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lunes, 21 de marzo de 2016

Anarquismo, Academia y Vanguardia


David Graeber
Inicialmente, iba a escribir una auto-etnografía crítica de mi vida académica. Pero rápidamente me di cuenta que escribir críticamente sobre la academia es casi imposible. Durante los 1980, todos usamos de la idea de la antropología reflexiva, el esfuerzo por probar más allá de la aparente autoridad de los textos etnográficos para revelar las complejas relaciones de poder y dominación que existen al realizarlos. El resultado fue una serie de meditaciones etnográficas sobre las políticas del trabajo de campo. Pero incluso como estudiante graduado, siempre me pareció que algo incómodo estaba ausente aquí. Los textos etnográficos, después de todo, no son realmente escritos en el campo. Son escritos en la universidad. La antropología reflexiva, sin embargo, casi nunca tiene nada que decir respecto a las relaciones de poder bajo las cuales esos textos han sido realmente compuestos.

En retrospectiva, la razón parece muy simple: cuando uno está en el campo, todo el poder está de un lado – o al menos, se puede imaginar fácilmente que es así. Meditar sobre nuestro propio poder no va a ofender a nadie (de hecho, es el tipo de preocupación de la clase media-alta), e incluso si lo hace, no hay nada que los ofendidos puedan hacer al respecto. Al momento que uno regresa del campo y comienza a escribir, sin embargo, las relaciones de poder se invierten. Mientras uno está escribiendo su disertación, se es, típicamente, un estudiante graduado sin dinero, cuya carrera completa puede posiblemente verse destruida por una sola interacción no política con un miembro del comité. Mientras uno está transformando su disertación en un libro, se es típicamente un Profesor Asistente adjunto o no concursado, que desesperadamente está intentando no pisar cualquier pie poderoso para poder alcanzar un trabajo real y permanente. Cualquier antropólogo en tal situación, de hecho, pasará muchas horas desarrollando complejos, matizados, y extremadamente detallados análisis etnográficos respecto a las relaciones de poder que conllevan, pero esas críticas jamás, por definición, serán publicadas, porque cada uno que lo hiciese estaría cometiendo suicidio académico.

Uno solo puede imaginar el destino de, digamos, una estudiante graduada quien escribiese un ensayo documentando las políticas sexuales de su departamento, dejando al descubierto las tramas sexuales de los miembros del comité, o, digamos, uno proveniente de la clase trabajadora quien publicase una descripción de las prácticas de los profesores marxistas quienes regularmente citan los análisis de Pierre Bourdieu (1993) respecto a la reproducción de los privilegios de clase en los ámbitos académicos, y luego en sus propias vidas actúan como si Bourdieu hubiese escrito un manual y no una crítica. Para el tiempo en que se es un miembro distinguido de la facultad, y esto asegura la posición, uno estaría habilitado para retirarse publicando tales análisis. Pero para entonces – a menos que seamos memoriosos – nuestra propia situación de poder garantiza que esas objeciones no sean más percibidas.

En una mano, mis pensamientos me llevan a la conclusión que sería más seguro admitir que se es anarquista que escribir una auto-etnografía honesta de la academia. En la otra mano, soy un anarquista. Y esto me muestra que los dilemas que provienen de esta realidad proveen un tema interesante para realizar una serie de comentarios sobre la academia y su modus operandi, el cual presento en este capítulo.

Consenso y democracia directa
Desarrollé mi investigación doctoral en una comunidad rural de Madagascar, durante un período a fines de los 1980 y principios de 1990 en el cual la mayor parte del territorio del país fue abandonado por el Estado. Las comunidades rurales, e incluso algunos pueblos más grandes, fueron por mucho tiempo auto-gobernados; nadie realmente estaba pagando impuestos, y si un crimen era cometido la policía podía no aparecer. Las decisiones públicas, cuando debían tomarse, tendían a ser una especie de proceso de consenso informal. Escribí un poco sobre esto al final de mi disertación pero, como casi todos los antropólogos, no podía pensar en todo lo interesante que podía decir al respecto. De hecho realmente entendí lo interesante del consenso de forma retrospectiva, cuando, diez años después, me volví activista en New York. Para esas épocas, casi todos los grupos anarquistas de Norteamérica operaban mediante alguna forma de proceso de consenso, y el proceso funcionaba tan bien – realmente se ve como la única forma de toma de decisiones completamente consistente con los es estilos de organización que no son de arriba-abajo – que fue ampliamente adoptado por cualquier interesado por la democracia directa.

