Steven Levitsky (diario La República - Lima)
El autoritarismo de los años setenta transformó en demócratas a una generación de izquierdistas latinoamericanos. Gran parte de la izquierda había descuidado a la democracia en los sesenta y setenta. Restaba importancia a las elecciones, los derechos liberales, y otras instituciones “burguesas,” justificaba el autoritarismo del régimen cubano, y apoyaba actos violentos que pusieron en riesgo la democracia en sus propios países.
Pero en vez de la esperada revolución, el colapso de la democracia trajo la noche más oscura: regímenes militares de derecha que mataron, desaparecieron, y torturaron a miles de jóvenes progresistas.
Vivir bajo la dictadura les ensenó a muchos izquierdistas el valor de la democracia. La brutal represión que sufrió la izquierda en países como Argentina, Brasil, Chile, México, y Uruguay convenció a muchos que los derechos humanos eran más que “burgueses.” Como consecuencia, gran parte de la izquierda se comprometió plenamente con la democracia liberal. Militantes de izquierda encabezaron la lucha por la democracia en muchos países latinoamericanos en los años setenta y ochenta. Y en los 90, se convirtieron en los principales defensores regionales de los derechos humanos.
El matrimonio entre la izquierda y la democracia fortaleció a los dos. Los últimos 25 años han sido el periodo más democrático de la historia latinoamericana. Y la izquierda ha tenido un éxito inédito. Reprimido en los 70, la izquierda llegó a gobernar en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, Paraguay, República Dominicana, y Uruguay.
Pero hoy el matrimonio entre izquierda y democracia enfrenta un desafío: el autoritarismo venezolano. Bajo el gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela ha caído en un nivel de represión política no vista en America del Sur desde Pinochet y Stroessner. Hay presos políticos. Se mata con alarmante frecuencia a chicos que salen a la calle a protestar (la última víctima fue Kluiver Roa, de 14 años). Y el gobierno se ha vuelto golpista. Maduro tilda de “golpista” a sus opositores –algo que fue cierto en 2002, cuando muchos apoyaron al golpe contra Hugo Chávez. Pero últimamente el único golpista ha sido el gobierno, que ha removido (y en algunos casos, arrestado) a varios congresistas y alcaldes electos. El caso más notorio ocurrió el 19 de febrero, cuando el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, fue arrestado.
La izquierda latinoamericana tiene que luchar contra el creciente autoritarismo y represión estatal en Venezuela. Por obligación moral, pero también por su propio bien.
La derecha y la elite económica pueden vivir sin democracia. Los ricos no necesitan elecciones para ejercer su influencia. Si uno posee dinero, las puertas se abren en casi todos los regímenes.
Pero la izquierda necesita la democracia. Como los pobres no tienen recursos económicos, dependen de sus números para influir sobre la política. Los números pueden convertirse en poder en las urnas (elecciones) o en la calle (la protesta). Por eso, los sectores populares dependen de las instituciones democráticas: más que nadie, necesitan elecciones y libertades básicas (como las de asociación y protesta) para defenderse. Cuando desaparecen las garantías democráticas, tarde o temprano, son los pobres los que sufren. Los sectores populares siempre han sido las principales víctimas de la violación de los derechos humanos en América Latina.
Pero las instituciones democráticas son difíciles de construir. Por eso, la democracia plena y estable ha sido la excepción, y no la regla, en la historia latinoamericana. Si van a consolidarse, las instituciones democráticas se tienen que cuidar. Se tienen que defender en toda circunstancia. Como señala Eduardo Dargent en su libro Demócratas Precarios, es fácil defender los derechos democráticos cuando nuestros rivales están en el poder.
Pero la clave para la consolidación democrática es la situación contraria. Si queremos instituciones democráticas fuertes, tenemos que respetarlas –y defenderlas– aun cuando no nos conviene. Tenemos que defender los derechos de nuestros peores enemigos políticos. Si no lo hacemos, estos derechos serán siempre precarios. Si no lucho por los derechos básicos de mi rival, no puedo esperar que estos derechos estén cuando los necesito.
Los derechos democráticos son universales o no son nada. Solo echan raíces cuando estamos dispuestos a defenderlos ante todos los gobiernos: amigos y enemigos; izquierda y derecha.
