Desde febrero pasado y en medio de la
agudización de la crisis que en todo sentido padece Venezuela, este blog ha
recibido (y continúa recibiendo) un alud de cientos de miles de visitas por
parte de quienes han buscado en Internet información alternativa sobre tal
situación.
Para la mayoría – o al menos un
porcentaje importante de esa gente – éste ha sido su primer contacto con El Libertario, que como vocero impreso
existe desde 1995 y se divulga en parte o por completo en el ciberespacio desde
1998. También para esas personas suele ser la primera vez que se leen
materiales escritos por anarquistas, o que desde un vocero de esta tendencia se
difunden como afines a nuestras acciones, ideas, propuestas y opiniones. Por lo
tanto, es de suponer que se hagan las preguntas arriba anotadas, de modo que
les interesaría la respuesta que demos.
Por supuesto, para satisfacer tal
inquietud, lo más sencillo para nosotr@s es remitir a la extensa documentación,
tanto impresa como accesible vía Internet (por ejemplo en este mismo blog y en
nuestra web www.nodo50.org/ellibertario), donde se esclarece la teoría y
práctica del anarquismo, e igualmente a las múltiples explicaciones que ha dado
nuestro grupo sobre su postura desde 1995. Pero entendemos que se agradecería
si respondemos de una manera que sea todavía más clara, precisa y,
especialmente, resumida, en comparación a lo que hay en dicha documentación.
Por eso hemos preparado este breve
compendio, reuniendo 7 textos particularmente precisos y didácticos que se han
publicado en diversas ediciones de nuestro periódico, con los cuales estimamos
se atiende de modo apropiado y en palabras concisas a esas complejas preguntas
sobre qué es el anarquismo y por qué aquí y ahora asumimos ese ideal. Para
simplificar aún más las cosas los distribuiremos entre 4 posts, de modo que no
sea tan agobiante la lectura en pantalla
que se haga de estos escritos.
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La
ideología anarquista (Extractos del libro del mismo título)
Ángel Cappelletti - [El Libertario # 45, noviembre/diciembre
2005]
El
anarquismo como filosofía social
El anarquismo, como filosofía social y
como ideología, nace en la primera mitad del siglo XIX. Igual que el marxismo,
supone, pues, la Revolución Francesa, el ascenso de la burguesía, la formación
de la clase obrera, el nacimiento del capitalismo industrial. Tiene, sin duda,
igual que el marxismo, una larga prehistoria, pero su formulación explícita y
sistemática no puede considerarse anterior a Proudhon.
Aun cuando sus principales
representantes, como Bakunin y Kropotkin, vinculan la concepción anarquista de
la sociedad y de la historia con la concepción materialista y evolucionista del
universo; aun cuando la mayoría de sus teóricos, de Proudhon en adelante, la
relacionan con el ateísmo o, para ser más precisos, con el antiteismo, no puede
demostrarse que tal vinculación sea lógica e intrínsecamente necesaria. De
hecho, algunos pensadores de singular importancia dentro del anarquismo
desconocen y, más aún, contradicen la fundamentación materialista y
determinista de la idea anarquista de la sociedad y de la historia. Tal es el
caso, en el siglo XX, de Malatesta y de Landauer. Tampoco han faltado quienes,
como Tolstoi, intentan basar una concepción anarquista en el Cristianismo y en
la fe, ciertamente adogmática y antieclesiástica, en el Dios del Evangelio. Inclusive
la absoluta confianza en la ciencia como fuente de conocimientos
incontrovertibles acerca del mundo y como sólido fundamento de la sociedad
ideal ha sido objeto de severas críticas en el pensamiento anarquista de
nuestro siglo XX.
Así como no faltan en nuestra época
quienes pretenden encontrar en el marxismo un método de investigación e
interpretación de la sociedad, que se puede aplicar prescindiendo de cualquier
concepción del mundo y de la vida, tampoco han faltado quienes pretenden
reducir el anarquismo a un mero fermento revolucionario o a una mera conciencia
crítica de la izquierda. Esto implica, sin duda, minimizar su significado con
el pretexto de universalizarlo y de justificar su necesidad en el mundo actual.
