Tierra y Libertad
Aprovechando que se han cumplido 150
años de la muerte de Pierre J. Proudhon (1809-1865) hemos querido ofrecer a
nuestros lectores una antología de su pensamiento. Los textos están tomados de
sus obras, tanto de las que se tradujeron al castellano como de las que están
todavía inéditas en nuestra lengua. El título de cada obra va como epígrafe de
los textos.
De la Justicia en la Revolución y en la
Iglesia
(1858)
La metafísica del ideal no ha enseñado
nada a Fichte, Schelling o Hegel. Cuando esos hombres, de los que la filosofía
se honra, creían deducir el “a priori”, sin saberlo, no hacían más que
sintetizar la experiencia (…).
La fórmula hegeliana sólo es una tríada,
por el gusto o el error del maestro, que cuenta tres términos allí donde
auténticamente sólo hay dos y que no ha visto que la antinomia no se resuelve
en absoluto, sino que indica una oscilación o antagonismo susceptible
únicamente de equilibrio. Bajo este punto de vista todo el sistema de Hegel
debería rehacerse (…).
¿Cuál es ahora esa idea princesa, a la
vez objetiva y subjetiva, real y formal, de naturaleza y humanidad, de
especulación y sentimiento, de lógica y arte, de política y economía, razón
práctica y razón pura, que rige a la vez al mundo de la creación y al mundo de
la filosofía, y sobre la cual ellos construyen uno y otro; idea, en fin, que,
siendo dualista por su fórmula, excluye no obstante toda anterioridad y toda
superioridad y abarca en su síntesis lo real y lo ideal? Es la idea de
“Derecho”, la “justicia”. (…).
La Justicia adopta distintos nombres,
según las facultades a las que se dirige. En el orden de la consciencia, el más
elevado de todos, es la “justicia” propiamente dicha, regla de nuestros
“derechos” y de nuestros “deberes”; en el orden de la inteligencia, lógica,
matemática, etc., es “igualdad” o “ecuación”; en la esfera de la imaginación se
convierte en el “ideal”; en la naturaleza es el “equilibrio”. A cada una de
esas categorías de ideas o de hechos la Justicia se impone bajo un nombre
particular y como condición sine qua non (…).
La separación de la ciencia y de la
consciencia, como la de la lógica y del derecho, no es más que abstracción
elemental. En nuestra alma las cosas no ocurren así: la certidumbre del saber
es para nosotros una cosa más íntima, más afectiva, más vital de lo que dicen
los lógicos y los psicólogos (…).
Es ella [una generación ávida, grosera,
sin dignidad] la que ha inaugurado, bajo la excusa de una restauración
imperial, el reino de la mediocridad desvergonzada, de la propaganda oficial,
de la estafa confesada. Es ella la que deshonra a Francia y la envenena (…).
El gobierno imperial es un gobierno sin
principios (…); en lo que respecta a sus presuntos éxitos, dejemos que
transcurra algún tiempo y, al seguir siendo las cosas tal como son, no veremos
más que calamidades (…).
No dogmatizo; observo, describo,
comparo. No voy en absoluto a buscar las fórmulas del derecho en los sondeos
fantásticos de una psicología ilusoria; se las pido a las manifestaciones
positivas de la humanidad (…).
En esta hora la Revolución se define y,
por tanto, vive. El resto no piensa. El ser que vive y que piensa, ¿será
suprimido por el cadáver? (…).
El materialismo, al que se podría
definir como el misticismo de la materia (…).
El Decálogo había dicho en dos palabras:
“No matarás, no robarás”. A la teología cristiana le corresponde buscar si la
servidumbre, incluso disfrazada bajo el nombre de asalariado, no era una forma
indirecta de matar el cuerpo y el alma; si el asalariado no implicaba la
expoliación del trabajador, usurpación en su detrimento por parte del
capitalismo-empresario-propietario (…).
