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domingo, 13 de diciembre de 2020

Cómo cambiar el curso de la historia humana, o al menos lo que ya pasó


David Graeber (1961-2020) y David Wengrow
 
* Cuarta parte de un texto más extenso, de igual título, donde los autores presentaron y resumieron la temática del libro que estaban escribiendo en conjunto.

Entonces, ¿qué nos han enseñado la investigación arqueológica y antropológica desde la época de Rousseau?

La primera cuestión es que probablemente sea un mal inicio preguntarse acerca de “los orígenes de la desigualdad social”. Es verdad, antes del comienzo del llamado Paleolítico superior, no tenemos idea de qué se trató la mayor parte de la vida social humana. La mayoría de nuestra evidencia comprende fragmentos dispersos de piedra tallada, hueso y algún que otro material durable. Diferentes especies de homínidos coexistieron, y no es claro si podría aplicarse alguna analogía etnográfica. Las cosas comienzan a ponerse en foco en el Paleolítico superior, el cual comienza alrededor de 45.000 años atrás y abarca el momento más álgido de la glaciación y del enfriamiento global (hace cerca de 20.000 años), periodo conocido como el Último Máximo Glacial. Esta última gran Era del Hielo fue seguida por la aparición de condiciones más cálidas y una retracción gradual del casquete glaciar, derivando en nuestra época geológica actual, el Holoceno. Sobrevinieron condiciones climáticas más benignas, creando el estadio en el cual Homo sapiens ―ya habiendo colonizado buena parte del Viejo Mundo― completó su marcha hacia el Nuevo Mundo, alcanzando las costas más australes de las Américas alrededor de 15.000 años atrás.

¿Qué sabemos de este periodo de la historia humana? Gran parte de la evidencia temprana más sustancial respecto de la organización social humana en el Paleolítico deriva de Europa, donde nuestras especies se establecieron conjuntamente con el Homo neanderthalensis antes de la extinción de estos últimos, cerca de 40.000 AC (la concentración de información en esta parte del mundo tiende a reflejar un sesgo histórico de la investigación arqueológica más que algo peculiar acerca de Europa). En ese entonces, y a lo largo del Último Máximo Glacial, las partes habitables de la Europa de la Edad de Hielo lucían mucho más similares al Parque Serengueti en Tanzania que a cualquier hábitat europeo actual. Al sur de las capas de hielo, entre la tundra y las costas boscosas del Mediterráneo, el continente estaba dividido en valles y estepas ricos en presas de caza, atravesados estacionalmente por manadas migratorias de venados, bisontes y mamuts lanudos. Los prehistoriadores han señalado durante algunas décadas, y aparentemente con poco efecto, que los grupos humanos que habitaban esos entornos no tenían nada en común con las bandas de cazadores-recolectores dichosamente simples e igualitarias, imaginadas comúnmente como nuestros ancestros remotos.

En principio, está la existencia fuera de disputa de ricos enterratorios que se extienden en el tiempo hasta las profundidades de la Edad de Hielo. Algunos de estos, como las tumbas de Sungir, de 25.000 años de antigüedad, al este de Moscú, se conocen desde hace muchas décadas y son enterratorios famosos. Felipe Fernández-Armesto, quien revisó la Creación de la Desigualdad para The Wall Street Journal, expresó su razonable asombro por su omisión: “Aunque saben que el principio hereditario es anterior a la agricultura, el Sr. Flannery y la Sra. Marcus no pueden deshacerse de la ilusión rousseauniana de que comenzó con el sedentarismo. Por lo tanto, presentan un mundo sin poder hereditario hasta aproximadamente 15.000 AC mientras ignoran uno de los sitios arqueológicos más importantes para su propósito”. Al cavar en el permahielo debajo del asentamiento paleolítico, en Sungir se encontró la tumba de un hombre de mediana edad quien, como observa Fernández-Armesto, estaba enterrado con “impresionantes signos de honor: pulseras de marfil de mamut pulido, una diadema o visera de dientes de zorro, y casi 3.000 cuentas de marfil cuidadosamente talladas y pulidas”. Y a unos pocos pies de distancia, en una tumba idéntica, “yacen dos niños, de unos 10 y 13 años respectivamente, adornados con dádivas similares, incluyendo, en el caso del mayor, unas 5.000 cuentas tan buenas como las del adulto (aunque un poco más pequeñas) y una enorme lanza tallada en marfil”.