Cosa muy distinta de esto es el reconocimiento de que, en la actualidad,
diversas ideas que son típicamente anarquistas o que han surgido históricamente
en el contexto de la doctrina y de la praxis anarquista han sido asumidas por
la izquierda marxista, y aun por partidos democráticos, liberales o populistas,
o han dado lugar a corrientes autónomas con finalidades determinadas y
parciales. Tal es, por ejemplo, el caso de la autogestión, hoy inscrita en el
programa de muchos partidos socialistas europeos; tal es el caso del
antimilitarismo, que ha generado el movimiento de los objetores de conciencia
en Estados Unidos y en Europa Occidental. Un trasfondo anarquista, no muy
claramente definido pero no por eso menos real y actuante, está presente en
muchos grupos juveniles y de la llamada “nueva izquierda”, en movimientos
contestatarios, feministas, antirracistas, ecologistas, etc.
El
anarquismo como ideología
Un problema bastante discutido entre los
historiadores y politólogos es el carácter de clase de la ideología anarquista.
En el pasado los marxistas sin excepción se empeñaron en presentar el
anarquismo ya como una ideología de los pequeños propietarios rurales y de la
pequeña burguesía (artesanado, etc.), ya como una ideología del lumpen proletariat. El propio Marx
trataba a Proudhon como un "petit-bourgeois" y a Bakunin como un
“desclasado”. Hoy, algunos marxistas más lúcidos o menos dogmáticos reconocen
que el anarquismo ha sido y es una de las alternativas ideológicas de la clase
obrera. Si de algo sirviera, podríamos recordar que Proudhon era hijo de un
tonelero y de una sirvienta, mientras Marx lo era de un próspero abogado y
Engels de un rico industrial. Pero entonces tendríamos que traer a colación
también el hecho de que Kropotkin era un príncipe que pertenecía a una de las
más antiguas estirpes nobiliarias del Imperio Ruso y que Bakunin era también
miembro de una aristocrática familia, vinculada a altos dignatarios de la corte
del zar.
Lo cierto es que allí donde el anarquismo
floreció y logró influencia decisiva sobre el curso de los acontecimientos, sus
huestes estaban mayoritariamente integradas por obreros y campesinos. Varios
ejemplos podrían traerse, pero el más significativo es, sin duda, el de España.
Bien sabido es que, pese al esfuerzo y al disciplinado tesón de los enviados de
Marx y de los discípulos de Pablo Iglesias, la clase obrera española, en la
medida en que tuvo alguna ideología consciente, fue mayoritariamente anarquista
(al menos entre 1870 y 1940). No en todas las regiones y provincias de España,
sin embargo, el anarquismo arraigó con igual fuerza. Su principal baluarte fue,
indiscutiblemente, Barcelona. Ahora bien, Barcelona era la ciudad más
industrializada y, por consiguiente, la de mayor población obrera en la
península. La conclusión es clara. No se puede dudar de que el anarquismo es
allí la ideología de la clase obrera, y ello no sólo porque la mayor parte de
los trabajadores industriales la han abrazado como propia, sino también porque
tal ideología es el motor principal (si no único) de todos los cambios
auténticamente revolucionarios que allí se producen. Pero es cierto también que
en muchas regiones el anarquismo es profesado por las masas de los campesinos
sin tierra y que en esas regiones en nombre del anarquismo se realiza todo
cuanto de revolucionario se hace.
Más aún, inclusive el lumpen proletariat ha abrazado a veces
el anarquismo, sobre todo en los momentos de gran agitación social y de
efervescencia revolucionaria (lo cual no quita que otras veces se haya puesto
al servicio del fascismo). ¿Quiere esto decir, entonces, que el anarquismo es
una ideología policlasista? Quiere decir que, aunque surge, se desarrolla y
alcanza su mayor fuerza dentro de la clase obrera, es una ideología de todas
las clases oprimidas y explotadas en cuanto tales, mientras sean capaces de
liberarse sin oprimir o explotar a otras clases, quiere decir que, si bien
halla ante todo en la clase obrera su protagonista, corresponde asimismo a
otras clases sometidas e inclusive puede extenderse a minorías discriminadas.
