André-Noël Roth
En contraste con las tendencias políticas mundiales, las revoluciones bolivariana (Venezuela), ciudadana (Ecuador) y el Estado plurinacional boliviano, se desarrollaron como revoluciones democráticas de un nuevo tipo que prometían acabar, si no con el capitalismo, por lo menos con su versión neoliberal. Estos países se reconocieron bajo el lema del “socialismo del siglo XXI” para diferenciarlos de vías más socialdemócratas o “moderadas”. Hoy, el escepticismo y la decepción han reemplazado al entusiasmo inicial.
Las situaciones y procesos ocurridos en los países del socialismo del siglo XXI comparten varias similitudes. Indiquemos por lo menos tres. Uno, unas élites tradicionales corruptas y desprestigiadas, dos, la aparición de un líder carismático que logró suscitar una emoción y una movilización populares que permitió barrer con el antiguo régimen político y social e imponer por la vía de las urnas uno nuevo, más favorable a los más pobres y a los grupos sociales tradicionalmente excluidos del sistema político, y tres, la disposición en su subsuelo de recursos energéticos importantes. Chávez, Correa y Morales lograron así imponer una nueva “Revolución por el Estado” que transformó a las instituciones políticas, liquidó a los antiguos y escleróticos sistemas de partidos y reafirmó el rol motor del Estado para el progreso económico y social, y para ser el garante del bien público y de la soberanía nacional, con el fin de salir de “la larga noche neoliberal” como dice Correa. Estos países fueron calificados así de posneoliberales y, a su vez, de neodesarrollistas por su énfasis en la estatalización de ciertas empresas y segmentos industriales, en particular en el sector energético y minero, y en general por el nuevo rol asignado al Estado como propietario y empresario público. Los importantes flujos de recursos financieros producidos por la bonanza energética en el mercado mundial permitieron esta expansión del sector estatal.
Las antiguas élites políticas que, con el lema de la necesaria internacionalización económica y del eufemismo de la Modernización y de la Nueva Gestión Pública, usaron al Estado como a un notario habilitado para legalizar el saqueo privado (concesiones, privatizaciones, delegación, etc..) de los recursos y bienes nacionales, y para obtener todo tipo de favores y beneficios (contratos, empleos, etc..), fueron entonces sustituidas por una nueva élite político-burocrática que se hizo progresivamente con el control hegemónico del escenario político, de los espacios públicos y de las principales empresas. El Estado se convirtió en un importante actor económico, como inversor, constructor, productor y empleador.
La estatización total o parcial de los recursos energéticos y mineros y/o la revisión a favor del Estado de los contratos de concesión, llevadas a cabo por esta nueva élite de Estado, permitió financiar en forma bastante rápida tanto políticas sociales para los más pobres y la clase media pauperizada (educación, salud, subsidios condicionados a la familia, hábitat, etc.), como para favorecer la creación de medios públicos de comunicación (TV, radio, prensa), la ampliación del empleo público y la modernización del funcionamiento administrativo. También, según los casos, se procedió a modernizar y realizar obras de infraestructuras físicas (vías, aeropuertos) y desarrollar una política exterior dinámica -con una retórica anti-imperialista- (ALBA). Gran parte de estas políticas y obras, si bien pueden ser consideradas como necesarias e importantes, utilizaron para su implementación tanto técnicas de gestión neoliberal (p.e. subsidios condicionados, precariedad laboral) como de tradición clientelista y burocrática (empleo público y contratación).
La atención a los más pobres, el reconocimiento a las poblaciones marginadas (afro, indígenas) como parte de una nación oficialmente diversa y su inclusión en el discurso político oficial, permitió una relegitimación del Estado y de sus instituciones, como representantes y defensores de grupos sociales mayoritarios en número, pero que quedaban marginados y excluidos por los regímenes anteriores. El tema de la participación política (de la democracia participativa) permitió movilizar a su favor la intelectualidad crítica con el régimen político parlamentario y representativo de corte liberal, el cual mostraba signos evidentes de corrupción, incompetencia, nepotismo y plutocratización. La participación política de los ciudadanos “de a pie” constituyó una estrategia de movilización que permitió vislumbrar una transformación democrática y democratizadora de la sociedad y del Estado.
