Ricardo García
Aunque claramente contraculturales, manifestaciones como el futurismo, el dadaísmo, el letrismo, el estridentismo o el infrarrealismo —sólo por mencionar algunas— no fueron concebidas como tales porque la idea de contracultura comienza a ser utilizada años después por Theodore Roszak para referirse a los movimientos hippie y beatnik de los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos y difundida ampliamente a través de su libro El nacimiento de una contracultura [The Making of a Counter Culture, 1968; en español, Kairós, 2005, reedición].
Desde entonces la noción de contracultura (que entre otros es retomada por Ken Goffman, Enrique Marroquín, José Agustín, Fernando Savater y Luis Antonio de Villena) ha servido para denominar a toda expresión cultural que surge como “alternativa” a la cultura dominante o hegemónica y que contraviene los valores de ésta. Sin embargo, hay quienes para hacer referencia a manifestaciones culturales con más o menos las mismas característica prefieren usar el concepto de cultura underground (Mario Maffi, Luis Racionero, Luiz Carlos Maciel), cultura subterránea (Guillermo J. Fadanelli), cultura alternativa (Leonardo Da Jandra) o hasta anti-cultura (Tomás Ibáñez). Pero, ¿qué es la contracultura?
La contracultura se manifiesta a través de la elaboración y adopción de expresiones culturales —lenguaje, actitudes, vestimenta, música— con características propias, que al erigirse como alternativa cultural trasciende, pone en evidencia y exterioriza su animadversión a la cultura dominante o hegemónica, rompiendo con la idea de que es difícil crear propuestas culturales que se mantengan al margen o en franca oposición a la socialización de la cultura dominante. Y es precisamente el antagonismo hacia la cultura dominante lo que fomenta su creatividad y hasta su subsistencia, es decir, que si llegara a carecer de esta condición antitética frente a la cultura dominante estaríamos hablando simplemente de subcultura. Por ello es importante y necesario desligar a la subcultura de la contracultura, ya que ésta lo que intenta romper es precisamente la relación de dominador/subalterno.
La contracultura también presenta las siguientes peculiaridades: en ella no necesariamente está asumida una postura política o “ideológica”; su “anacronismo” y su forma de manifestarse suele ser sólo el reflejo de un descontento generacional; su efectividad debe estar sujeta, en la mayoría de las veces, a cierta transitoriedad, ya que de lo contrario puede empezar a sufrir un desgaste en su forma de reivindicarse e ir adquiriendo la aquiescencia de la sociedad y de la cultura hegemónica, lo que consecuentemente se traduciría en su muerte [véase mi artículo “La música como construcción de la identidad”, Ciudades no. 63, Puebla: RNIU, 2004].
Desmenuzando la contracultura
Para intentar dar claridad a la noción de contracultura es conveniente destacar algunos puntos:
1. Cuando se habla de contracultura se ve a la juventud como un “sector social” que le es inherente, equívoco que proviene principalmente de una falsa generalización: la juventud es subversiva por antonomasia. Salvador Allende pensaba que “Ser joven y no ser revolucionario era una contradicción”, pero lo cierto es que no toda la juventud es revolucionaria ni rebelde, y mucho menos contestataria, ni todas las manifestaciones contraculturales han sido impulsadas o apoyadas sólo por jóvenes. Pero como este acto de ilusionismo se presta para que juventud y rebeldía se traduzcan en sinónimos, no falta el periodista, investigador o académico que insidiosamente intente deslegitimar a este tipo de expresiones culturales asegurando que sólo se trata de inmaduros, estrafalarios y vacíos actos de desobediencia. Por ejemplo, Joseph Heath y Andrew Potter, en su libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura [México: Taurus, 2005], de manera rancia y desatinada aseveran que “en el mejor de los casos, es una pseudo-rebeldía, es decir, una serie de gestos teatrales que no producen ningún avance político o económico tangible y que desacreditan la urgente tarea de crear una sociedad más justa […] que en el peor de los casos, contribuye a la infelicidad general de la población al minar o desprestigiar determinadas normas sociales e instituciones que de hecho cumplen una función”.
