Dolors Marín Silvestre
Una aparente contradicción: los anarquistas suelen ser voraces lectores de novela negra. Y la pregunta es: ¿por qué existe esta pasión lectora hacia un universo plagado de policías, delatores, detectives y aparato policial que, además, la mayoría de las veces resultan triunfadores y atrapan al anti-héroe, es decir, al ladrón o al asesino?
En los últimos años, la pasión por Andrea Camilleri, Petros Márkaris o Donna Leon ha sustituido a la fascinación de nuestros mayores por Leonardo Sciascia, D. Hammett o Highsmith. Por no hablar de clásicos como Chandler y los obligados Agatha Christie, Simenon y Conan Doyle, que hicieron de sus protagonistas los héroes de la inducción-deducción darwinista, sosiego de lectores bajo la España oscurantista y fanática nacional-católica. La contradicción se nos ofrece en bandeja, ya que podemos preguntarnos qué hay de especial en adentrarse en barrios marginales, dinero negro, chantajes, prostitución, drogas y demás lindezas para un lector que está en contra de la sociedad autoritaria y además desconfía de la justicia y el aparato represor-policial.
El sitio de honor de varios de estos autores en nuestra particular y personal cosmogonía libertaria se debe sobre todo los temas tratados: la novela negra se centra en la denuncia social. Al entorno del hecho cruento se desarrolla el trasfondo de la marginalidad, y sobre todo de la desigualdad, porque la novela negra se convierte en algunos autores en una forma de narrar lo inexplicable en tiempos de censura y dictadura. La novela se convierte en algo más que la narración de un crimen intrascendente hecho con mayor o menor acierto: es un crisol donde se recogen las biografías de personas que se mueven en un ambiente real y cercano a nosotros, disfrazadas de personajes de ficción. Y aquí reside la grandeza de este tipo de narraciones: acercarnos a estas otras realidades, mostrarlas en su crudeza, evidenciar aquello complejo que no aparece en los grandes medios de comunicación o que aparece descrito como marginalidad o caso aislado.
Es en estos márgenes en los que Petros Márkaris describe en Balkan Blues el drama del asesinato de personas que no tienen papeles, donde Camilleri explica cómo se esconden aquéllos que llegan a las costas en cayucos o cómo las jóvenes del Este son obligadas a robar por pseudoONGs cristianas. Realidad explicada a través de la ficción, porque la realidad es increíble, no se puede documentar, o porque no llega a ser noticia de primera página. Aparecen obreros sin papeles y sin sindicatos que los defiendan, accidentes laborales encubiertos bajo ardides burocráticos, abogados corruptos y protagonistas vencidos antes de empezar a luchar, mujeres obligadas a venderlo todo, como en las clásicas novelas de la serie negra del siglo XX. No han cambiado ni los temas, y quizás tan solo el color de piel de los protagonistas. Hemos pasado de la ambientación exótica y colonial de las novelas de Christie o Doyle a las costas de Sicilia, Grecia o Marsella. Pero en todas, antiguas y actuales, se muestra la injusticia como telón real del drama. Una muestra en las antiguas: los ayudantes de Holmes eran un grupo de chiquillos dickensianos de la calle; las amigas de Mrs. Marple, un grupo de mujeres adultas emancipadas e incomodas para la misógina sociedad de su tiempo; el viejo Poirot, solo, exiliado y con visos de ambigüedad sexual poco explícitos para su época, se encuentra desorientado en un país que lo percibe siempre como extranjero. Y junto a ellos, ambientando la escena, los nihilistas rusos, editores marginales, emigrantes griegos o albaneses, cantantes de cabaret e ilusionistas, falsificadores de moneda, vividores, bígamos, farsantes, ladrones y, en definitiva, la vida misma narrada sin tapujos, sin romanticismo.
Y en todas las novelas, un fondo común latente y constante: la denuncia social imbricada en la vida de la comunidad. La desigualdad es narrada con una gran impudicia, con violencia, gracias a los crímenes descritos: en eso reside la fuerza de la novela negra. Y cómo no, con una chispa de humor para conjurar la pura desesperación del propio autor. Autores que son en su mayoría personajes disconformes con la sociedad que les ha tocado vivir. La mayoría de ellos murieron sin alcanzar la notoriedad mediática de los actuales. Sobrevivieron merced a otros trabajos que van desde el artículo periodístico a la peligrosa vida en el alambre del creador nato. La mayoría además fueron personajes controvertidos y molestos en su contexto social.