Hay enormes variaciones entre diferentes estilos y formas de consenso pero una cosa que casi todas las variantes norteamericanas tienen en común es que están organizadas en consciente oposición a los estilos de organización y, específicamente, los típicos grupos de debate de los clásicos marxistas sectarios. Estos están invariablemente organizados derredor de algún Maestro Teórico, quien ofrece un análisis comprehensivo de la situación mundial y, usualmente, de toda la historia humana, pero poca reflexión teórica sobre cuestiones más inmediatas de la organización y la práctica. Los grupos con inspiración anarquista tienden a operar asumiendo que nadie puede, o probablemente debe, jamás convertir completamente a otra persona a su propio punto de vista, que las estructuras de tomas de decisiones son formas de gestionar la diversidad, y además, que deberían concentrarse en mantener procesos igualitarios y considerando cuestiones inmediatas de acción en el presente.

Uno de los principios fundamentales del debate político, por ejemplo, es que uno está obligado a dejar a los demás participantes el beneficio de la duda por honestidad y buenas intenciones, cualesquiera sean nuestros pensamientos respecto a sus argumentos. En parte, esto también emerge del estilo de debate que el proceso de tomas de decisiones por consenso estimula: donde votar envalentona a reducir a las posiciones del oponente a una hostil caricatura, o lo que fuese necesario para derrotarlo, el proceso de consenso es construido en un principio de compromiso y creatividad donde uno está constantemente intercambiando propuestas hasta que cada uno pueda retirarse con algo con lo que todos puedan vivir: hasta aquí, el incentivo siempre es ser lo más constructivos posibles sobre los argumentos de los demás.

Todo esto se parece mucho a lo que presencié en Madagascar; la diferencia principal era que desde que los activistas norteamericanos aprendieron esta forma de reunión, todo ello se expresó explícitamente. Así que la experiencia activista volcó una nueva luz a mi etnografía original. Pero esto me marcó sobre cuánto de la práctica intelectual ordinaria – del tipo en la que fui entrenado a realizar en la Universidad de Chicago, por ejemplo – se parece realmente al tipo sectario de debate anarquista que se estaba tratando de evitar. Una de las cosas que más me perturbó sobre mi entrenamiento fue precisamente la forma en que se nos incentiva a leer otros argumentos teóricos: básicamente, de la forma menos caritativa posible. A veces me preguntaba cómo esto puede ser reconciliado con la idea de que la práctica intelectual era, en algún nivel último, una empresa común en búsqueda de la verdad. De hecho, el discurso académico parece más a una casi exacta reproducción del estilo de debate intelectual típico de las más ridículas sectas vanguardistas.

Anarquismo y la academia
Todo esto ayuda a explicar algo más: por qué hay tan pocos anarquistas en la academia. Como filosofía política, el anarquismo está atravesando por un verdadero renacimiento. Los principios anarquistas – autonomía, asociación voluntaria, auto-organización, democracia directa, apoyo mutuo – se han convertido en las bases para organizar nuevos movimientos sociales desde Kamchatka hasta Buenos Aires, incluso cuando sus exponentes se denominan a sí mismos Autonomistas, Asociacionistas, Horizontalitas, o Zapatistas. Aún muchos académicos parecen tener solo una vaga idea que esto está pasando, y tienden a menospreciar al anarquismo como una broma estúpida (por ejemplo, “¡Organización anarquista! ¿No es eso una contradicción de términos?”). Hay miles de académicos marxistas, pero no más que un puñado de académicos anarquistas bien conocidos.

