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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Antología de Proudhon (I)




















Tierra y Libertad

Aprovechando que se han cumplido 150 años de la muerte de Pierre J. Proudhon (1809-1865) hemos querido ofrecer a nuestros lectores una antología de su pensamiento. Los textos están tomados de sus obras, tanto de las que se tradujeron al castellano como de las que están todavía inéditas en nuestra lengua. El título de cada obra va como epígrafe de los textos.

¿Qué es la propiedad? (1840)

Si tuviera que responder a la siguiente pregunta:
¿Qué es la esclavitud? y respondiera simplemente: Es un asesinato, mi pensamiento sería inmediatamente comprendido. No necesitaría una larga parrafada para demostrar que el poder de privar al hombre de su pensamiento, voluntad y personalidad es un poder de vida y de muerte, y que convertir a un hombre en esclavo es asesinarlo. Así pues, ¿por qué a esta otra pregunta: ¿Qué es la propiedad? no puedo responder también: Es un robo, sin tener la certeza de ser entendido, aun cuando esta segunda proposición no sea más que la primera transformada? (…)
Tal autor enseña que la propiedad es un derecho civil, nacido de la ocupación y sancionado por la ley; ese otro sostiene que es un derecho natural, que tiene su origen en el trabajo: y estas doctrinas, por opuestas que parezcan, son promovidas, aplaudidas. Yo pretendo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley pueden crear la propiedad; que la propiedad es un efecto sin causa: ¿soy por ello reprensible?
¡Cuántas murmuraciones se levantan!
¡La propiedad es un robo! ¡He ahí el toque a rebato del 93! ¡He ahí el zafarrancho de las revoluciones! (…)


Sí, todos los hombres creen y repiten que la igualdad de condiciones es idéntica a la igualdad de derechos; que “propiedad” y “robo” son palabras sinónimas; que cualquier preeminencia social, concedida, o mejor dicho, usurpada bajo el pretexto de la superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y bandidaje: todos los hombres, repito, atestan estas verdades en su alma; sólo se trata de hacer que se perciban de ello. (…)
La justicia es el astro central que gobierna a las sociedades, el pelo alrededor del cual gira el mundo político, el principio y la regla de todas las transacciones. Nada se hace entre los hombres más que en virtud del “derecho”; nada sin la invocación de la justicia. La justicia no es en absoluto obra de la ley; al contrario, la ley no es nunca más que una declaración y una aplicación de lo “justo” en todas las circunstancias en las que los hombres pueden estar en una relación de intereses. Así pues, si la idea que teníamos de lo justo y del derecho estaba mal determinada, si era incompleta o incluso falsa, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas serán malas, nuestras instituciones estarán viciadas y nuestra política será errónea: por lo tanto, habrá desorden y mal social. (…)
Sin el orden de la justicia, el trabajo “destruye” la propiedad. (…)

El capitalista, dicen, ha pagado “los jornales” de los obreros; para ser exactos se debe decir que el capitalista ha pagado tantas veces “un jornal” como obreros ha empleado diariamente, lo que no es precisamente lo mismo. Puesto que esta fuerza inmensa que resulta de la unión y de la armonía de los trabajadores, de la convergencia y de la simultaneidad de sus esfuerzos, no la ha pagado. Doscientos granaderos erigieron en pocas horas el obelisco de Luxor; ¿puede suponerse que un hombre, en doscientos días, habría conseguido lo mismo? No obstante, en la cuenta del capitalista la suma de los salarios habría sido idéntica. Pues bien, un desierto que cultivar, una casa que edificar, una manufactura que explotar, es el obelisco a erigir, es una montaña que se debe cambiar de emplazamiento. La más pequeña fortuna, el más sencillo establecimiento, la puesta en marcha de la industria más enclenque, exige una suma de trabajos y talentos tan diversos que el mismo hombre no podría hacerlo. Resulta sorprendente que los economistas no hayan tenido en cuenta este hecho. Hagamos pues el balance de lo que el capitalista ha recibido y de lo que ha pagado.

