Carlos Pérez Barranco
En diciembre de 2001 abandonaron los cuarteles militares
españoles los últimos reclutas, tras cumplir los últimos nueve meses de
existencia del servicio militar obligatorio. A diferencia de otros estados
europeos, en los que la desaparición del reclutamiento forzoso había sido una
decisión motivada casi exclusivamente por una evolución de las funciones de los
ejércitos hacia el intervencionismo global, en España, el sistema de
reclutamiento forzoso había colapsado estrepitosamente, a pesar de los
esfuerzos gubernamentales durante años. En el caso español, el final del
servicio militar fue una conquista social.
A pesar de que las élites políticas y militaristas
intentaron envolver el fin de la conscripción en el discurso de la
“modernización” de los ejércitos, los hechos indican más bien que el factor
clave que provocó el desmoronamiento del servicio militar fue la acción
continuada durante tres décadas de un amplio movimiento social de ámbito
estatal que tuvo en la desobediencia civil contra la conscripción una de sus
señas de identidad fundamentales. En 2001 y la década precedente el servicio
militar obligatorio estaba totalmente desprestigiado socialmente y la mayoría
de la sociedad española lo veía como una institución inútil y perjudicial, algo
imposible de imaginar en los años 70, cuando se empezaban a multiplicar los
casos de desobediencia pública al reclutamiento por motivos pacifistas y
antimilitaristas y comenzaba a articularse este movimiento. También difícil de
imaginar entonces que ya en la segunda mitad de los años 90 el número de
solicitudes para realizar la prestación sustitutoria del servicio militar
excedía con creces el número de reclutas, alcanzando la cifra de un millón de
solicitudes acumuladas, imposible de absorber por el sistema de prestación
sustitutoria, y los desobedientes tanto al servicio militar como al
sustitutorio, los “insumisos”, se contaban por miles.
Primeros pasos: de los Testigos de Jehová a los objetores
antimilitaristas
Durante la dictadura militar del general Franco, muchos
miembros de los Testigos de Jehová se habían negado a cumplir el servicio
militar únicamente por coherencia con sus creencias religiosas y sufrieron
largas condenas de cárcel, pero sin considerar su negativa como una herramienta
de cambio social. Esta forma de “objeción de conciencia”, que no cuestionaba ni
ponía en peligro las estructuras militares (que entonces eran las estructuras
del propio régimen) fue el modelo que se tomó para los repetidos intentos
legislativos en los años posteriores de hacer compatible con el reclutamiento
militar un fenómeno social que en los primeros años 70 ya tenía un claro carácter
público, antimilitarista, consciente y autoorganizado. En los últimos años de
vida del dictador y su régimen, los primeros desobedientes civiles al servicio
militar ya organizaban campañas de apoyo, hacían pública su negativa a ser
reclutados, convocaban a los medios de comunicación e interpelaban a la
sociedad basándose en razones pacifistas y antimilitaristas para justificar su
acción desobediencia. Los primeros grupos de objetores de conciencia se
integraron y aportaron su trabajo en las comunidades de los barrios
especialmente empobrecidos en vez de acudir el servicio militar, como forma de
hacer fácilmente entendible su alternativa a la sociedad.
Reclamaban así, poniéndolo ellos mismos en práctica, una
especie de servicio civil alternativo y autogestionado, fuera de los mecanismos
estatales de la conscripción. Con el rechazo de estos objetores al primer
intento de legislación sobre objeción de conciencia por motivos religiosos en
1977, se fundó el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), dando nombre a
una red ya existente de grupos que fue el motor principal de la desobediencia
en esos 30 años.
Durante los 70 continuaron los encarcelamientos de objetores
en prisiones militares, pero como se confirmó en años posteriores, esta
represión no consiguió disolver el movimiento, sino muy al contrario, hacerlo
crecer y aumentar su incidencia pública.
De los objetores a los insumisos
En 1980, el ministro de Defensa emitió una orden interna que
paró los encarcelamientos momentáneamente. En espera de que se elaborase y
entrara en vigor una ley que regulara la objeción de conciencia y pusiera en
marcha una prestación sustitutoria del servicio militar, los objetores de
conciencia pasarían a la “reserva” directamente. En la práctica esto supuso una
amnistía encubierta, una tregua que el movimiento aprovechó para fortalecerse y
preparar nuevas estrategias de desobediencia civil a esta nueva ley. Esta nueva
ley de objeción de conciencia diseñada para domesticar la desobediencia a la
conscripción, y mantenerla en cifras minoritarias, poniendo a salvo el
reclutamiento militar, llegó en 1986 después de una larga y problemática
elaboración (incluyendo hasta un recurso de inconstitucionalidad al Tribunal
Constitucional por parte del Defensor del Pueblo), y la puesta en práctica de
la prestación sustitutoria no se produjo hasta 1989. Para entonces, el
movimiento de desobediencia civil tenía todavía menos que ver con un “sindicato
de objetores” que en los 70, se había renovado y evolucionado, había
radicalizado y profundizado su discurso antimilitarista. La desobediencia civil
y la noviolencia eran ahora herramientas no sólo para acabar con el servicio
militar, sino también para forzar la desaparición del ejército y el sistema
militarista, y transformar radicalmente la sociedad haciendo frente al
militarismo en sus diferentes manifestaciones sociales. El MOC en primer lugar
y después otras redes como la Coordinadora “Mili-KK”, anunciaron que
desobedecerían también la prestación sustitutoria del servicio militar que
implantó la Ley de Objeción de Conciencia, y así el 20 de febrero de 1989 los
primeros 50 “insumisos” se presentaron públicamente ante las puertas de los
Gobiernos Militares de diferentes ciudades españolas, dando lugar a una nueva
fase de la desobediencia civil conocida como “insumisión”.
