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martes, 12 de agosto de 2014

Ética y Anarquismo


Félix García

Posiblemente una de las características esenciales del anarquismo, uno de los rasgos que le diferencian notablemente de las demás corrientes políticas, incluso de las demás corrientes socialistas, es su dimensión ética. No hay anarquismo sin ética. Frente a toda una tradición de la política que tiene sus origenes en la Baja Edad Media y su máxima expresión teórica en Maquiavelo, los anarquistas van a negar el carácter autónomo de la política y a mantener con perseverancia y coherencia que la política debe estar regida por la ética, por una determinada forma de entender las relaciones sociales entre las personas. Es fundamental recuperar, analizar, desarrollar actualizándola, pero sobre todo practicar esa dimensión ética en la actualidad, en un momento en que la necesidad de comprometerse, de ser fiel a unos principios éticos, está absolutamente desprestigiada o, por lo menos, olvidada. Malos tiempos corren para hablar de ética en una sociedad en la que todos estamos cogidos en el consumismo, en el individualismo, el egoísmo, en el fetichismo de la mercancía, en una sociedad en la que todo se mide por el valor de cambio, por la utilidad que puede reportarnos en nuestro beneficio personal, convirtiendo a todo lo que nos rodea, personas y naturaleza, en simples cosas que pueden ser manipuladas, instrumentalizadas, avasalladas, perdiendo así la posibilidad no sólo de reconstruir una comunidad humana, sino al menos de recobrar la libertad y la dignidad que a cada uno de nosotros nos corresponde. Renunciar a esta dimensión ética es renunciar a que el anarquismo y los anarquistas tengamos algo que decir y mostrar con nuestra práctica cotidiana.



Historia y libertad

La ética libertaria tiene una doble raíz que es necesario recordar antes de pasar a exponer sus características básicas; por un lado una determinada concepción de la historia y por el otro una exaltación de la libertad individual. Frente a los que pensaban que la historia se-guía un curso inexorable, que las leyes científicas exigían con carácter necesario la aparición del socialismo tras la crisis del capitalismo, y que el triunfo del proletariado no dependía de la justicia de su causa sino de las leyes sociales y económicas, frente a todos estos, los libertarios van a insistir en que no están seguro que la historia conduzca necesariamente hacia el socialismo, que éste vendrá si los hombres quieren traerlo y practicarlo, que no es tan previsible lo que va a suceder en el futuro y que, en definitiva, los anarquistas deberán luchar siempre, como lo han hecho hasta ahora, por la libertad y la  justicia, en una revolución-evolución permanente. Junto a esta concepción de la historia que aquí solamente exponemos muy brevemente, está la exaltación de la libertad individual. Esta libertad, al margen de otras implicaciones que no podemos desarrollar aquí, significa que el hombre es único responsable de lo que hace, que no está absolutamente determinados por la sociedad o por cualquier otra  circunstancia. A la burguesía no se la critica tan sólo por estar entorpeciendo el desarrollo de las fuerzas productivas, sino por explotar y oprimir de forma consciente y responsable, por falsear en la práctica los postulados de libertad, igualdad y fraternidad que predican en teoría. Pero un explotador y opresor, aunque sea muy difícil, puede optar por enunciar a su situación de privilegio, por comprometerse defendiendo la libertad, la igualdad y la fraternidad reales entre las personas, y puede optar por eso precisamente porque es radicalmente libre y de él depende hacerlo o no. Lo mismo podríamos decir de los explotados y oprimidos, los cuales no siempre optan por luchar por su libertad, sino que en muchos casos prefieren renunciar a ser los dueños de su propia vida a cambio del plato de lentejas que las clases dominantes les ofrecen.

Evidentemente estas ideas necesitarían un desarrollo más amplio, sobre todo para evitar interpretaciones defectuosas y para poder sacar todas las consecuencias que implican. En el espacio de este articulo, sin embargo, tan sólo pretendemos recordar que es imprescindible mantener ese carácter abierto de la historia, así como esa libertad radical de las personas. En los últimos tiempos las clases dominantes han difundido una concepción del mundo en la que la libertad no cuenta para nada, como tampoco cuenta para nada la imaginación creadora de la humanidad en la construcción de su futuro. Toda una tecnocracia experta en manipulaciones está defendiendo un proyecto social en el que la libertad y la dignidad no tienen cabida, son conceptos caducos que deben ceder ante una ingeniería social que condicionaría totalmente a las personas para que éstas, como sumisos y obedientes robots, respondieran a la programación previamente establecida por las clases dominantes. Lo peor es que los demás terminemos creyéndonos lo que nos dicen, terminemos renunciando a nuestra propia responsabilidad y al esfuerzo que siempre supone reconocer que las cosas podrían ser de otra manera y que no todo está determinado. Y tras esta renuncia se esconde la imposibilidad de criticarla opresión y la explotación a la que nos vemos sometidos.