Al trabajador le hace falta un salario que le dé para vivir mientras trabaja, puesto que no produce más que consumiendo. Cualquiera que ocupe a un hombre le debe comida y mantenimiento, o un salario equivalente. Es lo primero que se debe hacer en toda producción. (…)
Separad a los trabajadores unos de otros, puede ser que el jornal pagado a cada uno sobrepase el valor de cada producto individual: pero no es de esto de lo que se trata. Una fuerza de mil hombres actuando durante veinte días ha sido pagada como lo sería la fuerza de uno durante cincuenta y cinco años: pero esa fuerza de mil ha hecho en veinte días lo que la fuerza de uno, repitiendo su esfuerzo durante un millón de siglos, no podría hacer: ¿Es equitativo el trato? Una vez más, no. Cuando se han pagado todas las fuerzas individuales no se ha pagado la fuerza colectiva; por consiguiente, queda siempre un derecho de propiedad colectiva que no se ha adquirido, y del que se goza injustamente. (…)

Caminaremos por medio del trabajo a la igualdad; cada paso que demos nos acerca cada vez más; y si la fuerza, la diligencia, la destreza de los trabajadores fueran iguales, es evidente que las fortunas también lo serían. En efecto, si como se pretende y como nosotros creemos, el trabajador es propietario del valor que ha creado, de ello se desprende:
1. Que el trabajador adquiere a expensas del propietario inactivo.
2. Que al ser toda producción necesariamente colectiva, el obrero tiene derecho, en la proporción de su trabajo, a la participación de los productos y de los beneficios.
3. Que siendo todo capital acumulado una propiedad social, nadie puede tener la propiedad exclusiva. (…)
Ahora bien, este hecho indiscutible e indiscutido de la participación general en cada especie de producto tiene por resultado hacer comunes todas las producciones particulares: de tal modo que cada producto, al salir de las manos del productor, se encuentra de antemano marcado con una hipoteca por la sociedad. (…)
El trabajador es, con respecto a la sociedad, un deudor que muere necesariamente insolvente: el propietario es un depositario infiel que niega el depósito que se ha entregado a su custodia y quiere hacerse pagar los días, meses y años de esa custodia. (…)
¡Cosa singular! La comunidad sistemática, negación reflejada de la propiedad, es concebida bajo la influencia directa del prejuicio de propiedad; y es la propiedad la que está en el fondo de todas las teorías comunistas. Los miembros de una comunidad, es cierto, no tienen nada propio; pero la comunidad es propietaria, y propietaria no sólo de los bienes, sino de las personas y de las voluntades. (…)
Y al igual que el derecho de la fuerza y el derecho de la artimaña se restringen ante la determinación cada vez más amplia de la justicia, y terminan esfumándose dentro de la igualdad; del mismo modo la soberanía de la voluntad cede frente a la soberanía de la razón y acabará por destruirse dentro de un socialismo científico. La propiedad y la realeza están desmoronándose desde el principio del mundo; lo mismo que el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anarquía. (…)
El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano (puesto que todos estos nombres son sinónimos) impone su voluntad para él, y no sufre ni contradicción ni control, o sea que pretende ser poder legislativo y poder ejecutivo simultáneamente. (…)

Suprimid la propiedad conservando la posesión; y mediante esta única modificación en el principio, cambiaréis todo dentro de las leyes: el gobierno, la economía, las instituciones. Expulsaréis el mal de la tierra. (…)
Todo trabajo humano, necesariamente resultante de una fuerza colectiva, convierte toda la propiedad, por esa misma razón, en colectiva e indivisa: en términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad. Siendo toda capacidad trabajadora, al igual que cualquier instrumento de trabajo, un capital acumulado, una propiedad colectiva, la desigualdad de trato y de fortuna bajo la excusa de desigualdad de capacidad, es injusticia y robo. (…)
La política es la ciencia de la libertad: el gobierno del hombre por el hombre, sea cual sea el nombre bajo el que se oculte, es opresión; la más alta perfección de la sociedad se encuentra en la unión del orden y la anarquía. (…)

Sistema de contradicciones económicas (1846)