Esos hallazgos parecen no tener un lugar significativo en ninguno de los libros hasta ahora examinados. Menospreciarlos o reducirlos a notas al pie podría ser más excusable si Sungir fuera un hallazgo aislado. Pero no lo es. En gran parte del oeste de Eurasia, desde el Don hasta la Dordoña, hay pruebas de tumbas similarmente suntuosas pertenecientes al Paleolítico Superior, dentro de refugios rocosos y en asentamientos al aire libre. Entre ellos encontramos, por ejemplo, la “Dama de Saint-Germain-la-Rivière”, de 16.000 años, con ornamentos hechos de dientes de ejemplares de ciervos jóvenes que fueron cazados a 300 kms. de distancia, en el País Vasco del lado español; y los entierros de la costa de Liguria, tan antiguos como los de Sungir, que incluyen a “Il Principe”, un hombre joven cuyas galas incluían un cetro de pedernal exótico, porras de cuerno de alce y un elaborado tocado de conchas perforadas y dientes de venado. Tales hallazgos plantean estimulantes desafíos de interpretación. ¿Tiene razón Fernández-Armesto para decir que se trata de pruebas de un “poder hereditario”? ¿Cuál era el estatus en vida de esos individuos?

No menos intrigante es la evidencia, esporádica pero convincente, de la arquitectura monumental que se remonta al ultimo Máximo Glacial. La idea de que sería posible medir la “monumentalidad” en términos absolutos es, por supuesto, tan tonta como la idea de cuantificar el gasto de la Era de Hielo en dólares y centavos. Es un concepto relativo, que solamente tiene sentido dentro de una escala particular de valores y experiencias previas. El Pleistoceno no tiene equivalentes directos en escala con las Pirámides de Giza o el Coliseo romano. Pero sí tiene edificios que, según los estándares de la época, solo podían considerarse obras públicas, que implican un diseño sofisticado y coordinación de trabajo en una escala impresionante. Entre ellos se encuentran las sorprendentes “casas mamut”, construidas con pieles extendidas sobre un marco de colmillos, ejemplos de los cuales, que datan de hace unos 15.000 años, se pueden encontrar a lo largo de una franja glacial que abarca desde la actual Cracovia hasta Kiev.

Aún más asombrosos son los templos de piedra de Göbekli Tepe, excavados hace más de veinte años en la frontera turco-siria, y aún objeto de clamorosos debates científicos. Datados alrededor de 11.000 años atrás, el final de la última Edad de Hielo, comprenden al menos veinte recintos megalíticos levantados bastante por encima de los ahora áridos flancos de la llanura Harran. Cada uno estaba formado por pilares de piedra caliza de más de 5 m de altura y un peso de hasta una tonelada (respetable según los estándares de Stonehenge y unos 6.000 años antes). Casi todos los pilares de Göbekli Tepe son una obra de arte, con tallados en relieve de animales amenazadores que se proyectan desde la superficie y sus genitales masculinos exhibidos ferozmente. Las aves rapaces esculpidas aparecen en combinación con imágenes de cabezas humanas cortadas.

Los relieves dan testimonio de habilidades escultóricas, sin duda perfeccionadas en el medio más maleable que es la madera (la cual alguna vez estuvo ampliamente disponible al pie de las montanas Taurus), antes de ser aplicada los cimientos del Harran. Curiosamente, y a pesar de su tamaño, cada una de estas estructuras masivas tuvo una vida relativamente corta, terminando con una gran fiesta y el rápido llenado de sus paredes: jerarquías elevadas hacia el cielo sólo para ser nuevamente derribadas. Y los protagonistas de este juego prehistórico de festines, construcción y destrucción eran, a nuestro saber y entender, cazadores-recolectores que vivían solamente de recursos silvestres.

