Osvaldo Baigorria
Ante
todo, debemos distinguir al anarquismo como ideología del anarquismo como
temperamento o sensibilidad. Este último, que algunos llamarán anárquico y
otros, quizá más apropiadamente, libertario, puede rastrearse en distintas
épocas de la historia antigua y medieval, según Cappelletti y otros autores
(1). Pero en tanto ideología o conjunto de representaciones e ideas acerca de
la realidad, el anarquismo nace en la primera mitad del siglo XIX. Como el
marxismo, sus presupuestos o puntos de partida se encuentran en la Revolución Francesa,
el ascenso de la burguesía al poder político y el desarrollo del capitalismo
industrial con su vasto proletariado. Relacionado con el llamado socialismo
utópico, ese conjunto o archipiélago de ideas se complejiza a lo largo de su
historia al interactuar con modos de comportamiento y sensibilidad de corte
antiautoritario, contracultural, proclives a la rebeldía y a la insumisión que,
sin ser anarquistas en sentido estricto, tienen influencias del ideario ácrata.
Entre las décadas de 1950-60 y la aparición del movimiento anti o
alterglobalización de los 90, parte de esa sensibilidad contracultural se
constituyó en términos anárquicos o filoanarquistas, con expresiones heterogéneas
en la mayoría de las ciudades occidentales, que van desde los Black Blocs hasta
las movilizaciones carnavalescas de Reclaim the Streets contra el comercio
mundial, incluyendo las ocupaciones territoriales de bandas o grupos tribales
–autogestionarios en teoría– cuyas intervenciones urbanas pueden ser de interés
tanto estético como político.
También
es necesario advertir que, desde la perspectiva de sus primeros pensadores,
anarquismo no significa negación de todo poder o autoridad ni mucho menos
ausencia de orden. Pierre-Joseph Proudhon, probablemente el primero en utilizar
la palabra “anarquista” en un sentido positivo, no peyorativo (aunque luego
prefirió sustituirla por “mutualista”), describió en ¿Qué es la propiedad?
al poder colectivo del trabajo asociado como una fuerza productiva mayor que la
simple suma de esfuerzos individuales. El orden inmanente que surge de esa
asociación de productores y trabajadores organizados para cooperar en el desarrollo
de la vida humana sería lo opuesto al orden trascendente, externo, que se
impone desde fuera por la fuerza militar, política y económica, como hace el
Estado en la sociedad de clases. Para Proudhon, no es la autoridad en sí misma
sino el Estado, como representante de la máxima concentración de poder y
dominio, aquello que los anarquistas cuestionan y deslegitiman por principio.
El Estado sería la imposición de un orden falso y aparente que niega la
capacidad de los individuos de autoorganizarse
en forma soberana, mutua y espontánea.
Así
también se cuestiona a Dios y a los representantes de su soberanía sobre los
seres humanos, llámense sacerdotes, señores de la tierra, la industria o el
comercio. El orden estatal, capitalista y eclesiástico son aspectos
indisociables de la crítica anarquista: de allí la consigna “ni Dios, ni amo,
ni Estado”. Mijail Bakunin, quien radicalizó el programa mutualista de Proudhon
hacia un colectivismo libertario, defendió en Dios y el Estado la idea
de esa fuerza social colectiva que no obedece a ninguna autoridad trascendente,
fija, constante y universal, sino a las “leyes naturales” del mundo físico y
social. En ese mismo texto, Bakunin defiende la autoridad apoyada en el saber
de especialistas en las profesiones y oficios como una autoridad que no es
impuesta por nadie ni nada más que el propio razonamiento (2). Por su parte,
Piotr Kropotkin también fundamentó en términos biológicos e históricos la idea
de ayuda mutua y la doctrina del comunismo libertario y antiestatal que hoy
conocemos como anarcocomunismo, doctrina que luego Errico Malatesta
desarrollaría en su obra y en su vida militante de modo pragmático, promoviendo
tanto las luchas obreras y campesinas como las experiencias comunitarias y
cooperativas de propiedad y organización social.