La mayoría de los filósofos, así como de los filólogos, no ven en la sociedad más que un ser de razón o, para decirlo con más propiedad: un nombre abstracto que sirve para designar a una colección de hombres. Hemos recibido en nuestra infancia, con nuestras primeras lecciones de gramática, el prejuicio de que los nombres colectivos, los nombres de género y especie, no designan en absoluto realidades. Hay mucho que hablar sobre este capítulo y me concentro en mi tema. Para el auténtico economista la sociedad es un ser vivo, dotado de una inteligencia y de una actividad propia, regida por leyes especiales que sólo la observación permite descubrir y cuya existencia se manifiesta no bajo una forma física, sino por el concierto y la íntima solidaridad de todos sus miembros. Así, cuando anteriormente, bajo el símbolo de un dios fabuloso hacíamos la alegoría de la sociedad, nuestro lenguaje no tenía en el fondo, nada de metafórico; era el ser social, unidad orgánica y sintética, al que acabábamos de dar un nombre. Para cualquiera que haya reflexionado sobre las leyes del trabajo y del intercambio (dejo al margen cualquier otra consideración) la realidad, y casi he estado a punto de decir la personalidad del hombre colectivo, es tan evidente, como la realidad y la personalidad del hombre individual.

Toda la diferencia reside en que éste se presenta a los sentidos bajo el aspecto de un organismo cuyas partes mantienen una coherencia material, circunstancia que no existe en la sociedad. Pero la inteligencia, la espontaneidad, el desarrollo, la vida, todo lo que constituye en más alto grado la realidad del ser, es tan esencial para la sociedad como el hombre (…).
Es imposible y contradictorio, que en el actual sistema de las sociedades, el proletariado llegue al bienestar por la educación, ni a la educación por el bienestar. Puesto que, sin contar que el proletario, el hombre-máquina es tan incapaz de soportar la holgura como la instrucción, está demostrado por una parte, que su salario tiende siempre menos a elevarse que a descender; por otra parte, el cultivo de su inteligencia, aun cuando pudiera recibirla, le sería inútil: de forma que hay para él una incitación constante hacia la barbarie y la miseria. Todo lo que se ha intentado durante estos últimos años en Francia y en Inglaterra con objeto de mejorar el destino de las clases pobres sobre el trabajo de los niños y de las mujeres y sobre la enseñanza primaria, a menos que no sea el fruto de una mala intención del radicalismo, se ha llevado a cabo al margen de los datos económicos y en prejuicio del orden establecido. El progreso, para la masa de los trabajadores, es siempre el libro cerrado con siete sellos; y el implacable enigma no será explicado por medio de contrasentidos legislativos (…).

Con la máquina y el taller, el derecho divino, o sea el principio de autoridad, hace su entrada en la economía política. El Capital, el Dominio, el Privilegio, el Monopolio, la Comandita, el Crédito, la Propiedad, etc., tales son, en el lenguaje económico, los diversos nombres de algo que no sé lo que es y que en otras partes se ha llamado Poder, Autoridad, Soberanía, Ley escrita, Revolución, Religión, Dios en fin, causa y principio de todas nuestras miserias y de todos nuestros crímenes y que cuanto más intentamos definirlo más se nos escapa.
Así pues, ¿es imposible que, en el estado actual de la sociedad, el taller, con su organización jerárquica, y las máquinas, en vez de servir exclusivamente los intereses de la clase menos numerosa, menos trabajadora y más rica sean empleadas para el bien de todos? Eso es lo que vamos a examinar (…).
La familia no es por así decirlo, el tipo, la molécula orgánica de la sociedad. En la familia, tal como observó muy acertadamente M. de Bonald, no existe más que un único ser moral, un único espíritu, una sola alma y casi diría, como la Biblia, una sola carne. La familia es el tipo y el soporte de la monarquía y del patriciado; en ella reside y se conserva la idea de autoridad y de soberanía que se borra cada vez más en el Estado. Todas las sociedades antiguas y feudales se habían organizado sobre el modelo de la familia y es precisamente contra esta vieja institución patriarcal que protesta y se rebela la democracia moderna.
La unidad constitutiva de la sociedad es el taller (…).

