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viernes, 27 de septiembre de 2019

Bolivia: Comunalidades anarquistas. Una aproximación testimonial



Silvia Rivera Cusicanqui

* Ponencia presentada al V Congreso de Asociación Latinoamericana de Antropología, Bogotá, 2017.

Muchas gracias por asistir y prestarme atención. Y además por el hecho de que mi ponencia va a dar inicio a esta mesa, quizás porque estoy entre las personas que más tempranamente prestó atención a esta movilización tan desconocida y negada, que durante décadas fue encubierta por una visión vanguardista e industrialista de la clase obrera. La historia oficial del movimiento obrero ha tenido por ello un efecto de eclipse sobre las multitudinarias movilizaciones que protagonizaron los sindicatos anarquistas de la FOL, la FOF y la FAD (1) entre los años 1920 y 1940. También ha eclipsado los nexos entre trabajadorxs urbanos y rurales, entre migrantes aymaras y gremios indígenas y populares de las ciudades. Felizmente –y esta mesa es evidencia elocuente de ello– la brecha abierta por las investigaciones que iniciamos en los años ochenta ha seguido creciendo y ampliando nuestra perspectiva sobre la historia y el pensamiento libertario en Bolivia, al que hoy invocamos para nutrir las utopías y esperanzas que exigen las luchas del presente.

En esta breve presentación, quisiera testimoniar algunos aspectos del camino recorrido, junto a Zulema Lehm, al recuperar ese ciclo tan extraordinario de movilizaciones que se dieron antes y después de la guerra del Chaco. Proceso lento y prolongado de más de cinco años, que se desenvolvía en conversaciones y tertulias con lxs sobrevivientes del anarcosindicalismo. Lo que ocurre es que, una vez que se llega a la fase de escribir un libro, éste viene a ser como la punta de un iceberg, la forma acabada y aparentemente definitiva de un proceso que en realidad fue tentativo, lleno de meandros, de equívocos y también de hallazgos extraordinarios. Creo que ese camino hay que andarlo para ver las implicaciones que puede tener el conocimiento histórico en nuestras vidas y en nuestras inquietudes del presente. Y no me refiero a uno, sino a varios presentes: los años de la crisis estatal de los ochenta, las esperanzas de cambio del 2005; las frustraciones y desencantos que vivimos hoy, una década más tarde.

A través de este enfoque testimonial y anecdótico, pretendo abordar la pregunta sobre las relaciones que pudiera tener el anarquismo con la idea de comunidad. Si bien hay abundantes propuestas doctrinarias al respecto, prefiero seguir el hilo de esta relación en mi propio proceso reflexivo, suscitado por la experiencia vital de haber intentado, primero con el Taller de Historia Oral Andina, realizar una historia oral del anarquismo en La Paz y, posteriormente, poner en marcha un proceso comunitario urbano con mis compañerxs de la Colectivx Ch’ixi. La reflexión había comenzado a esbozarse en el trabajo sobre los constructores y albañiles anarquistas, que publicó el THOA en forma mimeografiada en 1986 (2) y se intensificó en el proceso de elaboración de Los Artesanos Libertarios y la Ética del Trabajo (Lehm y Rivera 1988). Al año siguiente gané una beca en un concurso internacional de investigación, con un proyecto que se llamaba “Tradiciones comunitarias en la formación de la clase obrera paceña, 1900 – 1930”. Fue un intento de pensar, en términos más conceptuales, la riqueza de los testimonios orales recogidos en conversación con el puñado de sobrevivientes, hombres y mujeres que habían participado de esos procesos. La fundación que me concedió la beca fue bastante flexible, no me pidió un libro ni una obra concluida, y eso me permitió trabajar en formatos diversos, un trabajo polimorfo que se tradujo en una serie de acciones, videos y exposiciones, como subproducto de ambos libros. Entre ellos puedo mencionar los videos A cada noche sigue un alba, con el canal 13 de la UMSA, y Voces de libertad, co-producido por el THOA y CIDEM, donde, además de contribuir al guión, actué como extra en la reconstrucción de una marcha de protesta de la FOL, vistiendo la misma manta que hoy me ven puesta. Así pudimos articular esfuerzos con otras investigadoras como Raquel Romero y Ximena Medinaceli, en el CIDEM, Ana Cecilia Wadsworth, e Ineke Dibbits del Tahipamu y Elizabeth Peredo de la Fundación Solón, que también estaban trabajando con testimonios orales, sobre todo de mujeres. Como resultado de estas diversas iniciativas se ha producido un conjunto importante de investigaciones en formato escrito y audiovisual, que han contribuido en gran forma a esclarecer y visibilizar este movimiento, hasta entonces mayormente obliterado de la historia boliviana (3). En nuestro caso, el impulso fundamental para trabajar en el tema del movimiento popular urbano era la búsqueda de salidas a la crisis de organización y liderazgo que vivió el país con las medidas del ajuste neoliberal, y si hoy retomamos con más ímpetu las fuentes libertarias, es porque esta crisis del capitalismo colonial no ha hecho más que ahondarse a través de nuevas formas estatistas usurpadoras de la voluntad popular.