De modo
que los ejes básicos que guían al pensamiento anarquista son un cuestionamiento
al Estado y a las formas jerárquicas de organización del poder –que incluye la
crítica a la idea de un Ser Supremo (llámese Dios o de otra forma) regente
sobre la existencia concreta de los individuos– y una reivindicación de la
igualdad social junto a la defensa de la libertad individual. Debe notarse que
en este pensamiento –con la excepción de protoanarquistas como Max Stirner y
algunas lecturas anarcoindividualistas derivadas a partir de su influencia– no
sólo no existe tensión entre libertad e igualdad sino que tampoco se concibe la
libre realización personal sin cooperación y ayuda mutua entre pares o iguales
emancipados de la opresión de elites políticas o sociales (3). Ambos ejes –el
cuestionamiento al Estado y la defensa de la libertad asociada a la igualdad–
han convertido a los anarquistas en enemigos del socialismo autoritario en sus
distintas variantes a lo largo del siglo XX aunque también en críticos de las socialdemocracias
que, en su gestión de las economías capitalistas, tienden a aceptar diversos
niveles de desigualdad de clases.
En cuanto
al carácter de clase de la ideología anarquista, se trata de una cuestión que
ha sido discutida no sólo desde la calificación (o, más bien, descalificación)
marxista de Proudhon como “pequeño burgués” y ante el hecho de que el
anarquismo despertó interés en otros sectores –campesinos, bandidos,
vagabundos, bohemios, artesanos, artistas, etc.– distintos de la clase obrera
industrial (aun cuando toda historia del anarquismo debe tomar en cuenta la
popularidad de esta ideología entre vastos sectores obreros urbanos hasta
1940). Si bien es un tema que aquí nos excede, puede especularse con que la
adhesión histórica de diversos sectores sociales subalternos al anarquismo
podría ser una muestra del carácter amplio, pluriclasista y no dogmático de
este ideario. Mucho antes que el marxismo, el anarquismo habría aceptado que,
en determinadas circunstancias, el proletariado industrial
puede dejar de ser el sujeto predominante del cambio social y que las banderas
de la libertad y la igualdad pueden ser recogidas por otros sujetos colectivos,
entre ellos las minorías sexuales o étnicas discriminadas y/o excluidas. En ese
sentido también podría argumentarse que el anarquismo, lejos de ser una
“ideología de la clase obrera”, sería una ideología de todas las clases
oprimidas dispuestas a emanciparse sin oprimir ni dominar a otras clases o
grupos (4).
Pedagogía y función del artista
Como
ideología y como temperamento antiestatal, igualitarista y libertario, el
anarquismo tuvo un impacto de importancia sobre las prácticas artísticas desde
fines del siglo XIX en adelante, encontrando un campo fértil de expansión en
las tensiones de los artistas con el mundo de las corporaciones e instituciones
oficiales. Del mismo modo que la crítica a los dogmas religiosos (incluido el trabajo
como dogma de servidumbre), la defensa del amor libre, la igualdad de la mujer,
la autogestión de la propia vida y el arte de vivir sin dominación son banderas
históricas de los anarquistas que a lo largo del tiempo fueron adoptadas por
otros movimientos
–siendo la originalidad del anarquismo el haberlas sostenido no en forma
aislada y particular sino en su conjunto– (5), sus ideas sobre estética y
libertad creadora también fueron apareciendo en distintos contextos. Entre
ellas, cabe destacar la noción de “educación para la libertad” y la de
“educación por el arte”.
La
educación para la libertad, una herencia de la filosofía de la Ilustración también
compartida con los llamados socialistas utópicos, como Owen y Fourier, fue una
pedagogía concebida por los primeros anarquistas como vehículo de
transformación social. La pedagogía libertaria propuesta por Bakunin y luego
desarrollada por la Escuela Moderna de Francisco Ferrer y Guardia suponía una
crítica antiestatal, antimilitarista, anticlerical y antipatriarcal
fundamentada en una concepción que aspiraba a ser científica y materialista en
oposición al ideal cristiano e idealista-liberal. También otros autores como
Ricardo Mella defendieron una pedagogía autónoma y libertaria para formar
espíritus libres y críticos, idea que por otra parte encontramos en
experiencias de educación comunitaria alternativa del siglo XX. En ellas
también podrá hallarse la noción anarquista de educación por el arte.
.
