Henrique P. Lijó
El trabajo ha sido desde hace más de un siglo el eje central de los discursos contrahegemónicos, ya sea desde una perspectiva libertaria, feminista o marxista, y su huella sigue estando presente en el desarrollo de docenas de nuevas teorías. La organización del entorno productivo parece ser un hecho social nunca exento de polémica, y su articulación es objeto de una eterna disputa. Esta misma disputa la podemos encontrar en la confrontación de los últimos años entre Renta Básica y Trabajo Garantizado. Pero antes de dialogar con la teoría en este aspecto, veo necesario aclarar algo tan básico como, ¿qué es el trabajo?
Con frecuencia escucho el discurso favorable a la vida sin trabajo, vida gratis… de boca de compañeros/as con teorías más o menos bien armadas. Por mi parte, reconozco que existen poderosas razones para despreciar el trabajo asalariado, sin embargo, la mayoría de las veces tendemos a simplificar este “rechazo al trabajo” sin tener en cuenta qué es el trabajo. Ruego que se me permita a mí simplificar para decir que: el trabajo es la manipulación de los recursos por el ser humano, o más bien, se me permita la metáfora de: el trabajo es la huella del ser humano en la naturaleza, la forma en que la manipula y la hace suya con el fin de transformarla para garantizar su sustento (algunas veces) o con ánimo de acumulación o seguridad. Así pues, en última instancia podemos afirmar que la cultura es siempre producto del trabajo, ya sea éste manual o cognitivo. Esto es importante, porque cuando despreciamos el trabajo sin más, no tenemos en cuenta la necesidad de trabajar como ejercicio de autosustento.
Ahora bien, la manipulación humana de los recursos hace de éstos objetos valiosos (en términos de valor de uso), de ahí que la organización del trabajo sea una condición importantísima de la economía, pues como hemos visto hasta aquí, los humanos no podemos vivir sin trabajar. La cuestión fundamental en esta altura del texto aparece como la secuencia lógica del debate. Si el trabajo es necesario para la supervivencia y a la vez condición indispensable de la economía, un modelo de economía justo será aquél que reparta el trabajo y sus frutos de forma equitativa, es decir mi condición de trabajador/a debe ser compartida con mis vecinos/as para, de ese modo, poder repartir de forma igualitaria el fruto de las labores que asegure nuestro sustento. Dicho de otra forma de cada uno/a según sus capacidades; a cada uno/a según sus necesidades. Es algo más que una frase bonita, es el principio de la economía política socialista que resume muy bien todo este apartado.
La aparición de la moneda facilitó la cuantificación del trabajo. El dinero sirvió (y sirve) frente al trueque, como método de intercambio entre trabajos, es decir; facilita que el trabajo de uno/a sea aprovechado por otro/a sin necesidad de recurrir a recursos cuyo valor es más inflexible y dependiente de las necesidades de los/as interesados/as en el intercambio en ese mismo momento. En última instancia, siempre se intercambia energía por energía, ya que para adquirir moneda es necesario algún tipo de actividad laboral que implica un gasto energético. La economía en gran parte es esto mismo, reglas de intercambio facilitadas por un patrón cuantitativo (oro, sal, moneda…) común, pero este patrón cuantitativo tan sólo puede ayudar al intercambio, nunca suprimir el trabajo por el que cobra valor, es decir: si cobrásemos dinero por nada, favoreceríamos que el dinero perdiese valor, ya que el valor es el fruto del trabajo, tal como señalamos más arriba. Si bien es cierto que a determinados recursos les otorgamos valor en sí mismos según las circunstancias, sin necesidad de aplicarles trabajo.
