Hace
unos días, un grupo de militantes del PSUV (Partido Socialista de Venezuela)
pegó un cartel de considerable tamaño en una de las paredes del edificio donde
vivo. En la imagen, puede verse a Chávez, aún joven y fuerte, saludando a un
público infantil con su acostumbrado gesto militar. Debajo de su rostro puede
leerse “A ganar la gran batalla electoral 2015”. Además, el grupo de
desconocidos se había asegurado de llenar los espacios vacíos de la pared con
algunas pintas del acostumbrado “Chávez vive, la Lucha sigue” e incluso,
la más reciente “La batalla es de Chávez”.
Me detuve a mirar la imagen por algunos minutos. En ningún lado se menciona al Presidente Nicolás Maduro o algún hecho o acontecimiento que haga referencia a su gobierno. Eso, a pesar que la llamada “Batalla electoral” será de definitiva importancia para la administración actual, la campaña que se lleva a cabo en paredes y muros, tiene mucho más interés en recordar glorias pasadas que en recordar quien el rostro de poder en la actualidad. O quizás se trate de algo más simple, me digo mirando la imagen casi eternizada de un Chávez sonriente y robusto, que recuerda sus mejores años: dejar muy claro que la supervivencia de la Revolución pasa necesariamente por ese recuerdo imperecedero del líder carismático. Ese perpetuo recuerdo que parece gravitar no sólo dentro de la iconografía del proceso político que dejó a medio completar sino también, en esa percepción del poder que sólo parece sostenerse sobre él. Y me pregunto, si esa recurrencia de Chávez como símbolo y figura, será suficiente para apuntalar un Gobierno que dilapidó su capital político y sobre todo, avanza hacia sin pausa hacia una visión dictatorial del poder.
— Probablemente sí, pero la pregunta que deberías formularte es por cuanto tiempo podrá hacerlo — comenta mi amigo P. sociólogo e investigador sobre el tema político Venezolano. Por casi cinco años, se ha hecho quizás preguntas mucho más profundas que la mayoría sobre el proceso político Venezolano y ha llegado a menos respuestas. Un hecho que insiste, suele preocuparle — la cuestión con Chávez es que durante casi quince años, fue un símbolo. La referencia, la medida rasante. La idea sobre la que versaba toda la política en el país, como se comprendía y como se asume como globalidad. Imitar un fenómeno semejante no es sencillo.
La
idea no me sorprende. Hace unos días y a propósito del Premio
Tusquets de Novela 2015 que recibió en España, el escritor Alberto Barrera
comentaba sobre su obra, que precisamente el fenómeno Chávez como algo más que
política: “No solo como una manera de entender quién era Chávez sino también
de revelarnos quiénes somos los venezolanos: Chávez produjo este hechizo y
fuimos los venezolanos quienes nos enganchamos, en favor o en contra, con él”.
Se trata de una aproximación frecuente a la figura de Chávez no sólo como
Presidente y fenómeno de masas, sino un elemento mucho más complejo e intricado
de la psiquis Venezolana. Para Barrera como otros tantos analistas del
fenómeno, Chávez representó no sólo una nueva manera de hacer política — basada
quizás en los peores rasgos del Venezolano — sino también, de esa personalidad
oculta del gentilicio que hasta entonces estuvo oculta y disimulada bajo el
auspicio del poder.
— De manera que Chávez simbolizó todo lo que el Venezolano es y todo la distorsión que la exclusión provocó en la cultura Venezolana — me explica P., mostrándome una fotografía de Chávez abrazando niños y ancianas. Es una fotografía tradicional en la imaginaria política. Pero con Chávez, tiene una connotación distinta: hay algo extrañamente cercano en sus gestos, en la sonrisa amplia, los ojos entrecerrados. Una sinceridad ambigua que aún así resulta creíble — A esa distorsión de la visión del poder, a la encarnación del Padre ficticio, de la figura fuerte, del “Mano dura”, le llamos Chavismo. Y por ese motivo, el Venezolano lo acepta sin más. Lo asume necesario. Continúa pensándolo como necesario.
