Editorial Libertario 69
Los últimos días del presidente Chávez
estuvieron protagonizados por dos eventos que resumen varias de las
características del tipo de gobierno que presidió en Venezuela durante 14 años.
El primero fue la Masacre dentro del penal de reclusión Uribana. El segundo fue
el asesinato del líder indígena Sabino Romero.
La situación penitenciaria durante el
gobierno bolivariano es, simplemen-te, una metáfora de las expectativas,
demagogias y frustraciones difundidas en el país en los últimos años. Se creó
un plan de nombre grandielocuente, llamado “humanización penitenciaria”,
mediante el cual prometió transformar “revolucionariamente” las condiciones de
vida de los presos y presas. Para ello se fundó una nueva burocracia, un
ministerio de prisiones, que protagonizaba los avisos publicitarios. La
situación de humillación, tortura y degradación de los encarcelados no
solamente se mantuvo, sino que empeoró. Las cárceles siguieron llenándose de
gente pobre y la cantidad de presos, en
apenas unos años, se incrementó de 20.000 a 50.000 personas. Hacinamiento, retardo procesal y las muertes
de 400 internos al año por violencia eran la realidad tras el eufemismo de
“humanización”. La Guardia Nacional Bolivariana se enriquecía traficando todo
lo traficable dentro de los recintos, humillando sistemáticamente a los
familiares. Las autoridades toleraban el control intramuros por parte de la
jerarquía liderizada por los pranes con un doble objetivo: Compartir sus
negocios delictivos extramuros y controlar, con mínimo esfuerzo, al resto de
los reclusos. Este es el contexto en el que el Estado realiza la masacre de 60
prisioneros –aunque los familiares aseguran que son muchos más- en uno de sus
presidios.
El segundo evento fue el asesinato del
cacique yukpa Sabino Romero, obligado a defender los territorios indígenas tras
el anuncio presidencial, realizado en el año 2003, de triplicar la explotación
de carbón en la Sierra de Perijá. Sabino liderizó ocupaciones de fincas
ganaderas, acción directa para obligar al gobierno a cumplir con su promesa,
del año 1999, en demarcar y entregar los territorios indígenas a sus verdaderos
propietarios. La burguesía bolivariana coincidió con sus supuestos enemigos en
criminalizar su lucha, y junto a los medios de comunicación privados y los
ganaderos zulianos, lograron encarcelar a Sabino durante 18 meses para intentar
doblegarlo. Y el plan para asesinarlo, que tantas veces denunció, fue realizado
precisamente cuando el estado es controlado por un militar “líder del proceso”.
Sabino se une a la lista de luchadores populares asesinados por sicariato
durante el gobierno bolivariano: Joe Castillo, Mijaíl Martínez, Luis Hernández,
Richard Gallardo y Carlos Requena, doblemente eliminados por la impunidad,
política de Estado para todos estos casos. El sicariato ha sido parte de la
estrategia gubernamental para enfrentar y criminalizar la protesta, la cual ha
incluido leyes para prohibir las herramientas históricas de movilización del
movimiento popular, entre ellas una ley antiterrorista clonada de una de
Washington, las amenazas de cárcel para los luchadores, el uso de grupos
parapoliciales y delatores, así como la realización de campañas sistemáticas de
desprestigio a través de los medios de comunicación estatales. Todas y cada una
de las protestas que lograban superar los diques institucionales y el carisma
del presidente Chávez fueron reprimidas como siempre.
Tras la desaparición del presidente
venezolano y la relegitimación electoral de la cúpula bolivariana, encabezada
por Nicolás Maduro, asistiremos a la hegemonía del llamado “Proceso” por parte
de la denominada “derecha endógena”, encabezada por el militar y empresario
Diosdado Cabello, la burocracia del PSUV y los militares. Una nueva desilusión
espera a quienes sostienen que el gobierno bolivariano, ahora sí, “profundizará
la revolución”. La cúpula psuvista continuará aplicando el paquete de medidas
económicas, negociando la entrega de recursos mineros y petroleros a la
globalización económica, reprimiendo las protestas populares y neutralizando
toda iniciativa que amenace desbordar los canales institucionales estatales.
A mediano plazo el aumento de la
conflictividad social es inevitable. El papel de los anarquistas es participar,
como uno más, dentro de los movimientos sociales para aumentar sus niveles de
autonomía, construyendo lazos de solidaridad horizontal entre las diferentes
luchas y difundiendo que la única polarización posible es la que separa
explotadores de explotados, víctimas y victimarios. Enfrentando a la burocracia
bolivariana con todas nuestras fuerzas y, por otro lado, impidiendo la recomposición
de los partidos políticos que hasta ahora han integrado la llamada oposición de
la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), para la construcción de una alternativa
social libertaria. Por ello, en el nuevo proceso electoral, rechazamos el
llamado de las jerarquías a votar por nuevos o renovados amos que seguirán
decidiendo sobre nuestra vida. Negras tormentas agitan los aires: A desmoronar
el autoritarismo y la demagogia.
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