Revista A corps perdú (Francia)
* Fragmentos de un texto
publicado originalmente en 2009, que en las circunstancias actuales cobra
provocadora vigencia.
Encerrar a un ser humano en unos pocos metros cuadrados
durante meses y años. Controlarle, espiarle, humillarle y privarle de
sus sentimientos. Sin lugar a dudas la cárcel es una forma de tortura. Y sin embargo, a pesar de lo atroz de la tortura, la
sociedad no puede arreglárselas sin la cárcel.
0 mejor, podríamos decir que la cárcel no es una simple
emanación del Estado que intenta reprimir y/o aislar seres humanos desviados,
inadaptados, superfluos o indeseables. Al contrario, es una pieza orgánica de
la sociedad.
Mirando bien la evolución de las cosas, podríamos sostener
que la cárcel no es una extensión de cárcel. Dicho de otra forma, la sociedad
entera es una prisión en la que las cárceles son solo el aspecto más evidente y
brutal de un sistema que nos convierte a todos en cómplices y víctimas, todos
encerrados.
Este texto pretende realizar un breve viaje al interior de
los módulos y las secciones de nuestro mundo, un viaje que no pretende
tratar a fondo el tema, sino señalar responsabilidades, porque, como se ha
dicho muchas veces: la injusticia tiene un nombre, una cara, una dirección.
Sobre la incriminación de la miseria
Las condiciones económicas actuales y el giro autoritario
de los gobiernos implican que todos los pobres constituyen potencialmente la
futura presa de las cárceles. La vieja máxima según la cual «has
cometido un error, lo pagas», aunque siga presente dentro de la ideología de
algún ciudadano obtuso, está ampliamente superado por los hechos: no es só1o la
elección de la extralegalidad o de la ilegalidad lo que determina la falta,
sino la simple condición de clase. Las tenazas legislativas que se estrechan
cada vez más sobre la carne de los pobres demuestran claramente que es la
pobreza la que es incriminada y perseguida y no el acto en sí. A medida que se
extiende la miseria, hay cada vez más gestos inscritos en los códigos penales,
hasta dejar claro, incluso a los más ciegos y optimistas de los explotados, que
las puertas de la prisión se cerrarán tarde o temprano también sobre ellos.
En la sociedad actual, la figura del criminal está
desapareciendo para dejar paso a la del culpable. Es por eso que todos,
habitantes de la sociedad-cárcel, estamos destinados de modo intercambiable a
pudrirnos detrás de unas alambradas o de otras: poco importa que se trate de
las de un centro penitenciario o de un Centro de Internamiento para
Extranjeros, de un psiquiátrico o de un campo de refugiados.
Siguiendo esta 1ógica, no es tan paradójico ver que a
pesar de todo el recrudecimiento de la violencia, síntoma de la guerra civil
planetaria, no es tanto aquella en si la que es perseguida (ya que no es una
amenaza para el status quo sino mas bien su sabia vital), sino el simple hecho
de existir y de ser. Lo volvemos a repetir, a las personas se las castiga,
encierra —y a menudo elimina— porque son pobres y/o superfluos para el
funcionamiento productivo y mercantil, y no porque constituyan una amenaza de
hecho actuando de forma extra legal.
Por tanto no es casualidad si el día a día dentro de las
cárceles, en la expresión de las relaciones sociales entre presos, guardias,
administradores y en la interacción entre todos ellos, no se apoya tanto sobre
la fuerza de la coerción, sino mas bien sobre la recomposición —en miniatura y
de forma exacerbada— de las mismas relaciones sociales alienadas vividas mas
allá de las rejas.
Sobre la reproducción de las relaciones
La imbecilidad de los caballeros de los derechos
humanos reside en la afirmación de que el encarcelamiento conlleva en sí
una agravación del comportamiento de los individuos una vez puestos en
libertad. Se dice que la cárcel es una escuela de violencia y de
embrutecimiento de los seres humanos. A través de estas simples
consideraciones, vemos cuál es el vínculo mórbido que mantienen estas buenas
almas del derecho con el sistema que nos rodea.