Lo que es cuestionable del trabajo bajo el régimen capitalista es que esté supeditado a un mercado que emplea a los/as trabajadores/as como simple mercancía, jerarquizando su organización y anteponiendo las necesidades del mercado y el Estado a las de la sociedad. Siendo así, la obligación de asalariarse o de auto-explotarse en pos de un crecimiento económico que no siempre se traduce en una mejora del nivel de vida, da pie a una crítica devastadora de la actual organización del entorno productivo, más allá de cuestionamientos ligados a la precaridad del trabajo asalariado. Pero el desarrollo del capitalismo se asienta en una fragmentación de la sociedad del trabajo que ha dado pie a dos esferas de las actividades laborales: la primera de ellas destinada a la explotación de los cuerpos de las clases trabajadoras fuera del hogar con objetivo de poner a funcionar un sistema productivo destinado a la competencia en el mercado, hecho que dejó en segundo plano la necesaria reprodución de la mano de obra, recluída en el nacimiento del ámbito privado del hogar y llevada a cabo mayoritariamente por el género femenino. El trabajo se dividió en dos mundos: el destinado a la producción en manos del capitalista, y el destinado al autosustento en manos de la familia.
Durante los últimos siglos los sistemas económicos occidentales han experimentado un curioso desarrollo del trabajo productivo, por el cual, el aumento de los bienes y servicios producidos se traducía en una disminución de la demanda de mano de obra. Esto ha sido así gracias al impulso de la industrialización, la robotización, la automatización, la informatización… Pero todos estos logros de la expasión capitalista han sido fruto de un contexto sumamente determinado, en el que los recursos naturales y energéticos eran muy abundantes. El industrialismo en sí mismo se puede explicar simplemente como un salto cuantitativo en el uso de energía exosomática destinada a los ciclos de producción, y la evolución constante de la técnica. El empleo de fuentes de energía no renovables permitió que los brazos de los/as trabajadores/as fuesen desechados de un amplio abanico de la actividad productiva, desplazando las labores de los humanos (occidentales) al ámbito de la planificación, creación de contenidos, servicios… labores en las que la explotación cobra una dimensión cognitiva (ampliamente analizada) en la que no nos detendremos.
La sociedad del trabajo tradicional, en su sentido industrial, sufre una crisis que ha dejado a millones de trabajadores y trabajadoras occidentales en el desempleo, desplazados/as por el uso de maquinaria, la deslocalización resultante del proceso de globalización y por la incapacidad del mercado para situarlos/as en nuevas secciones del mercado laboral. El estado español da buena muestra de ello en la disminución de los empleos de la industria desde la década de los 80, pero ya algunas décadas antes la industrialización del trabajo agrario había abierto brecha en las generaciones de los municipios rurales. Aunque este hecho no habría sido posible sin una multiplicación de la demanda de energía extraída de la corteza terrestre. Ésto nos hace sospechar que los días de una economía super-productiva, capaz de mantener amplios espacios de bienestar social gracias a ciclos de extracción y transformación de recursos, llegarán a su fin en la medida en que los recursos energéticos con los que contamos comiencen a declinar, como, de hecho, ya está sucediendo, tal y como reconoce la Agencia Internacional de la Energía.
La industrialización no ha podido negar las realidades físicas y termodinámicas de la naturaleza, ni la certeza de que la máquina más eficiente y versátil para la acción del trabajo desde el punto de vista del consumo de energía, es el cuerpo humano, algo que ya nos había adelantado Iván Illich en su “Energía y Equidad”. Es preciso entonces preguntarnos por la constitución de una sociedad del trabajo post-colapso, y en este plano es donde las propuestas económicas de las distintas academias chocan irremediablemente. La labor de la perspectiva decrecentista es bien ingrata en este punto; sabiendo que las sociedades pre-industriales destinaban alrededor de un 80% de su población a la producción de alimentos, no podemos asegurar que un escenario de descenso energénico vaya a suponer una relación diferente. Por otro lado, la regularidad y eficiencia de nuevas técnicas de produción de alimentos pueden facilitar la transición, siempre que sean coherentes con el nuevo período histórico que tenemos por delante, es decir, con el ahorro energético. Dado que históricamente las sociedades agrícolas solían padecer períodos de hambruna agudos pero puntuales, la eficiencia de las nuevas técnicas y la organización del trabajo deberían destinarse a evitar estos sucesos.