La
educación por el arte –título de un libro del poeta y crítico de arte Herbert
Read– es una forma didáctica vinculada al desarrollo de la sensibilidad
estética que sostiene el derecho humano a la creación artística (incluidos el
trabajo artesanal y no alienado) como expresión de la autonomía y soberanía
personal frente al sistema dominante. Un derecho que se sostendría sobre dos principios
básicos: el arte como expresión de la libertad creadora y como expresión de la
vida social de un pueblo o comunidad. Por cierto, estos dos principios con
frecuencia han entrado en colisión o tensión en las prácticas concretas del
campo político y cultural. Conflictos que han dado lugar a debates entre la
propuesta de autonomía artística, las aspiraciones de las minorías y las necesidades
pedagógicas de la sociedad como un todo. Algunos de esos debates se mantuvieron
a lo largo del tiempo y otros perdieron vigencia a medida que las instituciones
estatales fueron debilitándose en las últimas décadas del siglo XX ante el
poder de las corporaciones multinacionales.
Para
Kropotkin, en su obra El apoyo mutuo (también traducida como La ayuda
mutua), la consolidación del Estado moderno coincidió con el llamado
“individualismo burgués” y la decadencia o agotamiento del arte que a partir de
ese momento deja de ser expresión de la comunidad para ser síntoma de la
individualidad del artista aislado en su “torre de marfil”. Parcialmente influenciado
por una nostalgia hegeliana de lo épico, lo sagrado o lo universal del arte
clásico, Kropotkin argumentaba que sólo podía hallarse un arte “con grandeza”
en las antiguas ciudades griegas y en las comunas medievales, donde todas las
artes y artesanías, desde la creación y recitación de poemas hasta el cincelado
de metales preciosos, los tejidos y la arquitectura de templos y catedrales,
habrían sido expresión de la fraternidad y la armonía ciudadana. Ese arte
“poseía una audacia que pudo ser lograda sólo merced a la lucha atrevida de las
ciudades contra sus opresores” y “nunca constituía el designio de un individuo
para cuya realización trabajaban miles de esclavos... sino toda la ciudad
tomaba parte en su construcción” (6). El artista en la modernidad sólo podía
aspirar a recuperar aquella autenticidad perdida mediante la renuncia al
aislamiento individual y el rechazo de la neutralidad para comprometerse con la
causa de los oprimidos y explotados.
Uno de
los principales referentes de este “compromiso del artista” en el campo
literario fue el escritor ruso León Tolstoi quien, pese al tradicional ateísmo
anárquico, pudo articular su orientación libertaria con la búsqueda de una
verdad trascendente en la mística y la ética de influencia cristiana. Tolstoi
no sólo supo describir el mundo de extrema pobreza de los trabajadores rusos en
sus ficciones sino que difundió mediante artículos sus ideas sobre el arte como
vehículo hacia la verdad. Contra la idea burguesa del “arte por el arte”, se
embanderó en la propuesta de un “verdadero arte” capaz de ser “accesible a
todos” que circulaba en los periódicos anarquistas de la época (7).
La
tensión entre el ideal de autonomía artística y la servidumbre que la sociedad
pretendía imponer al artista fue resuelta por los anarquistas históricos
algunas veces mediante el recurso a concepciones de corte populista que podrían
asociarse al llamado “realismo socialista”, esa forma de pensamiento único en
temas estéticos que se impuso en la
Unión Soviética antes de la Segunda Guerra Mundial. Si bien terminaron siendo
víctimas de este dogma, muchos militantes libertarios fueron seducidos por el postulado
de que el artista es “sólo” un trabajador y por lo tanto debe integrar su obra
a la lucha por la emancipación de la clase obrera y el pueblo, llevándolos a
justificar la exclusión de toda obra de arte que no fuese convencional y
pedagógica.
Sin
embargo, el aumento del control estatal sobre la vida social y cultural después
de la revolución rusa encontraría cada vez más seguido a anarquistas y artistas
de vanguardia en la misma trinchera. En la Unión Soviética de los años 20 y 30,
la persecución a poetas como Vladimir Maiakovski y Boris Pasternak, entre
otros, se realizó en nombre del dogma del realismo y bajo las acusaciones de
formalismo, subjetivismo, “individualismo pequeño burgués” y “desviación
ultraizquierdista”. Lo cual coincidía con la tendencia hegemónica de época en
el campo cultural europeo que, en los países en los que emergió el
nazi-fascismo, promovía el control estatal de la producción artística para que
sirviese al fin de “educar al pueblo”.