 ¿Qué vamos a hacer con todo esto? Una respuesta académica ha sido la de abandonar por completo la idea de una edad dorada igualitaria y concluir que el interés racional egoísta y la acumulación de poder son las fuerzas persistentes del desarrollo social humano. Pero esto tampoco funciona. La evidencia de la desigualdad institucional en las sociedades de la Edad de Hielo, ya sea en forma de grandes sepulturas o edificios monumentales, no es más que esporádica.

Los enterramientos aparecen, literalmente, separados por siglos y a menudo cientos de kilómetros. Incluso si lo atribuimos a lo fragmentario de la evidencia, todavía tenemos que preguntarnos por qué la evidencia es tan así: en definitiva, si alguno de estos “príncipes” de la Edad de Hielo se hubiera comportado como por ejemplo los príncipes de la Edad de Bronce, también encontraríamos fortificaciones, almacenes, palacios, todos los símbolos habituales de los Estados emergentes. En cambio, durante decenas de miles de años vemos monumentos y magníficos entierros, pero no mucho más que pudiera indicar el desarrollo de sociedades estratificadas. Luego hay otros factores, incluso más extraños, como el hecho de que la mayoría de los entierros “principescos” consisten en individuos con anomalías físicas sorprendentes, que hoy serían considerados gigantes, jorobados o enanos.

Una mirada más amplia de la evidencia arqueológica sugiere una clave para resolver el dilema. Esta se basa en el ritmo estacional de la vida social prehistórica. La mayoría de los sitios paleolíticos analizados hasta el momento están asociados a evidencia de periodos anuales o bienales de agregación, tienen que ver con las migraciones de rebaños de caza ―ya sea de mamut lanudo, de bisonte de las estepas, de renos, o (en el caso de Göbekli Tepe) de gacela― así́ como también a los movimientos cíclicos de peces y a las cosechas de frutos secos. En tiempos del año menos favorables, al menos algunos de nuestros ancestros de la Edad de Hielo sin duda vivieron y se procuraron alimento en pequeñas bandas. Pero hay muchísima evidencia para mostrar que en otros momentos se congregaban en masse, en la clase de ‘micro-ciudades’ que se halló en Dolní Věstonice, en la cuenca de Moravia al sur de Brno, y que disfrutaron de una gran abundancia de recursos silvestres, participaban en complejos rituales y ambiciosas empresas artísticas, y comerciaban minerales, conchas marinas y pieles de animales entre distancias sorprendentes. Los equivalentes europeos occidentales de estos sitios de agregaciones estacionales serían los grandes refugios rocosos del Périgord francés y la costa cantábrica, con sus famosas pinturas y esculturas que, de manera similar, formaron parte de un ciclo anual de agregación y dispersión.

 Estos patrones estacionales de vida social permanecieron mucho tiempo después de que la “invención de la agricultura”, se supone, viniera a cambiar todo. Nuevas evidencias muestran que las alternancias de este tipo pueden ser la clave para comprender los famosos monumentos neolíticos de Salisbury Plain, y no solo en términos de simbolismo del calendario. Stonehenge, resulta que fue solamente el último de una larguísima secuencia de estructuras rituales en madera y en piedra, dado que las personas convergían en la llanura desde rincones remotos de las Islas Británicas en épocas significativas del año. La excavación cuidadosa ha mostrado que muchas de estas estructuras ―hoy plausiblemente interpretadas como monumentos a los progenitores de dinastías neolíticas poderosas― fueron desmanteladas tan solo un par de generaciones después de haber sido construidas. Aún más llamativo es que esta práctica de erigir y desmantelar grandes monumentos coincide con un periodo en que los pueblos de Bretaña, habiendo adoptado la economía neolítica agrícola de la Europa continental, parecen haberle dado la espalda al menos a un aspecto crucial de la misma, abandonando la agricultura de cereales y revirtiendo, alrededor del 3300 AC, a la recolección de avellanas como fuente de alimento básico. Manteniendo sus rebaños de ganado, de los cuales hacían banquetes estacionalmente en las cercanas murallas de Durrington, los constructores de Stonehenge parecen no haber sido ni recolectores ni agricultores, sino algo intermedio. Y si algo parecido a una corte real prevaleció en la temporada festiva, cuando se reunían en gran número, luego sólo pudo haberse disuelto durante la mayor parte del año, cuando la misma gente volvió a dispersarse por la isla.