Paz a los hombres, guerra a las instituciones

Ahora bien, si la libertad es la condición previa para poder hablar de ética, afirmar la libertad nos lleva a una de las características básicas de la ética libertaria: la inalienable dignidad de la persona que no puede ser sacrificada por nada ni por nadie. Cada uno es libre en el seno de la comunidad, radicalmente libre y nadie puede obligarle a obrar en contra de su voluntad. Todo lo que sea condenar, expulsar, exigir disciplina, coaccionar, amenazar, para obligar a los demás a hacer lo que nosotros creemos verdadero, es profundamente antilibertario y carente de la más minima ética. Todas las dictaduras que en el mundo ha habido han solido  justificar la masacre argumentando que el bienestar de la comunidad o de las generaciones futuras, o de cualquier otra cosa, exigía el doloroso pero imprescindible sacrificio de unos cuantos individuos, poco importa que fueran diez o diez mil. Pero es que además debemos respetar esa dignidad incluso en aquellos que son nuestros enemigos irreconciliables; nuestra propia dignidad como personas depende de que respetemos la de los demás, incluso aunque en un  determinado momento nos veamos obligados a emplear la violencia para defendernos o para terminar con situaciones opresoras. Poco podemos esperar de una sociedad en la que esa dignidad no es respetada, en la que es mil veces violada, en la que no nos queda la intimidad para ser nuestros únicos dueños y jueces, en la que se nos trata como a cosas que son útiles o estorban; pero, ¿qué se puede esperar de los que, criticando esta situación, vuelvan a caer en la trampa de despreciar a todo el que no piensa y actúa como; de los que se alegran y ríen con la muerte de un enemigo, simplemente porque por el hecho de ser enemigo su vida parece valer menos que la nuestra? No es tan fácil romper con la lógica de la manipulación y la instrumentalización de las personas, lo cual no quita el que sea imprescindible. Una vez más debemos recordar aquello de «paz a los hombres y guerra a las instituciones», bella forma de expresar una de las más importantes consecuencias prácticas de ese respeto ala libertad y la dignidad de todas y cada una de las personas por el hecho de serlo.

El desarrollo al máximo de todas las capacidades de la persona será el segundo elemento básico de la ética libertaria. Las personas tenemos derecho a satisfacer todas nuestras necesidades, las actuales y las que puedan ir surgiendo en momentos posteriores de la evolución de la sociedad. Esto exige, por una parte, la obtención de unas condiciones de vida materiales que permitan semejante desarrollo a todos y no solamente a algunos como sucede en la sociedad capitalista; pero, por otra parte, exige estar en contra de todo tipo de represiones y coacciones externas que intentan disminuir esa expansión vital de la personalidad. Estamos aquí para disfrutar lo más posible de la vida que tenemos, lo cual, como veremos en seguida, no supone caer en una concepción hedonista de la vida. No podemos ni debemos resignarnos con las limitaciones que se nos presentan en todo momento, sino que debemos esforzarnos constantemente porque sea posible una vida más plena, más feliz, más placentera si se quiere, para todos. A este mundo no hemos  venido, ni mucho menos, a trabajar y a sacrificarnos, aunque por razones diversas nos veamos obligados en muchos momentos a realizar esos sacrificios. Tenemos que denunciar a todos aquellos que, alegando las necesidades de la sociedad, de las generaciones venideras, o de la misma revolución, nos imponen unas renuncias difícilmente justificadas y que, evidentemente, ellos son los primeros en no cumplir. La lógica del puritanismo y de la exaltación del trabajo han alimentado durante siglos y siguen alimentando las diferentes variantes de explotación y opresión que han ido apareciendo. El trabajo es un bien imprescindible para el desarrollo de la personalidad, pero siempre que sea un trabajo creador, un trabajo libre en el que nosotros podemos realizarnos como personas; en la sociedad capitalista este tipo de trabajo es imposible, pero incluso en una posible sociedad con menos contradicciones que la presente, habría una serie de trabajos que nunca serian creadores y que habría que evitar por todos los medios. Igualmente, el derecho a disfrutar de la vida es algo que debemos reivindicar desde ahora mismo, sin esperar a una hipotética sociedad futura que, si llega, posiblemente no nos toque a nosotros vivirla. Las posibilidades de ese tipo de reivindicaciones parecen mucho más urgentes en esta sociedad postindustrial en la que se exalta el ocio y el consumo como formas de diversión, castrando cualquier tipo de diversiones realmente humanas, y sometiéndonos al aburrimiento por decreto.