El “efecto boomerang” de la represión
La insumisión empezó siendo una campaña desarrollada por
estas redes y seguida por centenares de desobedientes, pero con el paso de los
años, el intenso debate social que causó, el apoyo de cada vez más amplios y
variados sectores sociales y el “efecto boomerang” de la represión carcelaria
contra los insumisos (las condenas eran de 2 años 4 meses y 1 día de cárcel),
hicieron que las cifras no pararan de subir durante los primeros años 90. El
movimiento pudo resistir el encarcelamiento gracias a la generación de una
amplia red de grupos de apoyo a los insumisos y la preparación de los
desobedientes mediante “entrenamientos”, previos a la experiencia carcelaria.
También tuvo un papel muy importante en la amortiguación de la represión contra
los insumisos y en crear lazos de apoyo y solidaridad la táctica de las
“autoinculpaciones”. Por cada insumiso que era juzgado, cuatro personas
firmaban y presentaban al mismo juzgado declaraciones denunciándose por haber
inducido y dado apoyo al insumiso en su desobediencia, por lo que según las
leyes españolas debían ser juzgados y recibir una condena equivalente a la del
insumiso. A pesar de ello, ninguna persona autoinculpada fue procesada.
Ante la evidencia de que la cárcel estaba favoreciendo la
extensión y la incidencia y estaba aumentando la solidaridad de la sociedad con
los insumisos presos, el entonces Gobierno del partido socialista decidió,
primero conceder automáticamente el régimen abierto penitenciario a los
insumisos presos (hecho que fue contestado por una parte del movimiento con más
desobediencia, negándose a volver a prisión y obligando a las autoridades
penitenciarias a ponerlos de nuevo en régimen ordinario), y después a sustituir
las penas de cárcel por la de “inhabilitación” o “muerte civil” en 1995. A
partir de entonces la insumisión se extendió tanto que se hizo “normal”, y la
mayoría de los varios miles de jóvenes que se negaron a ser reclutados ya lo
hacían por su cuenta, sin coordinarse con el movimiento.
El sistema colapsa
Al mismo tiempo, comparada con la insumisión, la prestación
sustitutoria era vista por cada vez más jóvenes como algo “fácil” y nada
“radical”. Cientos de miles solicitaron realizar la prestación en lugar del servicio
militar y llegaron a colapsar el sistema, porque estaba pensado para que la
prestación fuera una opción minoritaria y nunca hubo plazas suficientes.
Además, el movimiento consiguió que muchas ONG y asociaciones se negaran a
colaborar ofreciendo plazas, lo que fue en la práctica un verdadero boicot a la
puesta en práctica de la prestación sustitutoria que acabó por asfixiarla. La
mayoría de los jóvenes que optaban por la prestación, al final no la realizaban
por falta de plazas, lo cual causó el colapso de todo el sistema de
reclutamiento civil y militar. Así en 1996, el gobierno anunciaba el final del
servicio militar para 2003 (luego fue adelantado a 2001) y la puesta en marcha
de un ejército formado totalmente por soldados profesionales, lo cual aceleró
aún más el proceso de descomposición, pero también causó la disolución de buena
parte de ese movimiento de desobediencia contra el servicio militar
obligatorio, que sintió que su objetivo principal había sido logrado.
“Insumisión en los cuarteles” y final del servicio militar
A pesar de ello, el movimiento organizó y puso en práctica
nuevas formas de desobediencia al reclutamiento, como la llamada “insumisión en
los cuarteles”, en la que participó activamente el autor de estas líneas desde
1997. Varias decenas de antimilitaristas del MOC seguimos esta vía,
declarándonos insumisos después de incorporarnos a filas. De esta manera el
movimiento quería agudizar la crisis del reclutamiento, volver a situar el
debate en el marco del Ejército y sus recientes transformaciones hacia el
intervencionismo global, interfiriendo a la vez en las campañas públicas de
reclutamiento profesional. La “insumisión en los cuarteles” fue una especie de
campaña de transición hacia un nuevo escenario sin servicio militar y sin
insumisión para el movimiento antimilitarista. Esta campaña se desarrolló al
mismo tiempo que el MOC se sumergió en un proceso de debate para definir las
líneas de acción que seguiría unos años después, y que estarían centradas en la
crítica del gasto y la industria militares, el contrarreclutamiento y las
campañas por el cierre de las instalaciones militares, entre otros temas.
En cualquier caso el movimiento de objeción de conciencia
primero, y posteriormente el amplio y variado movimiento de insumisión, han
sido un ejemplo singular de movimiento de desobediencia civil, por su gran
extensión, impacto social y logros. Aunque entre las causas de su éxito también
hay que contar la mala imagen social de la institución militar por haber sido
soporte de la dictadura franquista, y una cierta cultura antirrepresiva
extendida en la sociedad española, la insumisión demostró el inmenso poder de
transformación social de la desobediencia civil. Esta trayectoria se ha
intentado plasmar en un libro editado en 2001, “En legítima desobediencia”,
elaborado desde el MOC con textos procedentes de personas y grupos que
participaron en el movimiento de desobediencia en sus diferentes fases. Con una
clara intención: proporcionar inspiración y experiencia a las luchas desobedientes
de los años venideros, luchas que parece que ya están aquí en nuevas y
sorprendentes formas.
Published in El fusil roto, Mayo de 2013, No. 96
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