Es hora, entonces, de salir a defender los derechos democráticos de Leopoldo López, María Corina Machado, Antonio Ledezma y otros líderes antichavistas que están siendo perseguidos. Que quede claro: no me gustan López, Machado, y Ledezma. Me caen mal. No comparto sus ideas. Cuando hay elecciones libres y justas, espero que pierdan. Pero hay que defender sus derechos.
Es cierto que en el 2002, estos mismos opositores fueron golpistas y que Hugo Chávez fue la víctima. Felizmente, casi todos los gobiernos latinoamericanos (incluyendo antichavistas como Cardoso, Fox, y Toledo) condenaron al golpe y se negaron a reconocer al nuevo gobierno. (El gobierno norteamericano –bruto y antidemocrático– apoyó al golpe).
Trece años después, la situación se ha revertido. El gobierno de Maduro ha perdido la legitimidad democrática. Ningún gobierno tiene el derecho de encarcelar y matar a sus opositores. Electo o no, un gobierno que viola sistemáticamente a los derechos democráticos pierde el derecho de llamarse democrático. Se convierte en autoritario.
Si el gobierno de Maduro ha perdido legitimidad democrática, hay que reconocer como legítima la protesta que busca su caída. La movilización (pacífica) en contra de un régimen caracterizado por presos políticos, violencia paramilitar, y la criminalización de la protesta no es golpista. No es más golpista que las movilizaciones contra Morales Bermúdez en 1977-1978. O la protesta contra Fujimori el 2000. Fujimori tildó de golpista a Toledo y a los demás organizadores de la Marcha de los Cuatro Suyos. No lo fueron. Y tampoco serán los que salgan a la calle contra Maduro en los días que vienen.
La izquierda latinoamericana –desde el PT brasileño hasta el Frente Amplio peruano– debe apoyar a estas protestas. No solo porque callarse sería hipócrita e inmoral, sino porque haría daño a la izquierda. El tremendo éxito de la izquierda latinoamericana de los últimos años se debe a la democracia. Abandonarla ahora sería suicidio.
[Tomado de http://www.larepublica.pe/columnistas/aproximaciones/la-izquierda-y-el-desafio-de-venezuela-01-03-2015.]
El autoritarismo de los años setenta transformó en demócratas a una generación de izquierdistas latinoamericanos. Gran parte de la izquierda había descuidado a la democracia en los sesenta y setenta. Restaba importancia a las elecciones, los derechos liberales, y otras instituciones “burguesas,” justificaba el autoritarismo del régimen cubano, y apoyaba actos violentos que pusieron en riesgo la democracia en sus propios países.
Pero en vez de la esperada revolución, el colapso de la democracia trajo la noche más oscura: regímenes militares de derecha que mataron, desaparecieron, y torturaron a miles de jóvenes progresistas.
Vivir bajo la dictadura les ensenó a muchos izquierdistas el valor de la democracia. La brutal represión que sufrió la izquierda en países como Argentina, Brasil, Chile, México, y Uruguay convenció a muchos que los derechos humanos eran más que “burgueses.” Como consecuencia, gran parte de la izquierda se comprometió plenamente con la democracia liberal. Militantes de izquierda encabezaron la lucha por la democracia en muchos países latinoamericanos en los años setenta y ochenta. Y en los 90, se convirtieron en los principales defensores regionales de los derechos humanos.
El matrimonio entre la izquierda y la democracia fortaleció a los dos. Los últimos 25 años han sido el periodo más democrático de la historia latinoamericana. Y la izquierda ha tenido un éxito inédito. Reprimido en los 70, la izquierda llegó a gobernar en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, Paraguay, República Dominicana, y Uruguay.
Pero hoy el matrimonio entre izquierda y democracia enfrenta un desafío: el autoritarismo venezolano. Bajo el gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela ha caído en un nivel de represión política no vista en America del Sur desde Pinochet y Stroessner. Hay presos políticos. Se mata con alarmante frecuencia a chicos que salen a la calle a protestar (la última víctima fue Kluiver Roa, de 14 años). Y el gobierno se ha vuelto golpista. Maduro tilda de “golpista” a sus opositores –algo que fue cierto en 2002, cuando muchos apoyaron al golpe contra Hugo Chávez. Pero últimamente el único golpista ha sido el gobierno, que ha removido (y en algunos casos, arrestado) a varios congresistas y alcaldes electos. El caso más notorio ocurrió el 19 de febrero, cuando el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, fue arrestado.
