sábado, 2 de marzo de 2019
¿Tiene sentido el antimilitarismo hoy?
Pedro Oliver
«Es muy probable que cuando la humanidad decida alguna vez constituir sociedades que establezcan un reino en el cual las espadas se refundan en arados... los hombres poderosos sean los principales adversarios de tan gloriosa obra, y especialmente cabe esperar oposición de generales, admirantes, contratistas, agentes y gente por el estilo» (clérigo disidente de Sherffield en 1808) [1]
Antes de empezar debo aclarar que voy a usar el término antimilitarista como forma de categorizar determinadas expresiones históricas de protesta popular, y que a su vez, en correspondencia con ese militarismo contemporáneo que se fue desarrollando a la par que una industria de guerra cada vez más mortífera y una gran movilización de tropas a través de la imposición del servicio militar obligatorio, también voy a hablar del antimilitarismo político (“consciente”), es decir, como expresión ideológica y movimentista.
Aunque me voy a circunscribir a lo que convencionalmente llamamos Edad Contemporánea y “Tiempo Presente”, debemos recordar que durante el Medioevo y el Antiguo Régimen hubo resistencias, motines y protestas contra la presencia de tropas en los campos y en las ciudades, puesto que no pocas veces con los ejércitos llegaban la enfermedad y los saqueos, la pobreza y la violencia. Asimismo, tampoco se olvide que después de 1789 la extensión del modelo revolucionario francés de “nación en armas” exigía el reclutamiento forzoso y que aquél, entendido como “contribución de sangre”, fue ampliamente contestado en toda Europa a lo largo del siglo XIX [2]. Así pues, de las lecturas históricas entresacamos una noción amplia de antimilitarismo que nos remite al campo de la acción social en su sentido de acción colectiva. Pero lógicamente no nos podemos quedar ahí porque el concepto también está ubicado en el terreno categorial de la politología, permeabilizado de teorías, doctrinas e ideologías políticas.
Más allá de la existencia de grupos y movimientos sociales monotemáticos o estrictamente antimilitaristas (de los que me ocuparé más adelante), existen ideologías y repertorios de acción que expresan discursos que podemos llamar antimilitaristas porque explícita o implícitamente se oponen a lo que se define (o ellos definen) como militarista [3]. Además, en muchos casos encontramos colectivos y movimientos sociales globalmente alternativos o anti-sistema que focalizan su actuación antimilitarista en situaciones de contestación al militarismo, como ocurrió con los Provos en la Holanda de los años sesenta [4]. Aparece aquí una de las características más genuinas de los movimientos y las acciones colectivas antimilitaristas: su dimensión vivencial, por tratarse de respuestas provocadas por las políticas de guerra o de seguridad, desde el impacto social y ambiental de la movilización de tropas a las resistencias y desobediencias al reclutamiento.
En este sentido cabe apuntar que en España, con semejanzas y con diferencias claras respecto de otros países europeos, evidentemente fue el rechazo juvenil a la “mili” lo que multiplicó la capacidad de influencia social, política y mediática que tuvo el MOC y el movimiento de insumisión durante los años noventa del siglo XX [5]. Y de parecidos sentimientos nacen los distintos niveles de discurso pacifista-antimilitarista que pueden observarse en los refusnik, soldados israelíes que se niegan a colaborar con su gobierno en la represión del pueblo palestino [6].
Breve apunte histórico sobre los usos convencionales del término militarismo
Para responder a la pregunta “¿tiene sentido el antimilitarismo hoy?” literalmente hablando debemos asumir que el antimilitarismo tendría sentido sí y sólo si existen estructuras y agencias que puedan ser definidas y objetivadas como militarismo. Precisemos, pues, qué se quiere decir con el término “militarismo” considerando, eso sí, que hay otros términos en su mismo campo semántico (singularmente los de belicismo y pacifismo, pero también otros como conscripción y civilismo) [7].