¿Por qué son importantes estas variaciones estacionales? Porque revelan que desde los orígenes los seres humanos estaban experimentando conscientemente con diferentes posibilidades sociales. Los antropólogos describen a este tipo de sociedades como sociedades que poseen una “morfología doble”. A comienzos del siglo XX Marcel Mauss, observó que los inuit circumpolares “y asimismo muchas otras sociedades [...] tienen dos estructuras sociales, una en verano y otra en invierno, y que en paralelo tienen dos sistemas legales y religiosos”. En los meses de verano, los inuit se dispersaban en pequeñas bandas patriarcales, cada una bajo la autoridad de un solo anciano varón en la búsqueda de peces de agua dulce, caribúes y renos. La propiedad estaba marcada de manera posesiva y los patriarcas ejercían un poder coercitivo, a veces incluso tiránico sobre sus parientes. Pero en los largos meses de invierno, cuando las focas y las morsas se reunían en la costa del Ártico, otra estructura social dominaba en tanto los inuit se reunían para construir grandes casas hechas de madera, costillas de ballena y piedra. Dentro de ellas, prevalecían las virtudes de la igualdad, el altruismo y la vida colectiva; la riqueza era compartida; esposos y esposas intercambiaban parejas bajo la égida de Sedna, la Diosa de las focas (Goddess of the Seals).

Otro ejemplo eran los indígenas cazadores-recolectores de la costa noroeste de Canadá́, para quienes el invierno, y no el verano, era el momento en que la sociedad se cristalizaba en su forma más desigual y lo hacía de una manera espectacular. Los palacios construidos con tablones cobraban vida a lo largo de las costas de la Columbia Británica, en los que nobles hereditarios tenían preeminencia frente a plebeyos y esclavos, y brindaban esos grandes banquetes conocidos como potlatch. Sin embargo, estas cortes aristocráticas se separaban para el trabajo de verano durante la temporada de pesca volviéndose formaciones de clanes jerarquizadas más pequeñas, pero con una estructura completamente diferente y menos formal. En este caso, la gente realmente adoptó nombres diferentes en verano e invierno, literalmente se convertían en otras personas, dependiendo de la época del año.

Tal vez las más llamativas en términos de este tipo de inversiones políticas fueron las prácticas estacionales de las confederaciones tribales del siglo XIX en las grandes planicies norteamericanas, quienes a veces o en algún momento fueran agricultores que habían adoptado una vida nómada de caza. A fines del verano, bandas pequeñas y sumamente móviles de Cheyenne y Lakota se congregaban en grandes asentamientos para los preparativos logísticos de la caza del búfalo.

En esta época tan delicada del año, designaban a una fuerza policial que ejercía poderes coercitivos plenos, incluido el derecho a encarcelar, azotar o multar a cualquier delincuente que pusiera en peligro los preparativos. Sin embargo, como observó el antropólogo Robert Lowie, este “autoritarismo inequívoco” funcionó sobre una base estrictamente estacional y temporal, dando paso a formas de organización más “anárquicas” una vez que terminaba la temporada de caza y los rituales colectivos que le seguían.

