte fuerzas ingentes: la pérdida de esa batalla, la de las ideas, acarrea la derrota de todas las demás.
Según Brecht, son sombríos los tiempos en que la gente pide que se le descargue de la preocupación de defender sus intereses reales y su libertad. Son los tiempos del cínico, que abomina de la sociedad y desprecia sus convenciones, y son los tiempos también del disidente, que no quiere someterse a los hechos consumados y, a contracorriente, toma partido por la libertad. La disidencia no significa exilio interior porque actúa, y por lo tanto, corre riesgos. Es fundamentalmente resistencia y secesión. Esta posición obliga a liberarse de gran parte del bagaje teórico de la época anterior y a penetrar en la nueva sólo con lo puesto, ya que no se trata de conservar la memoria de un pasado y comunicarla de forma ortodoxa a los nuevos individuos conscientes, sino de incitar a pensar, de provocar un diálogo entre los que se reconocen iguales sin temor a contradecirse. Para encontrar soluciones primero hay que suscitar preguntas. La crisis del pensamiento revolucionario no podrá ser remontada sino en condiciones de libre discusión; en una situación de crisis, el anquilosamiento ideológico y su consecuencia principal, el vacío teórico, son la verdadera catástrofe. No se puede permitir que el enemigo se despache a gusto cuando tiene de su parte fuerzas ingentes: la pérdida de esa batalla, la de las ideas, acarrea la derrota de todas las demás.
Es necesario sacar conclusiones tanto de la constatación de la capacidad del capitalismo de superar sus propias contradicciones o de instalarse cómodamente en ellas, como de la evidente incapacidad de los obreros en hacer su revolución y de la disolución del proletariado como clase social. Todo ello implica la superación capitalista del conflicto, la desaparición de las crisis generales, y por consiguiente, la refutación de una supuesta necesidad histórica objetiva que nos conducía, inevitablemente, hacia la lucha final. Y nos sitúa teóricamente en la posición de los anarquistas y de los socialistas premarxistas, que deducían la lucha por la emancipación humana de la perversidad del mundo y de la voluntad consciente de los oprimidos. Las frecuentes crisis parciales que se dan a causa de la imposición constante de condiciones de vida peores que las anteriores puede generar ilusiones respecto a un retorno de la lucha de clases, o sea, a un replanteamiento de la cuestión social, pero en vano. La cuestión social no puede mostrarse espontáneamente como conflicto que emana de un antagonismo entre dos partes irreconciliables en tanto que lucha de clases, porque la derrota definitiva del proletariado industrial ha eliminado la posibilidad de una crisis total –y por lo tanto, la posibilidad de un conflicto real–y favorece que las luchas actuales sean débiles y manipulables, y en consecuencia, recuperables por el sindicalismo, los partidos, los ecologistas o el humanitarismo de izquierdas.
Walter Benjamin apuntaba que el fracaso del proletariado histórico residía en su “progresismo”, en la creencia burguesa del progreso: “Nada ha corrompido tanto a la clase trabajadora alemana como la idea de nadar a favor de la corriente. El desarrollo técnico era el sentido con el cual creía estar nadando. A partir de ello no había más que dar un paso para caer en la ilusión de que el trabajo en las fábricas, por hallarse en la dirección del progreso técnico, constituía de por sí una acción política. La antigua moral protestante del trabajo celebraba su resurrección en forma secularizada entre los obreros alemanes (…) Tal concepción no quiere ver más que los progresos del dominio sobre la naturaleza y se desentiende de los retrocesos de la sociedad” (Tesis de filosofía de la historia). La moral obrerista apartaba a los trabajadores del planteamiento de la cuestión histórica por excelencia, la cuestión del progreso. La mayor parte de la crítica social ha considerado siempre que los avances científicos y técnicos eran aliados absolutos del proceso emancipador y jamás imaginó que, en tanto que creadores de nuevas servidumbres, iban a hacer de la dominación algo insuperable. Así pues, los obreros eran separados de la producción automatizada – la cual ya no podían concebir claramente como obra suya ni por otra parte cuestionarla- sin hacer la crítica de la máquina, sin rebelarse con la el maquinismo como sus predecesores, hace casi dos siglos. La superioridad de aquellos obreros luditas residía en que ellos sí que sabían a qué miseria les condenaban.
