Mariana
En 1670 Baruch Spinoza publicó, en forma anónima y con falso pie de imprenta, uno de los libros malditos de la historia del pensamiento político, uno de los más denostados, criticados, discutidos al par que El Príncipe de Maquiavelo o Leviatan de Hobbes: su Tratado Teológico político. Junto con su autor fue, según muchos comentaristas, el fundamento de los movimientos políticos más exaltados de los siglos XVII y XVIII frente a los que Diderot, Voltaire o Rousseau pudieran ser considerados como moderados. La potencia de la obra se extiende hasta nuestros días y, por citar un ejemplo, Toni Negri encontró en las ideas de Spinoza fuente de inspiración para muchas de sus propuestas y en los círculos obreros holandeses spinocista sigue siendo sinónimo de radicalismo.
Pero no nos vamos a referir al libro en general sino a una sentencia que Spinoza presenta en el preámbulo, que es el título de este escrito, donde dice que los hombres luchan por su esclavitud como si fuera su salvación y no consideran una ignominia, sino un gran honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Se trata de una reformulación de la principal pregunta de la filosofía política ¿por qué obedecemos, hasta dar la vida como dice Spinoza, a Uno solo y hasta nos sentimos honrados por hacerlo? Un siglo antes Etienne de la Boetie había formulado la misma cuestión en su libro Discurso sobre la servidumbre voluntaria conocido, precisamente, como Contra Uno.
Detengámonos un momento en la pregunta. ¿Por qué los seres humanos actuamos, incluso en contra de nuestros intereses, para favorecer a Uno, obedeciendo sus órdenes, ocurrencias, deseos y hasta desatinos? ¿Por qué los seres humanos renunciamos a nuestra libertad, a nuestro beneficio, a nuestra felicidad, para favorecer a Uno? ¿Por qué tenemos ese afán de negarnos a nosotros para obedecer a Uno? Y lo hacemos aún cuando nada tengamos por ganar, ni nada que perder salvo las cadenas que cargamos, como dice el Manifiesto Comunista. En política, la pregunta por la obediencia es fundamental y, si se quiere, elemental, pero la respuesta no lo es. Y en muchos casos ni siquiera se tiene una respuesta a la cuestión de esta vocación por ser esclavos voluntarios o, para decirlo en lenguaje coloquial, esta vocación de alfombra que tiene buena parte de la Humanidad, desde China hasta Catia.
En 1670 Baruch Spinoza publicó, en forma anónima y con falso pie de imprenta, uno de los libros malditos de la historia del pensamiento político, uno de los más denostados, criticados, discutidos al par que El Príncipe de Maquiavelo o Leviatan de Hobbes: su Tratado Teológico político. Junto con su autor fue, según muchos comentaristas, el fundamento de los movimientos políticos más exaltados de los siglos XVII y XVIII frente a los que Diderot, Voltaire o Rousseau pudieran ser considerados como moderados. La potencia de la obra se extiende hasta nuestros días y, por citar un ejemplo, Toni Negri encontró en las ideas de Spinoza fuente de inspiración para muchas de sus propuestas y en los círculos obreros holandeses spinocista sigue siendo sinónimo de radicalismo.
Pero no nos vamos a referir al libro en general sino a una sentencia que Spinoza presenta en el preámbulo, que es el título de este escrito, donde dice que los hombres luchan por su esclavitud como si fuera su salvación y no consideran una ignominia, sino un gran honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Se trata de una reformulación de la principal pregunta de la filosofía política ¿por qué obedecemos, hasta dar la vida como dice Spinoza, a Uno solo y hasta nos sentimos honrados por hacerlo? Un siglo antes Etienne de la Boetie había formulado la misma cuestión en su libro Discurso sobre la servidumbre voluntaria conocido, precisamente, como Contra Uno.
Detengámonos un momento en la pregunta. ¿Por qué los seres humanos actuamos, incluso en contra de nuestros intereses, para favorecer a Uno, obedeciendo sus órdenes, ocurrencias, deseos y hasta desatinos? ¿Por qué los seres humanos renunciamos a nuestra libertad, a nuestro beneficio, a nuestra felicidad, para favorecer a Uno? ¿Por qué tenemos ese afán de negarnos a nosotros para obedecer a Uno? Y lo hacemos aún cuando nada tengamos por ganar, ni nada que perder salvo las cadenas que cargamos, como dice el Manifiesto Comunista. En política, la pregunta por la obediencia es fundamental y, si se quiere, elemental, pero la respuesta no lo es. Y en muchos casos ni siquiera se tiene una respuesta a la cuestión de esta vocación por ser esclavos voluntarios o, para decirlo en lenguaje coloquial, esta vocación de alfombra que tiene buena parte de la Humanidad, desde China hasta Catia.
Aquí podemos ampliar la reflexión con algunos considerandos. En muchos casos, la obediencia parece razonable, como cuando obedecemos a alguien que sabe más que nosotros en algún asunto. En esta dirección se mueve Aristóteles cuando habla del poder, distinguiendo un poder despótico, apoyado solamente en la fuerza y el arbitrio, y un poder político que ejercen hombres libres sobre otros hombres libres pero que no encierra una mengua de la libertad porque el poder da razones, fundamentos, propósitos aceptables para ser obedecido. Podríamos extender esta noción hasta hacerla el fundamento de la democracia en tanto que se trataría de una obediencia razonable, normada y transitoria, mientras que el totalitarismo, o la dictadura, serían el ejercicio de un poder despótico, irracional, arbitrario y sin medida. En este caso, la dictadura no se reduce, como muchos opinan en estos lares, a que un periódico, una crítica o un programa de TV puedan, o no, publicarse sino por el tipo de poder que, gracias a nuestra obediencia, dispone el Uno y la manera que lo ejerce.
