Rafael Cid
Una de las principales características del anarquismo es su capacidad para cuestionarlo todo, empezando por el anarquismo mismo. Decir anarquismo es tanto como decir crítica permanente. Por eso, lo prioritario a la hora de asumir la exégesis de la actual crisis del régimen y del sistema neoliberal es tratar de calibrar el rol que el anarquismo desempeña en ese contexto. Sabiendo, como reveló el antropólogo Gregory Bateson, que una cosa es el mapa y otra el territorio. Porque hay una crisis endógena y otra exógena, una que incide a nivel nacional y otra que sobrevuela en el plano global, aunque ambas se retroalimentan conservando perfiles propios.
Una de las principales características del anarquismo es su capacidad para cuestionarlo todo, empezando por el anarquismo mismo. Decir anarquismo es tanto como decir crítica permanente. Por eso, lo prioritario a la hora de asumir la exégesis de la actual crisis del régimen y del sistema neoliberal es tratar de calibrar el rol que el anarquismo desempeña en ese contexto. Sabiendo, como reveló el antropólogo Gregory Bateson, que una cosa es el mapa y otra el territorio. Porque hay una crisis endógena y otra exógena, una que incide a nivel nacional y otra que sobrevuela en el plano global, aunque ambas se retroalimentan conservando perfiles propios.
Resulta un hecho incontestable que la actual revuelta ciudadana se nutre en fuentes libertarias, aunque su alfaguara no lleve la imagen de marca ácrata por estandarte. La asamblea deliberativa como método de toma de decisiones; la horizontalidad de todas las opiniones y el carácter inclusivo con que proyecta su propuesta holística en el espacio público, se inspiran en la memoria antiautoritaria. Demos, polis, oikos, autogestión, apoyo mutuo y democracia directa son conceptos que reaparecen a su través vivificados por el espíritu de los tiempos que corren.
A la vez, y como consecuencia de lo anterior, la impronta que expresan esas movilizaciones desde la base supone un rechazo radical hacia las formas clásicas de la solipsista acción institucional. Establecido esto, hay que reconocer también que lo específicamente libertario es solo un pequeño fragmento en el registro de las múltiples opciones que integran el movimiento de rebeldía que erosiona el statu quo. Y que, por tanto, el anarquismo (objeto) y los anarquistas (sujeto) como tales no llevan la iniciativa en los acontecimientos, aunque en cierto modo estén instalados en el ojo del huracán. O sea, en potencia y acto somos una minoría entre la mayoría agitadora, y esa reducida dimensión se traduce en una evidente restricción subversiva a efectos prácticos.
Con semejante prospectiva, lo coherente es reflexionar sobre las causas del “divorcio” existente entre la contundente realidad de ese activismo insurgente y la casuística de un anarquismo operativo desplazado hacia posiciones subalternas. En concreto, la pregunta que debemos plantear es: ¿qué obstáculos se interponen entre el voluntarismo libertario presente en las movilizaciones ciudadanas y su incapacidad cuantitativa para generar mayorías democráticas y transformadoras desde su perspectiva? Y la respuesta señala en dirección a dos aspectos típicos de la teorización anarquista: la contumaz reivindicación de la abstención electoral como propuesta de ruptura político-social y la oposición frontal al protagonismo del Estado como ideario emancipatorio.
Estamos ante un tema recurrente. Por cierto, nada que tenga que ver con falsas polémicas entre reforma o revolución, ni entre programa máximo o programa mínimo. La realidad, que no es una simple caverna platónica, también imprime el carácter de las ideas. En casi todas las oportunidades históricas en que el anarquismo se ha visto comprometido en una convulsión social el problema de medios y fines ha estado presente y con él también el debate entre lo bueno y lo excelente, lo necesario y lo ideal, casi siempre enrocado en el conflicto espacial entre la parte y el todo. Desde la Comuna de París de 1871 hasta los Soviets del arranque de la Revolución Rusa, pasando por la participación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en el gobierno republicano de guerra de 1936 o el caso de las colectividades durante la revolución española, en todas esas ocasiones el dilema ha sido más o menos el mismo: cómo y por qué impulsar un cambio libertario dentro de un contexto convivencial que mayoritariamente no lo es.
En el campo especulativo, ha habido y hay destacados intelectuales que se han referido, con mayor o menor énfasis, el exagerado peso del “antiestatismo” en las ideas libertarias. Camilo Berneri ayer, y Noam Chomsky y Carlos Taibo en la actualidad, entre otros. En donde el libertario italiano, asesinado en mayo de 1937 en Barcelona por agentes estalinistas, argumenta que “no ejercitar un derecho porque es concedido por el Estado, no crear una situación mejor porque se querría una mejor que la obtenible, equivale a fosilizar nuestra acción política” (Per Finiri), el influyente pensador y lingüista norteamericano denuncia que en ese orden de cosas los “movimientos libertarios han sido muy miopes al practicar su doctrina con rigidez, sin preocuparse por las consecuencias humanas” (Sobre anarquismo). Reproches ambos de notable calado que el tercer autor citado, Carlos Taibo, remacha al afirmar que “los clásicos del anarquismo, obsesionados con una contestación eventualmente fetichista del Estado, (...) olvidaron con frecuencia que, aun rodeados de equívocos y dobleces, este último desempeñó papeles honrosos en la dignificación de las clases populares” (Libertarios).