No se podrá ir a ningún lado si no se rompe con la concepción de la revolución como reapropiación del aparato productivo existente, ni se admite que la emancipación humana pasa por la destrucción del sistema industrial. Consignas que pertenecían al “estadio anterior del desarrollo económico objetivo” como la ocupación de las fábricas, el control obrero de la producción o la autogestión generalizada, han envejecido y son palpablemente equívocas; solamente partiendo de ese punto podremos identificar las necesidades reales de los individuos y elaborar una crítica auténticamente subversiva. Lo cierto es que, al contrario de lo que decía Marx, hay que renunciar a transformar el mundo con ayuda de todos los grandes recursos propios de este mundo, e intentar conseguir su redención a espaldas del sistema dominante, con todos los medios ajenos a la dominación.
La idea directora de la crítica revolucionaria ha de ser la de la autonomía de la técnica. En nuestra sociedad el hombre es servidor de la máquina y la técnica abarca todos los sectores de la existencia, determinando a la vez las relaciones de los individuos con la naturaleza y las relaciones – hoy en estado de anomia- que mantienen los individuos entre sí. No queda ningún aspecto de las relaciones humanas que no haya sido tecnificado y, por lo tanto, relegado al control de expertos. Ya no es el sistema económico el que determina la naturaleza de la técnica, la política y el grado de complejidad del mundo. Es la técnica la que, fundamentándose en el conocimiento científico, ha ordenado la economía al dictado de sus propias exigencias y se ha apoderado de la sociedad entera, mientras que los individuos han acabado siendo perfectamente equiparables y reemplazables por máquinas. La ideología humanista burguesa se ha deshecho y el “hombre”, es decir, el burgués idealizado, ha dejado de ser la medida de todas las cosas. Quienes hacen historia son las máquinas, los humanos solo las padecen.
La técnica es la falsa conciencia de una época de individuos reificados, convertidos en cosas. La tecnociencia moderna impone una organización social determinada donde la regla general es la tendencia de la élite a acumular poder sin control. La novedad consiste en que esa concentración de poder no se realiza mediante la expansión del aparato estatal, es decir, no sigue el modelo de la burocratización, sino la línea eminentemente técnica de la eficacia y el rendimiento.
La civilización industrial ha sido creada por la técnica. Desde entonces, la historia mundial es cada vez más historia de la técnica. En los albores del proceso, los socialistas utópicos reconocieron en la máquina, o lo que es lo mismo, en el crecimiento explosivo de la capacidad de producción, la amenaza de un desarrollo cultural que fragmentaría al individuo y atacaría la raíz misma de la libertad y la vida, y trataron de conjurarlos con proyectos basados en el control de los medios técnicos y en el rechazo del sistema de mercado, ignorando cualquier consideración económica. Posteriormente, el socialismo político y el sindicalismo fueron manifestaciones de tendencias a la autoprotección de los destrozos del mercado, pero a costa de un compromiso con la máquina. Según Karl Polanyi “La industrialización fue un compromiso, nada fácil, entre el hombre y la máquina, en el cual el hombre se perdió y la máquina encontró su camino” (El sustento del hombre).
Un programa que contemple la reorganización de la sociedad sobre bases descentralizadas y comunitarias, sobre el “ágora”, a través del desmantelamiento de la producción actual, del control asocial de los medios técnicos y de la adopción de tecnologías descentralizadoras, de la supresión del mercado y del espectáculo, de la desaparición del transporte privado, de la recuperación del campesinado, etc, ha de saber que está pidiendo explícitamente un retorno a las condiciones precapitalistas, al trabajo artesano a la fiesta, a la tradición y a los lazos comunitarios, a los ritmos vitales relajados, al derecho consuetudinario, a la economía del sustento y a la sociedad del estatus, en donde “lo que importa no es la utilidad de uno sino lo que se es" (Cicerón). Pero no es un retorno en el tiempo, no es una vuelta al pasado: es una liberación que sueña más que calcula y que carga con la experiencia de dos siglos de capitalismo y de absolutismo tecnológico; es un viaje por encima del cadáver de los nuevos señores feudales del mercado mundial.