No pienso que esto sea porque los académicos sean lentos en percatarse de ello. Me parece que el marxismo ha tenido siempre una afinidad con la academia que el anarquismo nunca podrá. El marxismo es, después de todo, probablemente el único movimiento social que fue inventado por un hombre quien realizó una disertación doctoral; y siempre habrá algo de este espíritu que encaja en la academia. El anarquismo por otro lado no fue realmente inventado por nadie. Es cierto, los historiadores usualmente lo tratan como si lo fuera, construyendo la historia del anarquismo como si fuese básicamente una  criatura idéntica en su naturaleza al marxismo: fue creada por pensadores específicos del siglo XIX (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, etc.), está inspirado en las organizaciones de la clase trabajadora, inmerso en luchas políticas, y así. Pero de hecho la analogía es forzada. Los pensadores del siglo XIX generalmente acreditados con la invención del anarquismo no se consideraban a sí mismos como inventores de nada particularmente nuevo. Veían al anarquismo más como una especie de confianza moral, un rechazo a todas las formas de violencia estructural, desigualdad, o dominación (anarquismo significa literalmente “sin gobernantes”) y la creencia que los seres humanos son perfectamente capaces de vivir sin ellos. En este sentido, siempre ha habido anarquistas, y presumiblemente, siempre habrá.

Solo hace falta comparar las corrientes históricas del marxismo y el anarquismo, para entonces ver que estamos lidiando con diferentes cosas. Las corrientes marxistas tienen autores. Así como el marxismo salió de la mente de Marx, también tenemos Leninistas, Trotskistas, Gramscianos, Althusserianos, por nombrar algunos. Nótese como la lista comienza por jefes de Estado y va pasando casi exclusivamente a profesores franceses. Pierre Bourdieu (1993) notó que si el campo académico fuese un juego en el que los docentes luchan por el poder, sabrías que has ganado cuando otros docentes comienzan a preguntarse cómo hacer un adjetivo con tu nombre. Es, presumiblemente, para preservar la posibilidad de “ganar el juego” – o comenzar a ser reconocidos como titanes intelectuales, o finalmente, poder sentarse a los pies de uno – que esos intelectuales insisten en continuar empleando teorías de la historia de Grandes Hombres sobre las cuales discuten por sobre cualquier otra cosa. De hecho, las ideas de Foucault, así como las de Trotsky, nunca son tratadas como productos de un cierto entorno intelectual, o como surgidas de conversaciones y argumentaciones interminables en cafés, clases, etc., sino siempre como si hubiesen emergido del genio de un solo hombre. Aquí, también, el marxismo es completamente acorde al espíritu de la academia.

Las corrientes anarquistas, en contraste, siempre surgen de algún tipo de principio organizativo o de la práctica: Anarcosindicalistas y Anarcocomunistas, Insurreccionalistas y Plataformistas, Cooperativistas, Individualistas, y así[1]. Los anarquistas se distinguen por lo que hacen, y por cómo se organizan a sí mismos para hacer algo. Y de hecho esto ha sido siempre a lo que más tiempo han dedicado a pensar y argumentar. Nunca han estado muy interesados en temas de amplitud estratégica o preguntas filosóficas que preocupan a los marxistas, tales como “¿Son potencialmente los campesinos una clase revolucionaria?” (Los anarquistas tienden a pensar que esto es algo que los campesinos deben decidir), o “¿Cuál es la naturaleza de las formas de mercancía?”. Más bien, los anarquistas tienden a argumentar sobre ¿Cuál es la forma verdaderamente democrática de llevar a cabo un mitin, a qué punto la organización deja de ser sobre empoderar a la gente y comienza a limitar las libertades individuales? ¿Es el “liderazgo” necesariamente algo malo? O, alternativamente, sobre la ética de oponerse al poder: ¿Qué es la acción directa? ¿Debemos condenar a alguien que asesina a un jefe de Estado? ¿Cuándo está bien destrozar una ventana?

El marxismo, entonces, ha tendido a ser un discurso teórico o analítico respecto a la estrategia revolucionaria. El anarquismo ha tendido a ser un discurso ético sobre la práctica revolucionaria. Ahora, esto también implica que hay un montón de potencial complementación entre los dos. No hay razón por qué uno no puede escribir teoría marxista, y simultáneamente vincularla a la práctica anarquista; de hecho, mucha gente lo hace, incluyéndome[2]. Pero si el anarquismo es una ética de la práctica, esto significa que no hay nada que diga que eres anarquista al menos que estés haciendo algo. Y esto es una forma de ética que insiste, antes que nada, en que nuestros medios deben estar en consonancia con nuestros fines; que no se puede crear libertad por medios autoritarios; que tanto como se pueda, uno debe corporizar la sociedad que desea crear. Así, es muy difícil imaginar cómo uno puede hacer esto en una universidad sin entrar en serios problemas.

