Lino Estanza
“Mi sexualidad no es mi pecado... es mi paraíso”. Sergio Urrego, 16 años (q.e.p.d.)
Quisiera poder firmar este artículo con mi nombre, pero debo hacerlo con un seudónimo pues soy rector de un colegio. Quiero evitarles a mis estudiantes, al resto de mi comunidad educativa y a mi propia persona represalias (a veces fatales), estigmatizaciones y otras formas de matoneo social que son justamente el tema central de la presente reflexión.
La muerte de Sergio Urrego fue la gota que rebasó mi copa. La valiente, contundente y desgarradora decisión que tomó para expresarle al mundo su dolor y su rabia —además de la madurez y profundidad de sus reflexiones póstumas— me remitieron a mi propia adolescencia atormentada, cuando llegó el momento de decidir si continuaba en este mundo asumiendo mi condición de homosexual o si abandonaba el barco como él lo hizo, dando un portazo de indignación y rebeldía. Las circunstancias de mi vida hicieron que pudiera tomar la decisión de quedarme en este mundo, en una época en que para nada se hablaba de este tema, como no fuera para señalarlo como el más horrendo de los pecados y perversiones, motivo de todo tipo de señalamientos, burlas y sanciones.
Que en pleno siglo XXI, año 2014, todavía haya tantas personas que sienten que no tienen derecho a vivir por su forma de ser y de amar, demuestra cuán lejos estamos aún, no sólo de ser una sociedad moderna, sino sobre todo de ser una sociedad humana: tolerante, respetuosa de la diversidad y del derecho a la vida privada, íntima, secreta, que todos debemos tener para poder vivir plenamente nuestra afectividad, sexualidad, espiritualidad, como terrenos inviolables en los que nadie tiene el derecho de entrar para juzgarnos...
Aún me veo a mis 13 años, en la soledad de mi cuarto, llorando y rezándole al dios de los católicos para que me “curara” y quitara de mi mente y de mi cuerpo las pulsiones que día a día iban cobrando más fuerza y que me revelaban de manera inequívoca mi “condición”... Y hay que insistir en esta palabra, pues muchos hablan de “opción” sexual para esgrimir el argumento de que esta desviada “escogencia” puede ser modificada con un adecuado acompañamiento psicológico. Tal como lo intentaron hacer en el caso de Sergio... Tal como yo intenté hacerlo en el mío propio. La diferencia es que yo corrí con suerte y mi “orientador” (un psiquiatra a quien nunca terminaré de agradecer) en lugar de “curarme” me ayudó a aceptarme y a respetarme.
La Iglesia católica, quizás la institución en la que mayor número de homosexuales (mujeres y hombres) se parapeta desde hace siglos, se ha ensañado con particular obsesión y sevicia con este tema. Quizás como una forma de exorcizar y de ahuyentar sus propios demonios e infiernos. Quienes estudiamos desde la infancia con curas y monjas sabemos de las dobles morales, los recovecos y meandros oscuros que se albergan debajo de muchas sotanas y hábitos, empapados de lúbrica represión y negación del cuerpo.
¿Con qué derecho los heterosexuales (en inglés straights: derechos) juzgan y condenan a los homosexuales (en inglés queers: raros)? Los “derechos” —engendradores y fabricantes de los “raros”— pontifican y legislan para decidir si los “raros” tenemos derecho a nuestros derechos... ¿Hasta cuándo tendremos que seguir negociando estos derechos con ellos? ¿Hasta cuándo nuestras manifestaciones públicas de afecto serán consideradas “actos obscenos”? Como el beso de Sergio a su novio, registrado en la intimidad de su celular y que un profesor, de manera dolosa, confiscó para inculparlo ante las autoridades escolares y ponerlo en evidencia frente a su familia y a la comunidad en general. ¿Hasta cuándo un beso o una caricia entre seres humanos del mismo sexo serán considerados actos obscenos?... mientras aceptamos como “normales” las violencias de todos los pelambres entre los demás seres humanos.