El debate que se está dando en la actualidad entre la ampliación de los subsidios o el reparto del trabajo nace del olvido por ambas partes de la realidad descrita más arriba. Sin embargo esto no quiere decir que carezca de interés, ni que sea imposible sumarse a la disputa. Parece obvio, despues de todo lo dicho, que la visión decrecentista es difícilmente articulable con la idea de un sistema económico super-productivo que permita a gran parte de la población abstraerse de las relaciones laborales, tal como defiende el planteamiento de los subsidios. En contra, defendemos el trabajo como la actividad articuladora imprescindible para la reprodución de las sociedades, el trabajo como labor comunitaria destinada al mantenimiento y bienestar de las personas y como ejercicio recíproco, haciendo valer de nuevo la vieja economía política socialista que habían entendido tan bien anarquistas y marxistas clásicos. En otras palabras: el abandono de la economía del crecimiento constante y el nacimiento de una economía del Bien Común, tendrá que ser sostenido sobre una nueva articulación de las actividades remuneradas, además del reparto de las no remuneradas.
Las propuestas que concuerdan con estos principios de la sociedad del trabajo post-colapso son las mismas que las que apuestan por un reparto del trabajo, pero han de tener en cuenta entre sus objetivos principales la descomplejización de la sociedad actual, y para ello, apostar fuertemente por el municipalismo como agente de organización social básico, no sólo por resultar más ético y su efecto positivo en la democratización de la economía, sino por la imposibilidad de mantener estructuras complejas dada la disminución de la rentabilidad energética sobre la que se sostienen las sociedades occidentales.
Sin embargo, nuestro momento actual es de emergencia social, con casi 13 millones de personas bajo el umbral de la pobreza o en riesgo de exclusión social en el estado español. De ahí que algunas de las propuestas pasen por barrer la situación a golpe de subsidio, lo que requeriría de un sistema económico muy productivo. El reparto del trabajo debe tener en cuenta también esta difícil situación, y dirigirse a prioridades sociales como son la vivienda, la alimentación y el cuidado de nuestro entorno natural, es decir, orientarse a la manutención y bienestar de la población, haciendo una llamada a entender el trabajo como la acción de asegurar la reprodución social, en lugar de su actual orientación hacia el crecimiento económico. Este giro podría comenzar a cambiar algo más que la sociedad del trabajo, pues proporciona un sustancioso avance en la ruptura de la dicotomía de los trabajos productivos/reproductivos, haciendo del cuidado, es decir, de la reprodución de la sociedad, la única labor hacia la que orientar la actividad laboral. Pero para ésto es necesario entender el cuidado como un ejercicio que se lleva a cabo dentro y fuera del hogar (así ha sido siempre), y que se basa también en la procura del equilibrio con nuestro entorno: cuidar de nuestro entorno para que nuestro entorno cuide de nosotros.
Reordenar la actividad laboral en función de las necesidades sociales, ademas de ser una reivindicación feminista, es condición sine qua non para el decrecimiento, muy acorde además con las demandas de democratización política en el caso de que su potencial se ceda por completo a las instituciones más cercanas a la ciudadanía, dotando a los municipios y comarcas de mayores competencias para gestionar la vida pública de las personas desde la auto-organización ciudadana, pero sabiendo de la necesidad de articular un escenario económico interrelacionado con su entorno geográfico más próximo. Del mismo modo, no queremos ser máquinas que se pasen todo el día trabajando. El reparto del trabajo debe permitir que la nuestra sea una vida de disfrute, en la que sea primado el cuidado afectivo en entorno sociales igualitarios (de los/as comunes).
[Tomado de http://www.15-15-15.org/webzine/2015/03/30/una-provocativa-defensa-del-trabajo.]