En los años noventa trabajé también las dimensiones culturales y políticas de estos procesos a través de la ficción. Así por ejemplo, en el video Khunuskiw, recuerdos del porvenir (1990), uno de los protagonistas principales era el obrero Lucho, versión ficcional del dirigente de la FOL Luis Cusicanqui. En el video lo muestro como ayudante de carpintero (aunque en la vida real fue mecánico) y clarinetista de la estudiantina obrera que dirigía Adrián Patiño. La pesadilla futurista que este último sufre a consecuencia de su confrontación con los altos mandos del ejército, nos muestra a Lucho escapando de la policía durante la dictadura de García Meza. El nexo entre ambas fases de la historia es el personaje Ustariz, de quien apenas se ve fugazmente una imagen en el video. El capitán Víctor (“Charata”) Ustariz fue un legendario héroe de Boquerón en la guerra del Chaco, pero un descendiente suyo resultó enrolado en el grupo paramilitar organizado por el nazi Klaus Barbie, en el golpe de 1980. Como un gesto de conjura de estos hechos, que revelan tan bien las aporías del mestizaje colonial boliviano, hacia el final del video, Adrián reencuentra a Lucho en una onírica caminata por la nieve donde, inspirado por la música de qina-qina que ejecuta la comunidad a la que éste retorna, compone su clásico Khunuskiw, Nevando Está. Tanto el personaje como su música son para mí la alegoría de un mestizaje menos violento y más acorde con los pulsos del paisaje y las señales la realidad cultural andina.

El hecho de que el dirigente más connotado de la FOL se llamase Luis Cusicanqui y que resultara ser un tío lejano mío (tío abuelo en realidad) fue algo que descubrí en el curso de la investigación; no tuve afán alguno de exaltar la memoria de un pariente, de cuya existencia mi rama de los Cusicanqui no tenía la menor idea, y seguramente habría repudiado por su condición de cholo y trabajador manual. El encuentro con este tío –que hoy preside cada año nuestro altar de Todos Santos– ha resultado de esa mezcla de suerte y destino que, en jerga anarco-ch’ixi, llamamos “regalo de la Pacha”. Porque en Khunuskiw hay también otras memorias que dan vida al relato; sobre todo las de mi padre, que no sólo participó activamente en la contienda, sino que fue amigo de personajes de la escena cultural paceña como Arturo Borda y Ángel Salas, que también figuran en el video. Los relatos de mi padre como barchilón en el Chaco me acompañaron desde niña y con él conocí la discoteca de Jaime Sáenz y sus preciados vinilos de Adrián Patiño. Fue el poder evocador de la música de Patiño lo que me brindó la textura y la atmósfera de la narración a través de obras como el preludio La Huerta –compuesto como música incidental de una película muda– que expresa de un modo barroco y ch’ixi las exaltadas contradicciones que vivía el país en esa década intensa que culminó con la guerra.