En esto se muestra el carácter amplio y no dogmático del anarquismo: no tendría
ninguna dificultad en aceptar que la clase obrera puede, en determinadas
circunstancias históricas, dejar de ser la protagonista de la revolución y que
su bandera puede ser recogida por otra clase o por un sector de otra clase. Las
ideas de Marcuse a este respecto, que tanto escandalizan a la ortodoxia
marxista, no son una herejía ni siquiera una novedad para el anarquismo. Dentro
de la misma clase obrera son los sectores más explotados, las víctimas de los
mayores rigores del sistema capitalista y de la más cruel represión
policiaco-militar los que, en general, se inclinan más hacia el anarquismo. El
marxismo, por el contrario, encuentra sus mejores adeptos sobre todo en las
capas medias y altas de la clase obrera, entre los obreros especializados y
alfabetizados, entre los semi técnicos y los cuasi letrados, y desde luego,
entre quienes renuncian a la opción pequeño-burguesa por la aspiración más o menos
consciente al funcionariado en el presunto Estado “socialista”.
Sociedad
y Estado
“Anarquismo” no significa en modo alguno
ausencia de orden o de organización. Los pensadores anarquistas, desde
Proudhon, opusieron el orden inmanente, surgido de la vida misma de la
sociedad, de la actividad humana y del trabajo, al orden trascendente, externo,
impuesto desde afuera por la fuerza física, económica o intelectual. El
primero, que es no sólo el único auténtico sino también el único sólido y
duradero, supone la supresión del segundo, falaz y esencialmente inestable. En
esta oposición se basa la aparente paradoja proudhoniana: La libertad no es
hija del orden sino su madre.
Aunque en un momento dado se produjo un
debate bastante violento entre los anarquistas partidarios de la organización
por un lado y los enemigos de la misma por otro, la disputa se refería más bien
al tipo de organización deseable y a la participación de los anarquistas en los
sindicatos. Nadie o casi nadie ha desconocido la necesidad de enfrentar a una
organización artificiosa, impuesta y, sobre todo, vertical.
“Anarquismo” no quiere decir, tampoco,
negación de todo poder y de toda autoridad: quiere decir únicamente negación
del poder permanente y de la autoridad instituida o, en otras palabras,
negación del Estado. Los anarquistas pueden admitir perfectamente la intrínseca
autoridad del médico en lo que se refiere a la enfermedad y a la salud pública
en general o del agrónomo en lo que toca al cultivo del campo: no pueden
aceptar, en cambio, que el médico o el agrónomo, por el hecho de haber sido
elegidos por el sufragio popular o impuestos por la fuerza del dinero o de las
armas, decidan permanentemente sobre cualquier cosa, sustituyan a la voluntad
de cada uno, determinen el destino y la vida de todos.
Del mismo modo que las sociedades
llamadas primitivas no desconocen el poder (y aun, como quiere Clastres, el
poder político), pero se caracterizan esencialmente frente a los pueblos
civilizados por ignorar el Estado, esto es, el poder político permanente e
instituido, los anarquistas aspiran a una sociedad no dividida entre
gobernantes y gobernados, a una sociedad sin autoridad fija y predeterminada, a
una sociedad donde el poder no sea trascendente al saber y a la capacidad moral
e intelectual de cada individuo. En una palabra, los anarquistas no niegan el
poder sino ese coágulo del poder que se denomina Estado. Tratan de que el
gobierno, como poder político trascendente, se haga inmanente, disolviéndose en
la sociedad. La sociedad, que todos los pensadores anarquistas distinguen
cuidadosamente del Estado, es para ellos una realidad natural, tan natural por
lo menos como el lenguaje. No es el fruto de un pacto o de un contrato. No es,
por consiguiente, algo contingente, accidental, fortuito. El Estado, por el
contrario, representa una degradación de esa realidad natural y originaria. Se
lo puede definir como la organización jerárquica y coactiva de la sociedad.