La idea me produce una profunda incomodad, aunque es cierta e innegable. Crecí en un país enamorado de Hugo Chávez y no sólo del hecho político que representó, sino la idea básica que parecía englobar: el Chávez que era todos los Venezolanos, que era capaz no sólo de expresar ideas sobre la noción de la identidad Venezolana con mucha más claridad que cualquier otro vocero político antes o después de su entrada a la historia del país. Y es que Chávez, como político y como figura pública, fue algo más que una curiosidad ideológica y un promotor del populismo del petrodolar. Chávez logró capitalizar no sólo el descontento genérico sino convertirlo en una fuerza política, en un proceso de identificación que aún no termina, pero más allá de eso, en una persistente idea sobre una esperanza que nunca llega a cristalizarse. Chávez vivo, representó al utopía que cualquier “Revolución” representa. Muerto, la promesa a punto de cumplirse, basada en su memoria.
Probablemente, por ese motivo, el Gobierno de Nicolás Maduro, torpedeado por una brecha Fiscal abismal, intentando mantenerse estable durante la peor crisis económica de la historia del país, necesita tan desesperadamente recuperar a Chávez, no como elemento social — el presidente y el hombre que encarnó un período de cambios inéditos — sino cómo hilo conductor de ideas y de propuestas que sostienen los parámetros de un sistema político agónico. Eso, a pesar que Maduro fue el heredero — en el sentido estricto del término — de la Revolución a pleno derecho y que fue designado por Chávez como sucesor casi monárquico del fenómeno que protagonizó. Para el momento, con la salud de Chávez convertida en un secreto de Estado y el país debatiéndose entre la incertidumbre y los rumores, Maduro alcanzó un lugar propio en el ideario popular aún fascinado por el Chávez símbolo: el hijo símbolo, el rostro visible de la Revolución que se perpetua, la promesa del futuro.
Pero Chávez murió y se llevó a la tumba también la capacidad para cautivar a un país deseoso de construir ídolos a partir del poder. Maduro, inexperto y sobre todo, desbordado por una crisis coyuntural con la que Chávez maniobró lo mejor que pudo y supo, comenzó recorrer el camino de un líder residual, sin apoyo real y destinado a reflejar — en el mejor de los casos — las glorias pasadas de un líder carismático que murió quizás en el momento idóneo para convertirse en mito.
Rodeado
de aduladores pero sobre todo, sostenido a base del enfrentamiento del Chavismo
civil — minoritario — y el Cuartelero — esa gran pléyade militarista que
próspera con enorme facilidad en un país enamorado del verde oliva — Maduro
parece tropezar con demasiada frecuencia con las grietas de una Revolución que
no termina de asimilarle. Sin un lugar propio, limitándose a imitar como puede
al Líder muerto, Maduro parece debatirse entre la idea de persistir a base de Chávez
como símbolo o crearse su propio lugar en la historia del Chavismo. Por ahora,
parece no haber logrado ninguna de las dos cosas y la fractura entre la
promesa — el Delfín ungido por el líder único y la insistencia en una idea
concreta sobre como debe sobrevivir la revolución chavista asi misma — parece
más grande que nunca.
Dice
Albinson Linares en su magnifico artículo: El
carisma no se hereda: la maldición de Nicolás Maduro , que para el
Chavismo actual el mayor problema es quizás repetir la influencia de Chávez sin
ninguno de los elementos que propicio y sostuvo su influencia. El articulista
además, teoriza sobre el hecho que Chávez no sólo logró sostener un proyecto
político personal a base de su capacidad para fascinar a las mayorías, sino
sobre ese elemento confuso que parece crear un vínculo emocional irrepetible:
El Carisma.
