Carlos De Urabá
En México
hay un fenómeno que se ha acrecentado en los últimos años y es el desplazamiento
forzado interno. Miles de campesinos o indígenas abandonaron sus pueblos y
comunidades a causa de la violencia y la miseria -algo que aumentó
considerable-mente a partir del inicio de la guerra contra los cárteles del
narcotráfico en el año 2006.
Si en
México hace 50 años el 43 %de la población vivía en las urbes hoy ya se sitúa
en el 80%. Este es un verdadero drama demográfico casi imposible de revertir.
Históricamente la nación mexicana ha sido un pueblo de campesinos, de
agricultores, de ganaderos, de pescadores, de artesanos, pero, a partir del
proceso de industrialización iniciado en los años 40 del siglo XX, todo cambió
por completo.
El mundo
rural, que es el garante de la soberanía alimentaria, se encuentra en plena
decadencia o, mejor dicho, en vías de extinción. Además, el T-MEC no ha hecho más
que acelerar su agonía. A marchas forzadas los indígenas y campesinos,
artesanos y pescadores abandonan sus tierras atraídos por el espejismo de la
gran ciudad (sinónimo de progreso y desarrollo) o dispuestos a cruzar
clandestinamente la frontera americana para unirse a los miles y miles de
indígenas que ya residen allí legal o ilegalmente. 45 etnias de la república mexicana
han sido alevosamente condenadas al destierro. Se ataca la resistencia civil y
pacífica en defensa de sus territorios. Porque hay muchas comunidades decididas
a resistir y dar su vida por la tierra que las vio nacer.
Estamos
en la última fase de exterminio como ha sucedido con tan-tas otras etnias y
pueblos indígenas de América a lo largo de los últimos 500 años. Como es el
caso de Chiapas, el Estado más pobre de la república mexicana, pero,
paradójicamente también, el más rico en diversidad cultural y recursos
naturales. En su territorio existen comunidades indígenas Tojolabales,
Tzotziles, Tzeltales, Zoques, Choles, Mayas, etc. La guerra sectaria y el
paramilitarismo hacen parte de un conflicto político-religioso que ha
enfrentado históricamente desde el siglo pasado a los seguidores de la teología
de la liberación, protestantes, evangélicos, mesiánicos o pentecostales, etc.
La lucha por la posesión de la tierra se ha agudizado en Chenalhó, Chalchihuitan,
Aldama y San Andrés Duraznal, dejando miles de indígenas desplazados. Por
ejemplo, la guerra religiosa obligó a más de 30.000 evangélicos a salir de sus
comunidades. La angustia, el terror y sufrimiento han llevado a muchas al suicidio.
Es una atrocidad que campesinos e indígenas se queden sin cosechas, pierdan su
ganado y pasen hambre y enfermedades. Una crisis humanitaria que golpea sobre todo a los más vulnerables: mujeres embarazadas,
ancianos, niños, niñas y enfermos
que sobreviven a la intemperie en las montañas haciendo frente al hambre y el frío, especialmente
en los altos de Chiapas. Desplazados de los ejidos a causa de la violencia estructural que los somete a sangre y fuego. Como es el caso del grupo paramilitar liderado por Rosa Pérez Pérez, exalcaldesa de Chenalhó, del partido Verde Ecologista.
Una élite de indígenas ricos o
“caciques” detentan el control político y económico, acaparan tierras y medios de comunicación, comercio,
trabajo, aparte de estar vinculados con partidos políticos de ámbito nacional -especialmente el PRI.
En
esta zona se produjo en 1997 la
“matanza de Acteal” en la que 45
miembros de la comunidad Tzotziles (organización de “las Abejas”)fueron asesinados. Los indígenas estaban orando en un templo protestante
cuando los fusilaron paramilitares ligados al gobierno priista en una clara estrategia de aniquilarla base social. Según Serapaz y Frayba, el presidente Zedillo inició una ofensiva para que los civiles no se unieran al EZLN -lo que significaba un
incumplimiento de los acuerdos
de San Andrés de Larrainzar. El CNI (Congreso Nacional Indígena) denuncia la
continua violación de los
derechos humanos, la crisis
humanitaria, impunidad, la violencia
estructural, la delincuencia organizada,
mafias del narcotráficoo de
migrantes, gamonalismo, paramilitarismo que es fuente constante de conflictos, expulsiones y desplazamiento
forzado. Se han demolido las
estructuras de organización social
tradicionales creando un conflicto
étnico-religioso que fomenta la desunión, los odios y las rencillas.
Tras
el levantamiento del EZLN en
1994, más de 30 templos católicos fueron cerrados y varios sacerdotes
extranjeros que trabajaban en las
comunidades indígenas, deportados. El gobierno de Salinas, como el de Zedillo, declararon que la rebelión
popular fue instigada por la Teología de la Liberación. La táctica que se aplicó para frenar la “ideología
comunista” fue la de incrementarla
presencia de misioneros de las
iglesias evangélicas de EE.UU. para
que formaran pastores indígenas en
una clara estrategia de contrainsurgencia. No solo se siembra el miedo físico sino también el psicológico anunciando la inminente llegada del apocalipsis.
Por
increíble que parezca, miles de
indígenas, entre las que sobresalen
comunidades Tzotziles de Chiapas,
han buscado asilo en las grandes ciudades como México, Guadalajara o Monterrey.