Una vez le pregunté a Immanuel Wallerstein por qué considera que los académicos se vinculan a esos estilos sectarios de debate. Actuó como si la respuesta fuese obvia: “Bien, la academia. Es el feudalismo perfecto”. De hecho, el sistema de la universidad moderna es quizás la única institución  - además de la monarquía británica y la iglesia católica – que ha sobrevivido más o menos intacta desde la Alta Edad Media[3]. ¿Qué significaría realmente actuar como un anarquista en un entorno lleno de decanos, rectores y personas vestidas con divertidas túnicas, dando conferencias en hoteles lujosos, llevando a cabo batallas intelectuales en lenguajes tan arcanos que nadie que no haya pasado al menos dos o tres años en una escuela de grado tendría esperanzas de entender? Al menos significaría desafiar de alguna manera la estructura universitaria. Así que volvemos al problema con el que comencé: actuar como un anarquista sería un suicidio académico. Por lo que no está del todo claro que puede hacer realmente un académico anarquista.

Revolucionarios y la universidad

Si uno siguiese el ejemplo de Wallerstein, sin dudas sería posible escribir una historia del sectarismo académico, comenzando quizás con las disputas teológicas entre Dominicos y Franciscanos en el siglo XIII – es decir, en la época en que las disputas eran literalmente entre sectas rivales – y trazar una línea hasta los orígenes del sistema universitario moderno en Prusia a inicios del siglo XIX. Como ha notado Randall Collins (1998), los reformistas quienes crearon el sistema universitario moderno, principalmente colocando a la filosofía en el lugar antes ocupado por la teología como disciplina maestra y llevando la institución a un novedoso Estado centralizado, donde casi todos eran exponentes de una u otra forma de Idealismo filosófico. Su argumento parece un poco cínico, pero este patrón se repitió en muchos lugares – con el Idealismo tornándose la moda filosófica dominante en el momento exacto en que las universidades fueron reformadas, primero en Alemania, luego en Inglaterra, Estados Unidos, Italia, Escandinavia, Japón – por lo que es difícil negar que algo pasó aquí (Collins 1998:650):

Cuando Kant propuso que la filosofía fuese árbitro de las demás disciplinas, estaba trazando una línea que transformaba a las carreras académicas en sí mismas superiores a las carreras dentro de la iglesia… Cuando Fichte visualizó a los profesores universitarios como una nueva especie de reyes-filósofos, estaba llamando la atención sobre la tendencia de los titulares de grados académicos de monopolizar el ingreso a la administración pública. Las bases para este argumento deben buscarse en los conceptos de los discursos filosóficos; pero la motivación para crear estos conceptos provienen de la realista evaluación respecto a que las estructuras estaban moviéndose en una dirección favorable para lograr un auto-gobierno de la elite intelectual.

De este modo se explica por qué los seguidores de Marx, aquel gran rebelde contra el Idealismo Alemán, se complementan tan perfectamente con el espíritu de la academia – su imagen especular, incluso – mientras actúa de puente entre aquellos hábitos de argumentación una vez típicos de los teólogos, que son trasladados a los dominios de la política.

Algunos argumentarán (como creo lo haría Collins) que esas divisiones sectarias son simplemente aspectos inevitables de la vida intelectual. Las nuevas ideas solo pueden surgir de confusas contiendas académicas. Esto puede ser cierto, pero creo que sin embargo, no es el punto. En primer lugar, el tipo de grupos basados en consenso a los que me refiero también dan prioridad a la diversidad de perspectivas. Así es que los anarquistas no ven las discusiones como una competencia en la cual cada teoría o perspectiva debe, en última instancia ganar. Esa es la razón por la cual las discusiones casi siempre se enfocan en qué va a hacer la gente. En segundo lugar, los modelos sectarios de debate difícilmente se conducen a propiciar la creatividad intelectual. Es difícil ver cómo una estrategia de menosprecio sistemático a otros argumentos pueda contribuir a impulsar el conocimiento humano. Esto es útil solo si uno se ve como peleando una batalla y el único objetivo es ganar. Uno utiliza tales técnicas para impresionar a la audiencia. Por supuesto, en batallas académicas, casi no hay audiencia – más que otros estudiantes graduados u otros académicos de actitud feudal – haciendo que todo esto pierdan sentido, aunque parece no importar.