Es una consecuencia del desarrollo de las contradicciones económicas lo que hace que el orden en la sociedad se muestra en principio como al revés; que lo que debe estar arriba está situado abajo; lo que debe ser puesto de relieve parece ser hueco y que lo que debe recibir la luz está relegado en la sombra. Así el poder, que por esencia es como el capital el auxiliar y el subordinado del trabajo, se convierte por el antagonismo de la sociedad, en espía, juez y tirano de las funciones productivas; el poder, a quien su inferioridad original manda la obediencia, es príncipe y soberano.
En todos los tiempos las clases trabajadoras han buscado contra la casta oficial la solución de esta antinomia, cuya clave sólo puede facilitar la ciencia económica (…).
De acuerdo con las definiciones de la ciencia económica, por el contrario, definiciones conforme a la realidad de las cosas, el poder es la serie de los improductivos que la organización social debe tender a reducir. ¿Cómo pues, con el principio de autoridad tan querido por los demócratas, habría podido realizarse el deseo de la economía política, deseo que es también el del pueblo? ¿Cómo el gobierno, que en esta hipótesis lo es todo, se convertiría en un servidor obediente, en un órgano subalterno? (…).
El poder, instrumento de la fuerza colectiva, creado en la sociedad para servir de mediador entre el trabajo y el privilegio, se encuentra encadenado fatalmente al capital y dirigido contra el proletariado (…).

Por tanto, el problema consiste para las clases trabajadoras, no en conquistar, sino en vencer simultáneamente al poder y al monopolio, lo que significa hacer salir de las entrañas del pueblo, de las profundidades del trabajo, una autoridad mayor, un hecho más potente, que envuelva al capital y al Estado y que los subyugue (…).
Ocupémonos en primer lugar del trabajo. El trabajo es el primer atributo, el carácter esencial del hombre. El hombre es trabajador, o sea, creador (…).
Así pues, ¿qué es el trabajo? Nadie lo ha definido aún. El trabajo es la emisión del espíritu. Trabajar es gastar la vida; trabajar, en una palabra, es consagrarse, es morir (…).
El hombre muere de trabajar… y de dedicación (…). Muere porque trabaja; o, aún mejor, es mortal porque ha nacido trabajador: el destino terrestre del hombre es incompatible con la inmortalidad (…).
Pero ya sabemos que nada de lo que sucede en la economía social tiene ejemplo en la naturaleza; nos vemos forzados, por unos hechos sin parangón, a inventar constantemente nombres especiales, a crear un nuevo idioma. Es un mundo transcendente, cuyos principios son superiores a la geometría y al álgebra; cuyas potencias no provienen ni de la atracción ni de ninguna fuerza física, sino que utiliza la geometría y el álgebra como instrumentos subalternos (…).

¿Qué más puedo decir? ¡Se trata de la creación misma, atrapada, por así decirlo, con las manos en la masa! (…). Este mundo que nos envuelve, nos penetra, nos agita, sin que podamos verlo más que mediante los ojos del espíritu, tocarlo sólo por medio de signos, ese mundo extraño, es la sociedad, somos nosotros! (…). ¿Cuál es ese mundo mitad material, mitad inteligible: mitad necesidad, mitad ficción? ¿Qué es esa fuerza llamada trabajo, que nos arrastra con tanta más certeza cuanto más libres nos creemos? ¿Qué es esa vida colectiva que nos quema con una llama inextinguible, causa de nuestra alegría y de nuestros tormentos? (…).
He ahí… que se nos presenta una ciencia en la que nada nos es dado a priori ni por la experiencia ni por la razón; una ciencia en la que la humanidad lo saca todo de sí misma, númenes y fenómenos, universales y categorías, hechos e ideas; una ciencia, en fin, que, en vez de consistir simplemente, como cualquier otra ciencia, en una descripción razonada de la realidad, es la creación misma de la realidad y de la razón. Así el autor de la razón económica es el hombre; el creador de la materia económica es el hombre; el arquitecto del sistema económico es el hombre. Después de haber producido la razón y la experiencia social la humanidad procede a la construcción de la ciencia social (…).
¿Queréis conocer al hombre? estudiad la sociedad; ¿queréis conocer la sociedad? estudiad al hombre. El hombre y la sociedad se sirven recíprocamente de sujeto y objeto; el paralelismo, la sinonimia de ambas ciencias es completa (…).