El anhelo por una transformación política contó con el apoyo de una clase media conformada por jóvenes educados críticos, frecuentemente graduados de universidades públicas, miembros de ONG’s y de movimientos sociales, que no tenían muchas perspectivas de ascenso social en los regímenes anteriores por carecer de los capitales social y económico necesarios a su vinculación con las élites tradicionales. La sintonía entre las aspiraciones populares a la inclusión y participación políticas y la personalidad y el discurso revolucionario del líder carismático permitieron así el acceso al poder burocrático de Estado a esta clase media para que, desde el Estado, se iniciara de manera entusiasta una nueva revolución, ahora sí, democrática, participativa, social y plural. Así se reflejó en las cartas constitucionales que legitimaron e institucionalizaron a los nuevos regímenes políticos.
Si durante los primeros años de los nuevos regímenes no existían contradicciones entre las aspiraciones populares y el gobierno, la participación política del pueblo ciudadano podía ser estimulada e institucionalizada. Las actuales constituciones ofrecen así formalmente muchos espacios para la participación ciudadana, en particular a nivel de barrios y municipalidades y para distintos colectivos sociales. La esperanza de la realización de una nueva perspectiva política a partir de una renovación de la vía democrática hacia el (nuevo) socialismo, se apoyó en un discurso sincrético y mítico entre Bolívar, Allende, el Che Guevara, la teología de la liberación y el indigenismo. Este discurso se desarrolló en el marco de una estrategia neogramsciana de hegemonía política. Ahora se busca desde el mismo poder de Estado politizar y polarizar de manera constante a la sociedad en su conjunto para mantenerla movilizada. Se construye a un enemigo, y toda crítica al nuevo régimen está asociada a este enemigo: el “paramilitarismo colombiano” en el caso de Venezuela y el riesgo de la “restauración conservadora” en el de Ecuador. También, los conceptos de pueblo y de lo popular fueron instrumentalizados por el régimen, pretendiendo así ser su único representante legítimo. Esta estrategia facilitó la construcción de un nuevo partido político dominante (PSUV, Alianza País, MAS) que logró obtener, a veces gracias a una reforma electoral hecha a la medida, la mayoría en los parlamentos nacionales.
Sin embargo, a la hora de la caída del precio del barril de petróleo, y la consiguiente baja del presupuesto público, las contradicciones entre el “pueblo” y el alto gobierno o el mismo presidente aparecen cada vez con más fuerza. Ahora, para el gobierno, la participación política del pueblo parece inoportuna y se la considera instrumentalizada por fuerzas oscuras y reaccionarias. Nuevamente, tanto en Venezuela como en el Ecuador el pueblo y los estudiantes se perciben como una clase peligrosa. Los jefes de Estado del socialismo del siglo XXI ya no están tan convencidos de las virtudes de la democracia participativa y se atrincheran en sus mayorías parlamentarias obedientes. Los legisladores, que deben su elección, y la conservación de su cargo y demás ventajas, a la bendición del Presidente, no se arriesgan a la contradicción. Con la concentración del poder político y administrativo, favorecida por la alta dependencia presupuestal del Estado del sector energético, estos regímenes hiperpresidencialistas terminan de facto por impedir, tanto en los espacios políticos como administrativos, la expresión de desacuerdos o de posturas alternativas a la del presidente. La deliberación interna al “movimiento revolucionario” se muere, los desacuerdos terminan en rupturas políticas, los intelectuales críticos desertan, y el miedo y la autoridad jerárquica empiezan a ser el método usual del gobierno sobre una clase política y burocrática que debe su ascenso y su pervivencia a la continuidad del régimen. El funcionario no tiene otra alternativa que callar para no perder su cargo. Los medios públicos de información, creados por los gobiernos, no se transformaron en espacios para la defensa y la expresión autónoma del pluralismo social y político de la sociedad – razón de ser de los medios públicos-, sino en los voceros dóciles de sus respectivos gobiernos. Usando de las mismas técnicas (menos el paramilitarismo) con la cual Uribe en Colombia había logrado “embrujar” a la mayoría de las instituciones públicas, los gobernantes de Venezuela y del Ecuador imponen su dominio sobre el sector público y su hegemonía en los medios de comunicación. Convencidos por sus cortesanos de ser imprescindibles para la salvación de su país y de su revolución, los dirigentes parecen incapaces de organizar colectivamente su sucesión y más preocupados por salvaguardar sus intereses. Terminan aferrándose al poder. Como cualquier caudillo tradicional.