Si los patronos se ponen de acuerdo, los
empresarios se agrupan y las compañías se fusionan, el ministerio público no
puede hacer nada, tanto menos, cuando el poder impulsa a la centralización de
los intereses capitalistas y la promueve. Pero si los obreros, que tienen el
sentimiento del derecho que les ha legado la Revolución, protestan y hacen
huelga, único medio del que disponen para hacer admitir sus reclamaciones, son
castigados, deportados sin piedad, entregados a las fiebres de Cayena y de
Lambessa (…).
Lo que pido para la propiedad (…) es que
se haga el “balance” (…). En efecto, la Justicia, aplicada a la economía, no es
otra cosa que un balance perpetuo; o, para expresarme de una forma aún más
exacta, la Justicia, en lo que concierne al reparto de los bienes, no es más
que la obligación impuesta a todo ciudadano y a todo Estado, en sus relaciones
de interés, de conformarse a la ley de equilibrio que se manifiesta en todas
partes en la economía y cuya violación, accidental o voluntaria, es el
principio de la miseria.
Los economistas pretenden que no le
corresponde a la razón humana intervenir en la determinación de este
equilibrio, que es preciso dejar que la plaga oscile a su antojo y seguirla
paso a paso en nuestras operaciones. Yo sostengo que eso es una idea absurda
(…).
“La antinomia no se resuelve”; ahí
reside el vicio fundamental de toda la filosofía hegeliana. Los dos términos de
que se compone se compensan, bien entre sí o bien con otros términos
antinómicos: lo que conduce al resultado buscado. Una compensación no es en
absoluto una síntesis tal como la entendía Hegel (…).
Para no hablar aquí más que de las
colectividades humanas supongamos que unos individuos, en el número que se
quiera, de un modo y con un objetivo cualquiera agrupan sus fuerzas: la
resultante de esas fuerzas aglomeradas, que no se debe confundir con su suma,
constituye la fuerza o potencia del grupo.
Un taller formado por obreros cuyos
trabajos convergen hacia un mismo objetivo, que es obtener tal o cual producto,
posee en tanto que taller o colectividad, una potencia que le es
característica: la prueba de ello es que el producto de esos individuos así
agrupados es muy superior a lo que habría sido la suma de sus productos
particulares si hubiesen trabajado separadamente.
De igual modo la tripulación de un
barco, una sociedad en comandita, una academia, una orquesta, un ejército,
etc., todo ello colectividades más o menos hábilmente organizadas, contienen
una potencia, potencia sintética y consecuentemente especial al grupo, superior
en calidad y en energía a la suma de las fuerzas elementales que la componen
(…).
En consecuencia, al ser la fuerza
colectiva un hecho tan objetivo como la fuerza individual, la primera
totalmente distinta a la segunda, los seres colectivos son una realidad
exactamente igual que lo son los individuos (…).
Los grupos activos que componen la
ciudad, al diferir entre sí de organización como también de idea y objeto, la
relación que les une ya no es tanto una relación de cooperación como una
relación de conmutación. La fuerza social tendrá por tanto como carácter el ser
esencialmente conmutativa y no por ello será menos real (…).
Mediante la agrupación de las fuerzas
individuales y por la relación de los grupos, toda la nación forma un cuerpo:
es un ser real de un orden superior cuyo movimiento arrastra toda existencia,
toda fortuna. El individuo está sumergido en la sociedad; depende de esta alta
potencia, de la que sólo podría separarse para caer en la nada (…).
Supongamos la Revolución hecha, la paz
asegurada en el exterior por la federación de los pueblos, y la estabilidad
estará garantizada en el interior por el balance de los valores y de los
servicios, por la organización del trabajo y por la reintegración del pueblo en
la propiedad de sus fuerzas colectivas (…).
“La idea, con sus categorías, nace de la
acción y debe retornar a la acción bajo pena de inhabilitación para el agente”.