Por esos
mismos años, Herbert Read, un anarquista primero fascinado y luego
desilusionado por la revolución rusa, intentó resolver de un modo original las
tensiones entre libertad creadora y compromiso con las causas populares a
través de su ideal de educación por el arte. El colectivismo forzado, la
industrialización masiva bajo intervención del Estado y la utilización de las
artes para servir a fines políticos totalitarios eran, según Read, síntomas de
la decadencia cultural de Europa. Por el contrario, “la educación por el arte
no prepara a los seres humanos para el trabajo mecánico, para los movimientos
requeridos por la industria moderna, ni los concilia con un ocio carente de
propósitos constructivos” (8). Read, apoyándose en el concepto hegeliano de alienación,
postulaba que la pérdida o atrofia de la sensibilidad artística estaba
relacionada con la masificación, la industrialización y la división del trabajo
que imponía la civilización moderna, diestra en manipular la “mente colectiva”
para una satisfacción banal mediante el entretenimiento, en un camino que
llevaba a la sociedad contemporánea cada vez más lejos del ideal comunitario griego
o medieval. Por cierto, la alternativa ante esa decadencia ya no podría ser el
retorno al modelo de las comunidades de antaño sino el desarrollo de la
libertad creadora del artista en tanto individuo.
En
coincidencia parcial con las ideas de Walter Benjamin sobre el carácter
anticipatorio del arte, Read afirmaba con optimismo que el artista era un
elemento revolucionario y prácticamente un eterno factor de perturbación: “El
artista, en la medida de su grandeza, siempre se enfrenta a lo desconocido y de
esta confrontación nos trae algo nuevo, un nuevo símbolo, una nueva visión de
la vida... El artista es importante para la sociedad no para hacerse eco de
opiniones recibidas o por dar clara expresión a los confusos sentimientos de la
masa... El artista es el individuo que trastorna el orden establecido” (9).
Utilizando el término “artista” también como sinónimo de poeta o visionario,
Read rescató para el anarquismo la noción de “aristocracia del intelecto”, con
la que designaba a aquellos que tendrían una “sensibilidad superior”, un
“conocimiento interior” y que estaban alejados de las masas no por prejuicio de
clase sino porque “sólo pueden ejercer sus facultades desde cierta distancia,
en soledad” (10). Podría decirse que así justificaba cierto elitismo de la
comunidad de artistas frente al resto de la sociedad, pero de hecho Reid no
confería a esa elite ningún poder especial sobre los demás, excepto el estatuto
simbólico que proviene del respeto por poseer los dones de la profecía y la
imaginación (11).
Esta
concepción condujo a Read a defender, en contra del dogma del realismo
socialista, a artistas abstractos como Vasili Kandinski, así como a Paul Klee,
Hans Arp y otros que el autoritarismo de la época no vacilaría en condenar como
“anarquistas” o “nihilistas” por su adscripción a concepciones subjetivistas
del arte en tanto expresión del mundo interior.
Las vanguardias, el Estado y la
revolución
De todas
maneras, más allá de los rótulos condenatorios que pudieran recibir
determinados artistas, la relación entre los movimientos llamados de vanguardia
artística y los militantes anarquistas fue más bien conflictiva y
contradictoria. Esas vanguardias, desde sus orígenes en la segunda mitad del
siglo XIX en Francia, sostuvieron una relación de beligerancia y coexistencia
con un Estado que pretendía controlar la educación y el acceso de la población
a las artes. La rebelión de los impresionistas, liderada por Edouard Manet
entre otros, atacó tanto al realismo como al control estatal de las
instituciones artísticas y reivindicó la autonomía de los artistas frente al
Estado. Los posteriores movimientos de vanguardia, desde los expresionistas
hasta dadá y surrealistas, pasando por fauvistas, cubistas, futuristas, etc.,
mantuvieron distintos niveles de enfrentamiento con los estados europeos y las
tradiciones de estética dominantes, en particular el realismo.
Por su
parte, los activistas libertarios no desarrollaron una solidaridad inmediata y
automática con esos movimientos, en particular porque el anarquismo, por
principio, no podía adherir al concepto de vanguardia, tanto en política como
en las artes. Este concepto, desarrollado por Lenin en años previos a la
revolución rusa, partía de la premisa de que el proletariado no podía desarrollar
por sí mismo la conciencia suficiente para la transformación social, por lo
cual se precisaba que el conocimiento le fuese introyectado “desde fuera” por
un sector de elite intelectual (la intelligentzia, generalmente de origen
pequeño burgués) que pudiese funcionar como fuerza de avanzada o vanguardia.
Los anarquistas, por el contrario, desconfiaban de la autoridad de toda elite
autoproclamada guía o conducción y confiaban plenamente en el desarrollo
espontáneo de las formas de autoorganización de base de los sectores populares.