Si bien en la segunda mitad del siglo XIX se empieza a usar el neologismo “militarismo”, es a finales de la centuria cuando se generaliza, sobre todo porque, con la expansión del capitalismo industrial y al abrigo de las políticas imperialistas, fueron aumentando, por un lado, las industrias de armamento -con el consiguiente desarrollo de la tecnología militar-, y por otro, los grandes ejércitos de masas a través de la extensión del servicio militar obligatorio.
En su sentido más estricto el militarismo venía a significar que el poder militar influía, mediatizaba o dominaba el campo de la política y de la sociedad civil. Por eso las resonancias más comunes, casi mecánicas, de la palabra “militarismo” suelen evocar al “militarismo prusiano” y también a regímenes como el nazi o el japonés de Hirohito, cuyas grandes inversiones en armamento provocaron y sostuvieron una larga guerra de agresión contra sus vecinos en Europa y Asia [8].
Ahora bien, más cercano en el tiempo y podíamos decir que absolutamente relacionado con nuestra área geopolítica y con la historia del presente, el término “militarismo” también se ha utilizado para referirse al “complejo militar-industrial”, una red híbrida de intereses de empresarios, políticos y militares que fue responsable de la gigantesca escalada armamentista estimulada por los diversos gobiernos estadounidenses con posterioridad a la II Guerra Mundial. Como es bien sabido, fue el propio presidente de EEUU Dwight Eisenhower el alertó en 1961, durante su discurso de despedida a la nación, sobre las causas y los riesgos de ese gigantismo militar e industrial:
“(...) hemos sido obligados a crear una industria armamentista permanente de vastas proporciones. Además de esto, tres millones y medio de hombres y mujeres trabajan directamente para la Defensa. Nuestro gasto anual en la seguridad militar es superior a los ingresos netos de todas las grandes empresas norteamericanas. Esta conjunción de un inmenso instituto militar y una gran industria bélica es nueva en la experiencia norteamericana. La influencia total -económica, política, espiritual incluso- se siente en cada ciudad, cada capitolio estatal, cada oficina del gobierno federal (...)
(...) En los consejos del gobierno debemos cuidarnos contra la adquisición de una influencia desproporcionada, buscada o no, por parte del complejo bélico-industrial. Existe y seguirá existiendo el potencial para el funesto ascenso del abuso del poder” [9].
Como explicaré más adelante, los colectivos antimilitaristas de nuestro tiempo presente han revisado y ampliado estas nociones tradicionales y convencionales para incluir dentro del campo de poder del militarismo a los subsistemas estatales de control y castigo, y a distintos procedimientos formales e informales de producción y reproducción de discursos, valores y actitudes socioculturales justificadoras de la solución armada de los conflictos y de la propia existencia de los ejércitos.
Referentes teóricos e históricos del antimilitarismo
Por lo que se refiere a la gestación del antimilitarismo ideológico y activista hay que considerar que, con el eco de reflexiones anteriores sobre el derecho internacional (sobre todo la del dominico español del siglo XVI, Francisco de Vitoria), en el siglo XIX se hablaba de la preocupación por el belicismo dentro de una reflexión más general sobre el porqué y el para qué de la guerra y la posibilidad o no de la paz entre las naciones, un debate que será la base misma de las distintas formas de pensamiento sobre el militarismo y también de las distintas propuestas pacifistas.
Al hilo de lo anterior, de la historia del pensamiento político sobre la guerra y sus funciones cabe destacar cuatro grandes referentes teóricos [10]:
- Kant, con su “Ensayo sobre la paz perpetua”, de 1795, en el que sostiene que la guerra es inaceptable y es posible la paz mundial si se cumplen requisitos que mezclen convicción y coerción.
- Clausewitz, con su tratado “Sobre la guerra”, de 1833, en el que defiende que “la paz perpetua es utópica” y la guerra inevitable, porque conforme hay más civilización también hay más guerra, porque para los estados la guerra es “la continuación de la política por otros medios” y por eso mismo hay que usarla inteligentemente, a través de un conocimiento tendencialmente científico de la guerra, al igual que con la política.