Esto significa que todo conocimiento, dicho a priori, incluida la metafísica,
ha salido del trabajo y debe servir de instrumento al trabajo; contrariamente a
lo que enseñan el orgullo filosófico y el espiritualismo religioso que hacen de
la idea una revelación gratuita, llegada no se sabe cómo, y de la cual la
industria no es por consiguiente más que una aplicación (…).
Vayamos más lejos: si tal como decíamos
anteriormente, la reflexión y por consiguiente la idea, nace en el hombre de la
acción y no la acción de la reflexión, es el trabajo el que debe prevalecer
sobre la especulación, el hombre de industria sobre la filosofía, lo que es el
derrocamiento del prejuicio y del actual estado social (…). Así pues, hemos
establecido la primera parte de nuestra propuesta: “la idea con sus categorías
nace de la acción”; en otras palabras, la industria es madre de la filosofía y
de las ciencias.
Queda por demostrar la segunda: “la idea
debe regresar a la acción”; lo que significa que la filosofía y las ciencias
deben volver a entrar en la industria, bajo pena de degradación para la
humanidad. Una vez hecha esta demostración, está resuelto el problema de la
liberación del trabajo. Recordemos primero en qué términos se ha planteado ese
problema. El trabajo presenta dos aspectos contrarios, uno subjetivo y otro
objetivo (…) Bajo el primer aspecto, es espontáneo y libre, principio de
felicidad: es la actividad en su ejercicio legítimo, indispensable para la
salud del alma y del cuerpo. Bajo el segundo, el trabajo es repugnante y
penoso, principio de servidumbre y de envilecimiento (…).
Ya se ha dicho en el texto que la obra
de Le Play, Les Ouvriers européens, no tiene por objeto más que dar el método a
seguir para la esclavización de los trabajadores (…). Con objeto de que no se
nos acuse de calumnia, esbozaremos ahora el pretendido método de Le Play (…) Le
Play no cree en absoluto en la igualdad de condiciones y de fortunas; no cree
lógico la igualdad frente a la ley y, por consiguiente, no cree en la Justicia.
Por el contrario, no duda en absoluto en la necesidad de una jerarquía social;
por tanto quiere, con toda la fuerza de sus convicciones, el mantenimiento de
lo que compone esta jerarquía: la propiedad y sus privilegios, el dominio
industrial y sus prerrogativas, el capitalismo y sus dividendos, la Iglesia y
sus dotaciones, la centralización y su mundo de funcionarios, el ejército y el
reclutamiento; el trabajador en fin, pero el trabajador disciplinado,
clasificado, fijado, obediente. En cuanto a la revolución política, económica,
social, Le Play la rechaza enérgicamente.
Pero, tal como lo hemos hecho observar en
el texto, para contener al trabajador es preciso como mínimo, que sus
necesidades sean satisfechas; es preciso, si queremos que prescinda de lo
superfluo, asegurarle lo necesario. El punto primordial, la cuestión esencial,
el auténtico problema social, según Le Play, es pues, regular esa porción
congruente del obrero, con la cual una vez cumplida su jornada, no debe pensar
más en beber, dormir, y sin la cual siempre se puede temer que se rebele (…).
Eso es lo que se denomina aplicar el
método de observación a la economía política. De acuerdo con este principio Le
Play ha efectuado la monografía de treinta y seis clases distintas de obreros,
observados en Suecia, Rusia, Turquía, Alemania, Inglaterra, Francia, etc. (…).
Creo que es inútil insistir en esta
distinción fundamental de la razón individual y de la razón colectiva, la
primera esencialmente absolutista, la segunda antipática a todo absolutismo
(…).
Vemos a la razón colectiva destruir
constantemente, con sus ecuaciones, el sistema formado por la coalición de las
razones particulares: por tanto, no es únicamente distinta sino que es superior
a todas y su superioridad proviene precisamente de que el absolutismo, que
ocupa un lugar tan importante en las demás, frente a ella se desvanece (…).