Si, en términos de políticas sociales, como debe ser reconocido, las reformas financiadas por la burbuja petrolera y minera han permitido a estos países una mejoría innegable para la situación de sectores sociales tradicionalmente marginados, el balance político mostrado por estos país – en particular Venezuela y Ecuador-, no está a la altura de las esperanzas creadas. En términos de transformación política democrática, de profundización democrática y de mecanismos de participación política y social, se está dejando mucho que desear. Asimismo, a pesar de proclamar el apoyo a la economía solidaria, las relaciones laborales siguen siendo de naturaleza capitalista, que sea privado o de Estado, y con las mismas técnicas de gestión. Sin una reorientación firme hacia una democratización en los procesos de decisión política, en las políticas públicas y en la economía; un respaldo a la autonomía de los movimientos sociales, obreros, campesinos e indígenas; a la descentralización y a la autogestión, me temo que, bajo un lenguaje revolucionario y socialista se está asistiendo a la consolidación de regímenes autocráticos, muy lejos de las expectativas suscitadas hace una década. Una lástima.
[Tomado de http://tacnacomunitaria.blogspot.com/2015/06/socialismo-del-siglo-xxi-de-la.html.]
En contraste con las tendencias políticas mundiales, las revoluciones bolivariana (Venezuela), ciudadana (Ecuador) y el Estado plurinacional boliviano, se desarrollaron como revoluciones democráticas de un nuevo tipo que prometían acabar, si no con el capitalismo, por lo menos con su versión neoliberal. Estos países se reconocieron bajo el lema del “socialismo del siglo XXI” para diferenciarlos de vías más socialdemócratas o “moderadas”. Hoy, el escepticismo y la decepción han reemplazado al entusiasmo inicial.
Las situaciones y procesos ocurridos en los países del socialismo del siglo XXI comparten varias similitudes. Indiquemos por lo menos tres. Uno, unas élites tradicionales corruptas y desprestigiadas, dos, la aparición de un líder carismático que logró suscitar una emoción y una movilización populares que permitió barrer con el antiguo régimen político y social e imponer por la vía de las urnas uno nuevo, más favorable a los más pobres y a los grupos sociales tradicionalmente excluidos del sistema político, y tres, la disposición en su subsuelo de recursos energéticos importantes. Chávez, Correa y Morales lograron así imponer una nueva “Revolución por el Estado” que transformó a las instituciones políticas, liquidó a los antiguos y escleróticos sistemas de partidos y reafirmó el rol motor del Estado para el progreso económico y social, y para ser el garante del bien público y de la soberanía nacional, con el fin de salir de “la larga noche neoliberal” como dice Correa. Estos países fueron calificados así de posneoliberales y, a su vez, de neodesarrollistas por su énfasis en la estatalización de ciertas empresas y segmentos industriales, en particular en el sector energético y minero, y en general por el nuevo rol asignado al Estado como propietario y empresario público. Los importantes flujos de recursos financieros producidos por la bonanza energética en el mercado mundial permitieron esta expansión del sector estatal.