Para Linares, la cosa está clara: Chávez fue un maestro en la seducción de las mayorías, un político audaz y una criatura mediática que supo crear una idea sobre el poder basada en la interrelación con el elector. Sin intermediarios. Sin un elemento que no pudiera controlar de manera directa. Por supuesto, no se trata de un fenómeno nuevo: Chávez pareció sólo pareció reconstruir el modelo del líder popular para una versión mucho más intuitiva y basada en la negociación de espacios de poder. Chávez sabía cuando retroceder, cuando avanzar, cuando negociar y avasallar. Y tal vez por esa elemental combinación de audacia y sobre todo, sentido de la importancia de su propio mito, Chávez logró solventar y sobrevivir a Crisis que habrían destruido los cimientos de un líder con menos alcance. Según Linares, la idea del Carisma es fundamental:
Para Linares, la cosa está clara: Chávez fue un maestro en la seducción de las mayorías, un político audaz y una criatura mediática que supo crear una idea sobre el poder basada en la interrelación con el elector. Sin intermediarios. Sin un elemento que no pudiera controlar de manera directa. Por supuesto, no se trata de un fenómeno nuevo: Chávez pareció sólo pareció reconstruir el modelo del líder popular para una versión mucho más intuitiva y basada en la negociación de espacios de poder. Chávez sabía cuando retroceder, cuando avanzar, cuando negociar y avasallar. Y tal vez por esa elemental combinación de audacia y sobre todo, sentido de la importancia de su propio mito, Chávez logró solventar y sobrevivir a Crisis que habrían destruido los cimientos de un líder con menos alcance. Según Linares, la idea del Carisma es fundamental:
“El carisma es ese je ne sais quoi que logra subvertir los intereses individuales en pos de una tarea colectiva. Crea las condiciones para el surgimiento de un líder excepcional, capaz de forjar nuevos ritos sociales o de desenterrar viejas tradiciones. Incorporando estos ritos o tradiciones a su discurso, el líder carismático puede llegar a una reorientación “completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al mundo en general” — apunta Weber en su obra monumental que parece haber sido publicada en 1921 para interpretar la Venezuela del siglo XXI.
Las palabras de Weber, asevera López Maya, “explican mucho lo que ha sido el orden político venezolano en el sentido de que a la gente, aparentemente, no le importa que se viole la ley, no le importa que las reglas del juego no estén claras, ni les interesa la corrupción. Había [entre la gente y el líder] un vínculo que no era racional al punto de que pueden pasar trabajo y seguían votando porque no es un orden político moderno de la racionalidad económica y el bienestar nacional. Claro que el ser carismático tiene que proveer [algún] bienestar tangible o intangible, simbólico o material, y cuando él se va tiene que encontrarse otras formas de suplirlo. Allí me parece que el chavismo ha desarrollado unas estrategias que hasta ahora han probado ser exitosas”.
Por supuesto, además del Carisma, Chávez gozó de una abultada chequera de petrodolares con lo que no dudo comprar indulgencias, robustecer de manera cosmética el mensaje político de la revolución que lideraba y oficializar la idea del Estado poderoso identificado por completo con una ideología política. Con su enorme capacidad de provocación y su natural resistencia a acatar las reglas del Juego democrático, Chávez pulverizó las diferencias entre Gobierno y Estado, convirtiendo el poder en Venezuela en una especie de mezcla entre su visión personal del tema y la de su ideología. Eso, a pesar que el mito del Socialismo del siglo XXI jamás tuvo verdadera conceptualización y que pareció disolverse en medio de la encarnizada batalla política por autopreservarse en el poder.
— Era inevitable que finalmente Chávez se enamorara de si mismo tanto como para asumir que la Revolución Venezolana dependía de su influencia — me explica P. con cierta tristeza — y lo hizo, apoyado en una prosperidad petrolera inédita, nadando sobre dólares, disfrutando de un beneficio económico desconocido. Así que hizo lo que todo Venezolano promedio haría: robusteció las bases de la revolución, haciendo más dependiente a los pobres del Estado, luchó contra la disidencia permitiéndoles disfrutar de la dádiva con subvecciones y subsidios. Pero mantuvo el control: Uno férreo, personal. Desde lo económico a lo político, Chávez se aseguró que nada que ocurriera en el país estuviera fuera de su ambito de acción.
