Paco Puche
«La Revolución francesa no es sino la precursora de otra revolución mucho mayor, que será la última; aspiramos a algo más sublime y más justo, ¡El Bien Común de la Comunidad de los Bienes!»
Gracus Babeuf, 1796
Contra
todas las “evidencias” de la teoría económica convencional y la síntesis
darwinista, hemos rastreado los sistemas de vida, la evolución humana y la
aparición del lenguaje para mostrar que los constitutivo de los seres vivos y de los humanos en particular es la
propensión a la simbiosis, a la cooperación y a la vida en común. Por eso, los bienes comunes, que son la mayor parte de
los bienes que interesan, han sido gestionados por las sociedades humanas con entera solvencia y eficacia,
aunque ateniéndose a ciertas condiciones, no automáticamente. Concluimos el trabajo afirmando que la
antigüedad evolutiva de la empatía hace que nos podamos sentir extremadamente optimistas.
Introducción
Las
tesis del darwinismo social que sirven de base a la “ciencia” económica dominante parten de la
hipótesis del individualismo y
del egoísmo extremo. El llamado “gen egoísta”
encierra el impulso irrefrenable hacia su propia
y única subsistencia y reproducción. Para ello ha de volverse enormemente agresivo y, si es
necesario, acabar con la vida
de los competidores. El capitalismo en esencia
es eso: lucha a muerte para acrecentar las ganancias, entre los propios hermanos si hace falta,
seguida de otra lucha similar
entre los consumidores, toda la población, para
obtener más satisfacciones. El modelo económico realmente
existente ha impregnado al modelo biológico
y viceversa y ambos se refuerzan. Y esto es lo mejor, dicen, para el que quede vivo en la
contienda. No todos son aptos
para vivir en este mundo. Para paliar esta realidad
científica, tendencial de base, proponen mejorar a la gente con la educación y disfrazar a las
empresas de responsabilidad
verde y social. En la versión neoliberal, dejar al
personal a su suerte que es la que merecen.
La
llamada “naturalización” de la ética y la sociedad está mal vista por parte del pensamiento
progresista porque, en el
fondo, participa de estas ideas darwinianas y
considera que, de no remediar estos impulsos irrefrenables, no hay nada
que hacer. Las locuras del nazismo y de
la creencia en razas superiores, le hacen obviamente desconfiar. Eso sí, se cree firmemente en
la plasticidad y creatividad
humanas para solucionar este diseño humano mal
hecho de antemano. Es esta una visión antropocéntrica. Gustavo Duch
[2], un escritor progresista,
afirmaba: “Con estos tres
experimentos, las conclusiones son obvias. El chimpancé
es una especie que por mucha hambre que tenga
mayor es su mezquindad. Que los pocos bonobos
que aún viven (...) saben de
altruismo y de buen vivir. Y que
el ser humano desciende del chimpancé”. Sin embargo, lo cierto es que desciende
de las primeras formas de vida:
las bacterias.
Es
más, como dice Frans de Waal, el gran investigador de los bonobos, los simios más empáticos de
todos, “comparaciones recientes de ADN muestran que humanos y bonobos compartimos un microsatélite relacionado
con la sociabilidad que está ausente en el chimpancé”; y como en las primeras sociedades humanas debieron de
darse condiciones de reproducción óptimas para la supervivencia de los elementos más amables de la especie, “en
algún momento la empatía se
convirtió en un fin en sí mismo: pieza central de la moralidad humana
(...), nuestros sistemas morales refuerzan algo que es en sí parte de
nuestra herencia. No están
transformando radicalmente el comportamiento humano:
sencillamente potencian capacidades preexistentes” [3]. La recomendación de las sabidurías
antiguas (incluido el
cristianismo) del “amarnos los unos a los otros” expresa
que, desde hace tiempo, veníamos transgrediendo culturalmente
nuestros propios impulsos filogenéticos. Desde
una visión biocéntrica del mundo sabemos que formamos
parte de ese mundo, que no podemos ser superiores al universo que nos
envuelve y al que le debemos la vida
de cada instante, y que si estamos coevolucionando con el cosmos es porque vamos siendo viables.
Ni mal ni bien hechos,
sencillamente compatibles. Las múltiples referencias por parte del
pensamiento ecologista a la biomímesis son
redundantes, porque no tenemos que imitar a la naturaleza, somos
naturaleza y la cuestión es que con la cultura, es
decir la autoconstrucción social humana, acertemos a no despegarnos mucho de ella por la cuenta que
nos trae.