Los guerreros académicos se desempeñarán frente a audiencias inexistentes de la misma forma en que las minúsculas sectas trotskistas de siete u ocho miembros invariablemente fingirán ser gobernantes en espera, quienes sienten que su responsabilidad es apoyarse en sus posiciones respecto a todo, desde el matrimonio gay hasta como resolver mejor las tensiones étnicas en Cachemira. Suena ridículo. En realidad, es ridículo. Pero aparentemente, es la mejor manera de garantizar la victoria en estos extraños torneos de caballeros que se han convertido en la característica distintiva del “auto-gobierno de la élite intelectual” de Collins.

Sobre la idea de vanguardia


Parece que mi argumento hasta aquí me ha llevado a encasillarme. Los anarquistas superan los hábitos sectarios al mantener siempre el foco en lo que poseen en común, que es aquello que hacen (destruir al Estado, crear nuevas formas de comunidad, etc.). Lo que los académicos quieren haces, en su mayoría, es establecer sus posiciones relativas. Quizás sea mejor encararlo, entonces, desde otro lado.

Los anarquistas tienen una palabra para este tipo de comportamiento sectario. Lo llaman “vanguardismo”, y lo consideran típico de quienes creen que el rol apropiado para los intelectuales es arribar con el análisis teórico correcto sobre la situación mundial, así como estar disponibles para liderar a las masas hacia un camino verdaderamente revolucionario. Un efecto beneficioso de la popularidad del anarquismo en los círculos revolucionarios actuales es que esta posición se considera definitivamente pasada de moda. El problema, entonces, tiene que ver con cuál debe ser el rol de los intelectuales revolucionarios. O, simplemente, ¿cómo podemos abandonar nuestros hábitos vanguardistas? Deshacer la teoría social desde hábitos vanguardistas puede ser una tarea particularmente difícil porque históricamente la teoría social moderna y la idea de vanguardia han nacido más o menos juntas. En realidad, esa era la idea de la vanguardia artística, y la relación entre las tres – teoría social moderna, vanguardismo y vanguardia – sugiere algunas posibilidades inesperadas.

El término vanguardia fue en realidad acuñado por Henri de Saint-Simon (1825) como producto de una serie de ensayos que escribió hacia el fin de su vida. Al mismo tiempo que su entonces secretario y más tarde rival, Auguste Comte, Saint-Simon escribió respecto a la Revolución Francesa, y esencialmente se preguntaba por qué había salido mal. Ambos arribaron a la misma conclusión: la sociedad moderna, industrial, carecía de cualquier institución que pudiese proveer de cohesión e integración social, a diferencia de la sociedad feudal que tuvo a la Iglesia Católica. Cada uno terminó proponiendo una nueva religión: Saint-Simon (1825) la llamó “Nuevo Cristianismo”, y Comte (1852) denominó la suya “Nuevo Catolicismo”. Al principio, los artistas eran quienes jugarían el rol del sacerdocio; Saint-Simon produjo un diálogo imaginario en el que un representante de los artistas explicaba a los científicos como, en su rol de imaginar futuros posibles e inspirar al público, jugarían el rol de “vanguardia” – una “función verdaderamente sacerdotal” en la sociedad venidera – y cómo los artistas vislumbrarán aquello que los científicos e industriales pondrán en funcionamiento. Eventualmente, el Estado en sí mismo, como mecanismo coercitivo, simplemente se desvanecería[4].

Comte (1852), por supuesto, es más famoso por ser considerado el fundador de la sociología; de hecho, el inventó el término para describir lo que veía como la disciplina maestra, que podría tanto entender como dirigir la sociedad. Terminó poseyendo un enfoque diferente, mucho más autoritario de la transformación social, proponiendo finalmente la regulación y control de casi todos los aspectos de la vida de acuerdo a principios científicos, con el rol sacerdotal de su Nuevo Catolicismo en los propios sociólogos. Esta oposición es particularmente fascinante porque, a principios del siglo XX, las posiciones fueron efectivamente invertidas. Mientras que la izquierda Saint-Simoniana veía a los artistas como líderes y la derecha Comtiana se imaginaba a sí misma como científicos, tuvimos líderes como Hitler y Mussolini quienes se imaginaban como grandes artistas inspirando a las masas, esculpiendo la sociedad de acuerdo a sus grandiosas visiones, y a la vanguardia marxista clamando por el rol de científicos. Los Saint-Simonianos en cualquier caso, intentaron controlar a los artistas para sus diversas empresas, salones, y comunidades utópicas, a pesar de que rápidamente se encontraron con dificultades porque muchos al interior de sus círculos artísticos de “vanguardia” prefirieron a los más anárquicos Fourieristas, y luego, una u otra rama del anarquismo explícito.

