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lunes, 8 de junio de 2015

Debate (A) - Dos anarquismos



















Ruymán Rodríguez (Federación de Anarquistas de Gran Canaria)

Periódicamente las dicotomías entre “anarquismos” se suceden. A finales del siglo XIX era entre colectivistas y comunistas, organizadores y anti organizadores, individualistas y sindicalistas, sindicalistas puros y anarcosindicalistas, etc. Actualmente esta reyerta teórica, que parece desarrollarse de forma cíclica, se ha establecido entre insurreccionalismo y anarquismo social.

En tiempos decimonónicos algunos anarquistas quisieron desatar el nudo gordiano hablando de “anarquismo sin adjetivos”, y ya avanzando el siglo XX de “síntesis”. Hoy día apremia evolucionar.

Las disputas, si no se enconan y enquistan, son positivas; el debate teórico es sano; lo que es insalubre y suicida es que el debate sustituya a la militancia. Ciertos anarquistas no tienen más problemas militantes que el propio anarquismo: o vigilar sus esencias o ponerlo al día, pero la disputa sigue fijándose en un marco erróneo, igual que en el XIX.

Sí, la disputa entre colectivistas y comunistas nos ayudó a vislumbrar cómo una parte del anarquismo de la época seguía ligado a cierta concepción de propiedad privada y salario y cómo otra quería transcender de eso y ser generosa; también cómo una parte trataba de ser realista y práctica y cómo otra podía pecar de optimismo exacerbado. Era una cuestión de fondo que dibujaba maneras y actitudes. Pero también era una disputa por algo que aún no se había producido: una revolución social que pusiera la economía en manos de los trabajadores. El debate quizás pudo ayudar a perfilar mejor lo que sucedería en situaciones revolucionarias como la del 36, pero el debate por el debate, sin transcender del plano teórico, puede dibujar el mejor de los futuros, pero no deja de ser una especulación, un discurrir sobre la nada, cuando falta crearlo todo. Puede también que el debate sobre las distintas concepciones sindicalistas tuviera una dimensión más práctica, pero seguía basándose en una premisa errónea: transformar la praxis ajena. Sólo nos es dado cambiar nuestra propia actividad; si algo no te gusta trabaja en sentido contrario y que la práctica demuestre si andas errado o acertado. En consecuencia, el debate no debe fijarse más –no desde luego prioritariamente– en el terreno ideológico; la validez de una idea debe medirse en el terreno práctico, en el terreno de los hechos.

No se puede discutir cual o tal teoría es mejor sobre el papel, cuál satisfará mejor nuestras necesidades sin transcender de la hipótesis; debe comprobarse empíricamente y que los resultados hablen. ¿Pero qué requiere esto? Trabajo de campo, duro trabajo de campo. Y es eso, y no otra cosa, lo que divide a los anarquismos en liza. Basta ya de supuestas divergencias en base a acuerdos, congresos, pensadores y modelos imaginarios.

Desde mi punto de vista sólo hay dos anarquismos: el contemplativo y el combativo. Ya pueden recibir el nombre de insurreccionalismo o anarquismo social, cualquiera de los dos puede representar a alguna de las dos tendencias en algún momento.

El anarquismo contemplativo vive a través de vidas ajenas, su terreno es el debate centrípeto. Se sienta a analizar y a discursar, a anatemizar enzarzado en eternas luchas internas. Su campo es el de la teoría y el quietismo, sea de comité, de asamblea, de manifestación, de red social o de quema de contenedor (un teórico del molotov no es menos contemplativo que un teórico de despacho). El inmovilismo como modus vivendi; la pontificación como modus operandi. Charlas y difusión de ideas es su terreno natural, el ambiente donde se siente cómodo; incapaz de transcender de ese hábitat y saborear los adoquines o el bancal. El propio anarquismo en su campo de batalla, su objeto de disección, el sujeto de su militancia. El anarquismo contemplativo es la etapa infantil e inmadura de la ideología anarquista; por muy seria, respetable y vetusta que parezca.