Las antiguas élites políticas que, con el lema de la necesaria internacionalización económica y del eufemismo de la Modernización y de la Nueva Gestión Pública, usaron al Estado como a un notario habilitado para legalizar el saqueo privado (concesiones, privatizaciones, delegación, etc..) de los recursos y bienes nacionales, y para obtener todo tipo de favores y beneficios (contratos, empleos, etc..), fueron entonces sustituidas por una nueva élite político-burocrática que se hizo progresivamente con el control hegemónico del escenario político, de los espacios públicos y de las principales empresas. El Estado se convirtió en un importante actor económico, como inversor, constructor, productor y empleador.
La estatización total o parcial de los recursos energéticos y mineros y/o la revisión a favor del Estado de los contratos de concesión, llevadas a cabo por esta nueva élite de Estado, permitió financiar en forma bastante rápida tanto políticas sociales para los más pobres y la clase media pauperizada (educación, salud, subsidios condicionados a la familia, hábitat, etc.), como para favorecer la creación de medios públicos de comunicación (TV, radio, prensa), la ampliación del empleo público y la modernización del funcionamiento administrativo. También, según los casos, se procedió a modernizar y realizar obras de infraestructuras físicas (vías, aeropuertos) y desarrollar una política exterior dinámica -con una retórica anti-imperialista- (ALBA). Gran parte de estas políticas y obras, si bien pueden ser consideradas como necesarias e importantes, utilizaron para su implementación tanto técnicas de gestión neoliberal (p.e. subsidios condicionados, precariedad laboral) como de tradición clientelista y burocrática (empleo público y contratación).
La atención a los más pobres, el reconocimiento a las poblaciones marginadas (afro, indígenas) como parte de una nación oficialmente diversa y su inclusión en el discurso político oficial, permitió una relegitimación del Estado y de sus instituciones, como representantes y defensores de grupos sociales mayoritarios en número, pero que quedaban marginados y excluidos por los regímenes anteriores. El tema de la participación política (de la democracia participativa) permitió movilizar a su favor la intelectualidad crítica con el régimen político parlamentario y representativo de corte liberal, el cual mostraba signos evidentes de corrupción, incompetencia, nepotismo y plutocratización. La participación política de los ciudadanos “de a pie” constituyó una estrategia de movilización que permitió vislumbrar una transformación democrática y democratizadora de la sociedad y del Estado.
El anhelo por una transformación política contó con el apoyo de una clase media conformada por jóvenes educados críticos, frecuentemente graduados de universidades públicas, miembros de ONG’s y de movimientos sociales, que no tenían muchas perspectivas de ascenso social en los regímenes anteriores por carecer de los capitales social y económico necesarios a su vinculación con las élites tradicionales. La sintonía entre las aspiraciones populares a la inclusión y participación políticas y la personalidad y el discurso revolucionario del líder carismático permitieron así el acceso al poder burocrático de Estado a esta clase media para que, desde el Estado, se iniciara de manera entusiasta una nueva revolución, ahora sí, democrática, participativa, social y plural. Así se reflejó en las cartas constitucionales que legitimaron e institucionalizaron a los nuevos regímenes políticos.
Si durante los primeros años de los nuevos regímenes no existían contradicciones entre las aspiraciones populares y el gobierno, la participación política del pueblo ciudadano podía ser estimulada e institucionalizada. Las actuales constituciones ofrecen así formalmente muchos espacios para la participación ciudadana, en particular a nivel de barrios y municipalidades y para distintos colectivos sociales. La esperanza de la realización de una nueva perspectiva política a partir de una renovación de la vía democrática hacia el (nuevo) socialismo, se apoyó en un discurso sincrético y mítico entre Bolívar, Allende, el Che Guevara, la teología de la liberación y el indigenismo. Este discurso se desarrolló en el marco de una estrategia neogramsciana de hegemonía política. Ahora se busca desde el mismo poder de Estado politizar y polarizar de manera constante a la sociedad en su conjunto para mantenerla movilizada. Se construye a un enemigo, y toda crítica al nuevo régimen está asociada a este enemigo: el “paramilitarismo colombiano” en el caso de Venezuela y el riesgo de la “restauración conservadora” en el de Ecuador. También, los conceptos de pueblo y de lo popular fueron instrumentalizados por el régimen, pretendiendo así ser su único representante legítimo. Esta estrategia facilitó la construcción de un nuevo partido político dominante (PSUV, Alianza País, MAS) que logró obtener, a veces gracias a una reforma electoral hecha a la medida, la mayoría en los parlamentos nacionales.