El trabajo ha sido desde hace más de un siglo el eje central de los discursos contrahegemónicos, ya sea desde una perspectiva libertaria, feminista o marxista, y su huella sigue estando presente en el desarrollo de docenas de nuevas teorías. La organización del entorno productivo parece ser un hecho social nunca exento de polémica, y su articulación es objeto de una eterna disputa. Esta misma disputa la podemos encontrar en la confrontación de los últimos años entre Renta Básica y Trabajo Garantizado. Pero antes de dialogar con la teoría en este aspecto, veo necesario aclarar algo tan básico como, ¿qué es el trabajo?
Con frecuencia escucho el discurso favorable a la vida sin trabajo, vida gratis… de boca de compañeros/as con teorías más o menos bien armadas. Por mi parte, reconozco que existen poderosas razones para despreciar el trabajo asalariado, sin embargo, la mayoría de las veces tendemos a simplificar este “rechazo al trabajo” sin tener en cuenta qué es el trabajo. Ruego que se me permita a mí simplificar para decir que: el trabajo es la manipulación de los recursos por el ser humano, o más bien, se me permita la metáfora de: el trabajo es la huella del ser humano en la naturaleza, la forma en que la manipula y la hace suya con el fin de transformarla para garantizar su sustento (algunas veces) o con ánimo de acumulación o seguridad. Así pues, en última instancia podemos afirmar que la cultura es siempre producto del trabajo, ya sea éste manual o cognitivo. Esto es importante, porque cuando despreciamos el trabajo sin más, no tenemos en cuenta la necesidad de trabajar como ejercicio de autosustento.
Ahora bien, la manipulación humana de los recursos hace de éstos objetos valiosos (en términos de valor de uso), de ahí que la organización del trabajo sea una condición importantísima de la economía, pues como hemos visto hasta aquí, los humanos no podemos vivir sin trabajar. La cuestión fundamental en esta altura del texto aparece como la secuencia lógica del debate. Si el trabajo es necesario para la supervivencia y a la vez condición indispensable de la economía, un modelo de economía justo será aquél que reparta el trabajo y sus frutos de forma equitativa, es decir mi condición de trabajador/a debe ser compartida con mis vecinos/as para, de ese modo, poder repartir de forma igualitaria el fruto de las labores que asegure nuestro sustento. Dicho de otra forma de cada uno/a según sus capacidades; a cada uno/a según sus necesidades. Es algo más que una frase bonita, es el principio de la economía política socialista que resume muy bien todo este apartado.
La aparición de la moneda facilitó la cuantificación del trabajo. El dinero sirvió (y sirve) frente al trueque, como método de intercambio entre trabajos, es decir; facilita que el trabajo de uno/a sea aprovechado por otro/a sin necesidad de recurrir a recursos cuyo valor es más inflexible y dependiente de las necesidades de los/as interesados/as en el intercambio en ese mismo momento. En última instancia, siempre se intercambia energía por energía, ya que para adquirir moneda es necesario algún tipo de actividad laboral que implica un gasto energético. La economía en gran parte es esto mismo, reglas de intercambio facilitadas por un patrón cuantitativo (oro, sal, moneda…) común, pero este patrón cuantitativo tan sólo puede ayudar al intercambio, nunca suprimir el trabajo por el que cobra valor, es decir: si cobrásemos dinero por nada, favoreceríamos que el dinero perdiese valor, ya que el valor es el fruto del trabajo, tal como señalamos más arriba. Si bien es cierto que a determinados recursos les otorgamos valor en sí mismos según las circunstancias, sin necesidad de aplicarles trabajo.