¿Cuáles de entre estos autores se aproximaron a las filas de los anarquistas y escribieron textos de ladrones y policías? ¿O quiénes esbozaron personajes que se puedan identificar con los antiautoritarios o los desobedientes de todas las épocas? De entre los primeros destacamos a Georges Darien o Leo Malet, lectura obligada de los anarquistas francófonos, o Xavier Benguerel y Manuel de Pedrolo, militantes de la CNT-FAI en 1936. Sobre los segundos cabe destacar que el hecho real, actual, es que los anarquistas han pasado en nuestros días de ser invisibles o vencidos en todas las batallas a formar parte de la literatura de ficción. Una ficción novelada que toma modelos reales de una historia vejada y escondida, de la que solo rescata el heroe/antihéroe y lo despoja de sus reivindicaciones más netas. El peligro es quedarse en el estereotipo fácil. Porque, indudablemente, estos héroes del pueblo permanecen en el imaginario colectivo y no hay nada más tentador que insertarlos en una narración y convertirlos en protagonistas o teloneros. Pocos autores escapan airosos a esta tentación de reconvertir la realidad en narración, o de hacerla didáctica, además de lúdica. Uno de ellos es Andréu Martín, que trata con respeto a los personajes anarquistas de sus narraciones, que se desarrollan primordialmente en un contexto conocido por el autor: Barcelona y sus ambientes bohemios. Sus escenarios abarcan desde los barricadistas de la Semana Trágica a los pistoleros de los años veinte o los últimos maquis urbanos. Grupos de afinidad conviven con ambientes obreros o los escenarios populares de La Torrassa o la Barceloneta. Escenarios de tensión y lucha donde el crimen adquiere distintas tonalidades. Unos ambientes que recuerdan al pionero Xavier Benguerel, que en sus novelas recreó autobiográficamente parte de la vida de los anarquistas del Pueblo Nuevo barcelonés.
Trabajo honesto y bien documentado, que encuentra pocos equivalentes en la tentación de describir a los anarquistas en el contexto marginal criminal. Una de las muchas muestras de estos trabajos es la que recientemente ha puesto en el candelero las figuras de Manuel Escorza y Dionís Eroles, polémicos hombres de acción del anarquismo barcelonés. Un autor contemporáneo los adentra en una paranoica narración que pasa de la crónica negra a la ciencia ficción clásica aliñada con retazos de santurronería cristiana muy del agrado de las nuevas visiones burgeso-nacionalistas sobre los anarquistas catalanes. Volviendo a los clásicos: Martín y Benguerel encuentran un buen homologo en Manuel de Pedrolo, un excelente narrador de historias sórdidas que escapaban, con no muy buena fortuna, a las tijeras censoras del franquismo. Pedrolo es uno de los primeros en nuestro país en escribir páginas de denuncia social encubiertas en novelas de serie negra, seguidor del francés Simenon y que puso en marcha la primera colección de novela negra: La Cua de Palla. Y junto a él, el prolífico Jordi Sierra i Fabra, que desde sus narraciones acerca las descripciones de los anarquistas a un público juvenil.
[Tomado de La Aurora, especial Feria del Libro 2013, periodico electrónico accesible en http://www.aurorafundacion.org/?Especial-Aurora-2013]
Una aparente contradicción: los anarquistas suelen ser voraces lectores de novela negra. Y la pregunta es: ¿por qué existe esta pasión lectora hacia un universo plagado de policías, delatores, detectives y aparato policial que, además, la mayoría de las veces resultan triunfadores y atrapan al anti-héroe, es decir, al ladrón o al asesino?
En los últimos años, la pasión por Andrea Camilleri, Petros Márkaris o Donna Leon ha sustituido a la fascinación de nuestros mayores por Leonardo Sciascia, D. Hammett o Highsmith. Por no hablar de clásicos como Chandler y los obligados Agatha Christie, Simenon y Conan Doyle, que hicieron de sus protagonistas los héroes de la inducción-deducción darwinista, sosiego de lectores bajo la España oscurantista y fanática nacional-católica. La contradicción se nos ofrece en bandeja, ya que podemos preguntarnos qué hay de especial en adentrarse en barrios marginales, dinero negro, chantajes, prostitución, drogas y demás lindezas para un lector que está en contra de la sociedad autoritaria y además desconfía de la justicia y el aparato represor-policial.
El sitio de honor de varios de estos autores en nuestra particular y personal cosmogonía libertaria se debe sobre todo los temas tratados: la novela negra se centra en la denuncia social. Al entorno del hecho cruento se desarrolla el trasfondo de la marginalidad, y sobre todo de la desigualdad, porque la novela negra se convierte en algunos autores en una forma de narrar lo inexplicable en tiempos de censura y dictadura. La novela se convierte en algo más que la narración de un crimen intrascendente hecho con mayor o menor acierto: es un crisol donde se recogen las biografías de personas que se mueven en un ambiente real y cercano a nosotros, disfrazadas de personajes de ficción. Y aquí reside la grandeza de este tipo de narraciones: acercarnos a estas otras realidades, mostrarlas en su crudeza, evidenciar aquello complejo que no aparece en los grandes medios de comunicación o que aparece descrito como marginalidad o caso aislado.
