Nelson Méndez
* Texto de disertación presentada en un debate público en la Universidad
Central de Venezuela, Caracas, mayo de 2019.
A bastantes personas les cuesta
entender el anarquismo pese a que parte de una idea muy sencilla y clara.
Básicamente su mensaje es que dirijamos nuestras vidas en lugar de que nos
manipulen y hacerlo en armonía con los demás y el entorno natural. Fue un
movimiento que en el pasado alcanzó su mayor fuerza entre los trabajadores,
pero que ha incorporado también a otros oprimidos y explotados en tanto aspiren
a liberarse sin dominar o tomar revancha sometiendo a su vez a otros grupos.
No hay nada especialmente
complicado ni violento en el socialismo libertario excepto que algo tan
elemental como la idea de llamar a cada quien a dirigir la propia vida se
transforma en una conducta subversiva puesto que impide, precisamente, la
manipulación por por alguno(s) de los otros. De ahí las ridículas objeciones
que se le oponen, como «imagínate el desbarajuste que habría si todo el mundo
hiciera lo que quisiera». Para el anarquismo, la fuente de las divisiones
sociales está en la estructura de dominación cuyo eje central es el Estado que
es la causa que impide vivir una vida plenamente humana, precisamente por la
opresión a la cual la concentración de poder político, ideológico-cultural y
económico nos somete. ¿Acaso ahora mismo no vivimos en el caos? Millones de
personas carecen de ocupación digna, mientras otras están sobrecargadas de
trabajo; se labora en empleos por demás repetitivos y rutinarios, muchas veces
perniciosos para nosotros, para los demás o para el medio ambiente, que sólo
brindan beneficios a un pequeño grupo frente a la indiferencia de una gran
mayoría. Esto, que sucede en todo tipo de régimen estatal, cualquiera que sea
el ropaje con que se lo cubra ¿No es desordenado e irracional? Y esta
universalidad del desatino nos lleva a la impotencia, ya que pareciera que nada
se puede hacer al respecto. Hay gente que muere de hambre a la vez que se
arroja comida como desperdicio o se almacena hasta pudrirse para mantener los
precios; malgastamos recursos y contaminamos el aire para que circulen
automóviles demasiadas veces ocupados por una sola persona, pues así se
beneficia a los dueños de la industria y a los productores del petróleo; el
planeta entero está en serio peligro por la destrucción de su atmósfera y el
cambio climático, que parece inevitable porque proteger al entorno ambiental
afecta a los intereses de unos pocos; se sacrifica la satisfacción de
necesidades primarias a favor de beneficios superfluos o de propaganda para
quienes detentan el poder. La lista de locuras, de situaciones absurdas en la
sociedad actual es interminable, generadas precisamente por aquellos que
critican al anarquismo como fuente de desorden. ¡Y además se nos pide
sacrificar nuestra libertad para promover este desastre cotidiano!
Los supuestos frutos recibidos a
cambio de la existencia del Estado son, en esencia, ilusorios, cuando no
dañinos. El cuidado de la salud, la educación, la protección policial, son
servicios que funcionan pobremente, pero que sirven para hacernos dependientes
del Estado y, lo peor de todo, nos compran por muy poco. Frenan la propia
iniciativa de crear una seguridad social autogestionada y enfocada hacia
nuestras necesidades, no hacia lo que desde el poder se define como asistencia social
y sanitaria, que siempre deriva en herramienta de sometimiento y que debe
agradecerse como regalo generoso. A su vez, la seguridad social, que pagan los
asalariados, genera una disponibilidad de dinero de las más importantes en el
capitalismo moderno, que se utiliza para explotar a esos mismos trabajadores.
El Estado impide que podamos encauzar la educación de nuestros hijos sin
someterlos a los designios de los amos de turno, como en Venezuela donde la
injerencia castrense en el gobierno impuso una odiosa instrucción premilitar en
la educación, lo mismo que sucede en otros ejemplos con temas religiosos o con
ideologías políticas. En todas partes, los policías más que proteger de los
delincuentes son sicarios que vigilan y controlan a la población y muchos
ejércitos son claramente fuerzas de ocupación en sus propios países. Cualquier
obra que se realiza con dineros públicos se paga muy cara porque, en los
costos, se incluyen los enormes sobreprecios que demanda la corrupción. Y así
podríamos continuar con más ejemplos del peso abrumador del Estado sibre las
sociedades que oprime.