Lo que es cuestionable del trabajo bajo el régimen capitalista es que esté supeditado a un mercado que emplea a los/as trabajadores/as como simple mercancía, jerarquizando su organización y anteponiendo las necesidades del mercado y el Estado a las de la sociedad. Siendo así, la obligación de asalariarse o de auto-explotarse en pos de un crecimiento económico que no siempre se traduce en una mejora del nivel de vida, da pie a una crítica devastadora de la actual organización del entorno productivo, más allá de cuestionamientos ligados a la precaridad del trabajo asalariado. Pero el desarrollo del capitalismo se asienta en una fragmentación de la sociedad del trabajo que ha dado pie a dos esferas de las actividades laborales: la primera de ellas destinada a la explotación de los cuerpos de las clases trabajadoras fuera del hogar con objetivo de poner a funcionar un sistema productivo destinado a la competencia en el mercado, hecho que dejó en segundo plano la necesaria reprodución de la mano de obra, recluída en el nacimiento del ámbito privado del hogar y llevada a cabo mayoritariamente por el género femenino. El trabajo se dividió en dos mundos: el destinado a la producción en manos del capitalista, y el destinado al autosustento en manos de la familia.
Durante los últimos siglos los sistemas económicos occidentales han experimentado un curioso desarrollo del trabajo productivo, por el cual, el aumento de los bienes y servicios producidos se traducía en una disminución de la demanda de mano de obra. Esto ha sido así gracias al impulso de la industrialización, la robotización, la automatización, la informatización… Pero todos estos logros de la expasión capitalista han sido fruto de un contexto sumamente determinado, en el que los recursos naturales y energéticos eran muy abundantes. El industrialismo en sí mismo se puede explicar simplemente como un salto cuantitativo en el uso de energía exosomática destinada a los ciclos de producción, y la evolución constante de la técnica. El empleo de fuentes de energía no renovables permitió que los brazos de los/as trabajadores/as fuesen desechados de un amplio abanico de la actividad productiva, desplazando las labores de los humanos (occidentales) al ámbito de la planificación, creación de contenidos, servicios… labores en las que la explotación cobra una dimensión cognitiva (ampliamente analizada) en la que no nos detendremos.
La sociedad del trabajo tradicional, en su sentido industrial, sufre una crisis que ha dejado a millones de trabajadores y trabajadoras occidentales en el desempleo, desplazados/as por el uso de maquinaria, la deslocalización resultante del proceso de globalización y por la incapacidad del mercado para situarlos/as en nuevas secciones del mercado laboral. El estado español da buena muestra de ello en la disminución de los empleos de la industria desde la década de los 80, pero ya algunas décadas antes la industrialización del trabajo agrario había abierto brecha en las generaciones de los municipios rurales. Aunque este hecho no habría sido posible sin una multiplicación de la demanda de energía extraída de la corteza terrestre. Ésto nos hace sospechar que los días de una economía super-productiva, capaz de mantener amplios espacios de bienestar social gracias a ciclos de extracción y transformación de recursos, llegarán a su fin en la medida en que los recursos energéticos con los que contamos comiencen a declinar, como, de hecho, ya está sucediendo, tal y como reconoce la Agencia Internacional de la Energía.
La industrialización no ha podido negar las realidades físicas y termodinámicas de la naturaleza, ni la certeza de que la máquina más eficiente y versátil para la acción del trabajo desde el punto de vista del consumo de energía, es el cuerpo humano, algo que ya nos había adelantado Iván Illich en su “Energía y Equidad”. Es preciso entonces preguntarnos por la constitución de una sociedad del trabajo post-colapso, y en este plano es donde las propuestas económicas de las distintas academias chocan irremediablemente. La labor de la perspectiva decrecentista es bien ingrata en este punto; sabiendo que las sociedades pre-industriales destinaban alrededor de un 80% de su población a la producción de alimentos, no podemos asegurar que un escenario de descenso energénico vaya a suponer una relación diferente. Por otro lado, la regularidad y eficiencia de nuevas técnicas de produción de alimentos pueden facilitar la transición, siempre que sean coherentes con el nuevo período histórico que tenemos por delante, es decir, con el ahorro energético. Dado que históricamente las sociedades agrícolas solían padecer períodos de hambruna agudos pero puntuales, la eficiencia de las nuevas técnicas y la organización del trabajo deberían destinarse a evitar estos sucesos.
