Rafael
Uzcátegui
La respuesta de las autoridades venezolanas a la
emergencia del Covid-19 ratifica la profundidad del pensamiento
militarista instalado en el país.
Bajo la presión de dos imperialismos, el de Estados
Unidos y Rusia, las organizaciones sociales del país continúan
insistiendo en una salida pacífica,
soberana y democrática del conflicto.
La relación de Estados Unidos con la
Venezuela bolivariana ha sido, como lo describe el politólogo
Carlos Romero, “esquizofrénica”: “Un gobierno que sataniza a EEUU pero que,
al mismo tiempo, obtiene
grandes beneficios comerciales de
ese país: Venezuela enviaba [hace unos meses, cuando podía producirlos]
1.300.000 barriles diarios de
petróleo y derivados al mercado estadounidense -41% de las ventas
totales-, de donde importa
bienes y servicios”. Siendo cierta la confrontación entre ambos países,
agudizada desde el inicio de la presidencia de Donald Trump, la realidad refuta el mito “Estados Unidos
ataca a la revolución bolivariana por su interés en apropiarse del petróleo venezolano”. De
hecho, la empresa Chevron participa
en 4 proyectos de extracción de
petróleo dentro del país bajo la modalidad de “Empresas mixtas”, creadas
por Hugo Chávez en el año 2007
para atraer inversión privada internacional al rubro de extracción de energía, cuya actividad genera 9 de cada 10
dólares que ingresan al país. La relación está cambiando ahora,
cuando la administración Trump ha
asumido la política de “máxima presión sobre Maduro”,
aumentando las sanciones financieras que
obligarán a Chevron cerrar sus operaciones en
Venezuela el próximo 1 de diciembre. La decisión intenta influir el voto
latino en las próximas elecciones
estadounidenses en donde que Trump busca su reelección. A pesar de
cierta retórica pública de funcionarios de la Casa Blanca que afirman que “Todas las opciones están sobre la mesa”
para acabar con el gobierno de
Nicolás Maduro, fuentes informadas
dentro del país descartan la posibilidad de una intervención militar.
Geoff Ramsey, miembro de la ONG
progresista Oficina de Washington para América Latina (WOLA), ha declarado:
“EEUU ha descartado una intervención por razones
políticas, saben que sería impopular en la
región porque hasta ahora el Grupo de Lima -coalición
de gobiernos latinoamericanos - se ha mantenido
firme en apoyar una salida pacífica. Y también
sería impopular dentro de EEUU, no hay mucho
apoyo doméstico para intervenciones militares en otros países luego de
las experiencias de Irán y
Afganistán. Y mucho menos en temporada de campaña electoral”.
No obstante, una discusión honesta sobre
la injerencia imperialista en
Venezuela debe incluir a Rusia.
En su estrategia de construir un “mundo multipolar”,
Hugo Chávez primero y Nicolás Maduro después, se han hecho alianzas con
países como Irán, Corea del
Norte, China, Turquía y Rusia. Este último ha invertido 17.000 millones
de dólares en inversiones de
petróleo y gas en Venezuela. Entre ambas naciones hay un convenio para abrir la primera fábrica de fusiles
Ak-103 en América Latina, con
capacidad para ensamblar 25
mil fusiles y 60 millones de cartuchos al año, y
que había previsto su apertura para finales del año
2019. Hasta que en el país apareció una crisis económica,
consecuencia de la caída internacional de los precios del petróleo y
gas, Venezuela lideraba
regionalmente la importación de armas, según
las cifras del Instituto de Investigaciones de
Paz de Estocolmo (SIPRI). Su principal proveedor de armamento fue Rusia,
que para el año 2012 vendió
equipamiento militar por 410 millones de dólares.
Entre los años 2000 al 2009 Venezuela compró
al estado ruso armas por 2.068 millones de
dólares. Un ejemplo de la influencia actual de Vladimir
Putin lo constituye la asesoría militar que
oficiales rusos realizaron a soldados venezolanos en el terreno para
enfrentar el reciente intento de invasión armada por las costas del
país, conocido como “Operación
Gedeón”.
La participación de Estados Unidos y
Rusia en la crisis venezolana
ha ocasionado que algunos analistas, como Andrei Serbín de la Coordinadora
Regional de Investigaciones Económicas y Sociales
(CRIES), sostenga que el conflicto se ha transformado
en una “disputa geopolítica”, a la que
suma la participación de China.
Covid-19
y militarismo
Venezuela posee una tradición
militarista anterior a la revolución bolivariana, que fue profundizada
por el triunfo electoral de Hugo Chávez a finales
de 1998. Al inicio del período democrático, en
1958, los principales partidos -con exclusión del
Partido Comunista- suscribieron un acuerdo de alternabilidad conocido
como el “Pacto de Punto Fijo”
que, entre otros objetivos, buscaba “devolver
a los militares a los cuarteles”, subordinándolos a las autoridades
civiles. Y aunque mantuvieron un importante protagonismo en las décadas
posteriores, su beligerancia política abierta comienza
en 1999, cuando la nueva Constitución les
otorga el derecho al voto. La primera política social
ejecutada por el chavismo, el “Plan Bolívar 2000”,
fue implementada por el ejército venezolano. Militares activos, o en
situación de retiro, comenzaron
a dirigir ministerios, gobernaciones y
alcaldías. Una lógica militar, y no de movimientos de base, fue la que
organizó desde el Estado al movimiento
bolivariano, con estructuras verticales, nombres y una narrativa basada
en el imaginario de las Fuerzas Armadas.