2. La contracultura está condicionada a un sincronismo geográfico, es decir, que las formas en cómo se revelan estas manifestaciones varían, en tiempo y forma (dinamismo, asiduidad y “originalidad”) de un lugar a otro, y su vigencia está temporalmente acotada. Prueba de ello fue la forma en como el movimiento punk apareció en Estados Unidos e Inglaterra y después se propagó en el resto del mundo. La parafernalia de los punks era prácticamente la misma en todo el planeta, pero, como era de esperarse, las condiciones económicas, políticas y sociales en América Latina iban a ser fundamentales para que el movimiento punk en esta región adquiriera su rasgos específicos, aunado a la fuerte influencia que tuvo tanto del rock radical vasco (intensamente creativo debido a la transición política posfranquista) como del, poco después, hardcore estadounidense, un punk más duro y politizado y menos autodestructivo —aunque asimismo existían grandes diferencias en una misma ciudad, por ejemplo, definitivamente no era lo mismo el Iti de Colectivo Caótico que Illi Bleeding—. Detonación y extensión que paradójicamente el movimiento adquirió gracias al proceso de globalización; expansión que al mismo tiempo propició que fuera rápidamente asimilada por el mainstream.
3. Se suele pensar que a los preceptos de la cultura hegemónica la contracultura invariablemente los subvierte de forma creativa y contestataria; sin embargo, estas manifestaciones no siempre tienen la capacidad de proponer innovadoras formas de expresión, carecen de imaginación, calidad estética o de todo sentido crítico. Desde luego que toda contracultura es alternativa, porque se proyecta como algo distinto a lo que propone la cultura hegemónica, pero no por ello toda cultura alternativa es contracultural.
4. Una de las confusiones que genera el concepto de contracultura —y aunque la mayoría de los autores que lo utilizan dejan más o menos claro a qué manifestaciones culturales se refieren— es que etimológicamente pueden caber en él todos los movimientos que se oponen al statu quo, es decir, todos los que tienen una ideología distinta y que son antagónicos a las normas predominantes, por lo que pueden ser contraculturales todos aquellos grupos radicales que reivindican algún tipo de supremacía racial (skinheads fascistas), fundamentalismo religioso o los que, como también pueden llegarlo a hacerlo los anteriores, hacen una abierta apología de la violencia (la narcocultura). Ambigüedad que es aprovechada por los detractores de la contracultura para arremeter contra ésta, aunque muchas veces a niveles ridículos de paroxismo. Joseph Heath y Andrew Potter, en el libro antes mencionado, en un desesperado intento por demostrar que la contracultura es una verdadera amenaza para la sociedad aseguran que al publicarse el manifiesto de Theodore Kaczynski, mejor conocido como el Unabomber, “un sector de la izquierda descubrió, para su gran sorpresa, que estaba de acuerdo en casi todo. Obviamente, cómo no, aparecían muchos elementos de la teoría contracultural”. En este marco Anders Behring Breivik, autor de los recientes atentados en Noruega, pasaría para estos autores perfectamente como un contracultural, así como a varios contraculturales los han hecho pasar por terroristas.
¿Es el anarquismo una contracultura?
En su ensayo "La culture libertaire? Non merci!" [1997], Tomas Ibáñez argumenta que “en las tesis, las prácticas, las sensibilidades libertarias no forman ni una cultura libertaria, ni una contracultura, ni una cultura alternativa: éstas son, antes que nada, una ‘anti-cultura’ […]. Como aspiración anti-totalitaria, el ethos libertario constituye, fundamentalmente, un dispositivo de emancipación al margen de la cultura; es, en este sentido, un mecanismo para vencer a la cultura, de ahí que se le puede definir como una anti-cultura”. Independientemente de lo discutible o pertinente de esta posición, que sugiere una radicalización, prefiero usar la noción de contracultura contestataria para resaltar la intencionalidad política en el proceso creativo de la expresión cultural anarquista. Destacando que no todas las manifestaciones contraculturales son libertarias ni las que lo son tienen esa fuerza creativa, como en su momento la tuvieron el dadaísmo y el situacionismo, corrientes estéticas que permitieron derribar los tópicos que se tenían del anarquismo, mostrando a un anarquismo transformador y positivo. Peter Heintz, en su libro Anarchisme négativ, anarchisme positif [Lyon: ACL, 1997], hace mención de la reaparición de un nuevo anarquismo positivo y creador que, en contraste con el anarquismo clásico, busca su potencial en actividades artístico-político-literarias-revolucionarias, poniendo como ejemplo el surrealismo —aunque otros movimientos anteriores, como el Simbolismo y el Impresionismo, ya habían dejado evidencia de ello.