Vida sin coacción

Pero si exagerar lo que acabamos de decir podría suponer caer en el fácil hedonismo descomprometido con los problemas que afectan a la sociedad que nos ha tocado vivir, silenciar ese derecho a la pereza del que ya hablara un Lafargue sería mucho peor, pues anularía una de las ideas básicas de la ética anarquista tal y como ha sido desarrollada por la tradición libertaria y además nos impediría integrar una serie de luchas e insatisfacciones que tienen gran importancia en estos momentos. Evidentemente se trata de defender una vida alegre, sin represiones, sin someternos a estúpidas y alienantes coacciones que tienden a anular toda diversidad, toda disonancia dentro de una sociedad uniformada y programada. Pero tenemos que defenderla para todos, no sólo para unos pocos; si lo entendiéramos de una forma individualista estaríamos cayendo en el más denigrante individualismo burgués tal y como es practicado en determinados ambientes en los que se combina la inmoralidad decadente con el disfrute de unos privilegios que les están vedados a los demás, precisamente porque se basan en la falta de privilegios de los demás. Hay que huir de una militancia entendida de una forma ascética en la que todo, familia, diversiones, placeres, en definitiva las mil pequeñas cosas que hacen la vida agradable y digna de ser vivida, es sacrificado por la causa, y hay que huir de ellos porque es de suponer que algún día pasarán factura de todos los sacrificios a los que se han creído obligados y pretenderán obligarnos a todos a hacer lo que ellos hacen. Pero también hay que huir de los que esconden tras esa denuncia de las represiones su propia comodidad e incapacidad para luchar comunitariamente por una vida mejor para todos. Esto nos lleva a otra característica sustancial de la ética libertaria, la solidaridad.

El anarquismo ha puesto siempre cono piedra angular de su práctica y de su misma concepción del mundo la solidaridad o el apoyo mutuo. Si seguimos la tradición, no se puede ser anarquista e individualista al mismo tiempo; es más, si bien es cierto que el anarquismo ha defendido el individuo frente a los diversos intentos de anularlo, mucha mayor importancia adquiere su dimensión comunitaria o solidaria. Se trata de construir el comunismo libertario, es decir, una sociedad en la que la solidaridad entre sus miembros, la desaparición de la competencia, el apoyo muto, la participación colectiva en las decisiones y proyectos sociales, sean reales y posibles. La definición de libertad implica una dimensión solidaria de la misma, pues mantiene que la libertad no es nunca algo que se pueda disfrutar en solitario sino que depende de la libertad de los demás; mientras haya esclavos en el mundo,  yo tendré que estar o con los amos o con los esclavos, es decir, tendré que desentenderme de las personas que sufren la explotación y la opresión, convirtiéndome así en un explotador y opresor, o tendré que luchar junto con ellas para lograr su liberación y la mía almismo tiempo. Sólo si seguimos este segundo camino podremos considerarnos anarquistas. Como veíamos en el articulo anterior, no se trata de defender la unidad de todos los que luchan contra la opresión y la explotación porque unidos seamos más fuertes, sino porque unidos aprenderemos a vivir solidariamente. Ahora bien, afirmar radicalmente esta solidaridad tiene unas consecuencias importantes como son, por ejemplo, defender el amor entre los hombres, el estar dispuestos a renunciar a determinados beneficios individuales, el aceptar que las decisiones deben ser tomadas colectivamente, que dependemos de los demás, aunque ésto signifique en muchos momentos que tengamos que ir más lentos en esa lucha por la liberación para no dejar abandonados a los que tienen menos conciencia o menos fuerza para luchar. En definitiva, la solidaridad significa, como ya veíamos antes, aceptar el otro tal como es, no forzarle ni imponerle, respetarle como a un igual del que dependo y que depende de mí; significa dejar de considerar-nos cada uno a sí mismo como el ombligo del universo.

Fines y medios


Por ultimo, la ética anarquista implica algo también sustancial y que la distancia de la mayor parte de las concepciones ideológicas vigentes; implica mantener que nunca, en ningún caso, el fin justifica los medios. A la libertad sólo se llega mediante la libertad, a la solidaridad mediante la solidaridad, a la autogestión mediante la autogestión. Desde hace muchos siglos, bajo el pretexto de la necesaria eficacia, se han justificado las mayores atrocidades, rompiendo la imprescindible adecuación entre los fines que se buscan y los medios para llegar a ellos. Pero romper la relación entre medios y fines conduce a olvidarnos de la ética, o al menos a practicar una ética en la que los individuos no cuentan para nada y deben ser sacrificados en el altar del Estado, del capital o de la dictadura del proletariado yen  beneficio, como es lógico suponer, de los sacerdotes que nos ordenan el sacrificio. Una vez más, tenemos que insistir en que el fin no justifica los medios, en que hay medios que nunca jamás nos llevarán al fin propuesto porque contribuyan a perpetuar todos aquellos males contra los que luchamos. Queremos ser eficaces, acelerar la destrucción de un mundo opresor, pero sabemos que hay caminos sin salida; también reconocemos que en algunos momentos nos veremos obligados a emplear medios en contra de nuestros principios, como la violencia o la represión, pero deberemos hacerlos con enorme cuidado, con mil restricciones. Un día se practica un atentado, pero es fácil que al final sólo se sepan hacer atentados; otra  vez manipularemos una asamblea o intentaremos imponer autoritariamente determinadas decisiones, pero siempre terminaremos por no saber más que manipular e imponer. Intentar construir una sociedad en la que la libertad, la igualdad y la fraternidad sean algo real es una tarea que comienza hoy mismo y una meta a la que nunca se llega mediante amenazas, coacciones, liderazgos o prácticas individualistas.
 
[Tomado de http://es.scribd.com/doc/236458943.]

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