Idea general de la Revolución en el siglo XIX (1851)

Burgueses, fuisteis crueles e ingratos: por ello la represión que siguió a las jornadas de junio ha clamado venganza. Os habéis convertido en cómplices de la reacción: y sufrís la vergüenza (…).
No se frena una revolución, no se la engaña, tampoco es posible desnaturalizarla ni, con mayor razón, vencerla. Cuanto más la comprimáis, más aumentaréis su impulso y haréis que su acción sea irresistible (…).
Las estupideces de los gobiernos constituyen la ciencia de los revolucionarios: sin esa legión de reaccionarios que ha pasado por encima de nosotros, los socialistas no podríamos decir dónde vamos ni qué somos (…).
¿Qué quiere el sistema? Mantener ante todo la feudalidad capitalista en el goce de sus derechos; asegurar, aumentar la preponderancia del capital sobre el trabajo; reforzar, si ello es posible, la clase parasitaria, procurándole en todas partes, con ayuda de los cargos públicos, fieles paniaguados según las necesidades de reclutamiento; reconstituir poco a poco y ennoblecer a la gran propiedad (…).

La República tenía que fundar la sociedad, pero no ha pensado más que en el gobierno. La centralización seguía reforzándose mientras que la Sociedad no podía oponerle ninguna institución y por ello las cosas han llegado, por exageración de las ideas políticas y la nulidad de las ideas sociales, a un punto en el que la sociedad y el gobierno ya no pueden vivir juntos pues las condiciones del uno eran esclavizar y subalternizar al otro (…).
Cien hombres, uniendo o combinando sus esfuerzos, en determinados casos, producen no cien veces como uno, sino doscientas, trescientas mil veces. Eso es lo que he denominado “fuerza colectiva”. He extraído de este hecho un argumento –que al igual que muchos otros ha quedado sin respuesta– contra ciertos casos de apropiación: y es que no basta entonces con pagar simplemente el salario a un cierto número de obreros para adquirir legítimamente su producto: es preciso pagar ese salario doble, triple, decuple, o bien prestar a cada uno de ellos por turno, un servicio análogo (…).

Las Compañías obreras, negación del asalariado y afirmación de la “reciprocidad”, por ambos motivos ya tan repletas de esperanzas, están llamadas a desempeñar un considerable papel en un próximo futuro. Ese papel consistirá, principalmente, en la gestión de los grandes instrumentos de trabajo (…).
Será preciso encontrar una solución dentro de poco; si no, ¡cuidado! Veo llegar la expropiación universal… y sin indemnización previa (…).
Que se sepa de una vez: el resultado más característico, más decisivo, de la Revolución es, después de haber organizado el trabajo y la propiedad, aniquilar la centralización política, en una palabra, el Estado (…).
Habéis dicho: “La República está por encima del sufragio universal”. Si entendéis la frase no desaprobaréis el comentario: “La revolución está por encima de la república” (…).

El principio federativo (1863)

El orden político descansa fundamentalmente en dos principios contrarios: la autoridad y la libertad. El primero inicia; el segundo determina. Este tiene por corolario la razón libre; aquél, la fe que obedece.
Contra esta primera proposición no creo que se levante nadie. La autoridad y la libertad son tan antiguas en el mundo como la raza humana: con nosotros nacen y en cada uno de nosotros se perpetúan. Haré ahora sólo una observación que podría pasar inadvertida a los más de los lectores: estos dos principios forman, por decirlo así, una pareja cuyos dos términos están indisolublemente unidos y son, sin embargo, irreductibles el uno al otro, viviendo por más que hagamos en perpetua lucha. La autoridad supone indefectiblemente una libertad que la reconoce o la niega; y a su vez la libertad, en el sentido político de la palabra, una autoridad que trata con ella y la refrena o la tolera. Suprimida una de las dos, nada significa la otra: la autoridad sin una libertad que discute, resiste o se somete, es una palabra vana; la libertad sin una autoridad que le sirva de contrapeso, carece de sentido.