El anarquismo es ácrata, no apoya
la democracia y mucho menos la democracia representativa. La acracia es la
ausencia de un gobierno central que asuma el poder. Toda delegación de poder
lleva sin falta a la generación de un dominio por parte de los delegados sobre
los que delegan. Por ello no acepta la democracia representativa, porque más
temprano que tarde los representantes se desprenden de los intereses de sus
representados y sólo persiguen su propia conveniencia. Esto es natural, ya que
un pequeño grupo de personas, aunque sean elegidos, no puede materialmente
decidir sobre todas las cuestiones que hacen a la vida de una sociedad durante
un lapso que, mínimo y en el mejor de los casos, dura 5 ó 6 años. Mucho menos
cuando el gobierno está en manos de muy pocas personas, o una sola, para
decidir con omnipotencia y omnisapiencia sobre cualquier tema.
La autoridad institucionalizada, por su
propia naturaleza, sólo puede interferir e imponer cosas en su beneficio. En
este sentido, aún pensadores no anarquistas coinciden en que la fuerza de un
Estado radica en el peso que la burocracia tiene sobre sus gobernados y es
ocioso referirnos al modo en que el aparato gubernamental, con sus controles,
trámites y el requerimiento continuo de permisos y autorizaciones, nos lleva a
una vida miserable con sus contradicciones, exigencias y esterilidad, transformándonos
en siervos que para todo debemos pedir anuencia. Pero claro es que la
burocracia sirve también para repartir cargos, favores, contratos, comprar
voluntades, siendo por tanto un arma eficiente de desmovilización social en
manos de los dueños del Estado, sea capitalista o socialista.
En Latinoamérica apreciamos con toda su
crudeza lo que en otras regiones se presenta con menos vigor, más disimulo o
mejor propaganda, como es la estrecha relación entre poder económico y poder
político. Pese a la tan cacareada libertad de mercados, ningún empresario tiene
posibilidad de prosperar –y aún de sobrevivir en los negocios- si no cuenta con
el apoyo gubernamental en lo legislativo, judicial, financiero, o de control
social. Por su parte, nadie puede aspirar a asumir la batuta del gobierno sin
el soporte de grandes capitales para la subvención de sus pretensiones. En esa
situación, el habitante común apenas es un títere al que se sacude cada tanto,
cuando hay que avalar con votos este círculo realmente vicioso. En cambio,
gobierno y dueños de la economía deciden día a día la marcha de los asuntos que
incumben a todos pero benefician a unos pocos.
Es un principio básico del
anarquismo que las personas directamente afectadas son las más indicadas para
resolver los asuntos que conciernen a su comunidad, siempre mejor que lo que
pueden hacerlo burócratas ávidos de poder o inversionistas ansiosos de
rentabilidad. Seguro que los pobladores de un sector urbano pueden imaginarse
alguna forma de uso del espacio que impida la destrucción de sus hogares y
áreas verdes para construir edificios de oficinas, autopistas o centros
comerciales; o que los padres pueden idear junto a sus hijos y los maestros una
mejor educación que la recibida del Estado, de los mercaderes escolares
privados, de la Iglesia o de cualquier otra ideología con pretensiones de
dominación2; o que una asociación vecinal autónoma y bien arraigada puede
planear la seguridad local con mayor eficiencia que cualquier policía
institucionalizada.
Todo el caos, según el socialismo
libertario, deriva de la autoridad opresora y del Estado. Sin clases
dirigentes, y su imperativo en someternos, no habría Estado. Sin Estado nos
encontraríamos en situación de organizarnos libremente según nuestros propios
fines. Ello difícilmente daría base a una sociedad tan absurda como ésta en que
nos toca vivir, pues la libre organización resultaría en una sociedad mucho más
tranquila y armónica que la actual, cuyo mayor interés es el despojo
sistemático, la infelicidad y el exterminio temprano o tardío de la mayoría de
sus miembros.
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