Digo que la razón colectiva, resultado
del antagonismo de las razones particulares, al igual que el poder público
resulta de la suma de las fuerzas individuales, es una realidad igual que ese
poder; y puesto que ambas se reúnen en la misma colectividad llego a la
conclusión de que forman los dos atributos esenciales del mismo ser: la razón y
la fuerza.
Es esta Razón colectiva, teórica y
práctica a la vez, la que desde hace tres siglos, ha empezado a dominar al mundo
y a impulsar por el camino del progreso a la civilización (…).
El órgano de la razón colectiva es el
mismo que el de la fuerza colectiva: es el grupo trabajador, instructor; la
compañía industrial, inteligente, artística; las academias, escuelas, ayuntamientos;
es la Asamblea Nacional, el club, el jurado; cualquier reunión de hombres, en
una palabra (…).
Es inútil que cite a Hegel: él niega y
se burla de la libertad de igual modo y forma en que Spinoza había ejecutado a
Descartes y, al igual que Spinoza, concluye en política en el absolutismo (…).
¿Cuál es, pues, ese movimiento mediante
el cual el libre arbitrio, precediendo simultáneamente a la manifestación y a
la idealización del ser social, crea la historia y el destino? (…).
En presencia de tan grandes esfuerzos,
frente a esa inmensa labor de una naturaleza que se busca a sí misma, se
ensaya, se pone a prueba, se hace, se deshace, se rehace de otra forma, que
cambia de principio, de método y objetivo, ¿es posible negar la existencia en
la humanidad de una función especial que no es ni la inteligencia, ni el amor
ni la Justicia? (…).
Así pues, ¿qué es el progreso? Confieso
que anteriormente me dejé engañar por ese monigote psicológico-político que no
resistió mucho tiempo el examen (…).
No, no hay en absoluto un papel para la
libertad en el sistema de Hegel y por ello, nada de progreso. Hegel se consuela
de esta pérdida al modo de Spinoza. Y llama libertad al movimiento orgánico del
espíritu dando al de la naturaleza el de necesidad. En el fondo, dice, ambos
movimientos son idénticos: por ello, añade el filósofo, la más alta libertad,
la más alta independencia del hombre, consiste en “saberse” determinado por la
idea absoluta (…).
Es como si alguien dijera que la más
alta libertad política consiste, para el ciudadano, en “saberse” gobernado por
el poder absoluto: cosa que es muy cómoda para los partidarios de la dictadura
perpetua y del derecho divino (…).
He aquí pues, lo que se ha comprobado:
el progreso, según todas las definiciones que se me han dado, no sólo no es
debido a nuestra libertad sino que aún menos es el testimonio de nuestra
virtud. Es el signo de nuestra servidumbre (…).
Afirmo que el Progreso es ante todo un
fenómeno de orden moral, del que el movimiento se irradia a continuación, tanto
para el bien como para el mal, sobre todas las facultades del ser humano,
colectivo e individual.
Esta irradiación de la conciencia puede
operarse de dos formas según siga el camino de la virtud o el del pecado. En el
primer caso, la llamo “Justificación” o “perfeccionamiento de la humanidad por
sí misma”; y tiene por efecto hacer crecer indefinidamente a la humanidad en la
libertad y en la justicia; después desarrollar cada vez más su potencia, sus
facultades y sus medios, y consecuentemente elevarla por encima de lo que hay
en ella de fatal: como veremos a continuación, en esto consiste el “progreso”.
En el segundo caso, llamo al movimiento de la conciencia “Corrupción” o
“disolución de la humanidad por sí misma”, manifestada por la pérdida sucesiva
de las costumbres, de la libertad, del talento, por la disminución del valor,
de la fe, el empobrecimiento de las razas, etc. es la “decadencia”.