No es la violencia de la cárcel la que entra dentro de la
sociedad, sino más bien al contrario: el sistema jerárquico, los abusos de
poder, el machismo
y la sumisión vividos en las relaciones entre presos son
las mismas relaciones que cada uno de nosotros lleva dentro de la
sociedad-cárcel. La cárcel refleja lo que hay fuera, y no al contrario. Si hay
que buscar las causas de las relaciones alienadas dentro de la cárcel, entonces
esta cárcel es el todo, la totalidad de lo existente y de los seres que están
contaminados por el encarcelamiento.
Sobre las prisiones morales y educacionistas
Si por prisión entendemos la coerción de los cuerpos y de
las mentes, la alienación por y a través de los afectos, la jerarquía impuesta
y la sumisión obligatoria a las leyes (morales, jurídicas o de las costumbres),
entonces se hace evidente que la supervivencia a la que estamos condenados se
desarrolla en el interior de una prisión que no prevé ningún afuera.
Desde su edad más temprana, los hombres civilizados empiezan
a purgar sus penas en el interior de la sociedad cárcel, acostumbrándose así al
encarcelamiento como norma. La supuesta educación dentro de las estructuras
familiares y escolares só1o es el principio de una perpetuidad que nos
convierte alternativamente en presos y carceleros de la reproducción de la
ideología de la detención. En efecto, es en la norma y en la ideología en lo
que se basa la aceptación pasiva de la condición de preso: desde pequeño, el
individuo aprende casi inmediatamente la sumisión (llamada ideológicamente
respeto, aunque no comporte ninguna base de reciprocidad) hacia la autoridad y
las jerarquías. La relación con el padre, los progenitores, los profesores o el
cura no se instaura naturalmente por elección y voluntariamente, sino
que es un deber. Dentro de tales relaciones, el comportamiento de los guardias
no tiene ninguna importancia —pueden hacer cualquier cosa mientras que
permanezcan socialmente investidos de su rol— más allá que la sensibilidad de los
individuos presos: la autoridad familiar y escolar (o la de la comunidad, en
las pocas situaciones en las que su principio sigue intacto) actúan por el bien
del preso, por su futura reinserción, para que no cometa ningún error, y
sobre todo para asegurar que cuando crezca el pequeño individuo reproduzca los
mismos mecanismos en los que se basa toda la estructura del encarcelamiento.
Es bajo este principio del castigo suplementario como
vemos claramente como se aplica el método jurídico. El profesor o el padre no
estipulan ningún acuerdo con el sujeto en cuestión, pero imponen leyes que,
cuando son transgredidas, determinan el castigo del individuo y no
necesariamente la sanción de la transgresión. Al igual que cualquier aspecto de
la vida social, es el hombre en su conjunto y en su existencia el que es
castigado y no el gesto en sí. Esta diferencia podría ser percibida como algo
desdeñable a partir del momento en el cual sancionar un acto implica de todas
formas tocar de una manera o de otra a la persona. Sin embargo se vuelve
fundamental cuando afecta a la construcción ideo1ógica de la necesidad de
castigar y la culpabilización de los hombres en su ser y no en su actuar.
La organización concentracionaria de las estructuras
escolares y cada vez más de las de ocio, son tan solo una muestra ofrecida
por la sociedad para domesticar las mentes y los espíritus y para habituarlos a
la permanencia de las jaulas. Es en las incubadoras de la pasividad y de la
alineación donde los hombres aprenden y estudian a conciencia una personalidad
doble y paradójica, por un lado el hecho de vivir como una masa y por otro
la idea jerarquizada de colocarse por encima de esta masa (pero siempre
formando parte de ella). En resumen, esperando recibir una buena nota por parte
de la autoridad, incluso de convertirse en el primero de la clase, si es
posible humillando al último, pero siempre dentro de la clase. Por tanto lo
importante es que no nos preguntes nunca si es justo que alguien nos imponga
una nota desde lo alto de algún estrado, una nota que no esté ligada ni a
nuestro mérito ni a una actitud específica, sino a nuestro ser conjunto/estar
juntos: al hecho de ser hombres en la cárcel.
Sobre la prisión de las metrópolis
Basta con observar cualquier barrio construido en estos últimos
cincuenta años para darse cuenta lo que somos para el poder. Basta con mirar
los llamados barrios populares, esos alvéolos en los que concentran y encierran
a los pobres, para que la primera imagen que nos venga a la mente sea la de una
cárcel. Todos los gobiernos sucesivos han condenado de forma preventiva a a los
pobres por su condición y su peligrosidad potencial. La sucesión y la permanencia
de las revueltas populares contra la arrogancia de los poderosos, inducidas por
el sueño de una vida diferente, hacen que la reacción se dote de
instrumentos para controlar y encauzar el descontento de la calle. Uno de esos
instrumentos ha sido la proyección y la reestructuración del urbanismo.