El anarquismo combativo, el que defendemos y practicamos desde la FAGC, es el anarquismo que se faja, el que está a pie de calle, el que lucha. Sea tensionando en una manifestación para evitar que la gente quede impasible ante una carga policial, sea forzando las circunstancias para que un conflicto laboral no acabe en armisticio. Es el anarquismo que se moja, el que se arremanga y se mancha las manos. El que lucha en la fábrica, en la asamblea de barrio, en la calle. Gamonal y Can Vies son ejemplos de esto, la Comunidad “La Esperanza” también. Es el que ha sobrepasado los límites de las tertulias y la militancia oral. Ya no cree que verbalizando algo se consiga cambiarlo. Su actividad es centrífuga, no va dirigida a complacer a los “iniciados”, a convencer a los “convencidos”; el circuito de los compañeros se le queda estrecho. El discurso de consumo interno se le antoja cacofonía. No milita para los anarquistas; milita para llevar la anarquía al suelo, para llevar la anarquía al pueblo. Diseña sus tácticas y su estrategia, su hoja de ruta, definiendo bien qué quiere y cuándo lo dará por conseguido, para poder avanzar a la siguiente etapa. Su hábitat es el barrio, la chabola, el parque, el tajo, el terreno abandonado, la casa expropiada. Es el anarquismo entendido como ideología adulta, por osada y audaz que sea su actitud, por nuevos que parezcan sus planteamientos.

En mi experiencia en estos últimos cuatro años en la FAGC, y especialmente en los dos últimos en la Comunidad “La Esperanza”, he llegado a concebir el anarquismo en esos términos, como una ideología adulta. El idealismo es necesario, pero no basado en irrealidades ni quimeras, sino en la capacidad real de aplicar las ideas pertinentes para transformar el entorno. Hay que descifrar los límites de los propios mitos, sean ideológicos, teóricos o de cualquier clase; descubrir la falsabilidad de los pensadores de referencia y tratar de aplicar las propias ideas teniendo en cuenta que por mucho antecedentes que tenga lo que te propones, y por más jugo que le saques a experiencias pasadas (la historia debe entenderse como pista, no como remanencia), la realidad es que esta experiencia, esta concreta, nadie la ha intentado antes; sólo tú y los que te acompañan. El discurso exclusivamente autorreferencial se diluye y queda la dura realidad. Es dura, pero es tuya.

Esta realidad lo es porque se asienta en algo tangible. En los siglos XIX-XX existía un anarquismo de fábrica, y esa fue su gran fuerza. Existió también en ese periodo fini/primisecular un anarquismo cultural que dotó de soporte teórico y literario la obra muscular. Nosotros proponemos un anarquismo de calle, un anarquismo callejero, de barrio, de exclusión social. El obrero salido del siglo XX y que despierta al siglo XXI se da cuenta, después de haber sobrevivido a la coartada capitalista de la crisis, que de obrero cualificado que fabricaba casas para otros ha pasado a ser un sin techo. Personas abocadas a la marginalidad porque sin apenas transición han sufrido un cambio: obreros ayer; indigentes hoy. Algunos no han mutado; de forma endémica han nacido condicionados socialmente para ser carne de asfalto. El discurso anarquista les complace en su utilidad: les es natural la hostilidad a la policía y el rechazo a la sacralidad de la propiedad privada; les es imprescindible sobrevivir a través de ciertas formas de apoyo mutuo, por lo menos en determinados estadios. Si este discurso se convierte en la práctica en un modelo eficiente de necesidades básicas plenamente satisfechas entonces la anarquía funciona, es útil para ellos, y con eso, sin necesitad de hacerse anarquistas, les basta.

No hace falta que se nos encuadre en el insurrecionalismo por nuestra radicalidad o el anarquismo social por nuestra labor. Somos anarquismo de combate y las etiquetas de ese tipo se nos quedan estrechas. Hemos recibido un baño de realismo y hemos descubierto que la anarquía llevada a la práctica funciona, que puede gestionarse una micro sociedad de 250 personas de manera eficaz siguiendo ese modelo. Pero también sabemos que ayudar a alguien no cambia necesariamente su mentalidad, y esto ya lo expondré en un futuro artículo.