Podría decir entonces que, aparte de esos esfuerzos por imaginar una comunalidad anarquista, capaz de tender puentes entre el particularismo del ethos comunitario rural y las nociones universales de igualdad, libertad y solidaridad, hay tan sólo evidencias fragmentarias, digamos pinceladas anecdóticas que muestran algunos aspectos poco visibles del accionar de estos gremios artesanales afiliados a las organizaciones anarco-sindicalistas. Por ello trabajamos con la idea de comunidad como una hipótesis y un proceso que nos ha venido dando luces sobre el entramado que teje las relaciones internas y externas de estos sindicatos de cholas y cholos urbanxs. Asimismo, partiendo de nuestras propias prácticas de autopoiesis comunitaria, hemos intentado plasmar una emulación de todo ello, bajo la idea de que “la mano sabe” y que la comunidad puede sustentarse, también, de una “ética del trabajo”. En este sentido, y tomando distancia con mis primeros trabajos, que eran ciegos a los procesos de colonialismo internalizado en las comunidades aymaras de la época, considero que el aporte anarquista más fundamental para nuestras luchas actuales, se traduce en una radical defensa y respeto por la libertad y autonomía de la persona individual, que puede coexistir, y es necesario que coexista, con el ethos comunitario, sea éste heredado o reinventado; si queremos reunir las fuerzas necesarias para enfrentar la crisis civilizatoria del presente.

Esto me permite señalar otro aspecto central a la cuestión de la comunidad: su historia como un proceso cíclico y recurrente de colonización/descolonización/recolonización. Cabe aclarar que al hablar de comunidad no me refiero a una entidad prístina y estática que habría sobrevivido desde un pasado anterior a la colonización española. Bajo ese supuesto esencialista, las hoy comunidades indígenas, comunidades campesinas o “comunidades interculturales” se han travestido mayormente en indígenas ornamentales, una suerte de sindicalismo étnico para estatal cada vez más alejado de las necesidades y problemas de sus comunidades afiliadas. Ante semejantes maniobras en el plano discursivo, en la Colectivx Ch’ixi hemos propuesto que en vez de hablar de descolonización, mejor hagamos algo para descolonizarnos, ¿no? Si hay que hacer autogestión y no depender de la plata de nadie –como hacía la FOL– entonces hagamos autogestión. Si hay que trabajar con las manos para crear un patrimonio de bienes comunes, entonces construyamos y sembremos nuestro espacio. Así buscamos seguir esa huella más silenciosa e invisible que nos han legado las y los anarquistas del pasado, y quizás podamos confluir con otras colectividades (feministas, ecologistas, etc.) en el intento de salir de los moldes opresivos del capital y del estado y de restablecer la conexión con nuestro espacio y con la memoria ancestral encarnada en la materialidad misma de esta ciudad andina. No otra fue la intención de imaginar a un músico emblemático de la época de la guerra, caminando en pos de una comunidad de músicos en medio de la cordillera.

Lenguajes de la continuidad comunitaria urbana
Veamos entonces algunas evidencias de las comunalidades anarquistas en la FOL y la FOF. Ese mundo de cholas y artesanxs urbanxs, que a la vez hacen un voto de modernidad (los varones vistiendo terno, sombrero y chaleco), también recuperan una cierta prestancia andina en la forma y el gesto; sobre todo en los gremios femeninos. El mismo traje y la personalidad de chola son ya un bricolaje de elementos coloniales y modernos, que de indígena conserva sólo el cabello, las formas de trabajo y el idioma; no poca cosa. Es decir que en esta fachada personal, el cholaje paceño despliega elementos a la vez plebeyos y andinos, expresando una larga memoria corporal de ocupación de los espacios urbanos a través del comercio, la manufactura y diversos servicios, particularmente domésticos, en un vasto mercado interno que se articuló desde tiempos coloniales. Memoria de una modernidad pretérita que se reactualiza en ciclos, cada vez que ha sido barrida por la modernidad pastiche y caricaturesca propugnada por las elites.

Hay pues en esta larga memoria de prácticas autonómicas la puesta en obra recurrente de formas de poder y resistencia dispersas y moleculares. Las movilizaciones anarcosindicalistas se nutren así de un impulso y un lenguaje capaces de interpelar al poder oligárquico excluyente que los despreciaba por doble partida: por imitar la modernidad y por no ser suficientemente modernos. En el proceso de estas confrontaciones surge una contra-esfera pública formada por sindicatos y comunidades gremiales, densamente entretejidas en redes de parentesco, paisanaje y clientela, que nutren la resistencia a la guerra del Chaco y el avasallamiento estatal en esa década trágica. Comunidades y gremios travestidxs de uniones sindicales o federaciones obreras, articulan así lazos horizontales en el espacio local, y a la vez se nutren de ideas venidas de todas partes del mundo.