Podríamos escribir páginas y más páginas sobre esta
cuestión e incluso así no acabaríamos de enunciar la impresionante cantidad de
monstruosidades concebidas y. construidas, sobre todo las de la segunda mitad
del siglo XX. Sin embargo, en vista de los disturbios recientes en diferentes
ciudades del mundo, el aspecto más directamente concentracionario del monstruo
metropolitano merece una atención particular.
La arquitectura de las periferias es el triunfo de la
alienación. Los barrios son lugares en los que se amontona a los subalternos para
que revienten en su atomización social e individual, mientras que por todas
partes se levantan edificios de cemento armado con la obsesión del control, a
imagen de esos largos corredores llenos de rejas que filtran los accesos de los
hombres potencialmente peligrosos en los lugares de reproducción del mercado y
del poder.
Con este dispositivo, si los exiliados del «sueño del
proletariado» se cabrean y golpean contra los barrotes e incluso queman su
celda, se vuelve todavía más fácil para el guardia cerrar esos corredores bajo
llave, controlar las salidas y las entradas, antes de disparar desde lo alto de
las torres de control. Es así como controlan con cámaras de videovigilancia
(ubicadas en cada esquina) secciones enteras de las metrópolis, las comunicaciones
entre los guardias son permanentes y los aparatos informáticos, las fibras
ópticas y los sistemas por ondas (los cables y las antenas son colocados en
toda la cárcel) permiten una coordinación rápida de las fuerzas represivas. La
arquitectura de la contención ha realizado un salto cualitativo: antes se
encerraba a los hombres en las cárceles después de que se rebelasen; ahora ya
están ahí.
En ese contexto, la revuelta de los presos se ve con
frecuencia marcada por el encarcelamiento mismo, es decir, centrando su ataque
contra partes marginales de la prisión sin tocar su sustancia, incluso
oponiendo el mito y la defensa de la prisión a un detalle de esta. ¿Qué
significan por ejemplo frases como «la defensa del barrio», «mi ciudad», «la
policía fuera de nuestras calles», sino una apropiación de la ideología del
encierro? ¿Cómo podemos definir como nuestra la cárcel que ha sido
construida contra nosotros? Los barrios son el reflejo del encierro al que
estamos condenados y de las relaciones que nos han sido impuestas. Como tales,
pertenecen al poder. Y de todo lo que pertenece al poder no hay nada que
salvar.
Con esto no queremos decir que tengamos que quemar los
edificios en los que vivimos, o al menos no inmediatamente, sino que romper
momentáneamente el control só1o es posible abandonando las falsas pertenencias creadas
por la ideología carcelaria, para sabotear realmente las redes del control, sin
nada que preservar.
Sobre el encarcelamiento de las mentes
Si la sociedad es una cárcel, la cárcel se encuentra por
todas partes, y por lo tanto no existe ningún exterior. En realidad, no podemos
escapar porque simplemente no hay ningún lugar a donde ir. Esta situación que
no nos deja ninguna salida de emergencia es objetivamente insoportable,
es fuente de desazón, dolor y desconcierto. La posibilidad de encontrar un
espacio en el cual construirse un pequeño rincón de libertad parcial ha sido
perdida definitivamente con el triunfo de la alienación dentro de las
relaciones. En cuanto a la posibilidad real de subvertir las relaciones
existentes, se hace esperar, e incluso parece que de todas formas solo le
interesa a un número reducido de personas.
Partiendo de esta constatación, el poder ya no tiene
ninguna necesidad de mentir y ha pasado de una propaganda según la cual «este
es el mejor de los mundos posibles» a otra que dice: «a pesar de todo, este es
el único mundo posible». Sin embargo, siendo consciente de que la anestesia es
cada día más necesaria para soportar esta existencia, la dirección de la penitenciaria
social ofrece a sus huéspedes las únicas evasiones posibles: las
relacionadas con el espíritu.