Supone siempre una división permanente y rígida entre gobernantes y gobernados.
Esta división se relaciona obviamente con la división de clases y, en tal
sentido, implica el nacimiento de la propiedad privada.
El marxismo coincide, en líneas
generales, con esta última tesis. Pero un grave problema se plantea a este
propósito y la solución del mismo vuelve a dividir a marxistas y anarquistas. Para
los primeros la propiedad privada y la aparición de las clases sociales da
origen al poder político y al Estado. Éste no es sino el órgano o el
instrumento con que la clase dominante asegura sus privilegios y salvaguarda su
propiedad. El poder político resulta así una consecuencia del poder económico.
Éste surge primero y engendra a aquél. Hay, por tanto, una relación lineal y
unidireccional entre ambos: poder económico (sociedad de clases)-poder político
(Estado).
Para los anarquistas, en cambio, es
cierto que el Estado es el órgano de la clase dominante y que el poder
económico genera el poder político, pero éste no es sino un momento del proceso
genético: también es verdad que la clase dominante es órgano del Estado y que
el poder político genera el poder económico. La relación es aquí circular y,
sin duda, dialéctica (a pesar de que algunos anarquistas como Kropotkin,
rechacen toda forma de dialéctica):
Poder económico (sociedad de clases)
↓↑
Poder político (Estado)
La raíz de todas las diferencias entre el
marxismo y el anarquismo en lo referente a la idea de la sociedad, del Estado,
de la revolución, se encuentra precisamente aquí. Los anarquistas saben (desde
Proudhon y Bakunin) que una revolución que pretenda acabar con las diferencias
de clase sin acabar al mismo tiempo (y no más tarde) con el poder político y la
fuerza del Estado está inevitablemente condenada no sólo a consolidar el Estado
y a atribuirle la totalidad de los derechos, sino también a engendrar una nueva
sociedad de clases y una nueva clase dominante. En este sentido, las palabras
que Bakunin escribiera en su polémica con Marx y la socialdemocracia de su
tiempo resultaron proféticas. Algunos marxistas lo reconocen así en nuestros
días, obligados por el mismo Marx a confesar que los llamados países
“socialistas” han sustituido simplemente el clásico capitalismo de la libre
empresa por un capitalismo de Estado; que el papel de la burguesía ha sido
cómodamente asumido, en la URSS, por una nueva clase tecno- burocrática; que
las llamadas “democracias populares”, lejos de superar las limitaciones e
incongruencias de la democracia representativa, las han agravado hasta la
caricatura, y que de la auténtica democracia directa de los soviets de 1918 no
queda hoy sino el nombre irónicamente adosado al nombre de un Estado donde no
hay ningún tipo de autogestión auténtica.
Estado
y Gobierno
El principal centro de los ataques del
anarquismo es el Estado porque éste representa la máxima concentración del
poder. La sociedad está dividida esencialmente por obra del Estado; los hombres
se encuentran alienados y no pueden vivir una vida plenamente humana gracias,
ante todo, a tal concentración del poder.
La existencia del poder es algo natural
en la sociedad: cada individuo y cada grupo natural dispone de un poder más o
menos grande, según sus disposiciones físicas e intelectuales. Tales
diferencias no son nunca, por sí mismas, demasiado notables. En términos
generales puede decirse que la vida social tiende a hacerlas equivalentes. En
ningún caso el exceso de poder del que naturalmente dispone un individuo o un
grupo natural basta para establecer un dominio sobre la sociedad y sobre los
demás hombres considerados en conjunto.
Sin embargo, por causas diferentes, y no
siempre claramente comprendidas, el poder de los individuos y de los grupos
comienza a reunirse y a concentrarse en unas pocas manos. El fenómeno básico
que da origen a tal concentración puede describirse como una delegación (que
pronto se convierte en cesión definitiva) de los poderes de los individuos y de
los grupos naturales (comunidades locales, gremios, guildas, confraternidades,
etc.). En términos éticos cabría describir tal cesión como una actitud de
fundamental pereza o cobardía. Desde un punto de vista social debe explicarse
así: los hombres (individuos y grupos) ceden a determinados individuos el
derecho de defenderse y de usar su energía física, a cambio de ser eximidos del
deber de hacerlo. Nace así el poder militar. Ceden también el derecho de
pensar, de usar su capacidad intelectual, de forjar su concepción de la
realidad y su escala de valores, a cambio de ser relevados de la pesada
obligación y del duro deber de hacerlo. Nace entonces el poder intelectual y sacerdotal.