En los dos casos digo que la humanidad
se perfecciona o se deshace a “sí misma”, porque aquí todo depende exclusivamente,
de la consciencia y de la libertad, de tal manera que el movimiento cuya base
de operaciones está en la Justicia, su fuerza motriz en la libertad, no puede
ya conservar nada de fatal (…).
No es el ideal el que produce las ideas,
sino que las refina; no es él quien crea la riqueza, quien enseña el trabajo,
quien distribuye los servicios, quien pondera las fuerzas y los poderes, quien
puede dirigirnos en la búsqueda de la verdad y mostrarnos las leyes de la
Justicia (…).
La doctrina del progreso se resume, por
tanto, en dos proposiciones cuya verdad resulta fácil constatar históricamente:
Toda sociedad progresa por el trabajo,
la ciencia y el derecho idealizados).
Toda sociedad retrocede por la
preponderancia del ideal (…).
Desde hace cincuenta años la literatura
francesa, aspirando a vivir exclusivamente por el ideal y para el ideal, ha
desertado de la Revolución y de la Justicia; por esta apostasía ha traicionado
a su propia causa. Se anunciaba como la razón del siglo y ni siquiera tiene a
su servicio una paradoja. Se ha basado en el idealismo y ni siquiera tiene un
ideal (…).
La justicia es más grande que el yo (…).
El socialismo es la doctrina de la
síntesis, de la conciliación universal; lo que el socialismo ataca es el
antagonismo universal (…).
Gracias a la noción finalmente explicada
del libre arbitrio me doy cuenta de ese “ideal” que me encanta, de ese
“progreso” que es mi ley y que consiste, no en una evolución fatal de la
humanidad, sino en su liberación indefinida de toda fatalidad (…).
La capacidad política de la clase obrera (1865)
Hace diez meses me preguntabais lo que
pensaba del Manifiesto electoral publicado por sesenta obreros del Sena (…).
Ciertamente, me alegré de ese despertar del socialismo ¿quién habría tenido en
Francia más derecho que yo de alegrarme por ese hecho? Sin duda una vez más,
estaba de acuerdo con vosotros y con los Sesenta, en que la clase obrera no
está representada y debe estarlo: ¿cómo habría podido tener otro sentimiento?
(…).
Pero de eso a participar en unas
elecciones que hubiesen comprometido con la conciencia democrática, sus
principios y su futuro, no he disimulado, ciudadanos, en mi opinión hay un
abismo (…).
Se trata de demostrar a la democracia
obrera que, al carecer de una suficiente conciencia de sí misma y de su idea,
ha dado el aporte de sus sufragios a unas personas que no la representaban,
¡con qué condiciones entra un partido en la vida política! (…).
En dos palabras, la plebe, que hasta
1840 no era nada, que apenas se distinguía de la burguesía, aun cuando a partir
del 89 se haya separado de la misma de hecho y de derecho, se ha convertido
repentinamente por su propia pobreza y por su oposición a la clase de los
poseedores del suelo y de los explotadores de la industria, en “algo”, igual
que la burguesía del 89 aspira a convertirse en un todo (…).
La causa de los campesinos es la misma
que la de los trabajadores industriales; la “Marianne” de los campos es la
contrapartida de la “Social” de las ciudades. Sus adversarios son los mismos
(…).
Es la emancipación completa del
trabajador; es la abolición del trabajo asalariado (…).
El problema de la capacidad política en
la clase obrera (…) equivale por tanto a preguntarse: a) si la clase obrera,
desde el punto de vista de sus relaciones con la sociedad y con el Estado, ha
adquirido conciencia de sí misma; si, como ser colectivo, moral y libre, se
distingue de la clase burguesa, si separa de la misma sus intereses, si no
desea confundirse con ella; b) si posee una idea, o sea, si se ha creado una
noción de su propia constitución, si conoce las leyes, condiciones y fórmulas
de su existencia, si prevé el destino y el fin, si se comprende a sí misma en
sus relaciones con el Estado, la nación y el orden universal; c) y finalmente,
si la clase obrera está capacitada, en la organización de la sociedad, para deducir
unas conclusiones prácticas que sean suyas, características y, en el caso en
que el poder por la inhabilitación o la retirada de la burguesía le fuera
devuelto, capaz de crear y desarrollar un nuevo orden político (…).