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En la actualidad, la escolarización prolongada, el reciclaje y la asistencia social, son los medios empleados profusamente para mantener a una parte cada vez mayor de la población fuera de la producción, por cuanto que se ha convertido en fuerza productiva innecesaria que hay que desmovilizar, métodos que corren a cargo del Estado y que son presentados como logros sociales y expresión de un supuesto “bienestar”. Por estos procedimientos, jóvenes, parados y demás excluidos, son apartados de los circuitos de la productividad, pero son conservados como consumidores. La mundialización ha disparado los gastos sociales al punto de afectar otras necesidades más significativas del Estado como la dotación policial y la compra de armamento. Ante el recurso a los impuestos, los estrategas del poder han promovido políticas tendentes a la creación de un espacio de dispersión de fuerzas productivas inútiles, mediante el fomento de actividades “sin ánimo de lucro” financiadas por el Estado con desgravaciones fiscales. En lo esencial, se trata de que el Estado vaya cediendo la gestión de los servicios sociales y del reciclaje de los individuos a organizaciones inofensivas de voluntarios o de colectivos juveniles adictos, o simplemente a cretinos “sin fronteras”, de modo a desarrollar una economía intermedia que neutralice a los inservibles para el mercado globalizado del trabajo. Dicha economía, destinada a crecer en los próximos años –llamada en Francia “economía social”– es responsable de más del 6% del empleo. Un objetivo económico de este tercer sector (ni público ni privado), consiste en alcanzar la autofinanciación con la constitución de comunidades autosuficientes y el establecimiento de redes de comercio paralelo (llamado “justo”), aderezados con la ideología filantrópica y ecologista de rigor. La denuncia de tales prácticas, por las ilusiones que pueden generar, es tan importante para los desertores del sistema como lo fue la denuncia del ecologismo en la luchas contra la contaminación. La deserción no tiene nada que ver con los paliativos. La deserción no coopera con la dominación ni acepta su dinero; sabe que el establecimiento de condiciones de vida humanas no resultará del hecho de ocupar las posiciones abandonadas en los mercados internacionales por los propietarios del mundo. No ofrece soluciones sino que le pide cuentas: la deserción se aparta del sistema pero sin dejarlo tranquilo.
Sabemos que la economía globalizada está transformando íntegramente a la naturaleza en materia de gestión económica, lo que significa que la tierra fértil, los bosques, la pesca o el agua dulce, por ejemplo son considerados elementos estratégicos de la mundialización, como el petróleo, los pesticidas y la energía nuclear, y disfrazados de constituyentes de la “seguridad nacional”, asunto en realidad de las altas instancias reguladoras del mercado. Ahí no son admitidos los ecologistas porque todavía no son un poder fáctico y no pueden aspirar más que a una participación de base en la gestión de los efectos nocivos ambientales. Se trata de una economía de guerra que no quiere camuflar la miseria ni tampoco incrementar el control sobre la población, sino que, con el mismo pretexto de racionalización con que antaño burocratizaba el mundo, hoy se desentiende de la nocividad no rentable, coloca a la gente desechable para el mercado en economías de subsistencia y descentraliza el control social, poniéndolo en manos de dirigentes “no gubernamentales”. Es una operación de aislamiento del pauperismo dentro del propio sistema que lo produce, a través de economías marginales gestionadas por una pléyade paraestatal de ONGs, sindicatos, fundaciones, iglesias, etc, pero también por rackets independientes como mafias, sectas o bandas, encargadas de los aspectos menos aceptables de dichas economías, como la protección o el contrabando. Se trata entonces de consagrar una nueva división de la sociedad entre excluidos e integrados en el mercado, y que se está materializando en el desarrollo imparable de incontrolados ghettos.
