Por Jesús Maria Lugo
La historia de Venezuela se ha descrito frecuentemente como una lucha entre civilización y barbarie. A veces estas potencias ideales se representan en la oposición campo-ciudad; otras, se encarnan en la mítica polémica entre Carujo y el sabio Vargas; últimamente parece manifestarse en la confrontación entre el cuartel y la universidad, como representación de dos mundos antagónicos e irreconciliables.
La historia de Venezuela se ha descrito frecuentemente como una lucha entre civilización y barbarie. A veces estas potencias ideales se representan en la oposición campo-ciudad; otras, se encarnan en la mítica polémica entre Carujo y el sabio Vargas; últimamente parece manifestarse en la confrontación entre el cuartel y la universidad, como representación de dos mundos antagónicos e irreconciliables.
Ciertamente, la vida del cuartel, como sociedad cerrada, no
es compatible con la de la universidad que, como su nombre lo indica, es una
sociedad abierta, donde cada afirmación puede ser contradicha, objetada, puesta
en duda, en resumen, sometida a la crítica racional. La máxima del cuartel es la
orden y cumplir órdenes la virtud suprema; nada más contrario al espíritu
universitario, que gira en torno a la controversia y la contestación.
Desde su fundación como república, Venezuela ha estado
regida siempre por dictaduras militares, con brevísimos intervalos de gobierno
civil bajo tutela militar, el más largo de los cuales fue el denostado período
de cuarenta años de gobierno puntofijista que significó un curioso giro del
caudillo militar tradicional al caudillo civil modernizante. Tan es así que cuando
los militares le retiraron su tutela el “sistema democrático” se vino abajo.
Un rasgo novedoso de la actual tiranía militarista es su
carácter vergonzante. Los militares que la usufructúan parecen convencidos de
que podrán prolongarla indefinidamente con la condición de que “no se note
mucho”, valiéndose de camuflajes apropiados.
Hace años, los medios de comunicación independientes
encontraban divertido anteponer el rango militar al nombre de ciertos altos
funcionarios lo que, extrañamente, en vez de enorgullecerlos, los enfurecía,
como a un jugador al que le descubren sus cartas.
Hoy en día no hay medios independientes y nadie se atreve ni
siquiera a eso. Un periódico alcanzó a identificar cientos de cargos civiles
desempeñados por militares, hasta en instituciones llamadas “Defensa Civil”,
pero también cargos legislativos, judiciales, electorales, gobernaciones,
Institutos Autónomos, Empresas del Estado, contratistas, bancos, seguros,
fondos de inversión, fundaciones, distribuidoras de alimentos, bienes y
servicios, centros educativos de todo nivel, incluyendo universidades.
Esta toma por asalto del propio país se realiza bajo el
supuesto de que los procedimientos y métodos militares pueden hacerse
extensivos a toda la sociedad, que todo funcionará más eficientemente bajo una
dirección vertical y que, en general, una sociedad militarizada es mejor que la
más o menos espontánea e impredecible sociedad civil.
Nada puede ser más falso, al menos en lo que nos concierne.
Los principios militares por excelencia, que ellos repiten como un leitmotiv,
son la disciplina y la obediencia; pero una universidad no puede funcionar así,
porque su valor supremo es el pensamiento crítico.
Así como los agentes económicos no pueden responder a
órdenes sino que se atienen a los imperativos de la necesidad económica; es
imposible y grotesco imaginarse un cuerpo académico formado por personajes,
firmes y a discreción, repitiendo a cada rato: “Sí, señor. Sí, señor. Eh… sí,
señor”.
Pero la dinámica de los hechos nos ha colocado en una
situación en que el papel central que está llamada a cumplir la universidad
venezolana es precisamente este: la desobediencia.
La elección de sus autoridades será quizás la oportunidad
más próxima y más grave para que las universidades afirmen su verdadera
autonomía, que en principio es autogobierno, del que se derivan sus otras
manifestaciones, reglamentaria, administrativa y académica.
Este es uno de esos raros momentos en la vida de una
generación en que se revela que los valores son algo más que palabras.
CASA TOMADA
Las autoridades de la Universidad Central de Venezuela han
advertido gráficamente que para allanarla no hace falta pararle un tanque en la
puerta, puesto que de hecho está tomada de una manera más encubierta, aunque no
menos brutal.
Como se sabe, al cerco presupuestario que la asfixia
económicamente se une el cerco judicial, que impide desde la elección de las
autoridades, hasta el más mínimo ejercicio de sus funciones, como tomar medidas
en resguardo de la comunidad y el patrimonio, colocando unos portones, por
ejemplo, o aplicar alguna sanción disciplinaria para conservar algo de decoro y
respeto por sus investiduras.
El cerco legislativo, mediante instrumentos que ni siquiera
tienen la forma de ley por ser manifiestamente inconstitucionales, para
cercenar su autonomía y decretar “la muerte del claustro”, como declaran
paladinamente seudoparlamentarios que, por cierto, han vivido siempre de esta
universidad.