En realidad, el número de artistas del siglo XIX con simpatías anarquistas es bastante sorprendente, desde Pissaro a Tolstoy u Oscar Wilde, por no mencionar a casi todos los artistas de inicios del siglo XX quienes más tarde se volvieron Comunistas, desde Malevich a Picasso. Más que como una vanguardia política liderando el camino a una sociedad futura, los artistas radicales casi siempre se vieron a sí mismos como exploradores de nuevas y menos alienadas formas de vida. El desarrollo realmente significativo del siglo XIX fue menos la idea de vanguardia que la de Bohemia (un término acuñado por Balzac en 1838): comunidades marginales viviendo en una pobreza más o menos voluntaria, viéndose como dedicados a perseguir la creatividad, formas no alienadas de experiencia, unidos por un profundo odio a la vida burguesa y todo lo que implicaba. Ideológicamente, tenían la misma posibilidad de ser representantes del “arte por el arte” o revolucionarios sociales. Y de hecho parecían haber salido del mismo contexto social que la mayoría de los revolucionarios del siglo XIX, o actuales, dado el caso: una especie de encuentro entre ciertos elementos de las clases profesionales con movilidad social descendente (intencionalmente), con amplio rechazo a los valores burgueses, y jóvenes de clase trabajadora con cierta movilidad social ascendente – del tipo que consiguió para sí mismo un nivel de educación burguesa solo para descubrir que esto no significaba realmente entrar en la burguesía.

En el siglo XIX, el término “vanguardia” pudo ser usado por cualquiera que fuese visto como explorando el camino a una sociedad futura libre. Los periódicos radicales – incluso los anarquistas – solían llamarse “La Vanguardia”. Fue Marx quien comenzó a cambiar significativamente esta idea introduciendo la noción de que el proletariado era la verdadera clase revolucionaria – en realidad nunca usó el término “vanguardia” en sus propios escritos – porque ellos eran quienes estaban más oprimidos (o como expresó, “negados” por el capitalismo) y por tanto quienes tenían menos que perder con su abolición. De este modo, descartó la posibilidad de que en los enclaves menos alienados, sean artistas o artesanos y productores independientes, quienes tendían a formar la columna vertebral del anarquismo, tuviesen algo que ofrecer. El resultado todos lo conocemos. La idea de partido de vanguardia dedicado tanto a organizar como proveer un proyecto intelectual para las clases más oprimidas elegidas como agentes de la historia, pero además, esparciendo la revolución a través de su disposición a usar la violencia, fue descrito por primera vez por Lenin en su ensayo central de 1902, ¿Qué Hacer?; teniendo un eco sin fin, al punto que a fines de los 1960 grupos tales como Estudiantes por una Sociedad Democrática pudieron terminar encerrados en furiosos debates respecto a si el Partido de las Panteras Negras debía ser considerado la vanguardia del movimiento, como líderes de su elemento más oprimido.

Todo esto tuvo un curioso efecto en la vanguardia artística quienes crecientemente comenzaron a organizarse como partidos de vanguardia, comenzando por los Dadaístas y los Futuristas, publicando sus propios manifiestos, comunicados, purgándose unos a otros, y tornándose a sí mismos (a veces intencionalmente) parodias de sectas revolucionarias[5]. La fusión definitiva vino con los Surrealistas y, finalmente, la Internacional Situacionista, que por un lado era la más sistemática en intentar desarrollar una teoría de la acción revolucionaria acorde al espíritu de la Bohemia, pensando sobre que significa realmente destruir las fronteras entre el arte y la vida – pero al mismo tiempo, en su organización interna, desarrolló una especie de insano sectarismo lleno de divisiones, purgas, y amargas denuncias que Guy Debord finalmente remarcó que la única conclusión lógica para la Internacional era terminar reducida a dos miembros, uno de los cuales debía purgar al otro y luego cometer suicidio (lo que realmente no está demasiado lejos de lo que efectivamente terminó ocurriendo).