La gestión del caos ya no es de interés específico para la dominación. Se domina todo dominado sólo una parte: es la ley de la rentabilidad represiva decreciente la que determina las dimensiones de la pirámide policial. La producción de mercancías produce por igual lo insoportable y los hombres capaces de soportarlo. Los progresos de la alienación no suceden en medio de la pasividad de las masas sino con su participación activa y entusiasta. Nunca se ha resaltado lo bastante el papel contrarrevolucionario de la miseria, del lado malo que, al desarticular la lucha, detiene el movimiento que hace la historia. Y se ha olvidado el efecto ideológico del desclasamiento que ha producido la proletarización del mundo. Wilhelm Reich señaló el papel de la ideología dominante como fuerza material -bautizándola como plaga emocional- de la contrarrevolución, la cual se alimenta de la falta de dominio de los individuos sobre sus propias vidas. En la base del sometimiento yace un conflicto emocional y afectivo que desactiva el potencial rebelde de los individuos. Pero resulta que el corolario de la proletarización mundial es la liquidación del individuo, que, “como todos los procedimientos individualistas de producción, aparece históricamente anticuado y a la zaga de la técnica” (Adorno, Minima Moralia). Y la desaparición del individuo, su transformación en muchedumbre vacía, aislada y sustituible, abre el momento de la reflexión, del repliegue, de la contradicción, y obliga a nuevos planteamientos. Adorno sigue diciendo que “quienes no deseen entregarse de lleno al individualismo de la producción espiritual ni lanzarse de cabeza al colectivismo de la sustituibilidad igualitaria y despectiva del hombre, están obligados a un trabajo en común libre y solidario bajo una común responsabilidad”. Inicialmente son dichos colectivos los únicos que están en conflicto con el sistema, pero ese conflicto todavía no afecta a sus fundamentos, porque no contiene en sí mismo un proyecto superador, es decir, aún no es histórico. A medida que el movimiento social desaparece, que los desposeídos son una masa incapaz de movimiento propio, los antagonismos no se perciben y las crisis no suceden. De la parte de los oprimidos no puede salir nada peculiar, ninguna iniciativa histórica.
En su propia situación no encontrarán las condiciones para comenzar una lucha que no sea mera negatividad y descontento. Entonces son los grupos de disidentes quienes ocupan el lugar de la “organización de clases”, ya que clase no hay. Quienes contraponen a la inactividad social la difusión de sus puntos de vista. Quienes propugnan un movimiento social sin tildarse ellos de movimiento social. Quienes se camuflan dentro de las luchas y critican la miseria de la vida cotidiana. Son, hegelianamente hablando, la conciencia de lo afirmativo, y están en el terreno de los utópicos, recordándonos la posibilidad real de un sistema nuevo, quienes diagnostican y no recetan, quienes preparan sus experimentos sociales sin anunciar panaceas. Quienes nos dicen, como Babeuf, que no creen “que la posibilidad eventual de un retorno al estado de la comunidad sea una fantasía” (El Tribuno del pueblo).
Es importante la propia existencia coordinada de quienes se oponen a la dominación porque demuestra la posibilidad al margen de ella. Estos grupos avanzan negativamente, sin definir demasiado un proyecto positivo, pues ahora importa más saber lo que no se quiere, y la experiencia colectiva merece mucho más interés como negación de una sociedad condenable que como afirmación particular de una práctica limitada. Es la capacidad de vivir afuera lo que dificulta la reproducción y lo que, si consigue generalizarse, ha de disolverlas. Por ahora lo único que pueden ofrecer a sus contemporáneos es un lugar donde ejercer sus cualidades, un medio para comenzar a concertarse y construir una sociedad dentro de otra y a la vez, aparte. Un proyecto de acción colectiva de ese estilo coloca en el mismo plano las virtudes dela sociabilidad, el amor a la libertad y las capacidades revolucionarias. Y la negación de ese proyecto adopta la forma del carácter. Reemprendiendo una vieja polémica anarquista, se debe recalcar el lado colectivo de la acción, la pasión común, frente a la individualidad, demasiado afectada por el carácter, pero sin olvidar que el factor subjetivo, la voluntad individual, ha de ser la fuerza motriz de la historia. El intento de excluir el capitalismo de nuestras vidas no es una llamada a la marginalidad; no es más que el empeño por conservar y ampliar las relaciones humanas en nuestro entorno, y dicho intento es ahora el punto central de la acción, el elemento a partir del cual se van a elaborar proyectos de exclusión más ambiciosos.
Quien apuesta contra el capitalismo está apostando por la revolución y reivindicará sus formas autónomas de lucha que son, según la crítica radical de los sesenta, “la parte no vencida de un proyecto vencido”. Pero lo que distinguirá como revolucionario a comunas, coordinadoras, consejos, asambleas, etc, será su talante, su función y su acción, o sea, su contenido. Y éste ha de ser antiindustrial, societario, libertario. Porque el primer objetivo de toda revolución es “la constitución de un espacio público donde aparezca la libertad, la constitutio libertatis” (Hannan Arendt, Ensayo sobre la Revolución). El resto llegará desde allí o no llegará.
[Tomado de http://culturayanarquismo.blogspot.com/2014/09/donde-estamos.html.]
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