- Marx y Engels, con el “Manifiesto Comunista”, de 1848, en el que plantean que la lucha de clases es el motor de la historia y la violencia la comadrona del progreso histórico, lo cual dará pábulo a los propósitos de la violencia revolucionaria (y los modelos de guerra, guerrillas y ejércitos populares).
- Y por último las ideas de no-violencia de León Tólstoi (1890), con el precedente de David Thoreau («Sobre la Desobediencia Civil») y su desarrollo posterior con Gandhi. Tal y como asumirá la IRG: la guerra tiene su causa en injusticias sociales y en el fomento del patriotismo, por lo que debemos resistir a la guerra a base de no colaborar y desobedecer, o sea, cambiando la mentalidad, desarmando las conciencias, no porque temamos morir sino porque estamos decididos a no matar [11].
El antimilitarismo en su sentido más ideológico y movimentista, en principio beberá de algunos “socialistas utópicos”. Louis Blanc y Pierre Joseph Proudhon fueron de los primeros teóricos en utilizarlo, criticando que los gobiernos autoritarios del siglo XIX recurrieran al ejército no sólo para defenderse o atacar a un enemigo exterior, sino para protegerse y reprimir al “enemigo interior” [12].
De una u otra forma el anarquismo posterior acabará identificando el aparato militar del Estado con el militarismo. Después, ya en el siglo XX, serán los planteamientos gandhianos de la no-violencia los que se incorporen al repertorio de acciones del antimilitarismo, eso sí, para ampliarse: objeción de conciencia y desobediencia civil a la conscripción (apoyo a la deserción), objeción fiscal a los gastos militares, lucha contra la industria militar y los campos de tiro o de entrenamiento militar, educación para la paz, etcétera. Conviene, pues, detenerse un poco en lo que dicen del antimilitarismo los colectivos autodenominados antimilitaristas.
El antimilitarismo de los antimilitaristas [13]
En todo movimiento autotitulado “anti-” lo lógico es definirse definiendo al contrario, en este caso el militarismo. Por supuesto que en la definición actual se considera la historia del concepto, es decir, su forma histórica y convencional además de los atributos que ha ido arrastrando: pretorianismo, autoritarismo, obediencia ciega, exaltación de la violencia, intervencionismo, golpismo... Y por supuesto que también se asume el maridaje que el militarismo mantiene con los intereses económicos y las distintas instancias de poder político, es decir, su función en las estructuras y flujos del ya citado complejo bélico-industrial.
Pero la mayoría de los grupos antimilitaristas actuales amplían la morfología del militarismo para intentar objetivarlo como un “instrumento” de poder. Así, se viene a decir que el militarismo se materializa en instrumentos que “el Poder” utiliza “para imponerse y mantenerse (ejércitos y fuerzas policiales, control social y manipulación mediática, instituciones de sufrimiento y castigo como la cárcel, reglamentaciones coactivas de todo tipo: laborales, de enseñanza, de cultivo...)”.
Se esté o no de acuerdo con la radicalidad de esa propuesta antimilitarista, sobre todo porque no introduce matices al referirse a unas instituciones y a otras [14], verdaderamente, en lo que se refiere a la noción de “control social”, no pocos analistas vienen señalando que desde finales del siglo XX, con la crisis del Estado Providencia y el auge de los movimientos migratorios, se están extendiendo los sistemas de control-sanción [15]. Y ahora, además, desde el 11-S de 2001, pero con el añadido de las respuestas provocadas en Occidente por los atentados del 11-M de 2004 y el 15-J de 2005, se estaría implementado la militarización de no pocos instrumentos de control, incluyendo prácticas contrarias a los derechos humanos con detenidos y prisioneros [16].