Para Chávez resultó sencillo avasallar. Mientras las misiones convertían a la marginación y a la pobreza en una maquina de votos y el PetroEstado continuaba ensanchanzandose, encontró que la formula para sostener el socialismo utópico es la prosperidad y el gasto a espuertas. Se permitió no sólo construir toda una red de ayudas sociales que no lograron modificar los indicadores reales pero fueron efectivas como parte del aparato propagandístico. Exacerbó el nacionalismo, llevó la política al comedor doméstico. Transformó al país entero en un gran debate ideológico.
No obstante, la prosperidad petrolera suele tener altibajos. Y esa variación conlleva en si misma una grieta en el sistema político que se sostiene en ella. Venezuela, un Petroestado a todo nivel, es el mejor ejemplo: Incluso antes de la muerte de Chávez, las oscilaciones del mercado petrolero parecían tener una influencia decidida y evidente no sólo en sus maniobras políticas sino también en la forma como el Venezolano comprendía su relación con el poder. Y como bien menciona Ibsen Martínez en su artículo Cómo desaparecen los petroestados, la renta petrolera se transformó en un indicador del poder del Gobierno de turno y en una imagen movediza del ciudadano subsidiario. Comenta Martinez: “Es descorazonador advertir que los petroestados no críen ciudadanos sino súbditos cazadores de la renta petrolera que se reclutan en todos los estratos sociales: desde los buhoneros revendedores de productos subsidiados y los grandes contrabandistas de extracción de gasolina subsidiada (¡la más barata del planeta!), muchos de ellos militares gobernadores de estados fronterizos con Colombia, pasando por la banca privada más vivaracha del hemisferio, hasta llegar a los enchufados magos del comercio exterior, dedicados al negocio de obtener, dolosamente, dólares baratos para importar con sobreprecio toneladas de alimentos en estado de descomposición.”
Por supuesto, la muerte de Chávez y la estrepitosa caída del precio del Petrolera no son las únicas explicaciones del desplome de la Revolución ideológica que intenta apoyarse en Maduro como líder político. A pesar de sus esfuerzos, de su evidente intención en ocupar el lugar político de su mentor y sobre todo, de mantener intacto el Capital político que heredó, Maduro carece de ese vinculo misterio y fraterno que Chávez mantenía con sus electores. Una idea emocional que desbordaba no sólo el hecho real político — la promesa, la noción de la prosperidad basada en la esperanza ideológica — sino en Chávez como figura.
Hace unos cuantos meses, el articulista Rufi Guerrero escribió en el periódico @contrapuntoVzla sobre el tema: No sólo analizó a Chávez desde el punto de vista político sino que además profundizó en esa idea del Chávez figura que resulta tan desconcertante como única. Para Guerrero, Chávez no sólo metaforizó la tradicional idea del hombre fuerte sino algo más intríncado: la identidad Venezolana. O al menos, los rasgos reconocibles de un gentilicio elemental: “Chávez fue el presidente más parecido al venezolano común y, darse cuenta de eso, desata el desprecio de sus contendientes. Dicharachero, revirón, ordinario, rompe protocolo, alzado, con un montón de resentimientos guardados esperando cazar la primera pelea para soltarlos. El mito del venezolano alegre y colaborador es solo eso, un mito. La mayoría tiene los mismos rasgos de personalidad y chocar contra esa realidad desenfoca a los que no han querido aceptarla.”
Pienso en esa reflexión mientras camino por el Centro de Caracas. El rostro de Chávez me mira en todas partes: Desde los edificios oficiales, las paredes repletas de consignas, las camisetas de sus partidarios, que aún las llevan con cierto orgullo de identificación. Para el Gobierno, la memoria de Chávez es más necesaria que nunca pero más que eso, resulta imprescindible. Mientras la debacle económica se manifiesta en todas partes y la marca del Chavismo parece desgastarse a medida que la promesa se convierte en amenaza, Chávez resurge como líder único, como perspectiva a futuro de un proyecto país aún basado en la utopía ideológica. Y es que desde Chávez y hacia Chávez, nada parece cambiar. Sigue siendo el Presidente simbólico, el rostro reconocible y el principal activo de una revolución cada vez más caótica.