Sobre el primer punto: Sí; las clases
obreras han adquirido conciencia de sí mismas y podemos asignar la fecha de
esta eclosión que es el año 1848.
Sobre el segundo punto: Sí; las clases
obreras poseen una idea que corresponde a la conciencia que tienen de sí mismas
y que está en perfecto contraste con la idea burguesa (…).
Sobre el tercer punto, relativo a las
conclusiones políticas a extraer de su idea: No; las clases obreras, seguras de
sí mismas y ya medio iluminadas sobre los principios que componen su nueva fe,
no han llegado aún a deducir de estos principios una práctica general adecuada,
una política apropiada (…).
Negar hoy en día esta distinción de las
dos clases sería más que negar la escisión que la provocó, y que no fue en sí
misma más que una gran iniquidad; sería negar la independencia industrial,
política y civil del obrero, única compensación que ha obtenido; sería afirmar
que la libertad y la igualdad del 89 no han sido hechas para él ni tampoco para
la burguesía (…).
Es por tanto flagrante la división de la
sociedad moderna en dos clases: una de trabajadores asalariados y otra de
propietarios-capitalistas-empresarios (…).
Mientras que la plebe obrera, ignorante,
sin influencia, sin crédito, se plantea, se afirma, habla de su emancipación,
de su futuro, de una transformación social que debe cambiar su condición y
emancipar a todos los trabajadores del mundo; la burguesía que es rica, que
posee, que sabe y que puede, no tiene nada que decir de sí misma, desde que ha
salido de su antiguo medio, parece carecer de destino y de papel histórico; ya
no tiene pensamiento ni voluntad. Alternativamente revolucionaria y
conservadora, republicana, legitimista, doctrinaria o moderada; por un instante
cautivada por las formas representativas y parlamentarias y después perdiendo
hasta la inteligencia; no sabiendo actualmente qué sistema es el suyo, qué
gobierno prefiere (…) la burguesía ha perdido todo su carácter: ya no es una
clase poderosa por su número, el trabajo y el genio, que quiere y que piensa,
que produce y que razona, que rige y que gobierna; es una minoría que trafica,
especula; una batahola (…).
Tanto si la burguesía lo sabe como si
no, su papel ha acabado; no puede ir lejos y tampoco puede renacer (…).
Una de las cosas que más le importan a
la democracia obrera es, al mismo tiempo que afirma su Derecho y desarrolla su
“Fuerza”, plantear también su “idea”, diría aún más, producir tal cual su
cuerpo de Doctrina (…).
La revolución, al democratizarnos, nos
ha lanzado por los caminos de la democracia industrial (…).
Ahora le corresponde a la democracia
obrera encargarse de la cuestión. Que se pronuncie y, bajo la presión de su
opinión, será preciso que el Estado, órgano de la sociedad, actúe. Que si la
democracia obrera satisfecha de hacer la agitación en sus talleres, de hostigar
al burgués y de ponerse de manifiesto en elecciones inútiles, permanece
indiferente ante los principios de la economía política que son los de la
revolución, es preciso que sepa que falta a sus deberes y se verá mancillada un
día por ello ante la posteridad (…).
Lo que distingue a las reformas
mutualistas es que son simultáneamente un producto del derecho estricto y de
una alta sociabilidad; esas reformas consisten en suprimir los tributos de todo
tipo sacados de los trabajadores (…).