Guerreros y sacerdotes exigen al mismo tiempo una partición de los bienes
económicos y, ante todo, de la tierra. Y para hacer respetar los derechos que
se les ha cedido y las propiedades que ipso facto han adquirido, instituyen el
Estado y la Ley, y eligen de su propio seno al gobernante o los gobernantes.
Nace así, junto con las clases sociales y
la propiedad privada, el Estado, que es síntesis, cifra y garantía de todo
poder y de todo privilegio. Lejos de ser, pues, una entidad universal, imparcial,
anónima, el Estado es la expresión máxima de los intereses de ciertos
individuos y de ciertas clases. Lejos de ser la más perfecta encarnación del
Espíritu, es la negación misma de todo Espíritu, pues nace de la cobardía y se
nutre de los más mezquinos intereses.
Burocracia
y parlamentarismo
La crítica del Estado asume una forma
particular en la crítica de la burocracia. Y ésta es sin duda la forma más
accesible al público no anarquista, al ciudadano común y ajeno a cualquier
ideología política de los grandes centros urbanos e industriales. Por otra
parte, también han sometido a crítica a la burocracia muchos pensadores
liberales y hasta algunos marxistas. La burocracia nace del Estado y puede
decirse que se desarrolla con él. No hay Estado sin burocracia y ésta extiende
sus funciones a medida que el Estado se hace más Estado, es decir, a medida que
éste se hace más centralista y autoritario.
En primer lugar, los pensadores
anarquistas suelen señalar la irracionalidad de la estructura burocrática;
después, su naturaleza mecánicamente opresiva; y, en fin, su carácter
antieconómico. Durante el Antiguo Régimen, si el viento derribaba un árbol en
un camino público -observa Kropotkin-, no se lo podía retirar y vender sin
hacer cinco o seis trámites; con la Tercera República es preciso intercambiar
no menos de cincuenta documentos. El Estado genera así una burocracia de miles
de funcionarios y gasta en pagarlos miles de millones. Pero al mismo tiempo
prohibe a los campesinos unirse entre sí para solucionar sus problemas comunes.
Tales observaciones de Kropotkin cobran cada día mayor vigencia, ya que la
burocracia crece y se multiplica de año en año, al mismo tiempo que resulta más
ineficaz y parasitaria.
En el siglo pasado, se necesitaban
semanas para llegar de Caracas a Buenos Aires, pero podía uno embarcar casi sin
trámite burocrático alguno; en nuestros días se hace el viaje en unas horas,
pero se necesitan semanas para llenar todos los requisitos previos que el Estado
exige al viajero. Está de más decir que esta impertinencia fastidiosa y tanto
más irritante cuanto más pequeña, lejos de haber sido atenuada en los llamados
“países socialistas”, se ha potenciado al máximo. Los burócratas han llegado a
constituirse allí en la nueva clase dominante, porque, sin haber logrado la
propiedad «jurídica» de los medios de producción, han concentrado en sus manos
los medios de decisión, como bien advierte Cornelius Castoriadis.
En los llamados “países democráticos”, a
su vez, la burocracia como clase no sólo comparte el poder con los dueños de
los medios de producción, es decir, con los capitalistas (por lo demás
agrupados en grandes empresas transnacionales que equivalen, desde el punto de
vista económico, a los Estados “socialistas”), sino que inclusive se sobreponen
a los mismos capitalistas, como “clase empresarial” o como “clase política”.
