Donatella Di Cesare
A pesar de las prohibiciones que siguen a la pandemia en curso, millones de personas toman las calles en la mayor parte del mundo, desde Minneapolis a Hong Kong, desde París a Sao Paulo. Desafiando las prohibiciones, las reglas, la policía.
Si bien el coronavirus, el virus soberano e ingobernable, parece desestabilizar la soberanía estatal, incluso la de los peores soberanistas, desde Trump hasta Bolsonaro, los conflictos están resurgiendo en todas partes. Desfiles, marchas, manifestaciones, mítines, los nuevos disturbios cruzan las plazas del mundo, de Nueva York a Londres, de París a Bagdad, de Santiago a Hong Kong. Feministas y antirracistas, ecologistas y pacifistas, nuevos desobedientes, activistas de TI, militantes de ONG protestan contra la xenofobia estatal, las derivas soberanas y de seguridad, las desigualdades abismales, la degradación ambiental, el principio extendido de la deuda, la falta de derechos y la discriminación.
A pesar de las prohibiciones que siguen a la pandemia en curso, millones de personas toman las calles en la mayor parte del mundo, desde Minneapolis a Hong Kong, desde París a Sao Paulo. Desafiando las prohibiciones, las reglas, la policía.
Si bien el coronavirus, el virus soberano e ingobernable, parece desestabilizar la soberanía estatal, incluso la de los peores soberanistas, desde Trump hasta Bolsonaro, los conflictos están resurgiendo en todas partes. Desfiles, marchas, manifestaciones, mítines, los nuevos disturbios cruzan las plazas del mundo, de Nueva York a Londres, de París a Bagdad, de Santiago a Hong Kong. Feministas y antirracistas, ecologistas y pacifistas, nuevos desobedientes, activistas de TI, militantes de ONG protestan contra la xenofobia estatal, las derivas soberanas y de seguridad, las desigualdades abismales, la degradación ambiental, el principio extendido de la deuda, la falta de derechos y la discriminación.
Los ingobernados entran en escena para denunciar todos los límites de la gobernabilidad política. Estar juntos significa reaccionar ante un mundo que aísla, que separa. La ocupación ya es oposición, prueba de solidaridad. Gestos creativos, acciones inéditas, uso frecuente de máscaras para exponer el poder financiero sin rostro, desafiar al Estado que condena cualquier máscara que no sea la suya, rebelarse contra las medidas de vigilancia e identificación hiperbólica. Especialmente en los últimos tiempos, la arquitectura nacional, la estructura de la ciudadanía, el orden del mundo centrado en el Estado han sido cada vez más cuestionados.
Más allá de la frontera, otros protagonistas
Somos muy conscientes de que el espacio político actual está limitado por las fronteras del Estado. Todo lo que sucede se observa y juzga dentro de estos límites. La modernidad de los dos últimos siglos ha hecho del Estado el medio indispensable y el fin supremo de toda política. La soberanía indiscutible del Estado sigue siendo el criterio que traza los límites y traza el mapa del panorama geopolítico actual. Esto produjo una separación entre la esfera interna, sometida al poder soberano, y la externa, relegada a la anarquía. Esta afortunada dicotomía ha introducido un juicio de valor entre adentro y afuera, civilización e incivilidad, gobierno e imprudencia, orden y caos. La soberanía del Estado se ha impuesto como única condición del orden, única alternativa a la anarquía, desacreditada como falta de gobierno, confusión que arde en el exterior ilimitado.
La globalización ha comenzado a socavar la dicotomía entre soberanía y anarquía al poner de manifiesto todos los límites de una política anclada en las fronteras tradicionales. Si el epicentro del nuevo desorden global sigue siendo el Estado, el paisaje más allá de la frontera está siendo poblado por otros protagonistas. Fenómenos nuevos, como la migración, abren una brecha, nos dejan vislumbrar lo que pasa afuera, nos empujan a salir de esa dicotomía, asumiendo una perspectiva externa.