Este enfoque tan amplio acarrea consecuencias que van más allá de las herramientas teóricas que ha ido creando el propio movimiento antimilitarista en los últimos tiempos, porque lo que en realidad persigue es ampliar el repertorio de denuncias y acciones (en algunos grupos con especial atención a la relación de los valores militaristas con la promoción de estereotipos y papeles sexistas y violentos), trascendiendo así la relación de asuntos que han sido su objeto de atención principal durante décadas, principalmente los relacionados con la conscripción y con los valores militaristas que se inculcaban en el ejército (sumisión, obediencia, machismo, patriotismo, insolidaridad, cultura de la delación y el escaqueo, etc.):
“(...) se comprende que el antimilitarismo no es sólo la lucha contra la mili de aquí o allá, es la lucha contra la represión y el control social, el gasto armamentístico, el intervencionismo falsamente humanitario, el reclutamiento profesional... es la lucha contra ese poder económico que se sustenta por la fuerza pero cada vez más, al menos en nuestras sociedades occidentales, por la coacción (políticas laborales, económicas, el espejismo de la felicidad consumista, etc.) y la creación de consensos sociales con la ayuda de los medios de comunicación que les pertenecen”.
No obstante la amplitud del terreno de actuación “anti” que inspira al movimiento antimilitarista y que acabamos de reflejar someramente, en su marco ideológico también se observa la línea transversal de la tradición no violenta, mucho más propositiva:
“El objetivo del antimilitarismo es la desmilitarización y la construcción de la paz pero de forma duradera. Una paz que puede ser entendida según su concepción más dinámica, como final de un proceso y no como una utopía inalcanzable. También es paz cada paso de la violencia hacia nuevas relaciones, de la injusticia hacia la dignidad, de la explotación hacia la liberación, de la indiferencia hacia la atención. Construir la paz es un reto inaplazable para todos los pueblos en la dirección de un modelo social radical la dirección de un modelo social radicalmente distinto resultante del enfrentamiento crítico con la realidad social. Un modelo social basado en la defensa coherente, entre medios y fines, de la participación y decisión colectiva, de la transmisión de valores y alternativas que garanticen un desarrollo social estable y sostenible”.
Y así, de esta línea de acción antimilitarista tan ampliamente entendida nacen diferentes planes de actuación, más o menos materializables, y con una mayor o menor continuidad en el tiempo: no-colaboración con el ejército, sea de leva o “voluntario”; desobediencia civil al reclutamiento de recursos, hombres o mujeres para el ejército; objeción fiscal al gasto militar; luchar por la prohibición del comercio de armas y la destrucción de arsenales militares, “impidiendo la implantación de la industria militar y acometiendo la conversión de la existente”; y promover la objeción científica y laboral al militarismo, el desarme y la disolución de cuerpos y fuerzas armadas, la abolición de las cárceles y los centros de detención, la prohibición de uso de suelo municipal, centros y espacios públicos (terrestres y aéreos) para fines militares, la declaración oficial de municipios desmilitarizados, la prohibición del almacenamiento o tránsito de armas convencionales, nucleares, químicas y biológicas, el desmantelamiento de polígonos de tiro y la devolución de campos de maniobras y otros territorios militarizados así como larecuperación y protección medioambiental de los mismos; por último, para conseguir la abolición de los ejércitos y el abandono de las alianzas militares, se investigará la puesta en marcha de un modelo de “Defensa Popular Noviolenta" [17].
El militarismo que se ha puesto otra vez de moda
En verdad tenemos que constatar que, para decepción de quienes ven desfasadas y anacrónicas este tipo de acuñaciones, más que el antimilitarismo y el pacifismo (aunque también, sobre todo esta última palabra), lo que verdaderamente se ha puesto de moda, o al menos ha vuelto a ocupar un sitio destacado en los discursos políticos y mediáticos, ha sido el término “militarismo”. Y lo ha hecho no como hemos visto que suelen denunciarlo los antimilitaristas, en su sentido lato (cargado de fuerza estructural y cultural, naturalizando la idea de guerra y de preparación para la misma). El militarismo se ha puesto de moda sin haber perdido su acepción antigua, no tanto la del militarismo “prusiano” (que tampoco se pierde del todo) sino la que nos lo presentaba como un entramando de intereses político-militares-empresariales capaz de provocar militarización política y civil. Basta con leer la prensa diaria y con echar un vistazo a las revistas especializadas en política exterior, conflictos, etcétera. ¿Por qué?