En el año 2013 las expectativas que un
presidente civil, Nicolás Maduro, detuviera la tendencia
militarista se evaporaron rápidamente. Una de sus primeras decisiones fue
permitir la participación de
militares en tareas de seguridad ciudadana. En el año 2015 comenzaron los
llamados “Operativos de
Liberación del Pueblo” (OLP),
de manera conjunta entre fuerzas militares y policiales en barrios
populares, que en sus primeros
cinco meses ocasionaron 245 víctimas de
violación al derecho a la vida, según datos del Ministerio
Público. En el año 2017 las OLP fueron sustituidas
por una nueva policía, las Fuerzas de Acciones
Especiales (FAES), creadas para actuar en
operaciones de alta letalidad (secuestros y operaciones
antiterroristas), pero que en la práctica pasaron a protagonizar
operativos de seguridad ciudadana similares a la OLP.
La grave situación de derechos humanos
en Venezuela ha sido reflejada
en el más reciente informe sobre el país del Alto Comisionado de Naciones
Unidas para los Derechos Humanos, resultados divulgados por Michelle
Bachelet. Sobre la FAES afirma:
“Miles de personas han sido asesinadas en supuestos enfrentamientos con
fuerzas estatales en los
últimos años. Existen motivos razonables para creer que muchas de esas
muertes constituyen ejecuciones
extrajudiciales perpetradas por las fuerzas de seguridad, en particular las FAES”, incluyendo en sus
recomendaciones: “Disuelva las
FAES y establezca un mecanismo nacional
imparcial e independiente para investigar las ejecuciones
extrajudiciales”. En una actualización sobre la situación del país,
realizada en septiembre de
2019, Bachelet se refirió al uso de
tribunales militares contra civiles, cuando re-chazó
la sentencia de 5 años contra el sindicalista Rubén
González: “La aplicación de la justicia militar para juzgar a civiles
constituye una violación del
derecho a un juicio justo, incluido el derecho a
ser juzgado por un tribunal independiente e im-parcial”.
Ante su creciente impopularidad, las
Fuerzas Armadas constituyen el
principal pilar de apoyo del
gobierno de Nicolás Maduro, cuya gestión ha ocasionado
que más de cuatro millones de venezolanos hayan abandonado el país como
migrantes forzados, según datos de ACNUR. La persecusión por razones
políticas es particularmente hostil
contra militares descontentos y el sector del
bolivarianismo, denominado “chavismo crítico”, opuesto a su gobierno.
Según los datos de Provea 44 de
sus miembros han sufrido detenciones, hostigamiento y despidos de sus
trabajos, con el caso de una
persona asesinada, Alí Domínguez, el 6 de marzo de 2019. De la cifra
actual de 402 presos
políticos, según el Foro Penal, dos de
ellos son militares que ejercieron altos cargos durante
la presidencia de Hugo Chávez: Raúl Baduel y Miguel Rodríguez Torres.
La militarización existente hoy en
Venezuela también se refleja en
la respuesta de las autoridades al Covid-19. Más que una emergencia sanitaria,
el virus está siendo enfrentado como un enemigo
político y militar. Un decreto de estado de
alarma ha ordenado una cuarentena desde el 13
de febrero de 2020, de manera similar al resto del mundo. Lo que es
diferente es la exclusión del
conocimiento médico y técnico en la respuesta, de espaldas a todos los
sectores de la sociedad útiles
en este momento. La vocería ha suprimido al
ministro de salud, siendo asumida por la directiva del Partido
Socialista Unido de Venezuela y el
ministro de defensa. Para mantener al máximo el
control de la información, sólo se ha habilitado a un laboratorio en
todo el país para realizar pruebas
de despistaje, con una capacidad diaria para
un máximo de 200 pruebas. Al aprovechar la
cuarentena para aumentar los mecanismos de control
de la población, el gobierno ha incrementado la censura hasta el punto
de criminalizar al único
informe divulgado públicamente sobre posibles
escenarios de contagio, realizado por la
Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales.
En dos meses de Cuarentena dos personas han sido asesinadas por
participar en manifestaciones, 22 periodistas han sido detenidos por realizar su labor informativa y 11
médicos por denunciar que no
tenían implementos suficientes en
los hospitales.
Organizaciones sociales y populares
venezo-anas han insistido en
una salida democrática y pacífica
del conflicto, donde las personas puedan decidir,
en elecciones libres, el destino del país, rechazando
las injerencias tanto de Estados Unidos como de Rusia. El cierre de la
posibilidad de una salida no violenta
está generando condiciones para la aparición de la violencia.
[Texto incluido en el 2do. Informe
desde la Red Antimilitarista de América Latina y
el Caribe en tiempos de pandemia, mayo de 2020, que en versión
original completa es accesible en http://ramalc.org/wp-content/uploads/2020/05/boletin_covid.pdf.]
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