Una de las contribuciones que creo haber hecho en el orden teórico es concebir el proceso histórico como una cíclica reactualización del pasado en el presente. Esta idea, de tinte claramente benjaminiano, fue en realidad formulada colectivamente por el THOA, y convertida en su lema, sobre la base de un aforismo o iwxa (consejo público ritualizado) recogido en entrevistas orales a ancianos de las comunidades (4). A través de las iwxas se reactualiza la memoria del pasado y con ello se nutre una crítica práctica a las concepciones lineales de la historia: esas ideas de “desarrollo” y “progreso” que se han internalizado en la conciencia moderna. En la interpretación que propongo, no hay “pre” ni “post”; tampoco hay transiciones. Hay saltos, prospecciones y retrospecciones, pero también un “guión oculto” de continuidades en el gesto y el habla.

Tomemos por caso la herencia gremial. Se podría decir que hay un corte radical entre el gremio o la unión mutual y el sindicato anarquista de nuevo cuño, pero veremos que no es así. La columna vertebral de la FOL eran los albañiles y los carniceros, quizás los gremios más antiguos, pero la organización matriz incluía también a carpinteros, sastres, mecánicos, peluqueros, talabarteros y muchos otros oficios. A su vez, la FOF se organizó sobre la base de los sindicatos de culinarias, floristas y diversos gremios de vendedoras de mercado, lecheras y viajeras a las ferias rurales. En muchas de estas comunidades gremiales basadas en el oficio se traslapaban pertenencias territoriales y de ayllu, y eso les permitió construir organizaciones densas, marcadas por una ocupación física y ritual del espacio, y a la vez conectadas con un amplio circuito de prácticas urbanas y mercantiles. Sobre esta trama de relaciones surge el sindicato anarquista, que recupera las dimensiones anti fiscales ya instaladas en su trayectoria pasada, dotándoles de una base doctrinaria compatible con los desafíos de las nuevas formas de trabajo y opresión (5). Sus campañas contra la amenaza de guerra al Paraguay y la lucha por la jornada de ocho horas, fueron quizás sus actuaciones más visibles. Pero también la solidaridad internacional (como en el caso de Sacco y Vanzetti) y el apoyo a las rebeliones indígenas rurales nos muestran un anarco sindicalismo ch’ixi, manchado de prácticas y memorias de diversos horizontes históricos, que halla en la doctrina libertaria una inspiración para interpretar sus experiencias de vida.

Tanto la historiografía liberal, como la nacionalista y la marxista niegan la racionalidad propia de las comunidades y gremios que constituían el mundo del trabajo urbano en La Paz. Así, Guillermo Lora, en su historia del movimiento obrero, desdeña la herencia comunitaria y gremial del artesanado anarquista por considerarla “atrasada” y por no estar “a la altura del programa de la vanguardia proletaria”. Sus prácticas no resultaban legibles para el ethos eurocéntrico dominante, que sólo podía verlas como “resabio” o “supervivencia” de un pasado perimido. Al desconocerlas como sujetxs colectivxs de su propia historicidad y de su propio proyecto de vida, esta racionalidad que llamamos comunalidad (6) se torna invisible e inasible.

La comunalidad –en este caso, la racionalidad comunitaria y gremial reactualizada como sindicato anarquista– supone que no hay ruptura tajante entre las formas organizativas del pasado y del presente. La evidencia de que el gremio artesanal era el espacio ch’ixi de articulación entre el ayllu aymara y el sindicato urbano, se ve claramente en el caso de los carniceros o mañazos. Estos gremios se distinguían según si abastecieran a la ciudad de La Paz de carne vacuna u ovina, o de llama, y varios de ellos tuvieron una doble afiliación. Así el ayllu Mañazo es registrado por Rossana Barragán en el siglo XIX paceño, y a principios del siglo XX este ayllu-gremio se adscribió a la FOL anarquista y a la vez formó parte del movimiento de caciques-apoderados encabezado por Santos Marka T’ula. Los comerciantes de carne eran viajeros a larga distancia, lo que les brindaba una ventaja estratégica a la hora de difundir y recoger nuevas ideas.

Se tiende a pensar que los ayllus vivían aislados y que estaban arrinconados en la “soledad y miseria” del altiplano, pero en realidad tenían múltiples conexiones: con las ciudades, con las minas de cobre o las salitreras chilenas, con las valladas y tierras discontinuas que cultivaban en los valles y yungas. La ocupación territorial parece haber sido un momento o fase en un ciclo más amplio de desplazamientos, tanto físicos como identitarios. Y aquí no hablo de identidades congeladas, sino de identificaciones. Yo creo que el nexo entre comunidades rurales y sindicatos urbanos, a diferencia de lo que ocurrió después de 1952, se basaba en una identificación común con la resistencia antifiscal: resistencia a la intromisión estatal en los asuntos internos de cada organización; resistencia al pago de tributos y exacciones coloniales. Resistencia, en fin, a ser legibles y contables para el Estado q’ara dominante.