Los anarquistas se han opuesto siempre a
la democracia representativa y al parlamentarismo porque consideran que toda
delegación del poder por parte del pueblo lleva infaliblemente a la
constitución de un poder separado y dirigido contra el pueblo. En el antiparlamentarismo
coincidieron, por un tiempo, con bolcheviques y marxistas revolucionarios. Más
allá de las posiciones de éstos, que se oponían a la democracia indirecta y a
los comicios democráticos porque aspiraban simplemente a imponer la dictadura
del proletariado (esto es, la dictadura del partido), los anarquistas
propusieron siempre como única alternativa la democracia directa. Democracia
representativa -piensan- supone burocracia; democracia representativa supone
manipulación de la voluntad popular por parte del gobierno y de las clases
dominantes; democracia representativa quiere decir gobierno de los menos aptos
y decisión en manos de los que no saben. ¿Puede acaso un diputado, aun cuando
fuera un sabio en algún campo particular (que es difícil que lo sea), opinar y
decidir con competencia sobre todos los problemas, tanto educativos como
financieros, tanto jurídicos como criminológicos, tanto culturales como
agrícolas? Y, por otra parte, aun cuando pudiera, ¿quién me asegura que su voto
traduce la opinión y la voluntad de sus electores? Y aun cuando la tradujera
alguna vez, ¿cómo podría saberse que la seguirá traduciendo siempre? ¿Cómo
puede un hombre hacer representar su opinión por un lapso de cuatro o seis
‘años, cuando no puede saber siquiera qué opinará la semana que viene? Para los
anarquistas, la democracia representativa es una ficción, más o menos
hábilmente tramada por la burguesía para detentar el poder con apoyo del pueblo
y de los trabajadores. Sólo la democracia directa (en forma de consejos,
soviets, asambleas comunales, etc.), es democracia auténtica y merece el nombre
(lamentablemente degradado) de democracia popular.
La
revolución
La existencia de una sociedad sin clases
está inescindiblemente vinculada, para el anarquismo, con la abolición del
Estado. Por tal razón, el criterio para discernir la autenticidad de una
revolución está dado por la real y efectiva liquidación del poder político y
del aparato estatal desde el mismo instante en que la revolución se produce.
Los anarquistas no han compartido jamás la teoría marxista del Estado como
superestructura que caería de por sí, como fruto maduro, cuando se instaurara
el comunismo y desaparecieran los últimos vestigios de la sociedad de clase.
Afirmar, como Engels, que en un remoto futuro el Estado será relegado al Museo
de Antigüedades les parece una actitud singularmente evasiva e irrealista. Esto
no quiere decir, sin embargo, que para ellos el Estado pueda y deba abolirse al
día siguiente de la revolución. Ningún pensador anarquista ha defendido tal
idea, y contra ella se pronunciaron con claridad tanto Kropotkin como
Malatesta. Pero ningún pensador anarquista ha dejado tampoco de insistir en la
exigencia de iniciar la liquidación del Estado junto con y no después de la
demolición de la estructura clasista de la sociedad. La revolución es entendida
por los anarquistas no como conquista del Estado sino como supresión del mismo.
Desde un punto de vista positivo, muchos
teóricos del anarquismo, como Bakunin y Kropotkin, la conciben simplemente como
la toma de posesión de campos, fábricas y talleres (de la tierra y los medios
de producción) por parte de los productores. Lo cual no excluye, para ellos, la
necesidad de defender con las armas esta expropiación o, por mejor decir, esta
restitución de toda la riqueza a quienes son sus legítimos dueños, puesto que
la han creado. Quienes no apelan a la idea de la revolución, como es el caso de
Proudhon y sus discípulos, confían de todas maneras en la acción mutualista de
los productores, que ha de conducir de por sí a una autogestión integral y a la
liquidación de la idea misma de la propiedad y del Estado.
Autogestión
Si algún concepto práctico y operativo
pudiera sintetizar la esencia de la filosofía social del anarquismo, éste sería
el de la autogestión. Así como el mismo Proudhon, que utilizó por vez primera
la palabra anarquismo, dándole un sentido no peyorativo y usándola para
designar su propio sistema socioeconómico y político, pronto prefirió
sustituida por otra (mutualismo, democracia industrial, etc.) que tuviera un
significado positivo (y no meramente negativo, como “an-arquismo”), hoy
podríamos considerar que el término “auto-gestión” es un sinónimo positivo del
“anarquismo”.