Pero los anarquistas no rechazan las elecciones en cuanto tales, ontológicamente, sino la modalidad partidocrática, con su añadido de delegación personal y encumbramiento de una casta dirigente. Y en este sentido los libertarios tuvieron la lucidez de atisbar las consecuencias del parlamentarismo unidimensional cuando el resto del movimiento socialista lo abrazaba como un talismán. Tampoco refutan al artificio Estado como regulador social, porque además les resultaría materialmente imposible vivir a sus espaldas como Robinson Crusoe. Lo que el anarquismo combate es ese “estado mental” que, como las elecciones al uso, introduce la lógica de la irresponsabilidad delegativa en la vida social al renunciar a la acción directa de la propia experiencia.
En lo que a mí respecta, considerando muy atractivas intelectualmente estas reflexiones, estimo que sin embargo hoy más que nunca tiene sentido la doble refutación del fenómeno electoral y de la trágala del Estado como planificadores sociales. Lo que ocurre es que existe un hiato cultural, materialmente insalvable en lo inmediato, entre esta parte del ideario libertario y el sentir de la mayoría de la población sensibilizada en el ritual del consentimiento por siglos de catequización del imperativo legal. Por tanto, forzar en tiempo real las convicciones del antiautoritarismo en el magma de los saberes tradicionales es cebar una afrenta ideológica destinada a la disputa continua y casi siempre baldía.
Es imposible representar la ausencia, y esos postulados anarquistas no figuran en la gramática parda de las masas, porque como sostiene Ernst Cassirer “no se puede elegir no decidir” (El mito del Estado). Si los medios configuran fines, el control de los tiempos de aplicación modula mentalidades y actitudes. De ahí la gran dificultad de implantar formatos, como el anarquista, anclados en el largo plazo reposado, que priman experiencias personales en el contexto de su cadena trófica generacional y del ecosistema habitado. “La naturaleza no da saltos”, decía Linneo, y el anarquismo se mira en la utopía de una suerte de Paideia que modifique conciencias y sensibilidades por propio convencimiento. Por eso, el decisionismo del Estado capitalista es constitutivamente depredador y fomenta pulsiones consumistas tanto en el plano económico como en el político.
¿Por qué las prácticas electorales y la supeditación al Estado nos hacen más vulnerables y dependientes? Porque ambas se sustentan sobre la enajenación de la propia voluntad, contribuyendo a una arquitectura social y mental eminentemente jerárquica, autoritaria, egocéntrica y arbitraria. Cuando un elector ejercita su derecho al voto en el marco de la concentración partidocrática está refrendando un sistema coactivo de abajo-arriba, donde los pocos deciden por los muchos, sin casi posibilidad de rectificar su decisión una vez formalizado el acto de emitir la papeleta. Es el partido, una exigua fracción de la sociedad, el que efectúa la selección de personal sobre potenciales representantes, para que una vez elegidos por los representados, los de abajo, estos pasen a depender omnímodamente de sus empleadores de arriba.
De esta forma, a la natural desigualdad económica que permite estructurar la sociedad según su nivel de riqueza se añade la desigualdad política que diferencia entre gobernantes y gobernados, completando un holograma de la dominación sistémica. Con el sesgo dramático de que, mientras en el plano económico la suplantación tiene que justificarse con artimañas apodícticas (la famosa “mano invisible”), en el ámbito político la legitimidad sobrevenida se alcanza con la plena aquiescencia de los propios damnificados, que han asumido durante el tracto el estatus mental del colonizado. Hay, pues, una “división del trabajo” asimétrica, injusta, liberticida y avasalladora en uno y otro ámbito, en el económico y en el político.
Una reveladora cita de Bernard Mandeville, el primer teorizador del axioma “vicios privados, virtudes públicas”, nos da una idea de esa parasitación del demos que determina la explotación económica y la dominación política. “Por sociedad quiero decir un cuerpo político en el cual el hombre, sometido por una fuerza superior o sacado del estado salvaje por la persuasión, se ha convertido en un ser disciplinado, capaz de encontrar su propia finalidad en el trabajo por los demás, y en el cual, bajo un jefe u otra forma de gobierno, cada uno de los miembros sirve a la totalidad y a todos ellos, mediante una sagaz dirección: se les hace actuar de consuno” (La fábula de las abejas). El ecocidio en puertas tiene mucho que ver con la irresponsabilidad individual y colectiva que fomentan ambas categorías doctrinales, su falta de eticidad consustancial.
[Artículo publicado originalmente en Rojo y Negro # 292, Madrid, julio-agosto 2015. Ver el número completo en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro292.pdf.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.