Hay que considerar también que el debate sobre la comunidad como núcleo de una sociedad libertaria ya se había planteado en nuestras discusiones de los años ochenta con los viejos anarcos de la FOL. Para el carpintero Lisandro Rodas, por ejemplo, la mejor expresión del anarquismo estaría en las comunidades Mosetenes que conoció durante el largo período que vivió deportado en Alto Beni. En contradicción con las versiones industrialistas que predominaban en la dirigencia de la FOL, don Lisandro argumentó que esas comunidades “sin dios, sin patria, sin autoridades, donde nadie les manda y cada uno sabe sus obligaciones”, resultaban más acordes con su visión del anarquismo. Al igual que James Scott, el carpintero Lisandro, hablante de aymara, qhichwa y algo de guaraní, consideraba válidas las prácticas indígenas de gestión territorial autónoma y las celebraba como una aproximación tangible al ideal anarquista, así no estuvieran revestidas de un discurso doctrinario explícito y autoconsciente.

Es evidente que historiografía convencional no ha estado en condiciones de prestar atención a estos hechos, aparentemente menores, que revelan la existencia de un espacio abigarrado en el mundo popular urbano, donde comunalidad y anarquismo se traslapan, complementan y cohabitan. Allí coexistieron, seguramente con tensiones, la modernidad urbana y la tradición indígena, y el adoptar ante estos hechos una actitud maniquea equivale a negar la posibilidad de una modernidad india-chola, que para nosotros estuvo bien visible en los procesos de organización y lucha del anarco sindicalismo paceño.

Vestimenta y gesto en las movilizaciones libertarias

Los testimonios que recogimos sobre el gremio de constructores y albañiles (THOA 1986) nos hicieron ver la importancia del decoro y el prestigio que animaba su presencia en el espacio público. Este gremio tenía un intenso calendario ritual, y para las fiestas se vestían con el mejor poncho y chalina de vicuña. Tal parece que con este gesto rechazaban el discurso miserabilista de esa oligarquía que los despreciaba y los quería ver ignorantes y carenciados. Aunque también la estructura colonial resultaba internalizada en los gremios que trabajaban más cerca de los códigos de vestimenta dominantes. Así por ejemplo los sastres tenían una organización propia, que no incluía a los llamados “solaperos” (sastres de segunda que vestían al mundo obrero y migrante del campo), cuyo sindicato se afilió por separado a la FOL. La noción de colonialismo interno e internalizado (no así la de “colonialidad”) resulta clave para comprender estas contradicciones entre el igualitarismo de la doctrina y la jerarquización de las prácticas.

Por otra parte, creo que el decoro y el prestigio de la vestimenta de la chola también jugaban a favor de una suerte de mensaje no verbal que asombraba por su atrevimiento. A fines de los años treinta, al hacerse presentes en una convención femenina “de señoras”, las cholas de la FOF se vistieron con sus mejores galas: faluchos y topos de plata, mantas de vicuña y sobre mantas bordadas, botines y sombreros borsalino. Tal fue el escándalo que las damas presentes se desbordaron en críticas a la aparente contradicción entre sus demandas salariales y su rica vestimenta. Sin duda, la idea de “miseria del pueblo” oscureció nuevamente la comprensión de esos gestos de aparente ostentación, que tenían como base un reclamo de respeto y trato igualitario. En este punto quiero hacer notar la sutileza del gesto vestimentario, que tiene mucho de puesta en escena y mensaje no verbal. En las comunidades aymaras de Isluga, Verónica Cereceda ha relatado que las mujeres tejen costales para guardar los productos de la cosecha. Es notable el hecho de que estos costales tengan la parte labrada (que sería el anverso del tejido) dirigida hacia adentro, hacia los productos que los costales guardan, mientras que el reverso es la parte visible desde afuera. La forma de elaboración y uso de estos tejidos supone el reconocimiento de un diálogo entre el tejido y las papas, entre lo interior y lo exterior, que quizás nos permita entender el modo en que las mujeres anarquistas utilizaron su fachada personal como un lenguaje y un medio de comunicación. Ellas usaban la prenda más fina (la manta de vicuña) para rodear su cuerpo; y la menos fina (la sobre manta bordada) para exhibirla hacia afuera. Sugiero que en esto hay un código aymara subyacente: el diálogo de la manta con el cuerpo, que no se muestra hacia afuera, y la elegancia ostensible (joyas de oro y plata) para mostrarse ante sus adversarias de clase media y alta. Recordemos aquí la idea que tenían los andinos sobre sus colonizadores: su interés por los metales preciosos era tal que creían que ellos comían oro. Así entonces, la preciada lana de vicuña abraza el cuerpo femenino para protegerlo, al igual que el costal a las papas, de la intrusión ajena.