Sin embargo, tal equivalencia semántica
no se puede establecer antes de haber dejado establecida una serie de premisas
y de haber hecho una serie de precisiones. La palabra “autogestión” y el
concepto que representa son de origen claramente anarquista. Más aún, durante
casi un siglo ese concepto (ya que no la palabra) fue el santo y seña de los
anarquistas dentro del vasto ámbito del movimiento socialista y obrero. Ninguna
idea separó más tajantemente la concepción anarquista y la concepción marxista
del socialismo en el seno de la Primera Internacional que la de la autogestión
obrera. Pero en las últimas décadas, la idea y, sobre todo, la palabra, se han
ido difundiendo fuera del campo anarquista, se han expandido en terrenos
ideológicos muy ajenos al socialismo libertario y, por lo mismo, han perdido
peso y densidad, se han diluido y trivializado. Hoy hablan de “autogestión”
socialdemócratas y eurocomunistas, demócratas cristianos y monárquicos.
A veces se confunde la “autogestión” con
la llamada “cogestión”, en la cual los anarquistas no pueden menos que ver un
truco burdo del neocapitalismo. A veces se la vincula con la economía estatal y
se la ubica en el marco jurídico-administrativo de un Estado, con democracia
"popular" (Yugoslavia) o “representativa” (Israel, Suecia), etc. Una
sombra de “autogestión” puede encontrarse inclusive en las “comunas campesinas”
del mastodóntico imperio marxista-confuciano de China. Y no faltan tampoco
rastros de la misma en regímenes militares (como el que se implantó en Perú en
1967) o en dictaduras islámico-populistas (como la de Libia).
Pero la autogestión de la que hablan los
anarquistas es la autogestión integral, que supone no sólo la toma de posesión
de la tierra y los instrumentos de trabajo por parte de la comunidad laboral y
la dirección económica y administrativa de la empresa en manos de la asamblea
de los trabajadores, sino también la coordinación y, más todavía, la federación
de las empresas (industriales, agrarias, de servicio, etc.) entre sí, primero a
nivel local, después a nivel regional y nacional y, finalmente, como meta
última, a nivel mundial. Si la autogestión se propone en forma parcial, si en
ella interviene (aunque sea desde lejos y como mero supervisor) el Estado, si
no tiene desde el primer momento a romper los moldes de la producción
capitalista, deja enseguida de ser autogestión y se convierte, en el mejor de
los casos, en cooperativismo pequeño-burgués.
Por otra parte, no se puede olvidar que
una economía autogestionaria es socialista - más aún, parece a los anarquistas
la única forma posible de socialismo- no sólo porque en ella la propiedad de
los medios de producción ha dejado de estar en manos privadas, sino también, y
consecuentemente, porque el fin de la producción ha dejado de ser el lucro. De
hecho, el mayor peligro de todo intento autogestionario, inclusive del que
alguna vez se dio en un contexto revolucionario (como en la España de
1936-1939), se cifra en la fuerte inclinación, que siglos de producción
capitalista han dejado en la mente de los trabajadores, hacia la ganancia y la
acumulación capitalista.
Una vez salvados todos los escollos
previos (entre los cuales emerge uno tan duro y abrupto como el Estado), la
autogestión deberá salvar todavía el más peligroso y mortal de todos: la
tendencia a reconstruir una nueva forma de capitalismo.
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Nota final: los otros 3 posts con los demás textos de esta serie están en
- http://periodicoellibertario.blogspot.com/2014/04/para-quien-llega-ahora-o-hace-poco-que.html
- http://periodicoellibertario.blogspot.com/2014/04/para-quien-llega-ahora-o-hace-poco-que_5942.html
- http://periodicoellibertario.blogspot.com/2014/04/para-quien-llega-ahora-o-hace-poco-que_7371.html
Nota final: los otros 3 posts con los demás textos de esta serie están en
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