En el principio fue la cooperación
Aquí
resuenan atronadoras las palabras de la célebre microbióloga
Lynn Margulis cuando afirma que “la vida no conquistó
el planeta mediante combates, sino gracias a la
cooperación. Las formas de vida se multiplicaron y se hicieron más complejas asociándose a otras,
no matándolas” [4]. Qué
lejos quedan el “gen egoísta” y el chimpancé.
Pero
indaguemos a fondo en este asunto de la cooperación. Primera sorpresa en
los mismos orígenes de la vida: un
paso fundamental de la vida desde los organismos provistos de células
sin núcleo (procariotas, reino formado por
bacterias) al de los organismos con células nucleadas (eucariotas, reino de las Protoctistas, los
Hongos, Los Animales y las Plantas), se dio por la fusión de bacterias
que desarrollaron una relación
de simbiosis y al final perdieron su
capacidad de vivir fuera del huésped como organismos independientes. Esto ocurrió hace unos
2.000 millones de años y el
resultado fueron los primeros protoctictas (amebas, plancton, algas,
etc.). Esta gran división en el mundo vivo,
según el tipo de células, fruto de una simbiosis es la mayor discontinuidad presente en este
planeta y constituye la división fundamental de los seres vivos. En el
principio fue la cooperación, no el verbo ni la acción [5].
Y
es que las bacterias, esa grandes desconocidas salvo por el terror que nos producen, “además de
ser las unidades básicas estructurales de la vida, también se encuentran
en todos los demás seres que existen en la Tierra, para los que son indispensables. Sin ellas,
no tendríamos aire para
respirar, nuestro alimento carecería de nitrógeno y no habría suelos
donde cultivar nuestras cosechas” [6].
El mundo de la vida es
bacteriocéntrico.
La cooperación en otros reinos de la vida
Unas
referencias solamente para darnos cuenta del orden
de magnitud de lo que hablamos.
“En
las aguas superficiales del mar hay un valor medio de 10.000 millones de diferentes tipos de
virus por litro, su papel
ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes
especies que componen el
plancton marino (y como consecuencia del resto de la cadena trófica) y entre los diferentes
tipos de bacterias, destruyéndolas
cuando las hay en exceso” [7].
Sin la cooperación de los virus con los demás seres vivos la autodestrucción
estaría asegurada.
Todos
los líquenes, de los que se estima que hay unas 25.000
clases, son el resultado de asociaciones
simbióticas entre hongos y algas, seres vivos
que no se parecen en nada. Hoy día se sabe que una cuarta parte de los hongos documentados
están “liquenizados”, es decir necesitan vivir fotosintéticamente en asociación con algas.
Las
micorrizas son protuberancias simbióticas producidas por la alianza de
un hongo y una planta en las raíces de
ésta. El hongo suministra nutrientes minerales (fósforo y nitrógeno del suelo)
y las plantas le proporcionan alimento fotosintético. Hay micorrizas en las
raíces de más del 95% de las
especies vegetales. Este hecho ha llevado a decir
a algunos biólogos que “los vegetales se formaron a partir de la simbiosis entre algas y hongos”
[8].
En
su conocida obra El apoyo
mutuo [9], cuenta Kropot-kin que el capitán Stanbury, en uno de sus
viajes por las Montañas
Rocosas, en el siglo XIX, observó un pelícano ciego
que era alimentado, y bien alimentado, por otros pelícanos
que le traían pescado desde 45 kilómetros. Esta observación
y muchas otras parecidas sobre el mundo vivo,
que nos depara Kropotkin en el libro citado, le llevan a la conclusión
de que en la naturaleza, además de la lucha
mutua, “se observa al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo
mutuo, la ayuda mutua, la
protección mutua entre animales pertenecientes a la misma especie o, por lo
menos, a la misma sociedad (...) de manera que se puede reconocer la
sociabilidad como el factor
principal de la evolución progresiva”.
La cooperación humana
La
coevolución podemos hacerla descender hasta nuestros
parientes más cercanos y observar cómo ha sido.
Nos referimos a los 200.000 años de homo sapiens y a nuestros primos los bonobos.
Ya
se ha visto más arriba que compartimos con nuestros primos más cercanos, los
bonobos, una gran sociabilidad por eso se ha podido hablar de “cien mil años de
solidaridad” como sugerían los economistas Gintis y Bowles [10].