Producción no-alienada

Para mí la pregunta realmente intrigante es esta: ¿Por qué los artistas tan a menudo han sido atraídos por la política revolucionaria, para comenzar? Porque parece ser el caso en que, incluso en tiempos y lugares donde no hay otras bases para el cambio revolucionario, el lugar para hallarla es entre artistas, autores y músicos; incluso más, de hecho, que entre intelectuales profesionales. Me parece que la respuesta tiene mucho que ver con la alienación. Parece haber una relación directa entre la experiencia de imaginar cosas y luego llevarlas a la existencia (individual o colectivamente) – o sea, la experiencia de ciertas formas de producción no alienada – y la habilidad de imaginar alternativas sociales. Esto es particularmente cierto si aquella alternativa es la posibilidad de una sociedad cuya premisa recae en formas menos alienadas de productividad.

Esto nos permite ver con una nueva luz el salto histórico de la vanguardia como artistas relativamente no alienados (o quizás intelectuales) a una visión de ella como representativa de los “más oprimidos”. De hecho, sugeriré que las coaliciones revolucionarias siempre tendieron a consistir en alianzas entre los menos alienados y los más oprimidos. Esta es una formulación menos elitista de lo que puede sonar, porque también se observa que en el caso de las revoluciones actuales tiende a ocurrir que estas dos categorías se solapan. Esto explicaría por qué casi siempre parece ser campesinos y artesanos – o alternativamente, campesinos y artesanos recientemente proletarizados – quienes en realidad se levantan y derrocan regímenes capitalistas, y no aquellos que pasaron por generaciones de trabajo asalariado. Finalmente, sospecho que esto también puede ayudar a explicar la extraordinaria importancia del movimiento “anti-globalización”: esta gente tiende a ser simultáneamente la menos alienada y la más oprimida de la Tierra, y una vez que es tecnológicamente posible incluirlas en coaliciones revolucionarias, es casi inevitable que deban cumplir un rol destacado.

El rol de los pueblos indígenas, curiosamente, nos lleva al rol de la etnografía. Ahora, me parece que en términos políticos, la etnografía ha recibido un trato algo rudo. Se asume que es intrínsecamente una herramienta de dominación, el tipo de técnica tradicionalmente empleada por conquistadores o gobernantes coloniales. De hecho, el uso de etnografías por parte de colonialistas europeos es casi una anomalía: en el mundo antiguo, por ejemplo, uno puede ver una ráfaga de curiosidad etnográfica en los tiempos de Herodoto que se desvanece al momento en que los grandes imperios multiculturales entran en escena. Realmente, los períodos de gran curiosidad etnográfica tienden a ser períodos de rápido cambio social y al menos potencial revolucionario. Además, uno puede argumentar que bajo condiciones normales, es menos un arma de los poderosos que un arma de los débiles. Todos estos estudiantes graduados construyendo elaboradas etnografías sobre sus departamentos que nunca podrán publicar están haciendo – quizás de un modo teóricamente más informado – lo que cualquiera en esa posición tiende a hacer. Sirvientes, mercenarios, esclavos, secretarios, concubinas, trabajadores de cocina, casi cualquier persona dependiente de los caprichos de alguien viviendo en un universo moral o cultural diferente, está por obvias razones constantemente tratando de entender que está pensando esa persona y cómo gente como esa tiende a pensar, para descifrar sus extraños rituales o entender cómo tratan a sus parientes. Esto no sucede mucho a la inversa[6].

Por supuesto, la etnografía es idealmente un poco más que eso. Idealmente, la etnografía se trata de entender las lógicas simbólicas, morales o pragmáticas ocultas que delinean ciertos tipos de acciones sociales; la forma en que los hábitos y acciones de la gente toman sentido de maneras en las que no son del todo conscientes. Pero me parece que esto posee un rol potencial para los intelectuales radicales, no vanguardistas. Lo primero que necesitamos haces es mirar a quienes están creando alternativas viables para el grupo, y tratar de entender cuáles son las mayores implicancias de lo que (realmente) están haciendo.