Desde luego no porque no se vinieran definiendo como militaristas desde hace tiempo las políticas militares y de seguridad llevadas a cabo por ciertos estados (sin ir más lejos la URSS y EEUU se acusaban mutuamente de militaristas durante la Guerra Fría). Ocurre que ahora, tras el fin de la Guerra Fría, lo que ha hecho revivir un término con tantas resonancias históricas ha sido la llamada “Nueva Estrategia de Seguridad Nacional” puesta en marcha por el gobierno Bush, es decir, la política reactiva del gobierno USA tras el 11-S de 2001 en Afganistán y sobre todo en Irak en marzo de 2003 (aunque igualmente deberíamos situar en ese mismo plano el claro y oportuno aprovechamiento retórico que de la misma han hecho gobiernos como el de Putin con Chechenia y el de Sharon con Palestina) [18].
La retórica política de Bush, muy inspirada por los llamados neocon, se llamó “guerra contra el terror”; su verificación normativa y de medidas excepcionales de control social punitivo, la “Patriot Act”; y su desarrollo en el campo militar y militar-industrial, la “nueva doctrina de seguridad nacional”, expresamente juzgada como “militarista”, en dos sentidos:
“Militarista” sería que Bush haya “forzado el mayor aumento del gasto militar estadounidense desde los tiempos de Ronald Reagan” [19].
Y “militarista” sería la imposición de la doctrina de la “guerra preventiva”, con el apoyo de los otros dos mandatarios del famoso “Trío de las Azores” (Blair y Aznar, con Durao Barroso como anfitrión), despreciando a NU y a la opinión pública mundial [20].
La guerra cumple una función constituyente de la realidad social y de la cultura. Ésa es la vertiente más relevante del militarismo actual, no la única, pero sí la más decisiva tanto para las sociedades centrales como las periféricas, aunque evidentemente son muy distintos el impacto real y el grado de percepción de la misma. En efecto, casi sin darnos cuenta, y aunque empezara nada más acabar la Guerra Fría y sobre todo con las reacciones de EEUU a los atentados terroristas del 11-S de 2001, la aldea global ha entrado en un período marcado por el fenómeno de la guerra. Y si la guerra, como siempre, es un hecho social e histórico que produce cambios sociales e históricos, ahora, en la época de la “guerra-mundo”, los cambios han de ser globales y mundializadores: en la parte central del mundo occidental que promueve y ejecuta el nuevo paradigma de “guerra asimétrica” fuertemente informatizada (infowar), la vivencia de la guerra va mucho más allá del temor a su contrario -la estrategia de “guerra reticular” (netwar) que lleva a cabo el terrorismo de Al Qaeda-, para caminar, a lomos del miedo al ataque exterior (por las posibles infiltraciones terroristas) o interior (de las supuestas células durmientes), hacia una mayor militarización de los controles sociales y de los presupuestos estatales, con evidentes regresiones en el terreno de las libertades civiles y políticas y con cada vez mayores recortes en las políticas de protección y bienestar social [21].
¿Pero es que tiene sentido el militarismo?
No debería ser el antimilitarismo el que tuviera que soportar la carga de la justificación y responder a una pregunta que -por qué no admitirlo- para muchos podría llevar implícita una respuesta negativa: el antimilitarismo es cosa antigua, agua pasada, actitudes decimonónicas que en su día y en nuestro país formaron parte del imaginario socialista más clásico y sobre todo del anarquista, mensajes que luego, en las ultimas décadas del siglo XX, recuperó un sector de la juventud muy politizado, los objetores y los insumisos.