¿Se pude hablar de una estética anarquista? El pintor y anarquista Camille Pissarro “rechazaba rotundamente determinar en qué consiste una estética anarquista… aunque en el volumen III de Correspondencia el pintor francés declara: ‘¿Existe un arte anarquista? Definitivamente no entienden nada. ¡Todo arte es anarquista cuando es bueno y bello!” [Colin Ward, en su ensayo "La maison anarchiste", 1997]. Pero esa afirmación respondía a un fuerte debate que durante la segunda mitad del siglo XIX se daba en torno al arte dentro del movimiento anarquista, y en el cual se planteaba si debería impulsarse un arte de tipo social y de propaganda que priorizarse el compromiso o favorecer la autonomía y la creatividad individual del artista.
Convencidos de que sólo a través del “arte por el arte” se podía derribar las convenciones burguesas, la posición de los artistas impresionistas Paul Signac, Maximilien Luce, Charles Angrand, Cross, Aristide Delannoy y el mismo Pissarro, colaboradores del periódico anarquista Les Temps Nouveaux, fue determinante: no deberían mutilar su sensibilidad estética poniéndola al servicio de la lucha social, a los objetivos inmediatos de un movimiento social cualquiera que éste fuera. Paul Signac, en un escrito publicado en Le Révolté, se dirigió a Proudhon (quien estaba a favor de las obras revolucionarias de tipo social), expresándole que “pintar de manera anarquista no es el dar imágenes anarquistas, sino el que sin ansia de lucro, sin deseo de recompensa luche con todas sus fuerzas de individuo libre contra las convenciones burguesas y oficiales, con su aportación especial”. Incluso el propio Jean Grave, fundador de Les Temps Nouveaux y quien privilegiaba los temas de propaganda, llegó a reconocer que los artistas tenían escasas posibilidades de ser comprendidos por las masas y que “una sociedad comunista sería la muerte del arte” [La société future].
Ya el irascible pintor anarquista Gustav Courbet había hecho lo propio cuando, nombrado en 1871 por la Comuna de París como representante de la Comisión de Museos y delegado de Bellas Artes, elaboró el programa de la Federación de artistas en el que, aunque se hacía énfasis a la función social y contribución revolucionaria del artista, se privilegiaba la absoluta libertad creativa individual.
A pesar de los argumentos expuestos por los anarquistas individualistas, entre los que por cierto se encontraban principalmente los propios creadores,“el anarquismo de matiz más social, desde Proudhon y Kropotkin en el siglo XIX hasta Rudolf Rocker y los artistas agitadores del siglo XX, insistirá en ligar las posibilidades libertarias del arte a su papel de experiencia esencial para el imaginario y el accionar colectivo. En este sentido, Kropotkin y los prerrafaelitas ingleses veían en las catedrales medievales una prefiguración de lo que podría alcanzar la creación colectiva liberada” [Nelson Méndez y Alfredo Vallota, Bitácora de la Utopía: Anarquismo para el siglo XXI, Caracas: 2000].
Para la primera mitad del siglo XX la tendencia que afortunadamente prosperará será la que permitirá al artista volcarse en su obra y proyectarse en ella intensamente como experiencia liberadora, sin asumir de manera primigenia una responsabilidad social, a diferencia de lo que de algún modo llegaron a proponer muralistas como el Dr. Átl, a quien erróneamente se le ha llegado a considerar anarquista [véase mi ensayo “¿Dr. Atl anarquista?”, Tierra y Libertad, Madrid: 2008,].
El anarquismo que llega al S. XXI
El balance sobre el ondulante pensamiento anarquista no ha sido del todo adverso, pues tanto en la teoría como en la práctica, y hasta la actualidad, sigue siendo fértil. Desde el pensamiento de Gilles Deleuze, los planteamientos de Hakim Bey, las experiencias sonoras de John Cage o las aportaciones pedagógicas de Ivan Illich, hasta los Centros Sociales (CSL) —que proponen una dinámica cultural distinta dentro de los barrios de varias ciudades del mundo—, las experiencias de “recuperación” de fábricas para su autogestión —durante el movimiento piquetero en Argentina—, las propuestas de organización asamblearia barrial —autonómicas y autogestionadas que una y otra vez resurgen en países como Grecia o España—, el movimiento okupa, el ecologismo, los colectivos antifascistas, los colectivos de apoyo a migrantes y las organizaciones ciberactivistas, pasando por supuesto por numerosas publicaciones y proyectos editoriales.
al fertilidad no tiene que interpretarse de manera triunfalista, pues una de las peculiaridades del movimiento anarquista es precisamente su fluctuación e “intermitente-permanencia”, valga el oxímoron. Tras la caída del Muro de Berlín no eran pocos los teóricos que hablaban de una pujanza del socialismo libertario, en la actualidad ingenuamente ocurre más o menos lo mismo debido al surgimiento de las numerosas agitaciones que se han dado en el plano internacional —como los movimientos de los “indignados”, nacidos del 15-M, o incluso hasta las revoluciones en el mundo árabe—, no obstante, lo que puede discernirse en estos últimos es que se trata de formas de organización con algunos visos de autonomía y autogestión que rápidamente terminan perdiendo horizontalidad.