Y por eso a la entrada al
remozado Museo Arqueológico de
Madrid, en el panel referido a los orígenes de los seres humanos, se lee lo siguiente: “Hace más de
6 millones de años comienza en
África nuestra historia evolutiva. Hoy somos
los únicos representantes vivos del grupo de los homínidos.
¿Qué nos define y nos diferencia como humanos? La frontera convencionalmente se
establece en el aumento del
cerebro (...) y en el desarrollo de estrategias sociales
basadas en la solidaridad y el altruismo” (sic).
¿A
qué se debe esta matriz altruista del homo
sapiens. De acuerdo con De Waal [11],
la empatía es constitutiva del ser
humano, por eso “no decidimos ser empáticos: simplemente lo somos (...) lo cual
significa que la empatía es innata
(...) A lo largo de 200 millones de años de evolución mamífera, las hembras sensibles a sus
retoños dejaron más
descendencia que las que eran frías y distantes: las madres que no respondían no perpetuaron sus
genes”, de aquí que, dice, “la
antigüedad evolutiva de la empatía hace
que me sienta extremadamente optimista (...). Es un universal humano.
(...) De hecho yo diría que la biología constituye
nuestra mayor esperanza”.
Por
eso, en la pasada década se pudo descubrir en unos primates un singular grupo de neuronas que
se activaban simplemente
cuando se contemplaba el movimiento de otros
monos, se les llamó neuronas espejo. Se ha compro-bado que también existen en el cerebro de
los humanos y que también
permiten hacer propias las acciones, sen-saciones
y emociones de los demás. Constituyen la base neurológica
de la empatía, lo que demuestra que somos seres
profundamente sociales. La sociedad, la familia, y la comunidad son valores realmente innatos.
En
su libro sobre la historia y el significado de la
guerra, John Keegan, después de consignar los millones
de personas que no han regresado de los campos de
batalla nos dice: (pero) “es el espíritu de cooperación, y no el de la confrontación, el que hace
que el mundo siga, y casi
todos los seres humanos viven la mayor parte de sus
días en un ambiente de compañerismo, buscando por
todos los medios evitar la discordia”
[12]. E insiste: “el hombre que hace la guerra tiene capacidad
para limitar la naturaleza y
los efectos de sus actos, como muestran los primitivos”. De nuevo la
cooperación como trama de la sociabilidad
y su realización en el mundo primitivo.
La cooperación ha hecho posible el
lenguaje humano
Las
recientes tesis de Tomasello [13] sobre los orígenes de la comunicación humana vienen a afianzar
y son congruentes con la tesis que venimos desarrollando.
En
efecto, este autor considera que los móviles comunicativos de los seres humanos
son a tal extremo cooperativos que no solo prestamos servicios a otros
dándoles información sino que
manifestamos nuestros deseos, con la
expectativa de que así nos ofrecerán ayuda voluntaria. Y la tesis que
mantiene es que al ser la comunicación humana
altamente cooperativa, es un ejemplo especial de
la actividad cooperativa que nos caracteriza, y que es única en el reino animal.
Y
explicando todo esto desde una perspectiva evolutiva, considera que todo comenzó con actividades
mutualistas en las que un
individuo que ayudaba a otros se ayudaba a sí mismo,
para después extenderse a situaciones más altruis-tas para cultivar la reciprocidad y ganar en
reputación social. “En tal
caso, por razones que desconocemos, en algún punto de la evolución humana los individuos que
podían colaborar entre sí
porque tenían móviles cooperativos, contaron con una ventaja adaptativa”. Esta
perspectiva, siguiendo a Tomasello, concibe los aspectos más fundamentales
de la comunicación como adaptaciones biológicas para la cooperación y la
interacción social,
considerando los aspectos más netamente lingüísticos del lenguaje como
construcciones culturales.
Tomasello
concluye su trabajo con estas esperanzadoras palabras: “Nuestra tesis,
entonces, es que la estructura cooperativa de la comunicación humana no
es un accidente ni una
característica aislada sino una manifestación más de la forma extrema que tiene
el espíritu de cooperación
entre nosotros”.
Hechos para cooperar: los bienes comunes
Si
estamos hechos para cooperar, y así contestamos a la pregunta que nos hacíamos en el título,
¿cuál ha sido nuestro
comportamiento en el manejo de los bienes comunes?
Ya hemos apuntado que las sociedades primitivas, durante 150.000 años no
conocieron otra manera de sociabilidad
más que la de la propiedad y la gestión comunitaria de los bienes
comunes. Las aspiraciones de Babeuf ya
han sido realizadas en el pasado.