El principio de autoridad, principio familiar, patriarcal, magistral, monárquico, teocrático, principio que tiende a la jerarquía, a la centralización, a la absorción, es debido a la naturaleza, y por lo mismo esencialmente fatal o divino, como quiera llamársela. Su acción, contrariada, dificultada por el principio contrario, puede ser ampliada o restringida indefinidamente, no aniquilada.
El principio de libertad, personal, individualista, crítico, agente de división, de elección, de transacción, es debido al espíritu. Es, por consecuencia, un principio esencialmente arbitrador, superior a la naturaleza, de que se sirve, y a la fatalidad que domina, ilimitado en sus aspiraciones, susceptible como su contrario de extensión y de restricción, pero tan incapaz como él de perecer en virtud de su propio desarrollo como de ser aniquilado por la violencia.
Síguese de aquí que en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resalta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua (…).

Es sabido cómo se establece el gobierno monárquico, expresión primitiva del principio de autoridad. (…) se funda en la autoridad paterna. La familia es el embrión de la monarquía. Los primeros Estados fueron generalmente familias o tribus gobernadas por su jefe natural, marido, padre, patriarca, al fin rey.
Bajo este régimen el Estado se desarrolla de dos maneras: primera, por la generación o multiplicación natural de la familia, tribu o raza; segunda, por la adopción, es decir, por la incorporación voluntaria o forzosa de las familias y tribus circunvecinas, hecha de suerte que las tribus reunidas no constituyan con la tribu-madre sino una misma domesticidad, una sola familia. Este desenvolvimiento del Estado monárquico puede alcanzar proporciones inmensas; puede llegar a centenares de millones de hombres, distribuidos por centenares de miles de leguas cuadradas.

La panarquía, pantocracia o comunismo, nace naturalmente de la muerte del monarca o jefe de familia y de la declaración de los súbditos, hermanos, hijos o socios, de querer permanecer en la indivisión sin elegir un nuevo jefe. Esta forma política, si es que de ella hay ejemplos, es sumamente rara, a causa de hacerse sentir más el peso de la autoridad y abrumar más al individuo que el de cualquiera otra. Apenas ha sido adoptada más que por las comunidades religiosas, que han tendido al aniquilamiento de la libertad en todos los países y bajo todos los cultos. La idea no por esto deja de ser obtenida a priori, como la idea monárquica: encontrará su explicación en los gobiernos de hecho, y debíamos mencionarla aun cuando no fuese más que para memoria.
Así la monarquía, fundada en la naturaleza y justificada, por consiguiente, en su idea, tiene su legitimidad y su moralidad. Otro tanto sucede con el comunismo. No tardaremos con todo en ver que esas dos variedades del mismo régimen, a pesar de lo concreto del hecho en que descansan y lo racional de su deducción, no pueden mantenerse dentro del rigor de su principio ni en la pureza de su esencia, y están, por tanto, condenadas a permanecer siempre en estado de hipótesis. De hecho, a pesar de su origen patriarcal, de su benigno temperamento y de sus aires de absolutismo y derecho divino, ni la monarquía ni el comunismo se han desarrollado en ninguna parte conservando la sinceridad de su tipo (…).