El ocio y la distracción de las masas proporcionadas en
los estadios y durante las vacaciones acaban con cualquier estallido de
pensamiento autónomo —ahogándolo en el éxtasis artificial y obsceno de la
jauría festiva—, pero parece que ya no bastan para parar la gangrena de los
seres condenados a la cautividad. Desde hace unas décadas, y desarrollándose
cada vez más, se nos ofrece también por todas partes una evasión mental
suplementaria gracias a las diferentes sustancias psicotrópicas. Drogas de todo
tipo y de diversa naturaleza, legales o ilegales, invaden ahora esta cárcel
gigantesca, ofreciendo un alivio provisional, construyendo además una nueva cárcel
dentro de la cárcel.
En el juego de las muñecas rusas del encierro, el director
puede al fin alcanzar las últimas fases del control y planificar las bases de
una sociedad de la espera infinita: la de un mundo psiquiatrizado. Un mundo de
anestesiamiento en donde lo insoportable se vuelve soportable, vivible. Y como en
toda 1ógica de acomodación, cuando algo se vuelve soportable, ya no sentimos la
exigencia de cambiarlo. Para transformar los pensamientos en algo inofensivo,
ya no hay necesidad de destruirlos o de mistificarlos: basta simplemente con
impedir que nazcan, desde su alumbramiento a su intención.
Podemos decir que la evasión que nos pasan es el fracaso
de toda razón de la libertad. Llevan a cabo la misma odiosa función que
una hermanita de la caridad en un campo de concentración, con la única
diferencia de que las drogas (legales o no) ni siquiera sirven para aliviar las
heridas superficiales.
Tomar el camino de la destrucción de la cárcel social
ignorando la construcción constante de camisas de fuerza en nuestras mentes
sería como intentar abolir el Estado salvando al ministerio del Interior. En el
mundo moderno, es más necesario que nunca redefinir las responsabilidades de la
coerción, con el fin de ver más claramente cuáles son los intereses (y por
tanto nuestros objetivos) de los que nos quieren enchironar —tanto en el
interior como en el exterior de uno mismo—. Ya es tiempo de empezar a afirmar
sin tapujos que el político, el psiquiatra, el policía y el traficante de
drogas tienen, todos, la misma responsabilidad en nuestra opresión. Lo mismo
que se debe ligar la suerte del cura, el ciudadano o el ideólogo que
hace apología (incluso dentro del rollito) de las drogas como «substancias
liberadoras». [...]
Sobre tu evasión imposible y tu subversión necesaria
Hemos visto extensamente que no hay ninguna posibilidad de
evadirse de la prisión social y que esta última se extiende a todos
los aspectos de lo existente: por tanto la única posibilidad que queda es la de
la «destrucción desde el interior». Es a través de la subversión de las
relaciones sociales que podemos volver a empezar a construir los espacios de
libertad que nos son negados. Y para conseguirlo, hay que empezar a deshacerse
de los obstáculos que se interponen entre nosotros y nuestro deseo de
emancipación, sabiendo que el camino revolucionario no es un camino abstracto,
no más que los mecanismos, las estructuras y las responsabilidades de la
segregación.
En efecto, los espacios de libertad no se abren automáticamente
en la revuelta y vemos que el límite en la conflictividad social actual entre
la implosión de la guerra civil y la explosión de la guerra social es sutil.
Pero también es verdad que sólo en los momentos de sublevación se libera un espacio
físico y temporal en el cual es posible construir e inventar las bases para
unas relaciones liberadas.
El apoyo dado a las revueltas de los presos de la prisión
social no debe ni puede seguir siendo acrítico y apologético. Debe
transformarse necesariamente en una posibilidad de complicidad constructiva:
una vez más, es en la dialéctica que se instaura entre los insurrectos en un
momento de ruptura donde emergen las posibilidades de trazar el camino de la
guerra social. Nuestro deseo es el de contribuir a determinar el paso
que haría que los presos no se rebelen más como presos de la cárcel social,
sino como individuos que aspiran al aniquilamiento de toda coerción. Es inútil
esperar estar a la altura del objetivo, se trata sobre todo de dotarnos
inmediatamente de los medios necesarios para serlo y basta.
[Fragmentos tomados del texto original del mismo título,
que está incluido en el libro colectivo Anarquismo y cárceles, La
neurosos o las barricadas, Madrid, 2015. Accesible en http://encontingencia.es/wp-content/uploads/2018/03/Ca%CC%81rcelesy-anarquismoebook.pdf.]
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