Comenta Naky Soto en uno de sus puntillosos análisis sobre el acontecer diario que el Chavismo asume a Chávez como invencible, sin que su desaparición física parezca ser un elemento que perturbe o modifique esa noción. Según la articulista, el gobierno de Nicolás Maduro no sólo es subsidiario de esa popularidad implicita que aún Chávez mantiene sino que la utiliza a conveniencia. Y el resurgir del Chávez símbolo en medio de un panorama electoral complicado es más que previsible:
“Solo Chávez gana
Si
tienes problemas para comprender qué es la negación, la etiqueta oficial de
esta noche puede ayudarte: “El 6D gana el finado”. Con esa nefasta frase
arrancó Cabello su programa, y siendo presidente de la Asamblea Nacional no
podía menos que presentar a los candidatos de Barinas y Portuguesa, salvo que
fueron solo los del PSUV. Pero el productor del programa -un genio- mezcló
vídeos del finado en campaña, y rescató la idea de Nicolás de que la oposición
solo gana en encuestas.”
De manera que Chávez vive y lo hace con esa insistencia del Estado-Gobierno por perpetuarse en el poder por todos los medios a su alcance. O como bien comentó el Presidente Maduro en un raro momento de sinceridad: “Estas elecciones hay que ganarlas como sea”. ¿Que incluye el “como sea”? Me pregunto mientras miro el rostro mil veces repetido de Hugo Chávez. A su lado, la imagen de Maduro sonriente y con una expresión de forzado entusiasmo, luce empequeñecida, artificial. ¿Que implica ese “como sea” que parece advertir que las elecciones que está a punto de atravesar el Chavismo son cruciales?
No lo sé, pero puedo imaginarlo. No sólo se trata de perder o ganar la mayoría legislativa, sino probar a fuego que la Revolución puede sobrevivir a sus desmanes, a la lenta desmoralización, al desplome de cifras y de las dádiva sencilla. Y para Maduro, el “como sea” parece incluir una reafirmación de su liderazgo. Una forma de compromiso ya no con Chávez, sino con la idea que representa.
Chávez compite - se enfrenta - así mismo. Con el reflejo de su popularidad, con el Maduro superviviente, con la idolatría venida a menos, con el desgaste de un liderazgo emocional que no le sobrevivió. Y me pregunto, hasta cuando será efectiva esa visión del Estado a fragmentos, del Estado roto y estructurado alrededor de una figura mítica, cada vez más lejana, cada vez más incapaz de resteñar las heridas y entuertos.
No lo sé. Creo que en realidad, nadie lo sabe tampoco.
Una anciana avanza unos pasos por delante de mi. Lleva la inconfundible camiseta roja del Chavismo reverencial. Como yo, mira a su alrededor y de pronto, se detiene para observar una de las Gigantografías del Lider muerto que tapizan la Caracas actual. Chávez, distante y convertido en un mero simbolo utiliario, parece simplemente estar por encima de su mirada preocupada, de la multitud que atraviesa las calles de un lugar a otro, de mi desconcierto como ciudadana. Y es que Chávez, muerto y resucitado gracias a la necesidad electoral, parece poca cosa en medio de la debacle de todos los días, esa grieta que separa el pasado reciente y el presente que se sufre a diario.
— Dios me lo bendiga mijo — dice la anciana en voz alta. Lo hace con absoluta sinceridad y desparpajo. Le dedica una última mirada a la imagen y sigue caminando, perdida entre la multitud de transeúntes, en medio de esta Caracas próspera y árida que compartimos.
Y me pregunto, como lo he hecho tantas veces, a donde nos conducirá este funeral que ya dura tanto, este velatorio del Chávez que fue y esta proclamación del Santo político en que se convirtió después. Por supuesto, no tengo la respuesta. Ni espero tenerla pronto. Y quizás, eso sea lo realmente me preocupa más. La incertidumbre desolada de un país en escombros.
Fuente: http://www.theaglaworld.com/2015/10/boxeo-de-sombra-el-candidato-unico.html
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