Lo que importa ahora es saber que un anarquismo de barrio, sumergido en la marginación social, trabajando en el ghetto, es imprescindible; un anarquismo implicado en los problemas reales de la gente. Es imprescindible no porque suponga por sí mismo la “conversión de la gente”, sino porque es la mejor, si no la única, forma de llegar a ella. Para llegar a la gente no queda otra que tocar sus intereses y necesidades.

Pero si para esto no funciona la provocación vacua, que al menos remueve el avispero, menos funciona el discurso de reformar instituciones. En un momento en el que la gente está más desapegada de la política que nunca, nuestra misión es forzar la ruptura, no invitar a la conciliación con nuevas maneras dentro de las mismas estructuras. La situación es proclive para relanzar la organización popular desde abajo, para movilizar a la gente (movilizarnos con la gente) en base a sus necesidades y exigencias primarias, para estructurar el subsuelo, para dotar de cuerpo y músculo a los que no tienen (tenemos) nada. Enredarlos en promesas electorales, en aspiraciones de políticas locales, en la creación de instituciones, es un suicidio: primero, porque nunca se han sentido tan distantes de ellas; segundo, porque por fin son capaces de hacer otras cosas. A un enemigo herido que tiene que reestructurarse a toda prisa no se le refuerza, se le remata. Las instituciones deben ser vistas como el adversario al que se le arrebatan cosas por la fuerza, a través de la presión y el desgaste; el contrincante al que se mina hasta que se le pierda el temor y el respeto. No como el arma que es buena o mala en función de quién tenga la empuñadura. Más allá del maquiavelismo y el oportunismo de la hipótesis, tengo una cosa clara: también los ratones antes de ser devorados imaginan estar jugando con el gato. Eso es jugar a la política: creer que le estás dando cuartelillo al que está apunto de fagocitarte.

Yo no juego a juegos donde las reglas las imponen otros. Y hay un anarquismo que tampoco. Ese anarquismo sabe dónde está su lugar natural para incidir en la vida social, se aleja de las peleas de capilla y se une a las aspiraciones del pueblo para punzarlas, hostigarlas, y ver si pueden ir más lejos. Este anarquismo no se establece en unos parámetros de superioridad moral (y lamento si mi retórica lo da a entender, pero no es mi intención repartir sopas con hondas), no lo propongo porque sea “la última palabra” en revolución social; lo planteo por una simple cuestión de supervivencia. O nos abocamos a la endogamia de “la anarquía para los anarquistas” (cuando la anarquía debe ser para la gente de a pie) o nos dejamos matar metiéndonos en estructuras de poder que nos comerán y excretaran antes de darnos cuenta. Hasta ahora esas parecían ser las únicas opciones: o cerrarse en banda o entregarse con armas y municiones. No puede ni debe ser así, nuestra supervivencia y la de nuestro mensaje está en el combate, está en la calle, está en las necesidades más instintivas del pueblo. Es necesario detectar qué necesita, ver si nuestra praxis puede proporcionárselo, adaptar nuestras herramientas al momento, elaborar un programa que dé soporte teórico a nuestras conquistas y, una vez alumbrado el camino, compartir dichas herramientas y colectivizarlas (sabiendo cuándo hacerse a un lado).

No me importan las caricaturas; lo de “anarquismo barriobajero” o “anarco-lumpen” no es la primera vez que lo oigo. Me importan los resultados. El anarquismo callejero ha proporcionado la mejor carta de presentación de nuestra práctica en años. La mayor ocupación de inmuebles del Estado español no la ha conseguido un partido, una coalición electoral ni una organización pro-sistema; la ha iniciado una organización anarquista a través de herramientas anarquistas y haciendo funcionar un modelo anarquista sin necesidad de que los implicados lo fueran. Ese anarquismo de barrio ha dado 71 viviendas a 71 familias que equivalen a más de 250 personas. No habla la teoría; hablan los números, hablan los hechos, habla la tozuda realidad.



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