Para
los tiempos recientes vamos a fijarnos en los tra-bajos de Elinor Ostrom, primera mujer
premio Nobel de economía en el
año 2009.
El
comité que la seleccionó para el premió razonó diciendo
que “ha puesto en cuestión la afirmación convencional de que la gestión
de la propiedad común suele ser
ineficiente, razón por la cual debería ser gestionada por una autoridad centralizada o ser
privatizada. A partir de numerosos estudios de casos de manejo por parte
de sus usuarios de bancos de
pesca, pastizales, bosques, lagos
y aguas subterráneas, Ostrom concluye que los resultados
son, en la mayoría de los casos, mejores que en las
predicciones de las teorías estándar. Sus investigaciones revelan que
los usuarios de estos recursos desarrollan con frecuencia sofisticados
mecanismos de toma de decisiones,
así como de resolución de conflictos de intereses, con resultados
positivos”.
Y
la galardonada, en una entrevista afirmaba que: “Hemos
estudiado varios cientos de sistemas de irrigación en el Nepal. Y sabemos que los sistemas de
irrigación gestionados por los campesinos son más eficaces en términos
de aprovisionamiento de agua y presentan una mayor productividad que los fabulosos sistemas de
irrigación construidos con la
ayuda del Banco Mundial y la Agencia Norteamericana
de Ayuda al desarrollo (USAID), etc. Así, sabemos
que muchos grupos locales son muy eficaces”.
Pero
no solo se dan estos éxitos de gestión de bienes comunes en muchas
experiencias recientes, sino que
lo más llamativo son las múltiples experiencias que llevan cientos de años funcionando bien” [14].
Como cabría esperar, dado el carácter cooperativo que hemos venido reseñando.
Como
todo esto resultaba contradictorio con las tesis de
la economía convencional dominante, el libro principal de esta autora no
ha sido posible encontrarlo comercialmente en librería alguna. Sencillamente,
después del Nobel no han
reeditado su obra magna.
Conclusión
Para
poder luchar por un cambio profundo de la humanidad, hemos de ser
conscientes de que se puede hacer en
el sentido de la cooperación, la fraternidad y la biomímesis porque hay, como
hemos visto, fundamentos filogenéticos, morfológicos e históricos para
que esa haya sido la tendencia
dominante de las sociedades humanas. Sin
esta cosmovisión, siempre se estará instalado en una especie de pesimismo antropológico, en el mejor
de los casos voluntarista.
Podemos
concluir con De Waal, diciendo bien alto que “la
antigüedad evolutiva de la empatía hace que me sienta extremadamente optimista”.
Notas:
[2]
Duch, G. (2011), en Rebelión 20.01.2011 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120700
[3]
De Waal (2007), Primates
y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre,
Paidos, p. 223-224.
[4]
Margulis, l. (2002). Una
revolución en la evolución,
Universitat de València, p.108.
[5] “En el principio fue el verbo” (Evangelio
de San Juan); “en el principio fue la
acción” (Fausto de Goethe).
[6]
Margulis (2002), o.c. p.108.
[7]
Sandín, M. (2011): “La
guerra contra bacterias y virus: una lucha autodestructiva”,
Biodiversidad en América Latina y el Caribe, Nº 243, 7 de enero.
[8]
Margulis y Sagan (1995): Microcosmos, Barcelona, Tusquets Editores. p.190.
[9]
KropotKin, P. (1989, [1902]), El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra. Pp. 43, 86, 88.
[10]
Carpintero, O. (2010): “Entre
la mitología rota y la reconstrucción: una propuesta
económica ecológica”, en Revista de
Economía Crítica, nº 9, primer
trimestre. p. 158.
[11]
De Waal, F.
(2011): La edad de la
empatía. ¿Somos altruistas por naturaleza?
Barcelona, Tusquets. p. 96, 267 y 69.
[12]
Keegan,
J. (2014): Historia de la
guerra, Turner Noema,
Madrid, pp. 515 y 516.
[13]
Tomasello, M. (2013): Los orígenes de la comunicación humana, Buenos Aires, Katz editores, pp 16,17, 19, 172.
[14]
Ostrom, E. (1990). El gobierno de los bienes comunes, FCE, 2000, pp. 110-145.
[Artículo
publicado originalmente en revista Libre
Pensamiento # 80, Madrid, otoño 2014. Número completo accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2015/02/LP-80-web.pdf#new_tab.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.