Jorge Pérez de Heredia
Titulando el artículo con esa
disyunción, en apariencia redundante, no busco sino profundizar en polémicas terminológicas, lo que puede
juzgarse vano por muchos,
incluso innecesariamente diviso-rio.
No obstante, y dado que para este 1º de mayo también
nos ha sido expropiada la vía pública, es dudoso
que pueda caber ningún mal en sustituir lo laudatorio
y combativo, por unos minutos de pensamiento autocrítico.
¿Puede el anarquismo hacer suyo
el concepto de “lucha de
clases”? Más allá de disquisiciones teóricas, es evidente que de facto
así ha sido: se ha reivindicado su necesidad, se ha postulado su carácter insalvable en la humana búsqueda de la
libertad. No obstante, ¿ha
podido esto llegar a ser algo más que un
empleo puramente retórico? ¿Permite el sentido significado
por ese término ser puesto en armonía con
el resto del ideario anarquista? Inusual cuestionamiento. Sin embargo, hay que
reconocer que merece ser tenido en cuenta ahora que, incluso aquellos que más
han usado y abusado de dicho concepto, los marxistas, comienzan a revisionar el
término.
¿Qué significa, por tanto, “lucha
de clases”? Dejemos a un lado, de momento, el término más cristalino, y
preguntémonos: lucha, ¿de qué clases? ¿Qué
es una clase? La respuesta ingenua es: grupo social
producto de una división estructural en la sociedad, enfrentado al grupo que
constituye el otro lado de la divisoria.
Así que no hay clase, sino clases, lo que no necesariamente quiere decir sólo dos clases. Esta es una de las virtudes de dicha
definición, la cual flaquea por lo demás: ni la clase es un grupo (pues un agrupamiento es una
sumatoria de individuos y la
clase nace de condiciones que, por definición,
trascienden la individualidad), ni está de suyo
enfrentada al resto de clases que se le oponen, lo
que no quiere decir que no posea cierta potencialidad en este sentido. Sólo
hace falta mirar en derredor para percatarnos de que la paz social y el servilismo agradecido son posibilidades
perfecta-mente factibles
dentro de una sociedad dividida.
En contraposición a esta idea de
clase, de corte demográfico y
completamente neutra políticamente, ya
que no realiza ningún juicio de valor sobre lo que
describe (habiendo sido así adoptada tanto por las
clases subalternas como por las privilegiadas), habría
que privilegiar otra, más dinámica y combativa. También más acorde con el
pensamiento de Marx, aunque
los autodenominados “marxistas” científicos
hayan preferido la definición ingenua para fundamentar toda su bárbara ordalía.
Entonces, podríamos decir:
clases son aquello cuya existencia se
postula para hacerles patente a los seres humanos la injusticia en la que viven y
movilizarles hacia su justa
emancipación. Como se ve, obviamos entrar en
si las clases existen o no de manera objetiva, más allá
de las acciones de los sujetos. Lo único que importa es aquello que
subjetivamente podemos hacer para
cambiar nuestras condiciones objetivas: el acto de
clasificar, de producir clases
intelectualmente, nombrar aquello que existe y queremos
destruir; el acto de combatir,
la realización en la práctica del concepto
de clase y del deseo de destrucción que lo motiva.
Todo lo demás, decir que son x clases las que hay en vez de y,
porque lo pone en un libro del siglo XIX
o lo reflejan los sondeos de Metroscopia, es autoritarismo
metafísico, más autoritario cuanto más
se viste de ciencia.
Esta definición goza de una
inmensa virtud, que es también
su bondad. Muestra en toda su desnudez el hecho
de que las clases, o más bien deberíamos decir de ahora en adelante el acto de
clasificar, son herramientas
prácticas e intelectuales de las que disponen
los seres humanos para denunciar sus condiciones
de injusticia; esto es, socializa
los medios de producir definiciones sociales y de representarse situaciones
existenciales más justas. Hace
de la necesidad virtud.
Más aún, hace del odio bondad.
¿Por qué? Dado que las clases,
como postulados, se orientan a la superación de las condiciones de injusticia
vividas por los individuos,
dos conclusiones saltan a la vista. En primer
lugar, dado que las clases son productos de condiciones
sentidas como repulsivas, las clases mismas
son repulsivas. Seamos más exactos: todas las
clases, nacidas de la injusticia, son repulsivas. Y, principalmente, ya que es lo que más de
cerca toca a la propia
subjetividad, la que más repulsiva ha
de sentir cada cual es aquella a la que pertenece. Es imposible no sentir un asco soberano
hacia la propia existencia al
comprender que ésta está constituida por la miseria social. En segundo lugar, y
en esto insistiremos más
adelante, al ser las clases producidas por condiciones sociales estructurales
(es decir, inconscientes
por defecto para los
individuos inmersos en las
mismas) y estar los sujetos determinados por la clase que les preexiste, no es
posible culpar a ningún individuo o colectivo por muy privilegiados
que sean (aunque sí que es posible atribuirles
responsabilidad) de instaurar y
mantener la injusticia. Es un
dogma fundamental de las humanidades: la estructura social y la agencia
individual o colectiva no
casan bien. Así pues, de ambas
conclusiones recogemos éste sumatorio:
no es posible el odio entre clases, a la vez
y debido a que, no es posible el orgullo de clase. ¿Cómo puede uno odiar algo
que carece de existencia física ni autoría concreta, pues no es un individuo ni un colectivo, sino una
precondición de los mismos?
Sería como odiar al mar... ¿Cómo puede
uno sentir orgullo de ser el producto de una situación
que genera sufrimiento sin fin, de una mutilación de su humana potencia? El
orgullo de clase es nuestra
cabaña del tío Tom. En fin, no se ha perdido nada, pues no hay sentimientos más
viles e inútiles que el odio y el orgullo.
Con lo cual, antes de incidir más
en profundidad sobre el
segundo elemento de la “lucha de clases”, el
concepto “lucha”, ¿qué conclusión provisional podemos
extraer? La clase es el artilugio indicador, cuya
importancia no reside en sí mismo sino en aquello
que señala, de una injusticia social, radical hasta
el punto de ser vivida como una división onto-lógica
de la humanidad. Para tomarle las medidas a la
divisoria, dibujándole unos extremos, se piensan las
clases. Curiosamente, las clases designan la relación entre elementos sociales
constituidos por una mutua
ausencia de relación, una convivencia de espaldas. Sin menoscabo de los
sufrimientos concretos, es esa extrañeza de los que podrían ser vecinos lo que más enerva las conciencias. Para dar
respuesta práctica a ese malestar, las clases humanizan la división, muestran que es en cada ser
humano concreto que la injusticia ejerce sus poderes, evitando así que el acto de denunciarla se vea como
mera abstracción de la vida
real, pues la división ni se ve ni
se toca, pero sí sus consecuencias.
Enseñándonos como esa injusticia
ha parasitado todo nuestro
ser, el discurso de clase nos llama a la acción
por la justicia. ¿Es esa una acción contra el otro?
No, pues el otro sufre de lo mismo; si bien puede
no sufrir lo mismo o no sufrir en absoluto, ser
asintomático, como se dice hoy en día. Es una acción
por, para y con el otro. La división es lo que se
ansía superar, instaurando en su lugar unas relaciones propiamente humanas,
guiadas por la con-ciencia y
la libertad. Fundirse en un abrazo, no replegarse con la guardia alta.
[Publicado originalmente en el periódico
Pandora # 129, Vitoria, mayo 2020.
Número completo accesible en https://vitoria.cnt.es/wp-content/uploads/2020/04/Pandora129.pdf.]
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