Digamos, de paso, que San Agustín, heredero dentro del cristianismo de la tradición paulina, negaba que pudiera haber algún tipo de poder de una persona sobre otra que no estuviera acompañada por una pérdida de libertad y un grado de dominación. En la tradición aristotélico-tomista, en cambio, el poder político razonable preserva la libertad. Buena para pensar esta diferencia. Claro que, en pueblos con poco uso de razón, la manipulación de lo que es razonable es más que sencilla, lo que es sabido desde antiguo y, por eso, enseñar a pensar es revolucionario. Sapere aude, Atrévete a saber, decía Kant, un ilustrado.
Pero el problema se complica cuando observamos la obediencia de una mayoría frente a órdenes absurdas, la obediencia a lo irracional, a lo que no tiene ni pies ni cabeza, a lo contradictorio, a lo que no tiene sentido ni lógica, como la obediencia a la orden de la carga de la brigada ligera de la caballería inglesa en la batalla de Balaclava contra una fila de cañones y murieron casi todos, o desnudos y con hambre por Chávez, que es como estamos, o tantas otras torpezas. ¿Por qué los seres humanos obedecemos órdenes tan desatinadas? ¿Por qué lo hacemos? ¿Se equivocó Descartes cuando dijo que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo?
La pregunta de La Boetie y de Spinoza sigue siendo pertinente hoy en día, y diría que más, porque se supone que tenemos mayor educación, mayor información, mayor defensa de los derechos, mayor conciencia de la dignidad y valía humana. Pero sucede que seguimos obedeciendo, y, quizás los latinoamericanos en general y los venezolanos en especial, seamos el mejor ejemplo de la vigencia de esta paradoja, la de obedecer hasta el absurdo. Un ejemplo es Cuba, todo un país obedeciendo a líderes que durante 60 años identificaron al imperio norteamericano con el demonio (Chávez lo siguió en esto) y luego, con la misma sumisión, obedeciendo a los mismos dirigentes, de un día para otro, corren al abrazo del mismo imperio gringo cuando esos dirigentes decidieron que eran los nuevos mejores amigos sin mucha explicación. Puede que los dirigentes saquen personales ventajas pero ¿millones de personas obedeciendo ciegamente a Uno que lo lleva sumisamente de un lado para el otro a su antojo como a niños con una chupeta y hasta dando su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre, como dice Spinoza?
La respuesta que da La Boetie es la del misterio, algo que la lengua no puede nombrar, un innombrable, un punto ciego en la naturaleza humana que no puede pensarse y nosotros mismos no podemos explicar por qué renunciamos a ser nosotros para beneficio de Uno. No es el miedo porque, un ejemplo cercano, millones de venezolanos no pueden temer al Presidente Maduro, ni con toda la represión que quiera, porque ni los delincuentes ni los narcotraficantes ni los contrabandistas le temen, más bien al contrario. Para La Boetie es algo inexplicable, como que haya gente que masivamente vaya a votar a Uno el día de las elecciones cuando es claro que lo hace contra sus propios intereses y, más inexplicable, que hasta espere que le den permiso para votar.
En cambio Spinoza sostiene la tesis del engaño, y hace principal responsable de esta alienación a la religión y a su asociación con el poder político. La misión de la religión es engañar y el beneficiario de este engaño es el poder de los gobernantes. De esto se ocupa, en buena parte, la obra citada, en mostrar que la religión judía tal como existe fue un invento de Moisés (literalmente el Uno que ha nacido) que, desde su origen, tuvo una meta política que fue la de reunir a los israelitas bajo su control. Y Moisés es figura fundamental de las religiones judía, musulmana y cristiana. La función de la religión desde su origen es promover la obediencia en los espíritus de la gente, obediencia a los dioses, a fuerzas trascendentes misteriosas, a tradiciones que someten, a los santos que interceden, obediencia que se implanta en nosotros y luego se traslada a los gobernantes, al Uno, intermediario entre esas fuerzas galácticas y la gente. Si atendemos al origen de la voz teología en Platón, entre los griegos, veríamos que es similar. Pero ésta es otra historia y Chávez también nos dejó con hambre y desnudos de papel para difundir.
Esta reflexión viene a cuento porque durante la pasada década, en la que los latinoamericanos tuvimos los mayores ingresos del último cuarto de siglo, decidimos elegir para gobernar a regímenes corruptos, autoritarios e ineficientes que se beneficiaron hasta más no poder con nuestra obediencia. Basta mencionar Brasil con el PT, Argentina con los Kirchner, Venezuela con Chávez y Maduro, Ecuador con Correa, Nicaragua con Ortega, y Guatemala y México y Bolivia y, por supuesto, Cuba. Ahora, que vienen las vacas flacas, parece que no hay manera de sacarlos y lloramos la oportunidad perdida, pero seguimos acatando. Busque la respuesta a por qué ha obedecido absurdamente a Uno, por qué estuvo tan feliz de someterse a Uno para hacer ricos a unos pocos, más poderosos a los que ya son poderosos, más pobres a los pobres y más esclavos a los esclavos en lugar de proclamar, como Proudhon, ni Dios, ni Amo ni Estado.
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