En el asedio callejero a la sociedad q’ara dominante, las cholas anarquistas utilizaron métodos opuestos, que parecían cobijarse en la propia invisibilidad femenina o en la ceguera misógina de las elites. Así por ejemplo, cuando la caballería bajaba persiguiendo las manifestaciones de la FOL por la calle Ayacucho, las mujeres les tiraban agua de jabón, o punzaban los ijares de los animales con sus yawris, para verlos rodando calle abajo, revolcándose sobre los adoquines. Si la elegancia daba fuerza a ciertas confrontaciones públicas, la actitud solapada de “hacerse a la india” les brindaba recursos inesperados para sorprender a sus represores. ¿Son todas ellas “armas de los débiles”, como postula James Scott? Para mí estos gestos resultan más bien de un uso calibrado de su fuerza, de un uso situacional de los lenguajes y de la conciencia de que en una sociedad como la nuestra, las palabras no bastan para designar los hechos.

Quiero terminar señalando que mi presencia en esta mesa, vestida de chola, pretende emular estas modalidades ch’ixis, contenciosas e impuras, de ejercer una voz pública. Esta manta que llevo con orgullo me la regaló antes de morir doña Nieves Mungía, dirigente de la Unión Femenina de Floristas, y es por sí misma un testimonio de lo que he venido exponiendo en torno a las comunalidades anarquistas. Pero además quiero a través de ella comunicar otro mensaje: el profundo impacto que puede tener un trabajo de historia oral en la subjetividad de las y los investigadorxs. Y es quizás ésta la razón que me distancia de las posiciones anarquistas de escritorio, a las que he calificado como “anarq’aristas” (7), habiendo optado más bien por reivindicar una forma ch’ixi y barroca de comunitarismo anarco, capaz de tender puentes entre doctrinas y experiencias, entre posturas ideológicas y vida cotidiana.

Notas
 
1 . Federación Obrera Local, Federación Obrera Femenina y Federación Agraria Departamental, respectivamente.

2 . El trabajo titulaba Los constructores de la ciudad. Tradiciones de lucha y de trabajo del Sindicato Central de Constgructores y Albañiles, 1900-1950 y no ha sido reeditado desde 1986.

3 . La obra de Lora solo ofrece notas críticas y difamaciones, como lo hemos demostrado detalladamente en Los Artesanos Libertarios.

4. Se trata del aforismo qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani, que en traducción aproximada dice “mirando el pasado como futuro podemos caminar en el presente”.

5. Don Lisandro lo dice claramente: “los sindicatos [anarquistas] han salido de las mutuales obreras.

6 . La idea de comunalidad ha sido propuesta en los setenta y ochenta por dirigentes indígenas zapotecos y mixes como Jaime Martínez Luna y Floriberto Díaz. La noción ha sido retomada y ampliada por Raquel Gutiérrez Aguilar y ha nutrido varias tesis doctorales recientes.

7. Para don José Clavijo, lo q’ara (aymara, lit., desnudo, pelado) se define como una forma de vida anclada en el ocio y en el disfrute del trabajo ajeno, más allá de las connotaciones racializadas que tiene el uso de este término actualmente. Extrapolando esta noción a algunas experiencias recientes, creo que existen también intelectuales anarquistas que hacen exactamente eso: vivir del trabajo ajeno, y por eso les he colgado el mote de “anarq’aristas”.

[[Tomado de https://lapeste.org/2019/09/silvia-rivera-cusicanqui-comunalidades-anarquistas-una-aproximacion-testimonial.]


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