Su enfrentamiento con los partidos marxistas-leninistas se desplegó justamente
en torno a esa diferencia crucial entre la idea de una “vanguardia dirigente”
versus la “autonomía” de la clase obrera y el pueblo.
Ejemplos
de la relación entre anarquistas y vanguardias estéticas pueden encontrarse en
Argentina a partir de la confluencia impulsada en los años 20 por el crítico
Atalaya en las revistas Acción de Arte
y La Campana de Palo y en el
Suplemento semanal de La Protesta, en
las que colaboraba el compositor Juan Carlos Paz y se promovía a las nuevas
tendencias artísticas internacionales en contra del “arte nacional” (12). Con
todo, los debates y alianzas provisorias de mayor intensidad se desplegaron entre
anarquistas y surrealistas. En México, la unidad anarco-surrealista fue
propulsada por el propio André Breton, quien en los años 20 había adoptado al
marxismo como principal orientación política aunque luego, ante la represión
desatada por Stalin, se desplazó hacia posturas más libertarias. En 1938, la
firma de Breton del Manifiesto para un Arte Revolucionario Independiente que proponía
un “régimen anarquista de libertad individual”, llamó la atención de artistas y
activistas e impulsó una breve confluencia entre surrealistas, anarquistas y
marxistas (13)
Había una
base profunda aunque inestable para ese vínculo, sobre todo por el interés de
los surrealistas en un “retorno de lo reprimido” (el inconsciente, lo onírico,
lo primitivo, lo siniestro) capaz de desestabilizar las normas estéticas y el
orden social (14). En Francia, el periódico Le
Libertaire, de la Federación Anarquista,
obtuvo entre 1951-53 la colaboración regular de casi todos los surrealistas
conocidos, como el propio Breton, Octavio Paz, Maurice Nadau, Benjamin Péret y
Man Ray, entre otros. Las críticas al realismo en literatura y a las técnicas
tradicionales en pintura, la exaltación del poeta como un luchador contra toda
opresión, los ensayos sobre el sueño y la revolución, la inclusión del ideal de
la anarquía como parte del mundo surrealista fueron algunos de los resultados
de ese vínculo. Este, sin embargo, terminó por romperse cuando los activistas
libertarios más inflexibles, partidarios de un arte social, concreto, realista
y popular, acusaron a los surrealistas de “esoterismo” y de pretender
autoerigirse como las voces del “arte oficial” del anarquismo (15). De nuevo,
el rechazo de los anarquistas por las elites que intentaban imponer sus ideas
de avanzada sobre los sectores populares, combinado con ciertas nociones
tradicionales sobre estética y pedagogía social, operó como obstáculo para una
alianza más sólida.
En líneas
generales, puede decirse que aquello que los anarquistas percibían como
“elitismo” entre los artistas de vanguardia sería un obstáculo permanente para
la relación entre las luchas sociales de inspiración libertaria y los
movimientos de renovación estética. Con estos últimos, los anarquistas podían
coincidir, en mayor o menor grado, en cuanto a una crítica al Estado, a las instituciones
oficiales y al arte “burgués” convencional, además de compartir la idea de que
el arte podía o debía ser integrado a la vida cotidiana y que –en contra de la
especialización y las diferencias sociales– podía ser “hecho por todos”. Pero,
en parte por influencia de los mencionados escritos de Proudhon, Kropotkin y
Tolstoi sobre el arte clásico, medieval y popular, no se advierte en las
publicaciones anarquistas de época una asimilación de los gestos
anarcoindividualistas de ese artista único y original como fue
Marcel Duchamp, más cercano a las ideas de Max Stirner que a las de Bakunin. La
apuesta de Duchamp, paradigma de la renovación quizá más radical en la historia
del arte del siglo XX, puso en cuestión a través de sus objetos “ready-made” y
sus intervenciones sobre obras ya existentes la idea misma de qué es el arte,
desplegando a su modo la bandera de que todos podían ser artistas. Que las
vanguardias se hubieran rebelado contra los sistemas convencionales de
representación de la realidad, y hasta contra la idea misma de que existiese
una “realidad” que pudiese ser representable, también fue un hecho contestatario
de magnitud en el campo cultural pero que sólo podría ser integrado a la
historia de la insumisión libertaria sobre la base de cierta renuncia de los
activistas a la necesidad de una pedagogía popular basada en el arte
tradicional.
