Carlos A. Solero
Resulta paradójico que sea Japón, el país cuya población
debió soportar el lanzamiento de dos bombas atómicas las que lanzó el Estado
Norteamericano sobre las ciudades de
Hiroshima y Nagasaky, donde un año después se guarda hermetismo acerca del
desastre nuclear en la planta de Fukushima.
En efecto, a lo largo del último año las consecuencias del
desastre devastador en los reactores nucleares no solo no se detuvo sino que se
expandió, al punto tal, que la onda radioactiva está llegando a ciudades como
Tokio con las derivaciones letales que esto significará para la salud de los
habitantes en una urbe densamente poblada.
La información que se ha difundido y se difunde respecto del
desastre atómico es fragmentaria, esporádica y parcial, se manejan como secreto
de Estado y esto hace que la cuestión haya quedado casi invisibilizada en los
medios de prensa, reducida a breves menciones.
En el paroxismo militarista reinante en el mundo del
presente, pero sin duda concreto y ciernes, la nuclearización de las sociedades
contemporáneas implica además de un riesgo potencial por las fallas y
desperfectos en las plantas e instalaciones atómicas, la militarización de
estos predios y el creciente control social sobre las poblaciones.
El silencio sobre un tópico de alta gravedad como una fuga
nuclear, no sólo no aleja los peligros, los multiplica exponencialmente
sometiendo a grandes contingentes humanos a situaciones de previsibles e
infaustas consecuencias a breve plazo.
Es preciso que tomemos plena conciencia que nuestro
protagonismo es fundamental en cuanto exigir cambios sustanciales en la matriz
energética ya que tanto la civilización del petróleo como la basada en la
producción nuclear implica miseria, control y sometimiento para las mayorías en
todo el Planeta Tierra.
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