Es en estos márgenes en los que Petros Márkaris describe en Balkan Blues el drama del asesinato de personas que no tienen papeles, donde Camilleri explica cómo se esconden aquéllos que llegan a las costas en cayucos o cómo las jóvenes del Este son obligadas a robar por pseudoONGs cristianas. Realidad explicada a través de la ficción, porque la realidad es increíble, no se puede documentar, o porque no llega a ser noticia de primera página. Aparecen obreros sin papeles y sin sindicatos que los defiendan, accidentes laborales encubiertos bajo ardides burocráticos, abogados corruptos y protagonistas vencidos antes de empezar a luchar, mujeres obligadas a venderlo todo, como en las clásicas novelas de la serie negra del siglo XX. No han cambiado ni los temas, y quizás tan solo el color de piel de los protagonistas. Hemos pasado de la ambientación exótica y colonial de las novelas de Christie o Doyle a las costas de Sicilia, Grecia o Marsella. Pero en todas, antiguas y actuales, se muestra la injusticia como telón real del drama. Una muestra en las antiguas: los ayudantes de Holmes eran un grupo de chiquillos dickensianos de la calle; las amigas de Mrs. Marple, un grupo de mujeres adultas emancipadas e incomodas para la misógina sociedad de su tiempo; el viejo Poirot, solo, exiliado y con visos de ambigüedad sexual poco explícitos para su época, se encuentra desorientado en un país que lo percibe siempre como extranjero. Y junto a ellos, ambientando la escena, los nihilistas rusos, editores marginales, emigrantes griegos o albaneses, cantantes de cabaret e ilusionistas, falsificadores de moneda, vividores, bígamos, farsantes, ladrones y, en definitiva, la vida misma narrada sin tapujos, sin romanticismo.
Y en todas las novelas, un fondo común latente y constante: la denuncia social imbricada en la vida de la comunidad. La desigualdad es narrada con una gran impudicia, con violencia, gracias a los crímenes descritos: en eso reside la fuerza de la novela negra. Y cómo no, con una chispa de humor para conjurar la pura desesperación del propio autor. Autores que son en su mayoría personajes disconformes con la sociedad que les ha tocado vivir. La mayoría de ellos murieron sin alcanzar la notoriedad mediática de los actuales. Sobrevivieron merced a otros trabajos que van desde el artículo periodístico a la peligrosa vida en el alambre del creador nato. La mayoría además fueron personajes controvertidos y molestos en su contexto social.
¿Cuáles de entre estos autores se aproximaron a las filas de los anarquistas y escribieron textos de ladrones y policías? ¿O quiénes esbozaron personajes que se puedan identificar con los antiautoritarios o los desobedientes de todas las épocas? De entre los primeros destacamos a Georges Darien o Leo Malet, lectura obligada de los anarquistas francófonos, o Xavier Benguerel y Manuel de Pedrolo, militantes de la CNT-FAI en 1936. Sobre los segundos cabe destacar que el hecho real, actual, es que los anarquistas han pasado en nuestros días de ser invisibles o vencidos en todas las batallas a formar parte de la literatura de ficción. Una ficción novelada que toma modelos reales de una historia vejada y escondida, de la que solo rescata el heroe/antihéroe y lo despoja de sus reivindicaciones más netas. El peligro es quedarse en el estereotipo fácil. Porque, indudablemente, estos héroes del pueblo permanecen en el imaginario colectivo y no hay nada más tentador que insertarlos en una narración y convertirlos en protagonistas o teloneros. Pocos autores escapan airosos a esta tentación de reconvertir la realidad en narración, o de hacerla didáctica, además de lúdica. Uno de ellos es Andréu Martín, que trata con respeto a los personajes anarquistas de sus narraciones, que se desarrollan primordialmente en un contexto conocido por el autor: Barcelona y sus ambientes bohemios. Sus escenarios abarcan desde los barricadistas de la Semana Trágica a los pistoleros de los años veinte o los últimos maquis urbanos. Grupos de afinidad conviven con ambientes obreros o los escenarios populares de La Torrassa o la Barceloneta. Escenarios de tensión y lucha donde el crimen adquiere distintas tonalidades. Unos ambientes que recuerdan al pionero Xavier Benguerel, que en sus novelas recreó autobiográficamente parte de la vida de los anarquistas del Pueblo Nuevo barcelonés.
Trabajo honesto y bien documentado, que encuentra pocos equivalentes en la tentación de describir a los anarquistas en el contexto marginal criminal. Una de las muchas muestras de estos trabajos es la que recientemente ha puesto en el candelero las figuras de Manuel Escorza y Dionís Eroles, polémicos hombres de acción del anarquismo barcelonés. Un autor contemporáneo los adentra en una paranoica narración que pasa de la crónica negra a la ciencia ficción clásica aliñada con retazos de santurronería cristiana muy del agrado de las nuevas visiones burgeso-nacionalistas sobre los anarquistas catalanes. Volviendo a los clásicos: Martín y Benguerel encuentran un buen homologo en Manuel de Pedrolo, un excelente narrador de historias sórdidas que escapaban, con no muy buena fortuna, a las tijeras censoras del franquismo. Pedrolo es uno de los primeros en nuestro país en escribir páginas de denuncia social encubiertas en novelas de serie negra, seguidor del francés Simenon y que puso en marcha la primera colección de novela negra: La Cua de Palla. Y junto a él, el prolífico Jordi Sierra i Fabra, que desde sus narraciones acerca las descripciones de los anarquistas a un público juvenil.
[Tomado de La Aurora, especial Feria del Libro 2013, periodico electrónico accesible en http://www.aurorafundacion.org/?Especial-Aurora-2013]
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