Por
último, la integración del surrealismo y de otras propuestas de vanguardia al
arte oficial hegemónico y a la industria cultural –según la
describieron Horkheimer y Adorno– dificultó aún más la relación entre el
anarquismo y la crítica artístico-política. Al fin de la Segunda GuerraMundial
las ideas de vanguardia en las artes empezaban a mostrar señales de agotamiento
mientras eran progresivamente domesticadas en su integración al museo, la
publicidad, la indumentaria y los medios masivos de comunicación. Al reducir el
arte a una función utilitaria, al servicio de la satisfacción de los
consumidores, las industrias culturales erosionaron la capacidad de resistencia
de las vanguardias y destruyeron toda ilusión de autonomía en el campo de la
estética, una ilusión ya cuestionada desde el siglo XIX con la expansión de la
reproductibilidad técnica de las obras de arte, como lo analizó Benjamin.
Para concluir
El
temperamento libertario, antiautoritario, que se halla históricamente imbricado
con el pensamiento anarquista tuvo consecuencias en los debates sobre estética
y en las conflictivas relaciones de los artistas de vanguardia con las esferas
de la política estatal y contra-estatal desde fines del siglo XIX hasta el
presente. Mientras los primeros pensadores anarquistas postulaban que en el
arte clásico y en su relación con los ciudadanos de la antigüedad y el medioevo
se hallarían referencias para diseñar una sociedad libre e igualitaria –y por
lo tanto allí se encontrarían los mejores ejemplos para una “educación por el
arte”–, la mayoría de los activistas históricos no pudo asimilar fácilmente los
gestos rupturistas e innovadores de las vanguardias estéticas. La confluencia
entre las neovanguardias y los neoanarquismos de las últimas décadas del siglo
XX también se realizó bajo condiciones que en parte reprodujeron aquellas
tensiones del pasado. No obstante, modos de sensibilidad de inspiración anárquica
continuaron irrumpiendo en las intervenciones artístico-políticas de nuevas
generaciones que, incluso aceptando diversas formas de convivencia con el
Estado, cuestionan la noción de qué es arte y sostienen, a su modo, las
banderas configuradas por los aportes históricos del anarquismo; en particular,
aquella consigna compartida por anarquistas y vanguardias artísticas que
postula que, más allá del dominio de los especialistas, todos pueden ser
artistas.
Notas
(1) “El
anarquismo tiene... una larga prehistoria, pero su formulación explícita y
sistemática no puede considerarse anterior a Proudhon”. Cappelletti, A. La ideología
anarquista, p.9. También en Prehistoria del anarquismo, pp. 9-11.
Véase además a D ́Auría, A. El anarquismo frente al derecho y Furth, R. Formas
y tendencias del anarquismo.
(2)
Bakunin, M. Dios y el Estado, p. 31-32.
(3) “El
anarquismo no concibe tensión entre libertad e igualdad; ambas se reclaman
mutuamente... Para los ácratas el egoísmo (la satisfacción individual) no es
incompatible con la cooperación y solidaridad (ayuda mutua)”. D ́Auria,
El
anarquismo frente al derecho, p. 15.
(4) Cappelletti.
La ideología anarquista, pp. 14-15.
(5) D
́Auría en Baigorria, O. “Teorías anarquistas de la propiedad y el castigo”, p.
18.
(6)
Kropotkin, P. El apoyo mutuo, p. 158.
(7)
Juárez, C. en “Juan Carlos Paz. Anarquismo y vanguardia musical en los años
20”, pp. 13-14.
(8) Read,
H. Arte y alienación, p. 29.
(9) Read, H. op. cit., pp.
26-27.
(10)
Read, H. Arte, poesía y anarquismo, p. 22-23.
(11) Read, H. op. cit., p.
67.
(12) “Se
trataba... de un anarquismo no ortodoxo, desviado de las reglas de la izquierda
tradicional, que tendía a observar en la poética de la vanguardia tan sólo
elementos europeizantes”. Juárez, C. op. cit., p. 2.
(13)
Citado por Coelho, P. A. Surrealismo y anarquismo, p. 14.
(14)
Foster, H. La belleza compulsiva , p. 18.
(15)
Coelho, op. cit., p. 19.
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[Versión
resumida del artículo “Estética y pensamiento anarquista. Aportes, límites y
tensiones entre las vanguardias y los nuevos movimientos urbanos”, que en
versión completa es accesible en https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/891/792.]
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