Sin embargo, a la hora de la caída del precio del barril de petróleo, y la consiguiente baja del presupuesto público, las contradicciones entre el “pueblo” y el alto gobierno o el mismo presidente aparecen cada vez con más fuerza. Ahora, para el gobierno, la participación política del pueblo parece inoportuna y se la considera instrumentalizada por fuerzas oscuras y reaccionarias. Nuevamente, tanto en Venezuela como en el Ecuador el pueblo y los estudiantes se perciben como una clase peligrosa. Los jefes de Estado del socialismo del siglo XXI ya no están tan convencidos de las virtudes de la democracia participativa y se atrincheran en sus mayorías parlamentarias obedientes. Los legisladores, que deben su elección, y la conservación de su cargo y demás ventajas, a la bendición del Presidente, no se arriesgan a la contradicción. Con la concentración del poder político y administrativo, favorecida por la alta dependencia presupuestal del Estado del sector energético, estos regímenes hiperpresidencialistas terminan de facto por impedir, tanto en los espacios políticos como administrativos, la expresión de desacuerdos o de posturas alternativas a la del presidente. La deliberación interna al “movimiento revolucionario” se muere, los desacuerdos terminan en rupturas políticas, los intelectuales críticos desertan, y el miedo y la autoridad jerárquica empiezan a ser el método usual del gobierno sobre una clase política y burocrática que debe su ascenso y su pervivencia a la continuidad del régimen. El funcionario no tiene otra alternativa que callar para no perder su cargo. Los medios públicos de información, creados por los gobiernos, no se transformaron en espacios para la defensa y la expresión autónoma del pluralismo social y político de la sociedad – razón de ser de los medios públicos-, sino en los voceros dóciles de sus respectivos gobiernos. Usando de las mismas técnicas (menos el paramilitarismo) con la cual Uribe en Colombia había logrado “embrujar” a la mayoría de las instituciones públicas, los gobernantes de Venezuela y del Ecuador imponen su dominio sobre el sector público y su hegemonía en los medios de comunicación. Convencidos por sus cortesanos de ser imprescindibles para la salvación de su país y de su revolución, los dirigentes parecen incapaces de organizar colectivamente su sucesión y más preocupados por salvaguardar sus intereses. Terminan aferrándose al poder. Como cualquier caudillo tradicional.
Si, en términos de políticas sociales, como debe ser reconocido, las reformas financiadas por la burbuja petrolera y minera han permitido a estos países una mejoría innegable para la situación de sectores sociales tradicionalmente marginados, el balance político mostrado por estos país – en particular Venezuela y Ecuador-, no está a la altura de las esperanzas creadas. En términos de transformación política democrática, de profundización democrática y de mecanismos de participación política y social, se está dejando mucho que desear. Asimismo, a pesar de proclamar el apoyo a la economía solidaria, las relaciones laborales siguen siendo de naturaleza capitalista, que sea privado o de Estado, y con las mismas técnicas de gestión. Sin una reorientación firme hacia una democratización en los procesos de decisión política, en las políticas públicas y en la economía; un respaldo a la autonomía de los movimientos sociales, obreros, campesinos e indígenas; a la descentralización y a la autogestión, me temo que, bajo un lenguaje revolucionario y socialista se está asistiendo a la consolidación de regímenes autocráticos, muy lejos de las expectativas suscitadas hace una década. Una lástima.
[Tomado de http://tacnacomunitaria.blogspot.com/2015/06/socialismo-del-siglo-xxi-de-la.html.]
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