Último pero no menos, el cerco de bandas armadas
oficialistas, que cometen toda clase de abusos y atropellos, cuando no francos
delitos como robos, atracos, incluso masivos, hurtos con fractura, secuestros
exprés, agresiones, sabotajes, actos de intimidación pública, chantajes y
amenazas de todo género, gozando de la más absoluta impunidad y hasta de
alabanzas públicas del régimen.
Todo esto en medio de un ambiente ideológico desquiciante de
mentiras y tergiversaciones, demagogia y una suerte de ultrademocratismo según
el cual todo el mundo es igual en todo a todo el mundo y tiene, por ejemplo,
que participar en la elección de las autoridades universitarias con un rasero
de igualdad total que no distingue entre profesores, estudiantes, empleados,
obreros, egresados, jubilados y cualquier otro que se considere con derecho, so
pena de acusaciones genéricas de discriminación y aristocratismo.
Se ha repetido muchas veces, para que nadie escuche: así
como la directiva de la Asamblea Nacional es elegida por los diputados y no por
empleados, obreros y personal de seguridad
de la Asamblea, sin que eso redunde en menoscabo de los derechos humanos
de nadie, la universidad debe elegir sus autoridades por un cuerpo electoral
habilitado en el claustro.
La verdad sea dicha, los estudiantes nunca debieron
participar en el claustro, donde, por cierto, no entran profesores sin
escalafón, lo cual resulta absurdo, si se quiere ser coherente con la idea
original de gremio o corporación.
Pero es una larga historia que mientras la universidad
estuvo controlada por el partido comunista, fueron aumentando la beligerancia
del movimiento estudiantil, que también estaba controlado por la juventud
comunista, para incrementar el poder del partido.
Este oportunismo comunista fue lo que abrió la puerta a la
confusión actual que ya parece aceptada por todos los otros partidos y sectores
universitarios como un dato de la realidad, imposible de reorientar a un cauce
manejable; solamente que se acabe con la universidad, como parece que está
ocurriendo, y se comience con otra cosa radicalmente distinta.
Y este es el quid de
la cuestión: la universidad como la conocíamos se ha vuelto inviable; no por
ninguna fatalidad del destino, sino por el firme propósito de militares
golpistas y guerrilleros comunistas de llevar hasta sus últimas consecuencias
el proceso de nazificación de la universidad, esto es, convertirla en una
escuela de formación político-ideológica.
Trastocar la ciencia en propaganda, para fabricar al hombre
nuevo, nacionalsocialista.
LOS RITOS DEL FUEGO
El año 2011 cerró en la Universidad Central de Venezuela con
el incendio de la Escuela de Antropología, el 15 de diciembre, lo que no deja
de tener un alto valor simbólico. Una Escuela que tiene como centro de su
actividad docente y de investigación al hombre, en su acepción más amplia,
tiene que preocuparse y convertir en motivo de estudio la devoción de ciertas
tribus políticas por el poder exterminador del fuego.
Esta inclinación las vincula indisolublemente con otras
manifestaciones como la quema de banderas, libros, cruces, efigies humanas y
eventualmente, seres humanos mismos, de los que son tan afectos los
nacionalsocialistas, comunistas e islamistas.
La pregunta es, cómo se pasa de la creencia primitiva en la
virtud purificadora del fuego a esta otra, negativa, aniquiladora, que exalta
su poder destructor de todo lo que es adverso, de aquello que se quiere reducir
a cenizas.
Ciertamente, la humanidad necesitó varios siglos para darse
cuenta de que lo maléfico no estaba en unas pobres mujeres desafortunadas, sino
en los magistrados de la Inquisición que las empujaban cruelmente a la hoguera.
Asimismo la creencia atávica en la purificación del fuego se
trastocó en su contrario cuando elementos fanatizados la dirigieron más bien
contra la cultura, el arte “degenerado”, el pensamiento y toda manifestación de
la inteligencia y el espíritu libre.
Es una ironía de la historia que así como nunca se ha visto
ni se verá una manifestación liberal quemando nada ni a nadie, es un hecho por
evidente imposible de negar que las banderas más quemadas en el mundo son las
de EEUU e Israel, que sin embargo siguen flameando con dignidad al frente de
sus estados nacionales; en contraste, banderas que no fueron ni son quemadas,
como la roja de la hoz y el martillo o la de la esvástica nazi, han caído de
sus pedestales y ni siquiera son objeto de exhibición en ningún museo del
horror.
Los escombros humeantes de la Escuela de Antropología tienen
mucho que enseñarnos, porque quienes comienzan quemando edificios
representativos de instituciones (como el Reichstag), terminan quemando a los
seres humanos que los constituyen; así como quienes comienzan quemando libros,
terminan quemando a quienes los escriben y a sus lectores.
Sin embargo, es otra ironía de la historia que quienes
juegan con fuego fatalmente se consumen en sus propias llamas.
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