Desde el punto de vista filosófico, pienso que la anarquía permite, como decía John Cage, “que cada persona pueda convertirse en su propio centro”. El problema es que no todas las personas quieren o tienen la capacidad de ser su propio centro; aunque también hay quienes lo hacen sin la necesidad de fanfarronear y hacerse llamar anarquistas, o viceversa. Desde el punto de vista socio-político estoy convencido, como alguna vez lo expresó Jacques Ellul —a quien se le negó la entrada al movimiento situacionista, “A menos de que renunciara a su religión cristiana”, como se lo hizo saber su amigo Guy Debord—, “que el combate anarquista, la lucha en dirección de una sociedad anarquista, es esencial, pero su realización imposible”.
Conclusión
En su famoso texto Filosofías del underground, publicado en la segunda mitad de la década de los setenta, Luis Racionero señala que traducir “counter culture” como contracultura creaba confusión, pues la idea adquiría “connotaciones de movimiento anticultural, de ir contra toda cultura y no sólo contra los aspectos nocivos de ésta, lo cual confunde la intención del significado en inglés”. Además, continúa, “la contracultura es un término menos amplio que underground porque denota la manifestación formal de una encarnación pasajera del underground en la década de los sesenta”, en cambio “el underground […], es la tradición del pensamiento heterodoxo que corre paralela y subterránea a lo largo de toda la historia de Occidente”.
Sin embargo, para sostener su concepto de underground en buena parte del libro Racionero pone como ejemplos a algunas de las prácticas orientales más influyentes (el zen, el yoga, el taoísmo, el sufismo, el tantrismo), el problema es que estas “experiencias” orientales —que eran ya muy conocidas en las décadas de los sesenta y setenta— han sido perfectamente asimiladas por Occidente de una manera más entusiasta que filosófica y nada subterránea: pura moda. Pero éste no es el único desacierto de Racionero, pues para hacer referencia al individualismo y al anarquismo, en el capítulo del mismo nombre de Filosofías del underground el delirante escritor orientalista tiene la ocurrencia de citar a tres pensadores que no son precisamente los mejores referentes del anarquismo individualista, sino de un anarquismo de tipo sociopolítico y racional: Kropotkin, Bakunin y Proudhon.
Al igual que Racionero, Luis Antonio de Villena (Heterodoxias y contracultura, en coautoría con Fernando Savater) señala que el término de contracultura es un equívoco, pero a diferencia de aquél y a la manera que lo hace Ken Goffman (La contracultura a través de los tiempos) utiliza esta noción para exponer a pensadores y movimientos que a través de su reflexión y obra han subvertido los valores y tendencias dominantes a lo largo de la historia de la humanidad.
Dándole un completo y muy extraño giro a lo enunciado por los autores antes mencionados, el venezolano marxista Ludovico Silva, en su libro Contracultura, publicado en 1979, señala que “el capitalismo, como tal, por ser un sistema fundado enteramente en los valores de cambio, no tiene propiamente una cultura, sino una contracultura, que es algo muy distinto. Cultura propiamente tal había en la Grecia clásica, entre los sumerios y babilonios, en el antiguo mundo judaico o en las civilizaciones inca y azteca; pero en el capitalismo sólo hay contracultura, y lo único que se puede llamar ‘cultura capitalista’ no es otra cosa que ideología”. Una contracultura que es difundida a través de la implacable publicidad y la dictadura mediática, sugiere Luis José Silva Michelena (verdadero nombre de Ludovico Silva) a lo largo de su texto al más puro estilo de Para leer al pato Donald.
Hoy en día el uso de prefijos como “contra” o “anti” para reivindicar una posición contraria o antagónica a lo “hegemónico”, “lo establecido” o “lo oficial” (contra-psicología, contra-historia, contra-literatura, contra-poesía, contra-arquitectura, contra-información) es más frecuente de lo que uno podría imaginarse, así que lo interesante sería saber no si continúa siendo pertinente utilizar la noción de contracultura sino “de qué está hecha esta cuerda o de que lado comenzará a desgastarse antes de reventar”.
[Versión resumida. El original en extenso puede verse en http://revistareplicante.com/contracultura-y-anarquismo.]