“¡Mejor un hijo muerto que un hijo marica!”... Esta frase tremenda la escuchamos muchas veces en la boca —o en los ojos— de nuestros padres, sobre todo del progenitor macho, que se ve confrontado y cuestionado pues siente en entredicho su propia masculinidad al comprobar que su potente y macho semen ha engendrado un ser defectuoso... un “raro”. El despertar y el reconocimiento de la homosexualidad femenina seguramente tiene otras connotaciones para la madre... Pero yo me atrevería a afirmar que en una sociedad machista, como la nuestra, es mucho más grave y repudiable —incluso para la madre, en muchas ocasiones la más machista— un hombre marica que una mujer lesbiana... Comenzando por el hecho de que para los machos el lesbianismo es con frecuencia un fuerte y picante combustible erótico... El homosexualismo masculino —considerado “excremental” por personajes tan cuestionables como el senador Gerlein— frente a la homosexualidad femenina —calificada de “inane” por el mismo personaje— se constituye en una amenaza mucho mayor para la sociedad patriarcal, que siente corroídos sus cimientos ante la aceptación o la normalización de esta conducta “oprobiosa”.
Nunca será suficiente repetirlo: no es la homosexualidad la enfermedad... la enfermedad es la homofobia.
¡Que el cruel sacrificio de Sergio Urrego no quede en la impunidad!
Este adolescente fue empujado al abismo por sus “educadores”, de manera deliberada y criminal, luego de estigmatizarlo y rotularlo: “anarco, gay, libertario”... Que este sacrificio no quede, sobre todo, en el vacío de la hipocresía, el limbo moral y el silencio cobarde de una sociedad que aún se tiene miedo sí misma.
[Versión de texto originalmente publicado en http://www.elespectador.com/opinion/mejor-un-hijo-muerto-un-hijo-marica-columna-517926.]
“Mi sexualidad no es mi pecado... es mi paraíso”. Sergio Urrego, 16 años (q.e.p.d.)
Quisiera poder firmar este artículo con mi nombre, pero debo hacerlo con un seudónimo pues soy rector de un colegio. Quiero evitarles a mis estudiantes, al resto de mi comunidad educativa y a mi propia persona represalias (a veces fatales), estigmatizaciones y otras formas de matoneo social que son justamente el tema central de la presente reflexión.
La muerte de Sergio Urrego fue la gota que rebasó mi copa. La valiente, contundente y desgarradora decisión que tomó para expresarle al mundo su dolor y su rabia —además de la madurez y profundidad de sus reflexiones póstumas— me remitieron a mi propia adolescencia atormentada, cuando llegó el momento de decidir si continuaba en este mundo asumiendo mi condición de homosexual o si abandonaba el barco como él lo hizo, dando un portazo de indignación y rebeldía. Las circunstancias de mi vida hicieron que pudiera tomar la decisión de quedarme en este mundo, en una época en que para nada se hablaba de este tema, como no fuera para señalarlo como el más horrendo de los pecados y perversiones, motivo de todo tipo de señalamientos, burlas y sanciones.
Que en pleno siglo XXI, año 2014, todavía haya tantas personas que sienten que no tienen derecho a vivir por su forma de ser y de amar, demuestra cuán lejos estamos aún, no sólo de ser una sociedad moderna, sino sobre todo de ser una sociedad humana: tolerante, respetuosa de la diversidad y del derecho a la vida privada, íntima, secreta, que todos debemos tener para poder vivir plenamente nuestra afectividad, sexualidad, espiritualidad, como terrenos inviolables en los que nadie tiene el derecho de entrar para juzgarnos...
