Eduardo
Colombo
[Versión
resumida del Prefacio al libro del mismo título, publicado en 2006 por Tupac
Ediciones, Buenos Aires]
Rafael
Barret, seguramente solicitado por la tristeza, escribe una frase profundamente
desesperanzada: «Hay en el mundo una irreductible cantidad de sombra y amanece
aquí porque anochece en otra parte». Sin embargo, poco a poco, se ha ido
insinuando una tendencia a integrar y unificar a los pueblos de la tierra. Si
ella se realiza o se afirma, ¿se extenderá la luz del día o se prolongará la
oscuridad de la noche?
¿Una
tal tendencia llevará un día a construir la unidad fraterna del viejo ideal
internacionalista, o cosmopolita, como prefería llamarlo Malatesta? Un mundo
organizado en la igualdad sociopolítica y en la diferencia infinita de los
seres, un mundo por la libertad del hombre.
O,
contrariando el deseo, ¿se generalizará la terrible continuidad de las
instituciones presentes, la mundialización del mercado capitalista, la
acentuación de las diferencias de clase, aportando la opresión, la miseria y la
explotación para el gran número, uniformando las poblaciones sometidas en la
aceptación de la obediencia, al servicio de las minorías dirigentes?
Cambiar para seguir igual
Con
el fin de los totalitarismos, y particularmente en los últimos treinta años, se
fue consolidando una variante en la red de significaciones constitutivas de la
democracia representativa nacida de la revolución burguesa, una reformulación
del imaginario sociopolítico que ha dado origen a lo que podemos llamar el
bloque de la democracia neoliberal, variante que tiende a imponerse como el
“límite infranqueable” de los valores de la modernidad.
Si
hablamos de “bloque imaginario” es porque pensamos que la sociedad funciona
sobre la base de un sistema de significaciones simbólico-imaginarias(1), de
conceptos y de valores, que se organiza como un “campo de fuerzas”, atrayendo y
orientando los diferentes contenidos de ese universo de representaciones, el
cual se expresa en instituciones, ideologías, mitos, formas sociales que, al
consolidarse, encierran y limitan el pensamiento y la acción.
Así,
en el clima que nos envuelve, el politólogo F. Fukuyama pudo escribir El fin
de la historia y el último hombre y creer que la “revolución liberal
mundial” ha llevado la sociedad humana a su completo desarrollo, que es
imposible pensar un mundo diferente del nuestro, ni imaginar que podamos
mejorarlo. Si bien su posición puede ser considerada extrema, su conclusión: «la
democracia liberal y la economía de mercado son las únicas posibilidades
viables para nuestras sociedades modernas» (frase de un artículo de Fukuyama
publicado en el diario francés Le Monde),
parece ser el credo del establishment político tanto de derecha como de
izquierda.
Las
esperanzas revolucionarias comenzaron a declinar poco después del sobresalto
del “mayo 1968”, dejando el campo libre a una aceptación, cuasi general y
acrítica, del marco político y de las reglas de la democracia burguesa. La
experiencia del Estado totalitario y de las dictaduras militares colocó los
“derechos humanos”, entendidos como derechos individuales, en el centro de la
dimensión política, contribuyendo, sin quererlo, a la juridización y a la
privatización de la relaciones sociales. Para subsistir como régimen político
la sociedad capitalista moderna privatiza a los individuos, los reenvía
constantemente a la esfera sin relevancia de sus cosas, su casa, su trabajo, su
televisión, sus diversiones. Concomitantemente el tejido social se distiende,
la escena política, donde puede ejercerse la voluntad del pueblo, pierde
consistencia y nitidez. La apatía, el sentimiento de impotencia, la idea de que
el pensamiento y la acción individual son inoperantes para modificar las
condiciones de la vida, se adueña de la mayoría y aísla aún más a los unos de
los otros.
La
democracia deja de ser vista como un sistema político, y es asimilada a un
estado de la sociedad. El término mismo se liberaliza, y pierde su sentido,
primero y pleno, de afirmar la soberanía popular, la capacidad colectiva de
decidir. Para una gran cantidad de gente, “democracia” sólo evoca la libertad
individual encuadrada “en las leyes que rigen su ejercicio”.
Se
construye así una libertad liberal-democrática, orgánicamente atada al
capitalismo, a los derechos humanos, a la propiedad individual, libertad
llamada “de los modernos”, ligada con la posesión de bienes, dependiente del
mercado y de la competición. La libertad se vuelve un privilegio individual,
pagado con la pérdida de la capacidad de deliberar y decidir en común, con la
impotencia colectiva.
El
bloque neoliberal descarta y marginaliza las luchas por la autonomía, tanto
como aquellas contra la alienación religiosa, al mismo tiempo que pretende
ignorar que la cuestión social está en el centro de la emancipación humana. El
neoliberalismo se representa la condición social del hombre como un constante
despliegue del presente, como un crecimiento de lo existente, negando la
posibilidad misma de la ruptura revolucionaria.
Revolución e identidad
anarquista
El
anarquismo, que surgió como movimiento social en el seno de la Primera
Internacional, combatió sin concesiones las distintas formas de dominación y de
explotación que fue asumiendo el poder político, sin ahorrar la crítica a la
democracia representativa.
En
el seno del neoliberalismo conquistador nuevas dificultades se presentan y,
entre ellas, algunas se sitúan al interior mismo del movimiento anarquista.
Históricamente
el anarquismo, con sus múltiples facetas y sus grupos marginales, mantenía un
núcleo coherente de ideas y de proposiciones a partir del cual todo anarquista
se reconocía como tal: la libertad fundada sobre la igualdad, el rechazo tanto
de la obediencia como del comando, la abolición del Estado y de la propiedad
privada, el antiparlamentarismo, la acción directa, la no colaboración de
clases. Este conjunto constituía una definición revolucionaria indiscutible. Y
frecuentemente de esto derivaba una posición insurreccionalista, que dependía
más bien de situaciones históricas particulares.
Hoy
en día, en algunos medios libertarios, este núcleo se ha ido desdibujando,
también él mellado por la fuerza expansiva del bloque neoliberal, dejando lugar
a un anarquismo más bien filosófico o “dandy”, un poco iconoclasta, a veces de
buen tono, en todo caso por fuera de la lucha social.
Ante
tal circunstancia, es indispensable oponer la fuerza de las ideas, críticas,
heterodoxas, revolucionarias, contra el conformismo imperante. Alentando la
esperanza de contribuir a ampliar la fisura, la brecha, que en el seno de la
democracia liberal burguesa abrió el movimiento obrero revolucionario. Tarea
desmesurada para un hombre solo, pero los revolucionarios tienen compañeros, y
los compañeros forman los movimientos sociales, que, algunas veces, invierten
el sentido de la historia.
Nota:
(1) El imaginario social es postulado como
imaginación creadora que forma parte de la realidad que vivimos, y no como
ilusión o fantasía. Véase E. Colombo:
El imaginario social, Nordan - Tupac, Montevideo/Buenos Aires, 1989.
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