Aunque claramente contraculturales, manifestaciones como el futurismo, el dadaísmo, el letrismo, el estridentismo o el infrarrealismo —sólo por mencionar algunas— no fueron concebidas como tales porque la idea de contracultura comienza a ser utilizada años después por Theodore Roszak para referirse a los movimientos hippie y beatnik de los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos y difundida ampliamente a través de su libro El nacimiento de una contracultura [The Making of a Counter Culture, 1968; en español, Kairós, 2005, reedición].
Desde entonces la noción de contracultura (que entre otros es retomada por Ken Goffman, Enrique Marroquín, José Agustín, Fernando Savater y Luis Antonio de Villena) ha servido para denominar a toda expresión cultural que surge como “alternativa” a la cultura dominante o hegemónica y que contraviene los valores de ésta. Sin embargo, hay quienes para hacer referencia a manifestaciones culturales con más o menos las mismas característica prefieren usar el concepto de cultura underground (Mario Maffi, Luis Racionero, Luiz Carlos Maciel), cultura subterránea (Guillermo J. Fadanelli), cultura alternativa (Leonardo Da Jandra) o hasta anti-cultura (Tomás Ibáñez). Pero, ¿qué es la contracultura?
La contracultura se manifiesta a través de la elaboración y adopción de expresiones culturales —lenguaje, actitudes, vestimenta, música— con características propias, que al erigirse como alternativa cultural trasciende, pone en evidencia y exterioriza su animadversión a la cultura dominante o hegemónica, rompiendo con la idea de que es difícil crear propuestas culturales que se mantengan al margen o en franca oposición a la socialización de la cultura dominante. Y es precisamente el antagonismo hacia la cultura dominante lo que fomenta su creatividad y hasta su subsistencia, es decir, que si llegara a carecer de esta condición antitética frente a la cultura dominante estaríamos hablando simplemente de subcultura. Por ello es importante y necesario desligar a la subcultura de la contracultura, ya que ésta lo que intenta romper es precisamente la relación de dominador/subalterno.
La contracultura también presenta las siguientes peculiaridades: en ella no necesariamente está asumida una postura política o “ideológica”; su “anacronismo” y su forma de manifestarse suele ser sólo el reflejo de un descontento generacional; su efectividad debe estar sujeta, en la mayoría de las veces, a cierta transitoriedad, ya que de lo contrario puede empezar a sufrir un desgaste en su forma de reivindicarse e ir adquiriendo la aquiescencia de la sociedad y de la cultura hegemónica, lo que consecuentemente se traduciría en su muerte [véase mi artículo “La música como construcción de la identidad”, Ciudades no. 63, Puebla: RNIU, 2004].
Desmenuzando la contracultura
Para intentar dar claridad a la noción de contracultura es conveniente destacar algunos puntos:
1. Cuando se habla de contracultura se ve a la juventud como un “sector social” que le es inherente, equívoco que proviene principalmente de una falsa generalización: la juventud es subversiva por antonomasia. Salvador Allende pensaba que “Ser joven y no ser revolucionario era una contradicción”, pero lo cierto es que no toda la juventud es revolucionaria ni rebelde, y mucho menos contestataria, ni todas las manifestaciones contraculturales han sido impulsadas o apoyadas sólo por jóvenes. Pero como este acto de ilusionismo se presta para que juventud y rebeldía se traduzcan en sinónimos, no falta el periodista, investigador o académico que insidiosamente intente deslegitimar a este tipo de expresiones culturales asegurando que sólo se trata de inmaduros, estrafalarios y vacíos actos de desobediencia. Por ejemplo, Joseph Heath y Andrew Potter, en su libro Rebelarse vende. El negocio de la contracultura [México: Taurus, 2005], de manera rancia y desatinada aseveran que “en el mejor de los casos, es una pseudo-rebeldía, es decir, una serie de gestos teatrales que no producen ningún avance político o económico tangible y que desacreditan la urgente tarea de crear una sociedad más justa […] que en el peor de los casos, contribuye a la infelicidad general de la población al minar o desprestigiar determinadas normas sociales e instituciones que de hecho cumplen una función”.