¿Cómo se establece a su vez el gobierno democrático del principio de libertad? Jean-Jacques Rousseau y la Revolución [francesa] nos lo han enseñado, por medio del contrato. Aquí la fisiología no entra ya por nada: el Estado aparece como el producto, no ya de la naturaleza orgánica, de la carne, sino de la naturaleza inteligible, del espíritu.
Bajo este régimen, el Estado se desarrolla por accesión o adhesión libre. Así como se supone que los ciudadanos todos han firmado el contrato, se supone también que lo ha suscrito el extranjero que entra en la república: bajo esta condición solamente se le otorgan los derechos y prerrogativas de ciudadano. Si el Estado ha de sostener una guerra y se hace conquistador, concede por la fuerza de su mismo principio a las poblaciones vencidas los derechos de que gozan los vencedores, que es lo que se conoce con el nombre de isonomía. Tal era entre los romanos la concesión del derecho de ciudadanía. Supónese hasta que los niños al llegar a la mayor edad han jurado el pacto. No sucede en las democracias lo que en las monarquías, donde se es súbdito de nacimiento sólo por ser hijo de súbdito, ni lo que en las comunidades de Licurgo y de Platón, donde por el solo hecho de venir al mundo se pertenecía al Estado. En una democracia no se es, en realidad, ciudadano por ser hijo de ciudadano; para serlo, es de todo punto necesario en derecho, independientemente de la cualidad de ingenuo, haber elegido el sistema vigente.

Otro tanto sucede respecto a la accesión de una familia, de una ciudad, de una provincia: es siempre la libertad la que le sirve de principio y la motiva.
Así, al desenvolvimiento del Estado autoritario, patriarcal, monárquico o comunista, se contrapone el del Estado liberal, consensual y democrático. Y así como no hay límites naturales para la extensión de la monarquía, que es lo que en todos los tiempos y en todos los pueblos ha sugerido la idea de una monarquía universal o mesiánica, no los hay tampoco para la del Estado democrático, hecho que ha sugerido igualmente la idea de una democracia o república universal.
Como variedad del régimen liberal, he presentado la Anarquía o gobierno de cada uno por sí mismo, en inglés self-government. La expresión de gobierno anárquico es, en cierto modo, contradictoria; así que la cosa parece tan imposible como la idea absurda.
No hay aquí, sin embargo, de reprensible sino el idioma: la noción de anarquía en política es tan racional y positiva como cualquiera otra. Consiste en que si estuviesen reducidas sus funciones políticas a las industriales, resultaría el orden social del solo hecho de las transacciones y los cambios. Cada uno podría decirse entonces autócrata de sí mismo, lo que es la extrema inversa del absolutismo monárquico.

Por lo demás, así como la monarquía y el comunismo, fundados en naturaleza y razón, tienen su legitimidad y su moralidad, sin que puedan jamás realizarse en todo el rigor y la pureza de su noción, la democracia y la anarquía, fundadas en libertad y en derecho, tienen su legitimidad y su moralidad corriendo tras un ideal que está en relación con su principio. No tardaremos con todo en ver también que, a despecho de su origen jurídico y racional, no pueden, al crecer y desarrollarse en población y territorio, mantenerse dentro del rigor y la pureza de su idea, y están condenadas a permanecer en el estado de perpetuo desiderátum. A pesar del poderoso atractivo de la libertad, no se hallan constituidas en parte alguna con la plenitud ni la integridad de su idea ni la democracia ni la anarquía (…).
Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc., es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de pueblos o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.
Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y llamo sobre esto la atención del lector, es que en este sistema los contrayentes, jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados, no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.

No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre “comunidad”, imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos tiempos insoportable la vida cenobítica. Toda obligación, aun siendo sinalagmática y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada le deja independiente (…).
Voy a terminar el capítulo por una consecuencia de este hecho. Siendo el sistema unitario el reverso del federativo, es de todo punto imposible una confederación entre grandes monarquías, y con mayor razón entre democracias imperiales. Estados como Francia, Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia, pueden celebrar entre sí tratados de alianza o de comercio; pero repugna que se confederen, primero, porque su principio es contrario a este sistema y los pondría en abierta oposición con el pacto federal, y luego, porque deberían abdicar una parte de su soberanía y reconocer sobre ellos un árbitro cuando menos para ciertos casos. No está en su naturaleza eso de transigir y obedecer; está, sí, el mandar.

[Tomado de periódico Tierra y Libertad #.325, Madrid, agosto 2015. Accesible en http://acracia.org/antologia-de-proudhon/#more-1276.]


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