Pedro Pablo
Las dos utopías socio-políticas negativas más notables del siglo XX fueron la de
Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz publicada en 1932, y la de Eric
Blair, conocido como George Orwell, quien en 1949 publicó su 1984.
Orwell presenta una tenebrosa sociedad
totalitaria en la que el Estado concentra cada vez más poder en la figura del
omnipresente Gran Hermano que todo lo vigila y controla. El Gran Hermano se
transformó en una de las metáforas más acertadas para simbolizar el control
ejercido por el Estado sobre los ciudadanos. Huxley, por su parte, no presenta
una figura poderosa que ataca la autonomía de las personas, ni su historia ni su
capacidad de crecimiento sino que, en su profecía, la gente no sólo no se resiste a los recursos
con los que el opresor aniquila su capacidad de pensar sino que se entrega a él
voluntaria y alegremente.
Si la preocupación de Orwell era alertarnos
acerca de quienes nos privan de la información, de los libros, de la
comunicación libre, en fin, del acceso a la verdad, la de Huxley era la opuesta
ya que anticipaba que el alud de información nos reduciría a una total
pasividad y será inútil prohibir los libros porque a nadie le interesará
leerlos, ni será necesario ocultar la verdad porque pasará inadvertida en la
cantidad de trivialidades generadas por la propaganda y el entretenimiento.
Huxley sostiene que, debido a la tecnología
avanzada, la gente vivirá bien, incluso entre placeres y lujos, pero
espiritualmente devastada. Al convertir a las personas en audiencia,
distrayéndolas con lo baladí, paralizadas con la distracción perpetua, se
logrará sin esfuerzo que el diálogo público no supere el nivel infantil y la
política en nada se diferenciará de un show televisivo. Agotados por la
diversión, se entregan al opresor que va ocupando el lugar del pensamiento con
lo irrelevante, el absurdo y lo grosero, sin que siquiera se reconozcan que lo
son.
Puede que en estos tiempos en el mundo no
haya muchos hermanos grandes, excepto en Cuba, Corea del Norte y en algunos
más, al menos ostentosos, aunque sin duda los hay de forma más sutil y
tecnológicamente más desarrollados (véase lo
recientemente revelado en los casos Snowden y Wikileaks). En cambio, a
ojos vista abunda el entretenimiento que nos ahoga y que lleva hasta postergar
la búsqueda de placer y felicidad.
En Venezuela podemos decir que la
polarización que se nos quiere imponer
corresponde con estas dos utopías. Por un lado, quienes se sienten atrapados en
la profecía orwelliana de un régimen totalitario y son testigos a diario de
puertas que se van cerrando mientras que se acumulan los lamentos de las
víctimas del hermano grande que, omnipresente, oprime sin pausa quedando para
muchos el yo interior como único refugio. Por el otro, los que viven la
profecía de Huxley, en la que a nadie parece importarle la perdida libertad en
medio de una aturdidora diversión, agradeciendo como limosna lo que antes se
tenía por derecho, en situación de embotado conformismo acrítico. Resumiendo,
fuera de los enchufados en el aparato
del gobierno, pareciera que los venezolanos se dividen en atormentados por la
opresión o insulsamente satisfechos con lo que hay, aunque sea poco y nada. Romper con esa imposición es el reto que asumimos desde el
anarquismo.
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