2. La contracultura está condicionada a un sincronismo geográfico, es decir, que las formas en cómo se revelan estas manifestaciones varían, en tiempo y forma (dinamismo, asiduidad y “originalidad”) de un lugar a otro, y su vigencia está temporalmente acotada. Prueba de ello fue la forma en como el movimiento punk apareció en Estados Unidos e Inglaterra y después se propagó en el resto del mundo. La parafernalia de los punks era prácticamente la misma en todo el planeta, pero, como era de esperarse, las condiciones económicas, políticas y sociales en América Latina iban a ser fundamentales para que el movimiento punk en esta región adquiriera su rasgos específicos, aunado a la fuerte influencia que tuvo tanto del rock radical vasco (intensamente creativo debido a la transición política posfranquista) como del, poco después, hardcore estadounidense, un punk más duro y politizado y menos autodestructivo —aunque asimismo existían grandes diferencias en una misma ciudad, por ejemplo, definitivamente no era lo mismo el Iti de Colectivo Caótico que Illi Bleeding—. Detonación y extensión que paradójicamente el movimiento adquirió gracias al proceso de globalización; expansión que al mismo tiempo propició que fuera rápidamente asimilada por el mainstream.
3. Se suele pensar que a los preceptos de la cultura hegemónica la contracultura invariablemente los subvierte de forma creativa y contestataria; sin embargo, estas manifestaciones no siempre tienen la capacidad de proponer innovadoras formas de expresión, carecen de imaginación, calidad estética o de todo sentido crítico. Desde luego que toda contracultura es alternativa, porque se proyecta como algo distinto a lo que propone la cultura hegemónica, pero no por ello toda cultura alternativa es contracultural.
4. Una de las confusiones que genera el concepto de contracultura —y aunque la mayoría de los autores que lo utilizan dejan más o menos claro a qué manifestaciones culturales se refieren— es que etimológicamente pueden caber en él todos los movimientos que se oponen al statu quo, es decir, todos los que tienen una ideología distinta y que son antagónicos a las normas predominantes, por lo que pueden ser contraculturales todos aquellos grupos radicales que reivindican algún tipo de supremacía racial (skinheads fascistas), fundamentalismo religioso o los que, como también pueden llegarlo a hacerlo los anteriores, hacen una abierta apología de la violencia (la narcocultura). Ambigüedad que es aprovechada por los detractores de la contracultura para arremeter contra ésta, aunque muchas veces a niveles ridículos de paroxismo. Joseph Heath y Andrew Potter, en el libro antes mencionado, en un desesperado intento por demostrar que la contracultura es una verdadera amenaza para la sociedad aseguran que al publicarse el manifiesto de Theodore Kaczynski, mejor conocido como el Unabomber, “un sector de la izquierda descubrió, para su gran sorpresa, que estaba de acuerdo en casi todo. Obviamente, cómo no, aparecían muchos elementos de la teoría contracultural”. En este marco Anders Behring Breivik, autor de los recientes atentados en Noruega, pasaría para estos autores perfectamente como un contracultural, así como a varios contraculturales los han hecho pasar por terroristas.
¿Es el anarquismo una contracultura?
En su ensayo "La culture libertaire? Non merci!" [1997], Tomas Ibáñez argumenta que “en las tesis, las prácticas, las sensibilidades libertarias no forman ni una cultura libertaria, ni una contracultura, ni una cultura alternativa: éstas son, antes que nada, una ‘anti-cultura’ […]. Como aspiración anti-totalitaria, el ethos libertario constituye, fundamentalmente, un dispositivo de emancipación al margen de la cultura; es, en este sentido, un mecanismo para vencer a la cultura, de ahí que se le puede definir como una anti-cultura”. Independientemente de lo discutible o pertinente de esta posición, que sugiere una radicalización, prefiero usar la noción de contracultura contestataria para resaltar la intencionalidad política en el proceso creativo de la expresión cultural anarquista. Destacando que no todas las manifestaciones contraculturales son libertarias ni las que lo son tienen esa fuerza creativa, como en su momento la tuvieron el dadaísmo y el situacionismo, corrientes estéticas que permitieron derribar los tópicos que se tenían del anarquismo, mostrando a un anarquismo transformador y positivo. Peter Heintz, en su libro Anarchisme négativ, anarchisme positif [Lyon: ACL, 1997], hace mención de la reaparición de un nuevo anarquismo positivo y creador que, en contraste con el anarquismo clásico, busca su potencial en actividades artístico-político-literarias-revolucionarias, poniendo como ejemplo el surrealismo —aunque otros movimientos anteriores, como el Simbolismo y el Impresionismo, ya habían dejado evidencia de ello.