De manera similar, la revuelta se ubica más allá de la soberanía, entre una frontera y otra, abriendo una ventana también en el escenario interno. La revuelta muestra el estado a través de los ojos de los excluidos o los llamados a salir. Es comprensible por qué la política estatal, asistida por la narrativa de los medios, apunta a hacerla oscura y marginal. De hecho, no es sólo, ni tanto, el reclamo único, la solicitud contingente.
La revuelta viene a cuestionar al Estado. Sea democrático o despótico, secular o religioso, saca a la luz su violencia, le quita la soberanía. La característica de los levantamientos actuales es ese desapego entre el poder y el pueblo que, a pesar del esfuerzo del Estado por auto-legitimarse, a menudo transmitiendo alarma y presumiendo de dar seguridad, ahora parece ser una ruptura definitiva. Las reacciones soberanas y autoritarias, que surgen de una soberanía incruenta, no afectan este proceso.
En las calles y plazas, la gobernanza política, un ejercicio administrativo abstracto, hace alarde de su policía frente a la masa que no ha logrado gobernar. Pero más allá de la crisis de representación, en la que se basa el populismo, está en juego la propia redefinición del espacio político. Este choque, en sus formas y modalidades heterogéneas, atraviesa y perturba el panorama global.
La política se desvanece en la policía
La capacidad política de una revuelta se realiza cuando tiene éxito en manifestar la injusticia dentro de los confines vigilados del espacio público. Por eso la revuelta es ante todo una práctica de ruptura en la que, desde los márgenes, avergüenza a la política gubernamental, expone su función policial. No se trata simplemente de porras, vehículos blindados, interrogatorios; pero no solo del aparato represivo del Estado. El llamado "orden público" gestionado por la policía es ahora mucho más amplio y su papel, no siempre evidente, es por tanto decisivo. Además de regular los cuerpos, permitir que se junten o prohibir su expresión, la policía estructura el espacio, asigna las partes, fija los lugares a ocupar y regula el derecho a comparecer. Pero sobre todo rige el orden, el de lo visible y lo hablante, marcando los límites de la participación. Incluye y excluye, discriminando quién tiene parte y quién no.
Una vez que ha administrado el orden público, la política se desvanece en la policía. Esto es, en efecto, lo que queda de una política que, forzada en la tenaza de la economía y doblada al arsenal burocrático, acaba siendo un residuo elocuente de su propia trágica ausencia. Pero la política no puede limitarse al perímetro estatal. Esto es especialmente cierto en el escenario del nuevo milenio, que es complejo, inestable, fragmentado. En el horizonte de la gobernanza, tampoco es posible explicar las inestabilidades y tensiones internas, y mucho menos los movimientos que sacuden el transfronterizo, acusados por tanto de mero caos, agitación gris. Todo lo que viene de "afuera" asume una apariencia fantasmal: es una sombra ilusoria y una amenaza inminente. Así como la migración es clandestina, la revuelta se hace pasar por un desorden oscuro y apolítico. Un enfoque regulatorio y gubernamental no puede hacer otra cosa.
Solo una política que toma el camino inverso, que se mueve desde los bordes, que rompe las barreras, escapa a la función policial, puede redimir su nombre. Una política así, que es donde estallan los conflictos, donde surgen las luchas, pone el mal en común, manifiesta el disenso, enciende las luces de lo invisible y lo odiado, se pone del lado de los desarticulados, niega la división, muestra la contingencia del orden, rompe la jerarquía policial del arché que quiere el monopolio del principio, que dice haber establecido el mando. No hay política si no en la interrupción anarquista, en la brecha en la que, apenas perceptible, el llamado a la igualdad desconoce la lógica del gobierno, donde en un movimiento incesante el estar-juntos de la comunidad se reconstituye cada vez.