Esas asociaciones, que podrán incluso
conservar sus actuales designaciones, sometidas unas respecto a otras y con
respecto al público al deber de mutualidad, imbuidas del nuevo espíritu, no
podrán ya compararse a sus análogas de estos tiempos. Habrán perdido su
carácter egoísta y subversivo aun conservando las ventajas particulares que
extraen de su potencia económica. Serán otras tantas iglesias particulares en
el seno de la Iglesia universal, capaces de reproducirse si fueran extinguidas
(…).
La unidad no está señalada en el
derecho, más que por la promesa que se hacen entre sí los diversos grupos
soberanos: 1.º de gobernarse mutuamente a sí mismos y tratar con sus vecinos de
acuerdo con determinados principios; 2.° de protegerse contra el enemigo del
exterior y la tiranía del interior; 3.° de ponerse de acuerdo en el interés de
sus explotaciones y de sus empresas respectivas, así como prestarse ayuda en
sus infortunios (…).
Así, trasladado a la esfera política, lo
que hemos llamado hasta este momento mutualismo o garantismo toma el nombre de
“federalismo” (…).
Al contrario, el nuevo derecho es
esencialmente “positivo”. Su objeto es procurar, con certidumbre y amplitud,
todo lo que el antiguo derecho permitía simplemente hacer pero sin buscar las
garantías ni los medios, sin ni siquiera expresar a este respecto ni aprobación
ni desaprobación (…).
Por ello podemos decir también a partir
de ahora, que entre la burguesía capitalista-propietaria-empresaria y el
gobierno, y la democracia obrera, desde todos los puntos de vista, los papeles
se han invertido: ya no es a ésta a la que se debe denominar “la masa, la
multitud, la vil multitud”; sino que sería más bien a aquélla. (…) Lo que ya no
piensa, lo que ha recaído en el estado de turba y de masa indigesta es la clase
burguesa. (…)
Vemos a la alta burguesía (después de
haber rodado de catástrofe política en catástrofe política llegada al último
grado del vacío intelectual y moral), cómo se convierte en una masa que no
tiene ya nada de humano más que el egoísmo y busca salvadores cuando para ella
ya no hay salvación, presentar por todo programa una indiferencia cínica, y,
que antes de aceptar una transformación inevitable, invocar sobre el país y
sobre sí misma un nuevo diluvio (…).
Un poco más y las clases medias,
absorbidas por la alta competencia o arruinadas, entrarán en la domesticidad
feudal o serán lanzadas en medio del proletariado (…).
La separación que recomiendo es la
condición misma de la vida. Distinguirse y definirse es ser; al igual que
confundirse y absorberse es perderse. Escindirse, con una escisión legítima, es
el único medio que tenemos para afirmar nuestro derecho y, como partido
político, para hacernos reconocer. Y pronto se verá que es también el arma
política más potente, así como la más leal, que se nos ha dado tanto para la
defensa como para el ataque (…).
Así pues, llego a la conclusión de que
al no ser el ideal político y económico perseguido por la democracia obrera el
mismo que busca en vano la burguesía desde hace sesenta años, no podemos
figurar, no digo únicamente en el mismo Parlamento, sino ni siquiera en la
Oposición; nuestras palabras tienen un sentido totalmente distinto a las suyas,
y ni las ideas, ni los principios, ni las formas de gobierno, ni las
instituciones, ni las costumbres son las mismas (…).
La clase obrera, si se toma a sí misma
en serio, si persigue algo más que una mera fantasía, tenga esto presente: es
preciso ante todo que salga de la tutela y que (…) actúe a partir de ahora y en
forma exclusiva por sí misma y para sí misma (…).
Es preciso recordar lo siguiente: entre
la igualdad o el derecho político y la igualdad o el derecho económico hay una
íntima relación, de modo que allí donde uno de ambos términos es negado el otro
no tardará en desaparecer (…).
[Tomado
de periódico Tierra y Libertad
#.325,
Madrid, agosto 2015. Accesible en http://acracia.org/antologia-de-proudhon/#more-1276.]
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