¿Se pude hablar de una estética anarquista? El pintor y anarquista Camille Pissarro “rechazaba rotundamente determinar en qué consiste una estética anarquista… aunque en el volumen III de Correspondencia el pintor francés declara: ‘¿Existe un arte anarquista? Definitivamente no entienden nada. ¡Todo arte es anarquista cuando es bueno y bello!” [Colin Ward, en su ensayo "La maison anarchiste", 1997]. Pero esa afirmación respondía a un fuerte debate que durante la segunda mitad del siglo XIX se daba en torno al arte dentro del movimiento anarquista, y en el cual se planteaba si debería impulsarse un arte de tipo social y de propaganda que priorizarse el compromiso o favorecer la autonomía y la creatividad individual del artista.
Convencidos de que sólo a través del “arte por el arte” se podía derribar las convenciones burguesas, la posición de los artistas impresionistas Paul Signac, Maximilien Luce, Charles Angrand, Cross, Aristide Delannoy y el mismo Pissarro, colaboradores del periódico anarquista Les Temps Nouveaux, fue determinante: no deberían mutilar su sensibilidad estética poniéndola al servicio de la lucha social, a los objetivos inmediatos de un movimiento social cualquiera que éste fuera. Paul Signac, en un escrito publicado en Le Révolté, se dirigió a Proudhon (quien estaba a favor de las obras revolucionarias de tipo social), expresándole que “pintar de manera anarquista no es el dar imágenes anarquistas, sino el que sin ansia de lucro, sin deseo de recompensa luche con todas sus fuerzas de individuo libre contra las convenciones burguesas y oficiales, con su aportación especial”. Incluso el propio Jean Grave, fundador de Les Temps Nouveaux y quien privilegiaba los temas de propaganda, llegó a reconocer que los artistas tenían escasas posibilidades de ser comprendidos por las masas y que “una sociedad comunista sería la muerte del arte” [La société future].
Ya el irascible pintor anarquista Gustav Courbet había hecho lo propio cuando, nombrado en 1871 por la Comuna de París como representante de la Comisión de Museos y delegado de Bellas Artes, elaboró el programa de la Federación de artistas en el que, aunque se hacía énfasis a la función social y contribución revolucionaria del artista, se privilegiaba la absoluta libertad creativa individual.
A pesar de los argumentos expuestos por los anarquistas individualistas, entre los que por cierto se encontraban principalmente los propios creadores,“el anarquismo de matiz más social, desde Proudhon y Kropotkin en el siglo XIX hasta Rudolf Rocker y los artistas agitadores del siglo XX, insistirá en ligar las posibilidades libertarias del arte a su papel de experiencia esencial para el imaginario y el accionar colectivo. En este sentido, Kropotkin y los prerrafaelitas ingleses veían en las catedrales medievales una prefiguración de lo que podría alcanzar la creación colectiva liberada” [Nelson Méndez y Alfredo Vallota, Bitácora de la Utopía: Anarquismo para el siglo XXI, Caracas: 2000].
Para la primera mitad del siglo XX la tendencia que afortunadamente prosperará será la que permitirá al artista volcarse en su obra y proyectarse en ella intensamente como experiencia liberadora, sin asumir de manera primigenia una responsabilidad social, a diferencia de lo que de algún modo llegaron a proponer muralistas como el Dr. Átl, a quien erróneamente se le ha llegado a considerar anarquista [véase mi ensayo “¿Dr. Atl anarquista?”, Tierra y Libertad, Madrid: 2008,].
El anarquismo que llega al S. XXI
El balance sobre el ondulante pensamiento anarquista no ha sido del todo adverso, pues tanto en la teoría como en la práctica, y hasta la actualidad, sigue siendo fértil. Desde el pensamiento de Gilles Deleuze, los planteamientos de Hakim Bey, las experiencias sonoras de John Cage o las aportaciones pedagógicas de Ivan Illich, hasta los Centros Sociales (CSL) —que proponen una dinámica cultural distinta dentro de los barrios de varias ciudades del mundo—, las experiencias de “recuperación” de fábricas para su autogestión —durante el movimiento piquetero en Argentina—, las propuestas de organización asamblearia barrial —autonómicas y autogestionadas que una y otra vez resurgen en países como Grecia o España—, el movimiento okupa, el ecologismo, los colectivos antifascistas, los colectivos de apoyo a migrantes y las organizaciones ciberactivistas, pasando por supuesto por numerosas publicaciones y proyectos editoriales.
al fertilidad no tiene que interpretarse de manera triunfalista, pues una de las peculiaridades del movimiento anarquista es precisamente su fluctuación e “intermitente-permanencia”, valga el oxímoron. Tras la caída del Muro de Berlín no eran pocos los teóricos que hablaban de una pujanza del socialismo libertario, en la actualidad ingenuamente ocurre más o menos lo mismo debido al surgimiento de las numerosas agitaciones que se han dado en el plano internacional —como los movimientos de los “indignados”, nacidos del 15-M, o incluso hasta las revoluciones en el mundo árabe—, no obstante, lo que puede discernirse en estos últimos es que se trata de formas de organización con algunos visos de autonomía y autogestión que rápidamente terminan perdiendo horizontalidad.
