Ricardo García López
Ya sea a través del graffiti, el stencil, el sticker, el yarn, el mosaic, el bombing, la instalación o cualquier otra forma de “intervención urbana”, el arte callejero se apropia de los espacios urbanos rompiendo con el orden y la solemnidad que suelen habitar las galerías, fracturando esa “armonía” que tanto obsesiona a los curadores.
Con una especial capacidad para hacer del transeúnte perceptivo un espectador sorprendido, el street-art puede funcionar como un detonador para trastocar la rutina, como un recurso para superar los convencionalismos de la vida diaria, para “suprimir la cotidianidad”, en palabras de Henri Lefebvre. Ya sea a través del graffiti, el stencil, el sticker, el yarn, el mosaic, el bombing, la instalación o cualquier otra forma de “intervención urbana”, el arte callejero o street-art se apropia de los espacios urbanos rompiendo con el orden y la solemnidad que suelen habitar las galerías, fracturando esa “armonía” que tanto obsesiona a los curadores. Aunque paradójicamente algunos de los artistas más influyentes del street-art ―desde Keith Haring y Jean Michel Basquiat hasta Os gemeos o Aakash Nihalani, pasando por Blek le rat, Dan Witz o Aaron Rose― hayan accedido a exponer en algún museo o galería del planeta o hasta realizando algún trabajo de street marketing para una importante marca transnacional.
El street-art que se aparece ante el transeúnte de manera subrepticia no puede considerarse pieza de una galería o museo, ya que una de sus finalidades es precisamente alterar toda lógica museística, utilizando como escenario a las propias calles.
El artista francés urbano JR, quien en 2008 revistiera con fotografías de gran formato varios muros de la favela carioca Morro da Providencia, asegura que la calle “es la galería más grande del mundo”. Y es verdad que si uno camina con la sensibilidad a flor de piel y se desplaza como un flâneur y no como un transeúnte común, puede hallar en casi cualquier cosa que se encuentre en el espacio urbano algo capaz de sorprenderle, después de todo la ciudad es una gran trama semiótica; pero el street-art que se aparece ante el transeúnte de manera subrepticia no puede considerarse pieza de una galería o museo, ya que una de sus finalidades es precisamente alterar toda lógica museística, utilizando como escenario a las propias calles, mas no intentando hacer de éstas corredores de arte.
La calle puede convertirse en una gigantesca galería, como afirma JR, pero solamente bajo la coordinación, la propuesta y, sobre todo, el control de alguna institución u organismo cultural, que es como finalmente funcionan las galerías y los museos, y en esas condiciones el street-art no tiene ninguna libertad de acción ni de expresión. Además, hay que considerar que este tipo de arte no sólo no está hecho para venderse, sino que también gran parte de sus creadores actúan en total anonimato y clandestinidad, y que su obra puesta directamente sobre la calle suele tener una permanencia muy efímera. El propio Banksy ha reconocido que “el graffiti es una manifestación artística temporal”, condición que es impensable para una obra exhibida en un museo.
Alguna vez se le preguntó a SpY, en una entrevista que en 2008 publicó el periódico El País, si había alguna diferencia entre mostrar su trabajo en la calle o en una galería, a lo que respondió: “No expongo en galerías. Hace tiempo participé en una exposición colectiva y me di cuenta de que tenía poco sentido. Mis intervenciones se desarrollan en la ciudad: es ahí donde nacen y viven, creando un diálogo con el receptor. Carece de sentido intentar emular eso en una galería”.
Creaciones que tienen la intención de ocasionar una reacción o choque, el cual puede ser tan intenso “como la agitación propia del terror ―asco penetrante, excitación sexual, asombro supersticioso, angustia dadaesca, una ruptura intuitiva repentina― no importa si el TP va dirigido a una sola o a muchas personas.
La forma irrestricta y furtiva en como los artistas callejeros intervienen el espacio urbano, en algunos casos haciéndolo con excepcional fuerza temática y estética, hace que el street-art sea ya en sí mismo un acto de subversión. Incluso, exhibiéndose muchas veces en forma de ese terrorismo poético (TP) al que se refiere Hakim Bey, con creaciones que tienen la intención de ocasionar una reacción o choque, el cual puede ser tan intenso “como la agitación propia del terror ―asco penetrante, excitación sexual, asombro supersticioso, angustia dadaesca, una ruptura intuitiva repentina― no importa si el TP va dirigido a una sola o a muchas personas, no importa si va ‘firmado’ o es anónimo…”.
Aunque en otros casos los grafiteros están plenamente conscientes de que no utilizan el espacio urbano con una finalidad estética y creativa. Por ejemplo, a finales de la década de los sesenta apareció en la ciudad de São Paulo un estilo de graffiti conocido como pixação o tag reto, el cual consistía en pintar una firma, utilizando sobre todo letras largas y puntiagudas, en lugares muy elevados y de difícil acceso como fachadas de edificios; en este movimiento sus realizadores asumían que privilegiaban por sobre cualquier dimensión plástica el riesgo y el peligro de hacer un graffiti. A diferencia de, por ejemplo, el stencil de John Fekner, quien utilizaba también como único apoyo la grafía y en la cual podía percibirse una clara intencionalidad creativa y contestataria.