El debate que se está dando en la actualidad entre la ampliación de los subsidios o el reparto del trabajo nace del olvido por ambas partes de la realidad descrita más arriba. Sin embargo esto no quiere decir que carezca de interés, ni que sea imposible sumarse a la disputa. Parece obvio, despues de todo lo dicho, que la visión decrecentista es difícilmente articulable con la idea de un sistema económico super-productivo que permita a gran parte de la población abstraerse de las relaciones laborales, tal como defiende el planteamiento de los subsidios. En contra, defendemos el trabajo como la actividad articuladora imprescindible para la reprodución de las sociedades, el trabajo como labor comunitaria destinada al mantenimiento y bienestar de las personas y como ejercicio recíproco, haciendo valer de nuevo la vieja economía política socialista que habían entendido tan bien anarquistas y marxistas clásicos. En otras palabras: el abandono de la economía del crecimiento constante y el nacimiento de una economía del Bien Común, tendrá que ser sostenido sobre una nueva articulación de las actividades remuneradas, además del reparto de las no remuneradas.
Las propuestas que concuerdan con estos principios de la sociedad del trabajo post-colapso son las mismas que las que apuestan por un reparto del trabajo, pero han de tener en cuenta entre sus objetivos principales la descomplejización de la sociedad actual, y para ello, apostar fuertemente por el municipalismo como agente de organización social básico, no sólo por resultar más ético y su efecto positivo en la democratización de la economía, sino por la imposibilidad de mantener estructuras complejas dada la disminución de la rentabilidad energética sobre la que se sostienen las sociedades occidentales.
Sin embargo, nuestro momento actual es de emergencia social, con casi 13 millones de personas bajo el umbral de la pobreza o en riesgo de exclusión social en el estado español. De ahí que algunas de las propuestas pasen por barrer la situación a golpe de subsidio, lo que requeriría de un sistema económico muy productivo. El reparto del trabajo debe tener en cuenta también esta difícil situación, y dirigirse a prioridades sociales como son la vivienda, la alimentación y el cuidado de nuestro entorno natural, es decir, orientarse a la manutención y bienestar de la población, haciendo una llamada a entender el trabajo como la acción de asegurar la reprodución social, en lugar de su actual orientación hacia el crecimiento económico. Este giro podría comenzar a cambiar algo más que la sociedad del trabajo, pues proporciona un sustancioso avance en la ruptura de la dicotomía de los trabajos productivos/reproductivos, haciendo del cuidado, es decir, de la reprodución de la sociedad, la única labor hacia la que orientar la actividad laboral. Pero para ésto es necesario entender el cuidado como un ejercicio que se lleva a cabo dentro y fuera del hogar (así ha sido siempre), y que se basa también en la procura del equilibrio con nuestro entorno: cuidar de nuestro entorno para que nuestro entorno cuide de nosotros.
Reordenar la actividad laboral en función de las necesidades sociales, ademas de ser una reivindicación feminista, es condición sine qua non para el decrecimiento, muy acorde además con las demandas de democratización política en el caso de que su potencial se ceda por completo a las instituciones más cercanas a la ciudadanía, dotando a los municipios y comarcas de mayores competencias para gestionar la vida pública de las personas desde la auto-organización ciudadana, pero sabiendo de la necesidad de articular un escenario económico interrelacionado con su entorno geográfico más próximo. Del mismo modo, no queremos ser máquinas que se pasen todo el día trabajando. El reparto del trabajo debe permitir que la nuestra sea una vida de disfrute, en la que sea primado el cuidado afectivo en entorno sociales igualitarios (de los/as comunes).
[Tomado de http://www.15-15-15.org/webzine/2015/03/30/una-provocativa-defensa-del-trabajo.]
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