La academia no siempre avanza. A veces retrocede. Hace cien años, la mayoría de los antropólogos entendía que aquellos pueblos que vivían principalmente de recursos silvestres no estaban restringidos a pequeñas “bandas”. Esta idea es un producto de la década de 1960, cuando los bosquimanos del Kalahari y los pigmeos Mbuti se convirtieron en la imagen preferida de la humanidad primordial para las audiencias televisivas y para los investigadores. Como resultado, se dio un retorno de las etapas evolutivas no muy diferente a la de la tradición de la Ilustración escocesa: esto es en lo que se basa Fukuyama, por ejemplo, cuando escribe acerca de que la sociedad evoluciona constantemente desde “bandas” a “tribus” a “cacicazgos” y finalmente hacia el tipo de “estados” complejos y estratificados en los que vivimos actualmente, generalmente definidos por su monopolio del “uso legítimo de la fuerza coercitiva”. Desde esta lógica, sin embargo, los Cheyenne o Lakota tendrían que haber estado “evolucionando” directamente desde bandas a Estados aproximadamente cada noviembre de cada año y luego “involucionando” en primavera. La mayoría de los antropólogos ahora reconocen que estas categorías son irremediablemente inadecuadas; sin embargo, nadie ha propuesto una forma alternativa de pensar la historia mundial en términos amplios.

De manera bastante independiente, la evidencia arqueológica sugiere que en los ambientes estacionalmente tan variables de la última Edad de Hielo, nuestros antepasados remotos se comportaban de maneras similares: iban y venían entre acuerdos sociales alternativos, permitían que surgieran estructuras autoritarias durante ciertas épocas del año con la condición de que no pudiesen durar; entendían que ningún orden social particular era fijo o inmutable. Dentro de la misma población, se podía vivir a veces en lo que desde la distancia pareciera ser una banda, a veces en una tribu, y en ocasiones en una sociedad con muchas de las características que ahora identificamos con los Estados. Con una flexibilidad institucional semejante sobreviene la capacidad de salirse de los límites de cualquier estructura social y reflexionar, tanto hacer como deshacer los mundos políticos en los que vivimos. Como mínimo, esto explica los “príncipes” y las “princesas” de la última Edad de Hielo, que parecen aparecer en un aislamiento magnífico como personajes de algún cuento de hadas o de teatro. Tal vez fueron literalmente eso. Y si de hecho reinaron, entonces tal vez fue como en el caso de los reyes y reinas de Stonehenge, solo por una temporada.
5. Es hora de re-pensar

Los autores modernos tienden a utilizar la prehistoria como un lienzo para resolver problemas filosóficos: ¿los seres humanos son fundamentalmente buenos o malvados, cooperativos o competitivos, igualitarios o jerárquicos? Como resultado, también tienden a escribir como si durante el 95% de la historia de nuestra especie, todas las sociedades humanas hubieran sido muy parecidas. Pero incluso 40.000 años es un periodo muy, muy largo de tiempo. Parece intrínsecamente probable, y la evidencia lo confirma, que esos mismos humanos pioneros que colonizaron gran parte del planeta también experimentaron con una enorme variedad de arreglos sociales. Como Claude Lévi-Strauss a menudo señaló, los primeros Homo sapiens no eran solo físicamente iguales a los humanos modernos, sino también eran nuestros pares intelectuales. Es probable que la mayoría fuera más consciente del potencial que tiene la sociedad de lo que lo es la gente en general hoy en día; iban y venían entre diferentes formas de organización cada año. En lugar de haber permanecido inactivos en una inocencia primordial hasta que fue descorchado el genio de la desigualdad, nuestros antepasados prehistóricos parecen haber abierto y cerrado la botella con regularidad, limitando la desigualdad a los dramas rituales, construyendo dioses y reinos como lo hicieron con sus monumentos a los que luego alegremente desmontaban.

Si es así, entonces la verdadera pregunta no sería “¿cuáles son los orígenes de la desigualdad social?”, sino la de “¿cómo nos quedamos atascados?” tras haber vivido una gran parte de nuestra historia entre diferentes sistemas políticos. Todo esto está muy lejos de la noción de sociedades prehistóricas a la deriva que se dejan llevar ciegamente hacia las cadenas institucionales que las unen. También está lejos de las funestas profecías de Fukuyama, Diamond, Morris y Scheidel, en las cuales cualquier forma “compleja” de organización social significa necesariamente que pequeñas élites se encargan de los recursos clave y comienzan a pisotear a todos los demás. La mayoría de las ciencias sociales tratan a estos sombríos pronósticos como verdades evidentes; pero no tienen fundamento. Entonces, razonablemente podríamos preguntarnos ¿qué otras verdades atesoradas deben ser arrojadas al montón de polvo de la historia? Pues, bastantes.