Pero el poder estatal incluye y captura
Las nuevas revueltas han introducido en la escena pública protagonistas anteriormente casi ausentes, como los movimientos de mujeres, y han abierto las puertas a contenidos nuevos e innovadores, muchas veces también, como en el caso de los ecologistas, de alcance global. Sin embargo, incluso las protestas más radicales, que invocan la libertad, la igualdad, la justicia social, contribuyendo así a modificar y ampliar el espacio público, suelen tener lugar de acuerdo con las formas codificadas, inscritas en tradiciones establecidas.
El léxico es significativo y, si se analiza críticamente, revela muchas implicaciones, muchos presupuestos tácitos. Por lo general, el ciudadano comparte un estatismo de pensamiento generalizado, está impregnado de un inconsciente nacional, se percibe a sí mismo como sujeto de derecho, asume la ciudadanía como algo natural. No es necesario que sea un nacionalista extremo. El llamado a la pertenencia, estatal y nacional, resuena aquí y allá.
A menudo, incluso quienes luchan contra la discriminación y el racismo, incluso quienes piden abrir las fronteras de su país, no cuestionan ni la "propiedad" del país, ni la pertenencia nacional. De hecho, lo presuponen.
Esto es cierto tanto para las grandes formas de acción colectiva, desde las huelgas hasta las manifestaciones, como para la disidencia individual. Incluso la desobediencia civil, aunque alcanza el límite, por así decirlo, no va más allá. Así, el compromiso de los ciudadanos acaba sancionando al Estado-nación, reconociéndolo como el espacio legítimo del "sujeto" político. En resumen: se ratifica la lógica del derecho, se acepta el criterio de la nacionalidad, se refrenda el mecanismo de la ciudadanía, se consagra el orden mundial centrado en el Estado.
No puedes enfocar tu mirada hacia adentro y volver la espalda hacia afuera. Como si se establecieran fronteras, como si fuera evidente una comunidad regida por descendencia genética. Rechazar la intangibilidad de esta fundación, y por tanto politizar la pertenencia, significa escudriñar, en toda su coerción, esa prohibición para disolver el vínculo que impone el Estado.
Además de excluir y, de hecho, desterrar, el poder estatal incluye y captura. Marca y discrimina el exterior y el interior. Aunque de forma diferente, la coacción también se aplica al ciudadano. Y es violencia integradora. Sujeto de derecho, el ciudadano goza ciertamente de protección y margen de libertad, pero aún antes de eso es aferrado a ese orden político-jurídico, sin haber podido elegir. El Estado lo ha incluido por la fuerza. La naturaleza restrictiva de esta relación permanece en un área gris. Sin embargo, se evidencia en las diversas interdicciones, en las innumerables limitaciones a las que se ve sometido el ciudadano, obligado a adherirse al lugar que le ha sido destinado por la voluntad de su nacimiento, lugar que debe reconocer como propiedad a defender, identidad a preservar. Desde allí está llamado a responder, según la lógica de la imputación y la responsabilidad personal, incluso por lo que no le involucra, que no lo implica, de lo que no puede decirse cómplice ni imputable, respecto de lo cual, por el contrario, se siente ajeno. Asignado a ese lugar, es llamado al orden cada vez que intenta liberarse.
La revuelta que no comparte estos presupuestos es anárquica, socava el arché, el principio y el orden, viola las fronteras estatales, desnacionaliza la ciudadanía.
Aquí no debemos malinterpretar imaginando que no puede haber revueltas que, como suele suceder, tienen lugar en territorio nacional o que, por el contrario, lo son las que operan a escala internacional y apuntan a objetivos globales. Más bien, son movilizaciones anárquicas que, tanto en modalidades como en temas, no se quedan dentro del marco establecido, sino que trastocan la arquitectura política.
[Original en italiano en http://www.arivista.org/?nr=445&pag=15.htm. Traducido por la Redacción de El Libertario.]
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