Obsérvese en el encabezamiento de este artículo que no era Fermín Salvochea, el anarquista andaluz de finales del siglo XIX, el único promotor de mensajes antimilitaristas, sino alguien perteneciente al clero de la Inglaterra de 1808, alguien que creía probable que la historia caminara en un sentido favorable para la paz, por lo que deducimos que para quienes pensaban con él serían los “militaristas” los que tendrían que forzar su presencia en la historia, militaristas que curiosamente aquel religioso no sólo estaba identificando con altos mandos militares sino con los actores del capitalismo entonces en ciernes: “contratistas, agentes y gente por el estilo”. Tomemos la referencia por su fuerte carga de utopismo y de sentido común: en verdad, la cuestión que nos debería reunir hoy aquí tendría que ser la contraria: ¿qué sentido tiene el militarismo? ¿Qué razón de ser que no responda a la causa de la guerra y a los intereses de los poderosos? ¿Y qué consecuencias ha traído a la humanidad y al planeta el camino del militarismo? [22]
El militarismo actual, el que se retroalimenta de la enorme importancia que ha adquirido la guerra en la época de la globalización, genera un marco cultural que acepta la guerra como algo mecánicamente consecuente, inevitable: no sólo a través de la militarización de la información sobre la guerra (un aspecto que ya es en sí mismo trascendente para una sociedad informacional como la nuestra), sino sobre todo por las prácticas que generan una nueva cultura de guerra, la que de forma cada día más peligrosa parece ir haciendo inevitable la tesis del “choque de civilizaciones” (la de Huntington y la de las peores admoniciones anti-islámicas de Oriana Fallaci), a través de la degradación del “combatiente enemigo”, señalándolo como islámico e inferior a la vez, algo evidente desde el momento en el que se le ataca y bombardea con fuerzas militares abrumadoramente más poderosas que las suyas, para después crear una igualmente poderosa legitimidad que sirve para apresarlo o incluso secuestrarlo y torturarlo en cárceles secretas y en limbos jurídicos como el de Guantánamo [23].
Contra eso podemos actuar quienes vivimos en las zonas centrales, en la parte blindada de la guerra-mundo. Nos corresponde como tarea urgente levantar el ánimo y hasta la confianza en que las distintas formas de hacer visible la protesta pueden ayudar a que las cosas cambien. Porque quizás lo peor de la situación actual es que la cultura del nuevo militarismo ha actualizado una creencia vieja y fatalmente catastrofista, antropológicamente racista: que por haber superiores e inferiores la guerra es consustancial a la naturaleza humana.
Lamentablemente es imposible pensar la historia y el mundo de hoy, con sus posibles futuros, sin que tengamos muy en cuenta el poder de esa creencia en las estructuras del saber humano. Y sin embargo no es cierto que deba determinarnos. Antropológicamente podemos ser otra cosa [24]. Y aunque sólo fuera por eso parece evidente que el antimilitarismo tiene sentido.
Notas:
[1] Citado por E. P. Thompson en: La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1780-1832, Laia, Barcelona, 1977.
[2] Algunos estudios que han tratado esta cuestión en España (por orden de edición): N. Sales, Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos, Ariel Quincenal, Barcelona, 1974; F. Fernández Bastarreche, El Ejército español en el siglo XIX, Siglo XX, Madrid, 1978; J. Lleixà, Cien años de militarismo en España, Madrid, Anagrama, 1986; J.F. García Moreno, Servicio militar en España (1913-1935), Servicio de Publicaciones del Estado Mayor del Ejército, Madrid, 1988; C. Borreguero Beltrán, . OrEl reclutamiento militar por quintas en la España del siglo XVIII. Los orígenes del servicio militar obligatorio, Universidad de Valladolid, 1989; J.M. Castellano Gil, Quintas, prófugos y emigración: La Laguna (1886-1935), Centro de la Cultura Popular Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1990; R. Núñez Florencio, Militarismo y antimilitarismo en España (1888-1906), CSIC, Madrid, 1990; M.R. Moreno Fraginals y J.J. Moreno Masó, Guerra, migración y muerte (El ejército español en Cuba como vía migratoria), Ediciones Jucar, Colombres (Asturias), 1993; J.M. Esparza, ¡Abajo las quintas! La oposición histórica de Navarra al Ejército español, Txalaparta, Tafalla, 1994; F. Puell, El soldado desconocido. De la leva a la «mili» (1700-1912), Biblioteca Nueva, Madrid, 1996; A. Feijóo, Quintas y protesta social en el Siglo XIX, Ministerio de Defensa, Madrid, 1996; J.F. Molina Duque, Quintas y servicio militar : aspectos sociológicos y antropológicos de la conscripción : (Lleida, 1878-1960), Tesis Doctoral, Universidad de Lleida, publicada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 1999, se puede descargar de: http://www.cervantesvirtual.com/Fic...