En la década de 1970, el brillante arqueólogo de Cambridge David Clarke predijo que con la investigación moderna serían derribados casi todos los aspectos del antiguo edificio de la evolución humana: “las explicaciones acerca del desarrollo del hombre moderno, la domesticación, la metalurgia, la urbanización y la civilización ―que en perspectiva pueden emerger como trampas semánticas y espejismos metafísicos”. Parece que tenía razón. La información ahora llega desde todos los rincones del planeta sobre la base de un cuidadoso trabajo de campo empírico, técnicas avanzadas de reconstrucción climática, datación cronométrica y análisis científico de restos orgánicos. Los investigadores están examinando material etnográfico e histórico en una nueva luz. Y casi toda esta nueva investigación va en contra de la usual narrativa de la historia mundial. Aún así, los descubrimientos más notables siguen confinados al trabajo de los especialistas, o tienen que ser desenmarañados leyendo entre líneas en las publicaciones científicas. Concluyamos, entonces, con algunos titulares propios, apenas un puñado, como para dar una idea de cómo comienza a lucir la nueva, emergente, historia mundial.

 La primera bomba en nuestra lista se refiere a los orígenes y la propagación de la agricultura. Ya no se admite la visión de que la agricultura marcó una transición importante en las sociedades humanas. En aquellas partes del mundo donde los animales y las plantas se domesticaron por primera vez, en realidad no hubo un “cambio” discernible entre el recolector paleolítico y el agricultor neolítico. La “transición” de vivir principalmente de recursos silvestres a una vida basada en la producción de alimentos tomó algo del orden de los tres mil años.

Si bien la agricultura habilitó la posibilidad de concentraciones de riqueza más desiguales, en la mayoría de los casos esto comenzó a suceder milenios después de su inicio. Mientras tanto, pueblos en áreas tan lejanas como la Amazonía y la región de la Media Luna Fértil de Medio Oriente, se probaban el talle de cultivar, “jugaban a la agricultura” podríamos decir, y cambiaban anualmente entre modos de producción, al igual que cambiaban sus estructuras sociales.

Además, la “expansión de la agricultura” hacia áreas secundarias como Europa (tan a menudo descrita en términos triunfalistas como el comienzo de un declive inevitable de la caza y la recolección) resultó ser un proceso muy tenue, que algunas veces fracasó y llevó al colapso demográfico para los agricultores, no para los recolectores.

Es claro que ya no tiene sentido usar frases como “revolución agrícola” cuando se trata de procesos de una longitud y complejidad tan excesivas. Si no existió un estado similar al Edén desde el cual los primeros agricultores pudieran dar sus primeros pasos en el camino hacia la desigualdad, menos sentido tiene hablar de la agricultura como lo que marcó los orígenes del rango o la propiedad privada. En todo caso es entre estas poblaciones ―los pueblos del “Mesolítico”― que rechazaron la agricultura a lo largo de los templados siglos del Holoceno temprano, que encontramos que la estratificación se vuelve más atrincherada; al menos, si el enterratorio opulento, la guerra predatoria y los edificios monumentales son las cosas por las que nos guiamos. En algunos casos, como en el Medio Oriente, los primeros agricultores parecen haber desarrollado formas alternativas de comunidad de una manera consciente, acordes a su modo de vida de trabajo más intensivo. Estas sociedades neolíticas lucen notablemente igualitarias en comparación con sus vecinos cazadores-recolectores, con un aumento dramático de la importancia económica y social de las mujeres, lo cual se veía claramente reflejado en su arte y vida ritual (contrastar las figurillas femeninas de Jericó o Çatalhöyük con la escultura hipermasculina de Göbekli Tepe).