Aún me veo a mis 13 años, en la soledad de mi cuarto, llorando y rezándole al dios de los católicos para que me “curara” y quitara de mi mente y de mi cuerpo las pulsiones que día a día iban cobrando más fuerza y que me revelaban de manera inequívoca mi “condición”... Y hay que insistir en esta palabra, pues muchos hablan de “opción” sexual para esgrimir el argumento de que esta desviada “escogencia” puede ser modificada con un adecuado acompañamiento psicológico. Tal como lo intentaron hacer en el caso de Sergio... Tal como yo intenté hacerlo en el mío propio. La diferencia es que yo corrí con suerte y mi “orientador” (un psiquiatra a quien nunca terminaré de agradecer) en lugar de “curarme” me ayudó a aceptarme y a respetarme.
La Iglesia católica, quizás la institución en la que mayor número de homosexuales (mujeres y hombres) se parapeta desde hace siglos, se ha ensañado con particular obsesión y sevicia con este tema. Quizás como una forma de exorcizar y de ahuyentar sus propios demonios e infiernos. Quienes estudiamos desde la infancia con curas y monjas sabemos de las dobles morales, los recovecos y meandros oscuros que se albergan debajo de muchas sotanas y hábitos, empapados de lúbrica represión y negación del cuerpo.
¿Con qué derecho los heterosexuales (en inglés straights: derechos) juzgan y condenan a los homosexuales (en inglés queers: raros)? Los “derechos” —engendradores y fabricantes de los “raros”— pontifican y legislan para decidir si los “raros” tenemos derecho a nuestros derechos... ¿Hasta cuándo tendremos que seguir negociando estos derechos con ellos? ¿Hasta cuándo nuestras manifestaciones públicas de afecto serán consideradas “actos obscenos”? Como el beso de Sergio a su novio, registrado en la intimidad de su celular y que un profesor, de manera dolosa, confiscó para inculparlo ante las autoridades escolares y ponerlo en evidencia frente a su familia y a la comunidad en general. ¿Hasta cuándo un beso o una caricia entre seres humanos del mismo sexo serán considerados actos obscenos?... mientras aceptamos como “normales” las violencias de todos los pelambres entre los demás seres humanos.
“¡Mejor un hijo muerto que un hijo marica!”... Esta frase tremenda la escuchamos muchas veces en la boca —o en los ojos— de nuestros padres, sobre todo del progenitor macho, que se ve confrontado y cuestionado pues siente en entredicho su propia masculinidad al comprobar que su potente y macho semen ha engendrado un ser defectuoso... un “raro”. El despertar y el reconocimiento de la homosexualidad femenina seguramente tiene otras connotaciones para la madre... Pero yo me atrevería a afirmar que en una sociedad machista, como la nuestra, es mucho más grave y repudiable —incluso para la madre, en muchas ocasiones la más machista— un hombre marica que una mujer lesbiana... Comenzando por el hecho de que para los machos el lesbianismo es con frecuencia un fuerte y picante combustible erótico... El homosexualismo masculino —considerado “excremental” por personajes tan cuestionables como el senador Gerlein— frente a la homosexualidad femenina —calificada de “inane” por el mismo personaje— se constituye en una amenaza mucho mayor para la sociedad patriarcal, que siente corroídos sus cimientos ante la aceptación o la normalización de esta conducta “oprobiosa”.
Nunca será suficiente repetirlo: no es la homosexualidad la enfermedad... la enfermedad es la homofobia.
¡Que el cruel sacrificio de Sergio Urrego no quede en la impunidad!
Este adolescente fue empujado al abismo por sus “educadores”, de manera deliberada y criminal, luego de estigmatizarlo y rotularlo: “anarco, gay, libertario”... Que este sacrificio no quede, sobre todo, en el vacío de la hipocresía, el limbo moral y el silencio cobarde de una sociedad que aún se tiene miedo sí misma.
[Versión de texto originalmente publicado en http://www.elespectador.com/opinion/mejor-un-hijo-muerto-un-hijo-marica-columna-517926.]
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