[3] Acerca de la relación de la objeción de conciencia, la desobediencia civil y otros repertorios antimilitaristas con las redes materiales y virtuales de los nuevos movimientos sociales véase un estudio muy reciente en: Ángel Calle, Nuevos Movimientos Globales. Hacia la radicalidad democrática, Editorial Popular, Madrid, 2005.
[4] Los Provos, así como un creciente porcentaje del resto de la juventud holandesa, eran en general antimilitaristas y especialmente contrarios a la guerra del Vietnam. Ayudaron a soldados USA a abandonar sus acuartelamientos en Alemania para evitar ser enviados a Vietnam (más información en: http://usuarios.lycos.es/amoryrabia...).
[5] V. Sampedro, Movimientos sociales: debates sin mordaza. Desobediencia civil y servicio militar (1970-1996), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997; R. Ajangiz, Servicio militar obligatorio en el siglo XXI. Cambio y conflicto, CIS-Siglo XXI, Madrid, 2003. Véase también: VV.AA., En legitima desobediencia: tres décadas de objeción, insumisión y antimilitarismo, MOC - Traficantes de sueños, Madrid, 2002; P. Oliver Olmo, La utopía insumisa de Pepe Beunza. Una objeción subversiva durante el Franquismo, Virus Editorial, Barcelona, 2002.
[6] En enero de 2006, y según los datos proporcionados por la organización israelí Refuser Solidarity, el número de “refuseniks” declarados en Israel asciende a 1664 personas.
[7] La categoría “civilismo” entraría en el debate para romper la posible identificación del término militar con el concepto de militarismo, es decir, para definir la práctica militar que queda subordinada al poder político (véase: C. Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Instituto de Estudios Económicos, Madrid, 1984. Véase también: G. Cardona, El poder militar en España contemporánea hasta la Guerra Civil, Siglo XXI, Madrid, 1983; M. Ballbé, Orden público y militarismo
[8] F. Hernández Holgado, Miseria del Militarismo. Una crítica del discurso de la guerra, Virus editorial, Barcelona, 2003.
[9] Sigue siendo muy útil la consulta de: M. Seymour, El capitalismo del Pentágono. La economía política de la guerra, Siglo XXI, México, 1975 (2ª ed).
[1]0 F. Fernández Buey (http://www.upf.edu/materials/fhuma/...)
[11] Para profundizar en la cuestión de la desobediencia civil véase: J. A. Pérez, Manual práctico para la desobediencia civil, Pamplona, Pamiela, 1994.
[12] F. Hernández Holgado, op. cit.
[13] Este apartado se ha elaborado consultando la última “Declaración Ideológica de Alternativa Antimilitarista.MOC” (http://www.antimilitaristas.org/art...), y con material publicado por colectivos antimilitaristas que arrastran ya una larga militancia: Carabanchel y Zaragoza (www.nodo50.org/moc-carabanchel/docu...).
[14] Refiriéndome a la historiografía he criticado las aplicaciones “atrapalotodo” del concepto de control social en otro lugar: P. Oliver Olmo, “El concepto de control social en la historia social: estructuración del orden y respuestas al desorden”, Historia Social, nº 51, 2005, pp. 73-91.
[15] A. De Giorgi, Zero Tolleranza. Strategi e practiche della società di controlo, Derive Approdi, Roma, 2000; D. Garland, The culture of control. Crime and social order in contemporary society, Oxford University Press, 2002; D. Duclos, “Nouvelles techniques de fichage et de contrôle. Qui a peur de Big Brother?”, Le Monde Diplomatique, août-2004.