Otra bomba: la “civilización” no llega como un paquete. Las primeras ciudades del mundo no surgieron en un puñado de lugares junto a sistemas de gobierno centralizado y control burocrático. En China, por ejemplo, ahora sabemos que hacia el 2.500 AC, existían asentamientos de 300 hectáreas o más en los tramos inferiores del río Amarillo, más de mil años antes de la fundación de la dinastía real más temprana (Shang). Del otro lado del Pacífico, y más o menos al mismo tiempo, se han descubierto centros ceremoniales de una magnitud sorprendente en el valle del río peruano Supe, en particular en el sitio de Caral: restos enigmáticos de plazas hundidas y plataformas monumentales, cuatro milenios más antiguos que el Imperio Inca. Estos descubrimientos recientes indican cuán poco se sabe aún acerca de la distribución y el origen de las primeras ciudades, y cuánto más antiguos pueden llegar a ser que los sistemas de gobierno autoritario y administración letrada, los cuales en algún momento se supusieron necesarios para su fundación. Y en los centros más arraigados de la urbanización ―la Mesopotamia, el valle del Indo, el Valle de México― hay una creciente evidencia de que las primeras ciudades se organizaron de maneras conscientemente igualitarias y que los concejos municipales retuvieron una significativa autonomía del gobierno central. En los primeros dos casos, ciudades con sofisticadas infraestructuras cívicas florecieron durante más de medio milenio sin rastros de enterramientos reales ni monumentos, ni ejércitos permanentes, ni otros medios de coacción a gran escala, ni indicios de control burocrático directo sobre la vida de la mayoría de los ciudadanos.

A pesar de Jared Diamond, no hay absolutamente ninguna evidencia de que estructuras de gobierno jerárquicas (top-down) sean la consecuencia necesaria de una organización a gran escala. A pesar de Walter Scheidel, no es cierto que solo a través de una catástrofe general sea posible librarse de las clases dominantes una vez establecidas. Por poner un ejemplo, bien documentado: alrededor del 200 DC, la ciudad de Teotihuacán en el Valle de México que por entonces tenía una población de 120.000 habitantes (una de las más grandes del mundo en ese momento), parece haber experimentado una transformación profunda, dando la espalda a los templos piramidales y al sacrificio humano, y reconstruyéndose como una vasta colección de cómodas aldeas, casi todas del mismo tamaño. Permaneció de este modo durante quizás 400 años. Incluso en los días de Cortés, el centro de México aún albergaba ciudades como Tlaxcala, administradas por un consejo electo cuyos miembros eran azotados periódicamente por sus electores para recordarles quién estaba al mando en última instancia.

Las piezas para crear una historia mundial diferente están todas allí. Por lo general, estamos demasiado cegados por nuestros prejuicios para ver las implicaciones que esto tendría. Por ejemplo, casi todos hoy en día insisten en que la democracia participativa o la igualdad social pueden funcionar en una pequeña comunidad o grupo de activistas pero que no puede “ampliarse” a nada como una ciudad, una región o un estado-nación. Pero la evidencia que tenemos ante nuestros ojos, si elegimos mirarla, sugiere lo contrario.

Las ciudades igualitarias, incluso las confederaciones regionales, son bastante comunes en la historia. No lo son, en cambio, las familias y los hogares igualitarios. Una vez que haya llegado el veredicto histórico, veremos que la pérdida más dolorosa de libertades humanas comenzó a pequeña escala: en el nivel de las relaciones de género, los grupos de edad y la servidumbre doméstica; en el tipo de relaciones que contienen a la vez la mayor intimidad y las formas más profundas de violencia estructural. Es aquí donde debemos mirar si queremos comprender cómo se volvió aceptable que algunos pudieran convertir la riqueza en poder y que a otros terminen diciéndoles que sus necesidades y vidas no cuentan. Aquí también, predecimos, será donde deberá darse el trabajo más difícil de crear una sociedad libre.

[Extraido del texto más extenso de igual título, que en versión integral es accesible en https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/como-cambiar-el-curso-de-la-historia-humana-o-al-menos-lo-que-ya-paso.]

 

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