La izquierda latinoamericana tiene que luchar contra el creciente autoritarismo y represión estatal en Venezuela. Por obligación moral, pero también por su propio bien.
La derecha y la elite económica pueden vivir sin democracia. Los ricos no necesitan elecciones para ejercer su influencia. Si uno posee dinero, las puertas se abren en casi todos los regímenes.
Pero la izquierda necesita la democracia. Como los pobres no tienen recursos económicos, dependen de sus números para influir sobre la política. Los números pueden convertirse en poder en las urnas (elecciones) o en la calle (la protesta). Por eso, los sectores populares dependen de las instituciones democráticas: más que nadie, necesitan elecciones y libertades básicas (como las de asociación y protesta) para defenderse. Cuando desaparecen las garantías democráticas, tarde o temprano, son los pobres los que sufren. Los sectores populares siempre han sido las principales víctimas de la violación de los derechos humanos en América Latina.
Pero las instituciones democráticas son difíciles de construir. Por eso, la democracia plena y estable ha sido la excepción, y no la regla, en la historia latinoamericana. Si van a consolidarse, las instituciones democráticas se tienen que cuidar. Se tienen que defender en toda circunstancia. Como señala Eduardo Dargent en su libro Demócratas Precarios, es fácil defender los derechos democráticos cuando nuestros rivales están en el poder.
Pero la clave para la consolidación democrática es la situación contraria. Si queremos instituciones democráticas fuertes, tenemos que respetarlas –y defenderlas– aun cuando no nos conviene. Tenemos que defender los derechos de nuestros peores enemigos políticos. Si no lo hacemos, estos derechos serán siempre precarios. Si no lucho por los derechos básicos de mi rival, no puedo esperar que estos derechos estén cuando los necesito.
Los derechos democráticos son universales o no son nada. Solo echan raíces cuando estamos dispuestos a defenderlos ante todos los gobiernos: amigos y enemigos; izquierda y derecha.
Es hora, entonces, de salir a defender los derechos democráticos de Leopoldo López, María Corina Machado, Antonio Ledezma y otros líderes antichavistas que están siendo perseguidos. Que quede claro: no me gustan López, Machado, y Ledezma. Me caen mal. No comparto sus ideas. Cuando hay elecciones libres y justas, espero que pierdan. Pero hay que defender sus derechos.
Es cierto que en el 2002, estos mismos opositores fueron golpistas y que Hugo Chávez fue la víctima. Felizmente, casi todos los gobiernos latinoamericanos (incluyendo antichavistas como Cardoso, Fox, y Toledo) condenaron al golpe y se negaron a reconocer al nuevo gobierno. (El gobierno norteamericano –bruto y antidemocrático– apoyó al golpe).
Trece años después, la situación se ha revertido. El gobierno de Maduro ha perdido la legitimidad democrática. Ningún gobierno tiene el derecho de encarcelar y matar a sus opositores. Electo o no, un gobierno que viola sistemáticamente a los derechos democráticos pierde el derecho de llamarse democrático. Se convierte en autoritario.
Si el gobierno de Maduro ha perdido legitimidad democrática, hay que reconocer como legítima la protesta que busca su caída. La movilización (pacífica) en contra de un régimen caracterizado por presos políticos, violencia paramilitar, y la criminalización de la protesta no es golpista. No es más golpista que las movilizaciones contra Morales Bermúdez en 1977-1978. O la protesta contra Fujimori el 2000. Fujimori tildó de golpista a Toledo y a los demás organizadores de la Marcha de los Cuatro Suyos. No lo fueron. Y tampoco serán los que salgan a la calle contra Maduro en los días que vienen.
La izquierda latinoamericana –desde el PT brasileño hasta el Frente Amplio peruano– debe apoyar a estas protestas. No solo porque callarse sería hipócrita e inmoral, sino porque haría daño a la izquierda. El tremendo éxito de la izquierda latinoamericana de los últimos años se debe a la democracia. Abandonarla ahora sería suicidio.
[Tomado de http://www.larepublica.pe/columnistas/aproximaciones/la-izquierda-y-el-desafio-de-venezuela-01-03-2015.]
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