[16] Harrinston, “Antiterrorismo, anticonstitucionalismo: el creciente ascenso del autoritarismo en los Estados Unidos”: Roberto Bergalli e Iñaki Rivera Beiras (Coords.), Política criminal de la guerra, Anthropos, Barcelona, 2005.
[17] Colectivo Utopía Contagiosa, “Modelos de defensa y alternativas noviolentas”, Mambrú nº 52 (primavera 1995)
[18] El bombardeo ordenado por la OTAN -a iniciativa del gobierno Clinton- contra Serbia y Kosovo en la primavera de 1999 se saltó el obligado trámite de una resolución específica del Consejo de Seguridad de la ONU, aun cuando dicha organización otorgara posteriormente su visto bueno al operativo militar.
[19] “Ya durante el año 2001, con el polémico Escudo Antimisiles en marcha, el presupuesto de Defensa de Estados Unidos ascendía a 310,5 millardos (miles de millones) de dólares, seguido de la Federación Rusa con 44, y Francia con cerca de 26. Al socaire de la guerra contra el terrorismo internacional, después de los atentados mencionados, el incremento ha sido todavía más espectacular. Para el año 2002, el presupuesto militar de Estados Unidos superaba al de los siguientes quince países con mayor gasto militar del mundo, incluyendo a Rusia, China y sus aliados de la OTAN. Y en 2003, en vísperas del ataque contra Irak, Bush anunció una partida especial de 95 millardos a añadir al presupuesto anual -que alcanzaba ya los 379 millardos- con el fin específico de financiar la campaña bélica” (F. Hernández Holgado, Miseria del Militarismo...).
[20] Véase Michael Mann, Después del imperio, Foca, 2003. El autor, experto en sociología histórica comparada, sostiene que el imperialismo USA se ha convertido en una forma de militarismo.
[21] A. Dal Lago, “La Guerra-Mundo”: Roberto Bergalli e Iñaki Rivera Beiras (Coords.), Política criminal de la guerra, Anthropos, Barcelona, 2005, pp. 19-54.
[22] Los datos de las guerras y de los muertos en las guerras desde 1500 hasta 1990 extraídos de las publicaciones anuales de World Military and Social Expenditures (editados por Ruth Legar) hablan por sí solos: en el siglo XVI hubo 60 guerras y 1,6 millones de muertos; en el XVII 36 guerras y 6,1 millones de muertos; en el XVIII 55 guerras y 7 millones de muertos; en el XIX la cifra subió hasta 211 guerras y 19,4 millones de muertos; y en el pasado siglo XX la humanidad llegó a conocer más de 250 guerras y contabilizó más de cien millones de muertos. En cuanto a las guerras posteriores a la segunda guerra mundial, el 92 % (137) tuvieron lugar en el Tercer Mundo y se han contabilizado en unos veinte millones de muertos, aunque ha de considerarse que la cifra está infravalorada, porque terminan en 1995 y se refieren sólo a grandes conflictos (Corea, Vietnam, intervención soviética de Afganistán, etcétera), pero no incorpora datos de conflictos locales que no son fiables (Angola, Eritrea, Somalia, Etiopía, Colombia, etcétera). Con todo, lo más aterrador es el aumento en los porcentajes de víctimas civiles: de algo menos del 50% en la Primera Guerra Mundial se ha pasado a más del 80 % en los conflictos posteriores a 1945.
[23] A. Dal Lago, op. cit.
[24] M. Harris (por citar a un antropólogo conocido, precursor del determinismo cultural y autor de Caníbales y reyes) ha demostrado que «existieron algunos pueblos de América que no conocieron la guerra». Añade que, aunque la guerra suele ser «común», no lo es por inclinación natural sino porque entran en juego determinadas condiciones materiales, las que al menos actualmente podríamos analizar y hasta prevenir: «Tenemos que librarnos de la idea de que somos una especie agresiva por naturaleza... Podemos evitar la guerra, no es un instinto inevitable».
[Tomado de https://www.antimilitaristas.org/Tiene-sentido-el-antimilitarismo-hoy.html.]
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