Desde el punto de vista filosófico, pienso que la anarquía permite, como decía John Cage, “que cada persona pueda convertirse en su propio centro”. El problema es que no todas las personas quieren o tienen la capacidad de ser su propio centro; aunque también hay quienes lo hacen sin la necesidad de fanfarronear y hacerse llamar anarquistas, o viceversa. Desde el punto de vista socio-político estoy convencido, como alguna vez lo expresó Jacques Ellul —a quien se le negó la entrada al movimiento situacionista, “A menos de que renunciara a su religión cristiana”, como se lo hizo saber su amigo Guy Debord—, “que el combate anarquista, la lucha en dirección de una sociedad anarquista, es esencial, pero su realización imposible”.
Conclusión
En su famoso texto Filosofías del underground, publicado en la segunda mitad de la década de los setenta, Luis Racionero señala que traducir “counter culture” como contracultura creaba confusión, pues la idea adquiría “connotaciones de movimiento anticultural, de ir contra toda cultura y no sólo contra los aspectos nocivos de ésta, lo cual confunde la intención del significado en inglés”. Además, continúa, “la contracultura es un término menos amplio que underground porque denota la manifestación formal de una encarnación pasajera del underground en la década de los sesenta”, en cambio “el underground […], es la tradición del pensamiento heterodoxo que corre paralela y subterránea a lo largo de toda la historia de Occidente”.
Sin embargo, para sostener su concepto de underground en buena parte del libro Racionero pone como ejemplos a algunas de las prácticas orientales más influyentes (el zen, el yoga, el taoísmo, el sufismo, el tantrismo), el problema es que estas “experiencias” orientales —que eran ya muy conocidas en las décadas de los sesenta y setenta— han sido perfectamente asimiladas por Occidente de una manera más entusiasta que filosófica y nada subterránea: pura moda. Pero éste no es el único desacierto de Racionero, pues para hacer referencia al individualismo y al anarquismo, en el capítulo del mismo nombre de Filosofías del underground el delirante escritor orientalista tiene la ocurrencia de citar a tres pensadores que no son precisamente los mejores referentes del anarquismo individualista, sino de un anarquismo de tipo sociopolítico y racional: Kropotkin, Bakunin y Proudhon.
Al igual que Racionero, Luis Antonio de Villena (Heterodoxias y contracultura, en coautoría con Fernando Savater) señala que el término de contracultura es un equívoco, pero a diferencia de aquél y a la manera que lo hace Ken Goffman (La contracultura a través de los tiempos) utiliza esta noción para exponer a pensadores y movimientos que a través de su reflexión y obra han subvertido los valores y tendencias dominantes a lo largo de la historia de la humanidad.
Dándole un completo y muy extraño giro a lo enunciado por los autores antes mencionados, el venezolano marxista Ludovico Silva, en su libro Contracultura, publicado en 1979, señala que “el capitalismo, como tal, por ser un sistema fundado enteramente en los valores de cambio, no tiene propiamente una cultura, sino una contracultura, que es algo muy distinto. Cultura propiamente tal había en la Grecia clásica, entre los sumerios y babilonios, en el antiguo mundo judaico o en las civilizaciones inca y azteca; pero en el capitalismo sólo hay contracultura, y lo único que se puede llamar ‘cultura capitalista’ no es otra cosa que ideología”. Una contracultura que es difundida a través de la implacable publicidad y la dictadura mediática, sugiere Luis José Silva Michelena (verdadero nombre de Ludovico Silva) a lo largo de su texto al más puro estilo de Para leer al pato Donald.
Hoy en día el uso de prefijos como “contra” o “anti” para reivindicar una posición contraria o antagónica a lo “hegemónico”, “lo establecido” o “lo oficial” (contra-psicología, contra-historia, contra-literatura, contra-poesía, contra-arquitectura, contra-información) es más frecuente de lo que uno podría imaginarse, así que lo interesante sería saber no si continúa siendo pertinente utilizar la noción de contracultura sino “de qué está hecha esta cuerda o de que lado comenzará a desgastarse antes de reventar”.
[Versión resumida. El original en extenso puede verse en http://revistareplicante.com/contracultura-y-anarquismo.]
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