Obviamente lo que estoy proponiendo puede solo funcionar si fuese, en última instancia, una forma de auto-etnografía – en el sentido de examinar movimientos que uno hace, de hecho, llevando a cabo algún tipo de compromiso, en el que uno forme parte. Esto debe también combinarse con cierto grado de exploración utópica: un asunto de probar la lógica tácita o los principios bajo ciertas formas de práctica radical, y luego, no solo ofrecer el análisis nuevamente a esas comunidades, sino usarlos para formular nuevas visiones. Estas visiones deberían ser ofrecidas como potenciales regalos, no análisis definitivos o imposiciones. Aquí también hay sugestivos paralelos en la historia de los movimientos artísticos radicales, que se volvieron movimientos precisamente al tornarse sus propios críticos[7]; así como también hay intelectuales que ya están intentando hacer precisamente esta especie de trabajo auto-etnográfico. Pero digo todo esto no tanto para proveer modelos como para abrir un campo de discusión, enfatizando que incluso la noción de vanguardia en sí misma es más rica en su historia y llena de posibles alternativas que lo que la mayoría de nosotros tenderíamos a esperar. Y esto proporciona al menos una posible respuesta a la pregunta respecto a qué puede hacer un antropólogo anarquista.

No dudo que hay muchas otras.


Referencias

Bourdieu, P. (1993) The Field of Cultural Production: essays on art and literature, in R. Johnson (ed.), Cambridge: Polity Press.

Collins, R. (1998) The Sociology of Philosophies: a global theory of intellectual change, Cambridge, MA: Harvard University Press.

Comte, A. (1852) Catechisme Positiviste: ou sommaire exposition de la religion universelle en onze entretiens systematiques entre une femme et un prêtre de l’humanité,
Paris: Chez le Auteur.

Saint-Simon, H. de (1825) Nouveau Christianisme: dialogues entre un conservateur et un novateur, primier dialogue, Paris: Bossange.

Notas

[1] Significativamente, aquellas tendencias marxistas que no están nombradas por individuos, como el Autonomismo o el Concejismo Comunista, están más cercanas al anarquismo.

[2] Se debe notar que incluso Mijail Bakunin, a pesar de sus interminables batallas con Marx respecto a cuestiones prácticas, también tradujo personalmente El Capital al ruso. También debo apuntar que estoy advertido de ser un poco hipócrita aquí por ser indulgente sobre el mismo tipo de razonamiento sectario que por otra parte estoy criticando: hay académicos marxistas que son muy abiertos de mente, tolerantes y democráticamente organizados, y hay grupos anarquistas que son enfermizamente sectarios. Bakunin mismo difícilmente fue un modelo de democracia bajo algún estándar. Mi única excusa para esta simplificación es que, desde que se puede argumentar que yo mismo soy un teórico marxista, básicamente me tomo en broma tanto como cada uno aquí.

[3] De hecho, un historiador medievalista me dijo que al menos en muchas partes de Europa, la universidad medieval era realmente más democrática de lo que son hoy, ya que los estudiantes elegían a los profesores.

[4] Saint-Simon también fue quizás el primero en concebir la idea de la extinción del Estado: una vez que había quedado claro que las autoridades estaban operando para el bien público, no se necesitaría más la fuerza para obligar al pueblo a prestar atención a sus consejos así como no se necesita obligar a los pacientes a tomar el consejo de sus médicos. El gobierno se relegaría como máximo a algunas funciones menores de policía.

[5] Hay que notar, sin embargo, que estos grupos siempre se definen a sí mismos como anarquistas, debido a cierta forma de práctica más que por algún heroico fundador. Es de suponer que esto fue en parte debido a que cualquier artista que admitiese ser seguidor de otro artista debería abandonar cualquier esperanza de ser visto como una figura histórica significativa por el mero hecho de hacerlo.

[6] Tomemos de ejemplo el famoso ensayo de Todorov sobre Cortez, que según él, era un etnógrafo aficionado que trató de comprender a los aztecas con el fin de conquistarlos. Rara vez se observó que Cortez tratase de comprender a los aztecas, precisamente cuando su ejército era superado en número así como 100 a 1; al momento en que los derrotó, su curiosidad etnográfica parece haber desaparecido.

[7] Por supuesto, la idea de auto-crítica tomó una forma muy diferente, y un tomo más siniestro entre los políticos marxistas.

[Tomado de http://alasbarricadas.org/noticias/node/35988.]

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