Y al igual a lo que sucede con
otros miles de marginados sociales, no les queda otra alternativa que refugiarse en los semáforos de las principales arterias y avenidas. Desde ahora esa será su nueva patria, y
desde ahora su nueva bandera será
la roja, ámbar y verde. Por ahí
se les ve tirados en la cuneta aguantando las inclemencias climáticas y el tráfico infernal de autos, camiones y autobuses que en las horas punta se recrudece hasta el límite. … El destino
de los descendientes de una de
las culturas más importantes de Mesoamérica no puede ser tan ruin y doloroso. Mientras los automovilistas
esperan que el semáforo cambie de rojo
a verde, aprovechan el corto espacio de tiempo para ofrecer sus productos,
hacer sus pases circenses, limpiar los cristales de los vehículos o pedir limosna. Gracias a este “puesto de trabajo”, miles de empobrecidos buscan
al menos un ingreso de supervivencia.
Se
rompió su vínculo con la madre
tierra y sus fuerzas telúricas
que es donde verdaderamente están
sus raíces y su identidad. Progresivamente se irán integrando a la fuerza en la sociedad mestiza mexicana que significa en esencia alienación, consumo y
vicios. Empezando por olvidar su lengua madre y la imperiosa obligación de aprender un idioma extranjero como es el español. Llevan un
estigma grabado en la frente: son
indígenas, seres arcaicos e incivilizados, un obstáculo para la modernidad.
Deben imperiosamente someterse
a las leyes de la República Mexicana.
Su metamorfosis será pasar de
indígenas a mestizos, o sea, ciudadanos
de tercera discriminados y sin
derechos. La mayoría son analfabetas, no tienen preparación, ni estudios y por
lo tanto esclavos de la ignorancia;
carecen de patrimonio alguno,
sin domicilio alguno y sin futuro alguno.
Asistimos
a un cruel etnocidio que se
traduce como la destrucción de la
cultura de un pueblo y su acervo espiritual -algo que viene sucediendo ininterrumpidamente durante los últimos 500 años. La independencia del imperio español no cambió para nada el estatus de los nativos, sino, muy por el contrario, se acrecentaron las
injusticias y siguieron sometidos a las veleidades de los criollos, oligarcas y terratenientes.
Han
tenido que convertirse en payasos del circo urbano asumiendo el papel de saltimbanquis, malabaristas,
equilibristas, limpiavidrios, vendedores
de flores, golosinas, o simples
limosneros. Cuando el semáforo se pone en rojo, las mujeres(los hombres trabajan de peones de la construcción, obreros o albañiles), muchas madres, con sus bebés en sus rebozos como es tradicional en las comunidades y acompañadas de sus hijos mugrosos y harapientos, se paran en la mitad de la calle y comienzan
a realizar su espectáculo de malabares
y maromas. Porque la clave es
despertar los sentimientos de
caridad cristiana a ver si los
conductores se compadecen y los
premian con algunas moneditas.“¡Misericordia,
papá, madrecita!” -ruegan
afligidos persignándose religiosamente. ¡Vaya humillación!, cómo han podido caer tan bajo.
En
medio de un ambiente tan opresivo,
deben adaptarse a una nueva
vida marcada por el racismo y
la exclusión social. Aquí nadie los
determina, ni nadie protesta ante
ese tremendo drama humanitario. La
indiferencia es la tónica dominante. Convertidos en fantasmas, en seres invisibles que valen menos que un perro de pedigrí que tanto miman los oligarcas. Ahora vagan al garete
en el mar de cemento y asfalto de las
grandes urbes, cargados de hijos y
luciendo sus vestidos tradicionales
como único recuerdo de su noble
origen. Que las comunidades indígenas vengan a pedir asilo en los semáforos de
las grandes ciudades es algo
que nos produce una profunda indignación.
Condenados al destierro, exiliados en su propia tierra, clandestinos en su propia patria. Pero eso sí, luego los ciudadanos se vanaglorian del legado de los Mayas, los Aztecas, las fabulosas pirámides y templos sagrados y sus avances en la astronomía, la geometría o las matemáticas.
Los
gobiernos municipales estatales o federales argumentan que carecen de presupuestos
para asumir tamaña emergencia
social, ¿quién va a ofrecerles
refugio, manutención, educación,
salud o trabajo? Son molestos y es mejor mirar para otro lado. Ni siquiera las iglesias o las ONG se comprometen porque sus servicios se encuentran colapsados por la cantidad de menesterosos y las oleadas de migrantes centroamericanos
que transitan por México rumbo
a EE.UU. Lo que de veras se
necesita urgentemente es que el gobierno federal
promueva un plan de retorno de los
desplazados a sus tierras para que se
reintegren a sus comunidades y
vuelvan a ser productivos y autosuficientes. Pero si no se les garantiza paz y seguridad cualquier esfuerzo será inútil.
[Nota
final de El Libertario: Sólo para
añadir que este espectáculo deprimente que se denuncia para la región mexicana
también es común en Caracas y otras ciudades de Venezuela.]
[Versión
resumida de artículo publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 343, Madrid, marzo 2020. Número completo
accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20343%20marzo.pdf.]
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