Oleg Vorotnikov y Leonid Nikolayev, miembros del colectivo ruso Voina, fueron arrestados por cuerpos especiales de su país tras haber realizado distintos actos de arte-protesta, entre ellos haber dibujado una gigantesca verga en un puente, el cual al elevarse dejaba ver al miembro completamente erecto justo en frente de las oficinas de la KGB.
Este carácter activamente transgresor ha convertido a esta manifestación artística, a ojos de las autoridades y gran parte de la sociedad, en una acción “reprobable” y “vandálica”; aunque es evidente que para las autoridades resulta más fácil y mejor criminalizar y hacer una falsa generalización del street art, sobre todo cuando existe la probabilidad de que éste tenga un fuerte contenido e impacto políticos. Por ello no son pocos los casos en los que las autoridades han procedido a ejercer acciones legales en contra de artistas callejeros. En 1992 el francés Blek le rat, uno de los pioneros en la utilización del stencil en Europa, fue acusado por “daños en propiedad privada” y condenado por el tribunal correccional de Francia a pagar una fuerte suma de francos; el 15 de noviembre 2010, Oleg Vorotnikov y Leonid Nikolayev, miembros del colectivo ruso Voina, fueron arrestados por cuerpos especiales de su país tras haber realizado distintos actos de arte-protesta, entre ellos haber dibujado una gigantesca verga en un puente, el cual al elevarse dejaba ver al miembro completamente erecto justo en frente de las oficinas de la KGB, o el caso del checo Roman Tyc, quien en marzo pasado fue condenado por vandalismo a pagar 80 mil coronas (unos 3,200 euros) por daños y otras 60 mil coronas (2,400 euros) de multa, en 2007, haber intervenido cincuenta semáforos peatonales en la ciudad de Praga colocando distintos stickers (con figuras como la de un hombre en muletas, un tipo orinando, un ahorcado, etc.) sobre las luces de siga y alto.
Por supuesto que estamos hablando, en estos tres casos, de expresiones con distinta intencionalidad política. En lo que se refiere a la obra de Blek le rat no es difícil percibir en ella una crítica social mordaz, aunque políticamente inocua. En cambio, en el caso de los miembros de Voina, quienes se dice quedaron en libertad gracias a que Banksy asumió el pago de la multa, en todos sus actos han dejado claro su radicalidad y reivindicaciones políticas; en cuanto a Roman Tyc, aunque es imposible ver explícitamente en su obra una tendencia política, ésta se hizo fehaciente en la actitud que asumió cuando se negó a pagar los daños y la multa optando por cumplir su condena encarcelado con la finalidad, según él, de “mostrar que el Estado es una máquina estúpida y represiva”.
A pesar de todas las críticas vertidas por sus detractores, el discurso narrativo contenido en esta manifestación no ha dejado de ser creativo y sorprendente, manteniendo una fuerte interacción con el entorno social, geográfico y político.
También, trascendiendo las fronteras occidentales, el street art ha encontrado tanto nuevas formas como escenarios para manifestarse, y ejemplo de ello es la obra de eL Seed, artista franco-tunecino que utiliza la caligrafía árabe como principal apoyo estético y quien se diera a conocer durante las diversas movilizaciones y protestas de la llamada “primavera árabe”. Al igual que Blek le rat y JR, eL Seed realizó sus primeros graffitis en barrios parisinos, más tarde comenzó a utilizar el árabe tras haberlo aprendido a leer y escribir hacia el final de su adolescencia, pero también gracias a la influencia que tuvo de Shusk Two, uno de los primeros artistas callejeros franceses en utilizar el árabe en el graffiti.
El camino que ha tomado el street-art, desde su aparición en la década de los sesenta, ha sido complejo y polémico, sobre todo cuando se trata de definir si es o no arte. Sin embargo, a pesar de todas las críticas vertidas por sus detractores, el discurso narrativo contenido en esta manifestación no ha dejado de ser creativo y sorprendente, manteniendo una fuerte interacción con el entorno social, geográfico y político, y representando un papel de intervención y participación que persiste en subvertir el orden estético y moral de las urbes. (Y no sólo en las zonas urbanas, como puede constatarse en algunas obras del noruego Dolk, quien ha realizado distintos stencilsen zonas rurales aledañas a Bergen, su ciudad natal, y del brasileño Stephan Doitschinoff Calma, quien ha pintado distintos murales en zonas rurales de Salvador de Bahía.) Esperemos a ver cómo evoluciona el street-art y se adapta a los vertiginosos cambios de las grandes ciudades, algunas de las cuales ―como Nueva York y París― parecen encontrarse ya saturadas de estas formas de expresión.
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