Por Claudia Montero
Mi tarea de hoy era comenzar a escribir un artículo acerca
de la exclusión de las mujeres de la esfera pública. Y entonces yo peleaba con
el idioma de este país en el que vivo por la circunstancias de la vida, ¿que
cómo se dirá participación política?, ¿significará lo mismo organización que
organization?... y entonces con lo
maravilloso de internet, en un click me voy a las feministas clásicas en su
idioma original, y me estremezco con su potencia y me siento más feminista que
nunca y escribe que escribe mientras mi marido cocina que cocina, porque yo
sólo tengo cabeza para pensar en la diferencia entre lo público y lo privado y
no entiendo nada de cómo cocinar esos vegetales nativos que se parecen a los
nuestros pero definitivamente necesitan un trato diferente.
Y el día continua y almorzamos en la tranquilidad de la vida
marital, pensando en que no se nos moje la ropa con la lluvia que amenaza y que
la máquina dejó tan blanquita, y que fantástica es la otra máquina que deja la
loza tan limpiecita y que a mí me llena de orgullo que mi marido la arregló y
ahora feliz guardo las copas brillantes en el mueble, y que me deja tanto
tiempo para el resto de las cosas. Y sigo planificando mi día pensando en el
planchado que gracias a los amigos que ya se fueron ahora tengo plancha y
planchador, y mientras realizo este ejercicio tan doméstico me abandono primero
en los pensamientos del problema del acceso de los derechos de las mujeres, que
qué maldita idea del “ángel del hogar” y que a la mierda con el ideal de la
domesticidad… y qué cómo digo todo eso
en inglés, que necesito un diccionario de ciencias sociales o algo por el
estilo…
Y caigo en la cuenta que puedo pensar todo eso porque
planchar me relaja, porque instantáneamente me conecta con mi genealogía,
primero con mi nana, esa mujer que ayudó a mi madre en la crianza y con quién
pasé largas horas acompañándola: en la misma mesa mientras ella planchaba, yo
me abandonaba en las tareas escolares, pero igual aprendí cómo hacer para que ahora las sábanas de
algodón egipcio de 400 hilos que llegan
a Inglaterra a precio de huevo, me queden estiraditas: primero doblar en cuatro
y estirar, dar vuelta sobre los dobleces y volver a estirar, punta con
punta… y no repasar cuando se termina
para que no queden marcas…
Y me concentro en mi tarea doméstica y me remueve el
recuerdo de una abuela que no conocí, pero que estoy segura que por algún
intrincado mecanismo de memoria genética heredé este gusto por las servilletas
de género, que primero remojé para desmanchar, pasaron por la máquina de lavar
y blanquitas blanquitas yo estiro y dejo cuadraditas, planchaditas. Una inversión de energía que no
se entiende en este mundo que le falta tiempo para todo, que tiene servilletas
desechables como todo, que además con derechos plenos, las mujeres no
deberíamos esclavizarnos para presentarlas en la mesa cotidiana y de invitados
por igual.
Y sin embargo ha tenido que pasar tanta lucha, tantas
cárceles y tanta lágrima para que yo, inmigrante habitante del imperio me
sienta reconfortada planchando servilletas y nada de sometida, sino más bien
todo lo contrario: libre de elegir todo lo que he hecho y todo lo que hago, reproduciendo
lo que me hace sentido y resignificando lo que no.
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